Índice de Hidalgo, las primeras siete cartas del Cuadro histórico de la revolución mexicana de Carlos Ma. de Bustamante | Prólogo | Carta segunda | Biblioteca Virtual Antorcha |
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CARTA PRIMERA
Muy señor mío y dueño:
¿Conque llegó el día suspirado de poder pensar, hablar y escribir? Tal pregunta me hace usted y yo le respondo afirmativamente: sí, llegó.
Apareció sobre nuestro suelo un varón esforzado que haciéndose superior a sus pasiones, y detestando cuanto había creído en los días del error, empuñó la espada y juró hacernos libres, independientes y felices: tamaña empresa había reservado el Cielo a D. Agustín de Iturbide, coronel de infantería del regimiento de Celaya.
Leíale a éste (según es voz pública) un amigo de su confianza la historia de nuestra revolución escrita por el Dr. D. Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra, impresa en Londres; mas como advirtiese Iturbide que trastrabillaba un poco en lo que leía y se llenaba de rubor, quiso averiguar la causa por sí mismo, y halló que era porque Mier hablaba en aquella página con execración y espanto de las ejecuciones sangrientas que hizo con los prisioneros americanos que tomó en la batalla del puente de Salvatierra, dada el día de Viernes Santo de 1813. Consternóse sobremanera su espíritu, llenóse de confusión al ver el desairado papel que representaba en el cuadro de la historia de su patria, y juró desde aquel instante borrar con hechos hazañosos aquella negra mancilla. Tal fue la causa de esta instantánea y saludable conversión ...
¡Mier, divino Mier, he aquí el fruto más sazonado de tu buen celo! ... Tu patria es libre merced en parte a tus afanes; olvida ya aquellos padecimientos y persecuciones horrendos, sufridos en el decurso de más de veinticinco años, y quiera el Cielo vuelvas a los brazos de un amigo que lloró a una par contigo (y acaso en los mlsmos calabozos en que viviste aprisionado) la servidumbre y desdichas de tu querido Anáhuac: olvida las pasadas tormentas, llénate de alegría, y besa con entusiasmo a mi nombre esa mano derecha y estropeada, como la del prodigioso Miguel de Cervantes, con que escribiste aquellas líneas, para que obraran la conversión de un americano extraviado al sendero del honor y al camino de la inmortalidad.
Iturbide será grande porque fue docil, y más grande aún, porque oyendo la voz de su patria, y correspondiendo a su llamamiento, empuñó la espada, desafió a la muerte y colocó sobre el antiguo Tenochtitlán el pendón augusto de nuestra libertad política. Refluya sobre ti, ¡oh dulce Mier!, parte de esta gloria, y continúa en tus tareas para ilustrarnos.
Formados en la escuela de la sabiduría y de los trabajos, oiremos tus consejos, y seguiremos tus lecciones como dictadas por un maestro deseoso de nuestro bien, y ocupado de tiempos atrás en exaltar la gloria del imperio de Moctezuma. Yo no sé, amigo mío, si podré sacar igual fruto que nuestro amado don Servando de cuanto tengo escrito a usted en el decurso de algunos años; sin embargo, haré un esfuerzo, y le trazaré un cuadro, aunque imperfecto, de cuanto he visto y oído de personas veraces en la revolución que nos afligió desde la noche del 15 de septiembre de 1808 hasta el día 24 de febrero de 1821, en que nuestro Iturbide se dejó ver en campaña, y presentó al mundo el plan de sus tres garantías en el pueblo de Iguala. La empresa es ardua: los hechos son muchos, muy complicados, difíciles de exponer con claridad, y sin dejar de causar desazones a muchos de los actores de la escena, que aun obran en nuestro teatro (1); sin embargo, para hacerlo con algún mérito, presentaré los hechos por épocas, y ellos servirán de materia a nuestra historia; otra pluma sabrá darles el método y belleza que no es dado a la mía. El estilo epistolar es sin duda el más propio para desempeñar esta empresa. A pesar del empeño que ha habido por echar un velo denso sobre lo ocurrido en los dos años que precedieron al grito de Dolores, está averiguado que conducido el rey Fernando VII a Valençay, después de haber abdicado la corona en Bayona por la violencia que le irrogó el emperador de los franceses, el Ayuntamiento de México consideró esta parte del Imperio español acéfala, y necesitada, por tanto, de constituir una corporación que supliese la falta del