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Capítulo segundo
Los partidos obreros y los sindicatos
No debemos engañarnos: en el preciso momento en que algunos oscuros miembros de la rama colectivista afirmaban en el congreso de los cooperativistas y mutualistas proudhonianos su fe revolucionaria y testimoniaban ante las cámaras sindicales el disgusto que sentían porque grupos de obreros desearan dar pruebas de excesiva moderación en las confrontaciones con el Estado y con el capital, los jefes del partido socialista a la sazón naciente, ya habían modificado sus propios principios y tácticas. Bajo inspiración de Carlos Marx y Federico Engels, elaboraron en la sombra un nuevo plan de acción y cuando se inicia en Marsella en 1879 el tercer congreso obrero, ya estaban dadas todas las condiciones para una ruptura definitiva entre socialistas y sindicalistas, de modo que los primeros pudieran eliminar del partido a todos cuantos siguieran rechazando la teoría, cara a Marx, de la conquista del poder político.
En efecto, el congreso de Marsella da el visto bueno a la constitución del Partido obrero con un doble programa: político y económico. El programa político (objeto principal del interés de los fundadores del Partido) comportaba las siguientes reivindicaciones: abolición de todas las leyes sobre imprenta, reuniones y asociaciones, supresión del libreto personal, supresión de los privilegios religiosos y devolución a la nación de aquellos bienes llamados de mano muerta, pertenecientes a corporaciones religiosas; supresión asimismo de la deuda pública, abolición de los ejércitos permanentes y armamento del pueblo; se solicitaba también dominio comunal de la administración y de la policía. El programa económico, de importancia secundaria y que tenía sobre todo por objeto la conquista de las masas obreras para el método de acción preconizado al objeto de lograr la apropiación colectiva de los medios de producción, reivindicaba los siguientes puntos: prohibición legal a los patronos de imponer a los obreros más de seis días semanales, la fijación legal de un salario mínimo, la prohibición legal a los patronos de emplear obreros extranjeros con un salario inferior al de los obreros franceses; además, la instrucción científica y profesional de todos los niños por parte del Estado y por parte de la Comuna, etc. Esencialmente y apenas nacido el Partido reclamaba: en materia política la depuración -o por decirlo de otro modo- la moralización del Estado. En materia económica la extensión de sus poderes hasta los extremos límites de la libertad individual.
Aunque fue obra de hombres inteligentes e instruidos, este programa, como se puede apreciar, era de una simplicidad poco común; al mismo tiempo ponía de relieve un notable arcaísmo, puesto que la mayor parte de sus artículos ya habían sido asumidos por diversas fracciones republicanas que una y otra vez, y especialmente después de 1848, habían ambicionado el poder. Esto poseía por otra parte la doble ventaja de dispensar a sus adeptos de cualquier esfuerzo mental y de ponerlos al resguardo de cualquier responsabilidad en caso de fracaso. En rigor, estas realizaciones estaban subordinadas a la conquista del poder político. Ahora bien, ¿qué había que hacer para consumar esa toma del poder? Organizar el proletariado en partido político distinto, es decir, haber reunido en torno al socialismo un número de electores suficientes para obtener en el Parlamento la mayoría absoluta. La acción necesaria (que podía extenderse a lo largo de muchos años) debía limitarse en lo sucesivo al comentario, mediante los periódicos, las publicaciones del partido y las reuniones electorales, de los 17 artículos del programa y era suficiente, para facilitar este cometido, para poner a disposición de todos los militantes del Partido un arsenal para su lucha cotidiana contra el orden vigente, aprenderse el programa articulo por artículo, frase por frase, y demostrar su razón tanto desde el punto de vista científico como desde el punto de vista táctico.
¡En cuanto a la educación económica del proletariado, a la formación de su espíritu de iniciativa, a su adaptación a las motivaciones de un organismo socialista, todo esto no eran otra cosa que estupideces!
La emancipación social subordinada a la apropiación colectiva de los medios de producción; esta apropiación subordinada a la acción revolucionaria del proletariado organizado en partido socialista distinto. He aquí lo que importaba conocer. A nosotros nos cumple confIrmar, siguiendo la expresión de Filippo Turati, la directriz que sigue la evolución de las bases graníticas de la lucha de clases.
A pesar de su sencillez este programa encontró un obstáculo imprevisto. No exigiendo la menor reflexión, ningún estudio, prometiendo a cualquiera que tuviera la palabra fácil el éxito de los charlatanes populares, quedaba empero abierto el camino a cualquier ambición y atraía a cualquier mediocridad. Por tanto, cada uno de los hombres colocados a la cabeza del Partido aspiraba a dirigir solitariamente la acción colectiva del mismo. Y con el pretexto de que la división de la fuerza era la condición misma del desarrollo del Partido, no tardaron unos y otros en separarse, arrastrando en pos suyo a sus fieles para constituir pequeñas sectas sin principios.
¿Qué había ocurrido? Por una parte que, preocupados los propagandistas por el número en las elecciones más que por su propio valor, y creídos (acaso de buena fe) que la elección de un candidato importante sería suficiente para caracterizar, en ausencia de principios, cualquier éxito electoral, no vacilaron en atenuar el programa de transición del Partido, llegando a suprimir este o aquel artículo, según los lugares y circunstancias. Por otra parte las masas, tenidas en la ignorancia de los verdaderos principios socialistas, no veían en los candidatos del nuevo partido más que una nueva categoría de aspirantes políticos, no muy diferentes de los radicales y desprovistos del prestigio, a la sazón incontestable, de los diputados de la extrema izquierda. Además, el cuerpo electoral, para el que la palabra socialismo no constituía una idea nueva, se abstenía de confiar su voto a unos desconocidos, colocando de este modo al Partido en la imposibilidad de ofrecer alguna de las ventajas prometidas.
Para completar el descrédito del parlamentarismo preconizado por el Partido, ya no era suficiente la adopción por parte de la Cámara de algunas leyes sociales. Por vía experimental el pueblo se había convencido, no solamente de que estas leyes eran insuficientes o inaplicables, sino de que era imposible de otro modo si se ponía el dinero y los hombres por encima de las leyes, sometiendo a aquéllos todos los poderes, tanto jurídicos como políticos y (asimismo por falta de estas prerrogativas), con lo que se les daba la posibilidad de hacer gravitar sobre la clase que produce el peso de los gravámenes legales. Esto se pudo constatar, efectivamente, además de en el caso de la ley de 19 de mayo de 1874 sobre el trabajo de los niños y de los adolescentes, en la del 12 de julio de 1880, que suprimía la prohibición acordada por la ley del 18 de noviembre de 1874 en determinados períodos del año; también en lo relativo a la de febrero de 1883, que volvía a poner en vigor la ley del 9 de septiembre de 1848 sobre duración del trabajo y que jamás había sido aplicada; o la del 19 de diciembre de 1889, que aportó excepciones al artículo 1 de la ley de septiembre de 1848; el decreto del Consejo de Estado fechado el 21 de marzo de 1890, relativo a los trabajos públicos comunales; la ley del 8 de julio de 1890, concerniente a la seguridad de los menores de edad; por fin, la ley del 2 de noviembre de 1892 sobre el trabajo femenino, de los niños y de los jóvenes.
Todas estas leyes quedaron sin aplicación por el fariseísmo de las interpretaciones y los recursos de imaginación de los patronos (siempre dispuestos a sustituir unos medios de explotación prohibidos por otros medios aún más opresivos) y contribuyeron a iluminar a los hombres que componían las diversas fracciones del Partido sobre el valor de la acción parlamentaria. Insensiblemente, pero de modo incesante, los notables tomaron conciencia, los miembros de los grupos más moderados entraron en contacto con los grupos más revolucionarios y, una vez esclarecidos, se dedicaron por entero a la acción económica, convirtiéndose poco a poco en negadores de cualquier acción legislativa. Después fueron sustituidos por pequeños burgueses, deseosos de medrar a expensas de las masas y de brillar en el juego político.
En resumen, en el proceso de renacimiento del mundo del trabajo, dos concepciones relativas al modo de organización y de lucha de la colectividad socialista se presentaron como alternativas. Una de ellas la profesaban hombres ignorantes y rutinarios (pese a sus conocimientos en el campo económico), que se inspiraban sólo en los hechos visibles, consideraban el Estado como instrumento indispensable para el perfeccionamiento social, y se mostraban por ello partidarios de acrecer sus atribuciones, añadiéndole las de productor y repartidor de la riqueza pública.