monarca. Su síndico, Lic. D. Francisco Primo de Verdad y Ramos: su primer abogado, Lic. D. Juan Francisco Azcárate, y aun el mismo Ayuntamiento en cuerpo, solicitaron la instalación de una Junta, y convocación de Cortes de todo el reino, del virrey D. José de Iturrigaray; pretensión tan justa halló una fuerte oposición en el acuerdo de oidores, que por medio de sus fiscales tronó contra ella. Era entonces esta corporación demasiado prepotente, y su influjo, directo sobre el Gobierno. Fundaba su autoridad hasta sobre los mismos virreyes en la ley 36, tít. 15, lib. 2 de Indias, que manda que excediendo los virreyes de las facultades que tienen, las audiencias les hagan los requerimientos que conforme al negocio pareciere sin publicidad; y si no bastase y no se causase inquietud en la tierra, se cumpla lo proveído por los virreyes o presidentes y avisen al rey. En virtud, pues, de esta disposición, se creyó autorizada la audiencia, no sólo para oponerse a la convocación de Cortes, sino aun para arrestar al mismo virrey en su palacio. En aquellos días instalada la Junta Suprema de Sevilla, mandó ésta a México dos comisionados, que lo fueron D. Juan Jabat y el coronel D. Tomás de Jáuregui, cuñado del virrey Iturrigaray, no sólo para que anunciasen su instalación, sino para que lo arrestasen en el caso de que se resistiese a obedecerla. Casi en aquellos mismos días interpeló a México por su parte la Junta de Oviedo, demandando la obediencia y tesoros del reino. El oidor D. Guillermo de Aguirre y Viana opinó por el reconocimiento de la Junta de Sevilla, pero tan sólo en las causas de hacienda y guerra, mas no en las de gracia y justicia; opinión absurda que impugnó con solidez el marqués de Rayas, haciéndole ver que la soberanía no era divisible; dijo lo mismo el alcalde de corte D. Jacobo Villaurrutia. Esta justa resistencia se estimó por un crimen, y ambos opinantes fueron perseguidos a su vez por enemigos hasta lograr su lanzamiento del reino. Interpelada esta América por las principales juntas populares de España (porque hasta la última aldehuela de la Península pretendía tener un derecho de dominio sobre ella) y no pudiendo accederse a tan exóticas pretensiones, se acordó en sesión solemne tenida la tarde del 1º de septiembre no reconocer a ninguna Junta de España, y sí socorrerlas a todas en lo posible para que se defendiesen de los franceses. El fiscal D. Francisco Borbón trató de persuadir al virrey, en aquella sesión, de que en él residían omnímodas facultades y tantas como en el mismo rey; creyólo Iturrigaray de buena fe, y dejándose prender en el lazo que se le armaba, dijo a la Junta con un tono militar y franco estas precisas palabras: Pues bien, señores, si yo todo lo puedo, como vuestras señorías dicen, ande cada uno derecho, y procure cumplir con sus obligaciones. Yo espero no extrañen vuestras señorías que haga algunas mudanzas y dicte varias providencias. Estas palabras fueron como un golpe de rayo, y el decreto fatal de su ruina. Los oidores Aguirre y Bataller comprendieron luego que el virrey trataba de separarlos de sus empleos, confiriéndoselos a los licenciados Cristo, Verdad y Azcárate; porque sabía que tenían juntas secretas en sus casas, y se habían abanderizado con el comercio de la capital excitado por el de Veracruz; así es que trataron luego de parar el golpe que presumieron les amagaba. Desde entonces repitieron sus acuerdos secretos con asistencia de los tres fiscales, a quienes en sesión permanente hicieron formar un pedimento para que el acuerdo requiriese al virrey se abstuviese de formar la Junta proyectada. Llevóse en esto el objeto de interpelarlo en virtud de la ley de Indias, y no cediendo arrestarlo, dándole a este procedimiento un colorido de justificación. ¿Mas quién no ve que esto era obrar contra el espíritu y texto de la ley, puesto que con tal conducta se seguía el estrépito y escándalo que la misma ley trató de evitar, y aun el perdimiento de la tierra, como luego se verificó? El remedio era peor que el mal. El Ayuntamiento, por su parte, no cesaba de instar a todas horas porque se instalase la Junta. Hallábase además muy ofendido de que el oidor Bataller hubiese dicho a presencia de toda la Junta que no tenía más autoridad que sobre los léperos. Este ministro, cuando pretendió la regencia, cuidó muy bien de interpelar al Cabildo para que apoyase su pretensión en la corte; y aunque representante de unos léperos, creyó desde luego que podía valerle para llegar al colmo de su fortuna. El Ayuntamiento temía también mucho el poder colosal del virrey, que tenía acantonado en Jalapa y en otros puntos un ejército bien disciplinado, y pronto para obrar a su voz. Quería oponerle mañosamente una autoridad que lo sofrenara si fuera necesario, porque Iturrigaray, aunque bien intencionado, era, empero, violento, testarudo y terrible. Era el vehículo de esta conspiración D. Gabriel de Yermo, vecino rico de México, y altamente quejoso del virrey porque le había exigido los capitales de sus haciendas de tierra caliente, amenazándolo con que se las dividiría para vendérselas; y aunque Yermo trató de resistirse, y pudo haberlo castigado como cabeza de motín, le perdonó generosamente, y nunca pudo esperar encontrar en él un enemigo formidable. Los sediciosos confiaban en los mineros ricos de Zacatecas, y en todos los demas españoles, que oían su voz como la de un oráculo. Residían partidarios de éstos en Nueva Orleáns, que desde aquel punto atizaban secreta y eficazmente al consulado de México para que obrase una revolución contra los americanos, capaces de impedir la independencia, que allí se creía indefectible. Iturrigaray sabía todos los pasos de la conspiración, y a instancias muy repetidas de sus amigos, había mandado marchase de Jalapa para México el regimiento de infantería de Celaya, cuya primera división debía llegar a la capital el día 17 de septiembre de 1808. Conducíase en todo como un hombre narcotizado; pero su lentitud y calma eran las de un jefe hombre de bien que nada maquinaba contra la seguridad del Estado y descansaba tranquilo en el testimonio de su buena conciencia. Intentó seriamente renunciar al virreinato en manos del acuerdo; pero su esposa, más reflexiva, se lo quitó como mal pensamiento, y también lo impidió el Ayuntamiento de la capital, manifestándole, por medio de su regidor decano en una junta y a presencia del acuerdo, que el reino necesitaba de su pericia militar, para resistir a los franceses en el caso de que hiciesen un desembarco en nuestras costas. Aunque el virrey había visto el voto del alcalde Villaurrutia a favor de la instalación de la Junta, el cual debió leerse en la mañana del 16, y lo había celebrado, sabiendo que fermentaba más y más la desazón con la audiencia, mandó suspender la circular que ya se iba a librar a los ayuntamientos para la convocación de Cortes; pero ya fue tarde. La noche del 15 al 16 de septiembre, fue entregado pérfida y traidoramente por el capitán de la guardia del regimiento de milicias Urbanas de México, D. Santiago García. Sorprendiósele en su cama por una turba de facciosos que temblando pisaron los umbrales de su palacio; hízoles fuego en la garita de la esquina de Provincia el granadero del comercio Miguel Garrido, que mató a uno u otro; pero rodeado y envuelto, tuvo que ceder a la fuerza después de haber visto huir como codornices a aquellos cobardes. Entre éstos se presentó embozado en su capa uno de los oidores facciosos; distinguióse por su osadía en el acto de la sorpresa del virrey un europeo llamado Inarra, vecino de Veracruz, conocido allí por el Milón de Crotona, según su gran comer y beber. El virrey fue conducido preso a la Inquisición en un coche, acompañándole el alcalde de corte, D. Juan Collado, y, el doctoral de la Iglesia de México, D. Juan Francisco de Jarabo. Precedíale un cañón a vanguardia: seguíale otro a retaguardia, y le rodeaba una turba de bandidos en verdadera farsa y mojiganga. Este primer acto se procuró cohonestar imputándole al virrey el crimen de herejía; porque era preciso engañar al pueblo con lo que más ama, que es la religión, para evitar su alarma. La mañana del 18 se trasladó al virrey con igual aparato al convento de belemitas. Manejóse en aquellos azarosos momentos con entereza y dignidad: siempre habló con desprecio de este acontecimiento, y perdonó a sus enemigos. Su hijo el mayor quiso defenderlo en el acto del arresto, haciéndoles fuego con una pistola, pero él lo contuvo: si hubiera tenido por qué temer la muerte, se habría resistido con la espada como Francisco Pizarro en Lima, pues le sobraba valor, y no era delincuente. De este modo vilipendioso y villano