La otra alternativa era sostenida por hombres en los que la intuición suplía a la falta de ciencia económica y se basaban (en una línea de paralelismo con Proudhon) en que las funciones sociales pueden y deben limitarse a la satisfacción de las necesidades humanas de cualquier tipo y en que el Estado tiene como razón el ser exclusivamente la salvaguardia de los intereses políticos superfluos o nocivos. Por esta razón concluían pidiendo la sustitución del Estado por la libre asociación de productores. La primera de estas concepciones recomendaba la conquista sistemática, pero legal, de cualquier función electiva, la sustitución de los personajes políticos capitalistas por los personajes políticos socialistas, comportando esto la transformación del sistema económico. La segunda hablaba de mutualismo, de cooperación, de crédito, de asociación y afirmaba que el proletariado posee en sí mismo el instrumento de la propia emancipación.
Sin duda, se podía reprochar a las uniones profesionales una excesiva tibieza. Estas negaban que pudieran estar defendiendo el socialismo y no habían estado lejos de celebrar la derrota súbita de los revolucionarios en mayo de 1871. Se buscaban abiertamente los medios para conciliar el capital y el trabajo y esto se pretendía obtenerlo por medio de la sensatez de ambos y por la moderación de los salarios constantemente adecuados al costo de la vida. Además, se pretendía obtener del propio fondo del trabajo una protección suficiente contra la desocupación, los accidentes, la enfermedad, la vejez. El sindicato, que rechazaba desde siempre cualquier forma de sociedad de resistencia, limitaba su ambición a instituir comités arbitrales, encargados de resolver con los empleadores las cuestiones profesionales y de organizar una enseñanza técnica integral que permitiera al obrero especializarse en el campo de la mecánica y dominar todos los secretos del oficio. Con ello ofrecería a la industria nacional una superioridad que determinaría, con el aumento del precio de venta, el aumento de los salarios. La Asociación cooperativa de consumo tenía por objetivo principal la disminución del precio de las cosas necesarias a la existencia; la asociación cooperativa de producción, la de elevar al rango de los patronos a pequeños grupos de obreros; la sociedad de socorros mutuos, las cajas de resistencia, de viaje, etc., no pretendía otra cosa que obtener para el obrero una previsión, una autoprotección que él mismo debía crear, y los miembros de estas sociedades se prosternaban en testimonio de agradecimiento cada vez que un patrono tenía a bien proclamar su personal solicitud en las relaciones con los trabajadores.
Mas como los redactores del programa socialista, a pesar de su erudición económica, se habían mostrado inhábiles economistas en esa obra al tratar altaneramente a las asociaciones obreras, las desconocieron (aunque no las ignoraban) en las confrontaciones surgidas de la normal tendencia de la humanidad hacia la renovación de las ideas y opiniones, derivadas del progreso. Aquellos que afirmaban la imposibilidad en régimen capitalista de cualquier conciliación entre el trabajo y el capital, los mismos que proclamaban la ineluctabilidad de la lucha de clases, no tuvieron presente que eran los propios acontecimientos los que se encargaban de modificar las moderadas resoluciones tomadas por las asociaciones obreras, y los que podían permitir conquistarlas para el socialismo en un período de tiempo determinado. No advirtieron tampoco que los miembros de las asociaciones preferían la experiencia práctica y personal a las fórmulas de los partidos, y tal vez hubiera sido conveniente desde el punto de vista político tratarlos con guante blanco, de modo que pudieran, llegado el día de su adscripción al socialismo, reforzar la organización política del Partido (en caso de aceptar afiliarse al mismo) mediante su organización administratlva.
A consecuencia de estos errores se ahondan cada vez más las diferencias administrativas entre el Partido y las asociaciones obreras. De vez en cuando algunos socialistas propiciaban un entendimiento, pero el fracaso de esta política resultaba más evidente cada día y las disensiones introducidas en el ambiente de los sindicatos por las discusiones sobre acción electoral disuadían a estos últimos de un acercamiento en el que confusamente se adivinaban como víctimas. Los jefes del Partido pretendían que los sindicatos les estuvieran subordinados y la emancipación económica, afirmaban, debía ser no la causa sino la consecuencia de la emancipación política. Por esta razón debían permanecer separados los esfuerzos de las dos formas de organización proletarias, que posteriormente se convertirían en claramente antagónicas.
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