fue tratada la imagen viva del rey, su lugarteniente, su alter ego. Así se tomó la representación por los amotinados llamándose falsamente el pueblo de México, asestándole al mismo tiempo la artillería en contradicción de un hecho de que se le suponía autor. Tomó la voz de los facciosos Ramón Roblejo Lozano, de oficio relojero, y tan gran pieza, como que había visitado el presidio de Ceuta, de donde era desertor; sin embargo, por este hecho de iniquidad le condecoró la Junta Central con la Cruz de Carlos III, así como al oidor Aguirre con la regencia de México, y esparció otros titulos a diversos mercaderes ricos por la consumación de un hecho que debió haberlos llevado al suplicio. En aquella misma hora fueron igualmente presos los lIcenciados Azcárate, Verdad, Cristo, D. Francisco Beye de Cisneros, abad de Guadalupe; Fr. Melchor Talamantes, mercedario de la provincia de Lima, que después murió preso en el castillo de San Juan de Ulúa (habiéndolo sacado de la prisión sin quitarle los grillos hasta echarlo en el sepulcro, situado en la puntilla del castillo). También fue preso el canónigo Beristáin, de México, y D. Rafael José de Ortega, secretario de cartas del virrey. La virreina fue, como toda su familia, arrestada y conducida al convento de San Bernardo. Vióse en su cama insultada hasta el vilipendio; saqueáronsele sus bienes, y entre ellos las perlas compradas para la reina María Luisa, que reclamaron a pocos días los ministros del Tribunal de Cuentas por medio del Diario de la capital, cuyo hecho procuraron inútilmente ocultar los amotinados. Desde aquel momento, y por tan escandalosa agresión, quedaron rotos para siempre los lazos de amor que habían unido a los españoles con los americanos. El pueblo se irritó cuando leyó en las esquinas la proclama del acuerdo que le imputaba este delito. Levantáronse cuerpos de hombres llamados por antífrasis patriotas, a los cuales se les dió el nombre de chaquetas, por el traje con que aparecieron vestidos. Creáronse juntas, llamadas de seguridad, cuyo objeto era castigar a todo el que hablase, aunque fuese en secreto, de un desafuero tan público, escandaloso y subversivo, colocando por primer jefe de espionaje al alcalde de corte D. Juan Collado; pero éste era un ministro honrado, que seducido por entonces, creyó cuanto se le dijo; mas desengañado después por experiencia propia mudó de opinión, y fue perseguido. Fomentóse la desconfianza pública de mil maneras, ya protegiendo las delaciones, ya aumentando el número de porquerones y alguaciles conocidos con el nombre de partida de capa, la cual existe hasta el día, concediéndosele un uniforme con mengua del honor de los cuerpos del ejército. Púsose a la cabeza de esta facción a D. Pedro Garibay, militar pobre, octogenario, de un buen fondo de corazón, pero tan estúpido cual demandaba el caso para ser el maniquí de los oidores, que lo movían maquinalmente a su antojo. Figuraba este simulacro de hombre a la estatua del Cid colocada sobre Babieca para terror de los sarracenos. Multiplicáronse los arrestos sin distinción de personas, acelerando el curso de las causas omitiendo los trámites más esenciales de ellas, como la audiencia de los reos, y negándoles a éstos el recurso de apelación. Remitiéronse muchos a España y Filipinas y parece que se tomó un particular empeño en todas las ciudades del reino en suscitar discordias entre americanos y españoles, y de éstos se presentaban casi todos armados como si estuviesen a punto de entrar en una lid. La Gaceta de México (de que desgraciadamente era editor Juan López Cancelada) atizaba por su parte con encarnizamiento la tea de la discordia. El señor arzobispo Lizana fue igualmente sorprendido, y con su bondadoso corazón creyó cuanto se le dijo; por tanto, concurrió al acuerdo de la mañana del 16, y la noche del 15 bendijo a los agresores como si fuesen a medírselas con vestiglos, o partiesen para una expedición de Cruzada a la Palestina. Confesó después sin embozo su engaño, y se retractó ante la Junta Central; acto tan heroico de su docilidad le concitó un aprecio de justicia. Desde esta época aparecieron ya los síntomas de una revolución estragosa y de un odio general que hervía en los corazones de todos. El reino estaba volcanizado, y a punto de estallar con una detonación horrísona. Por fortuna se logró evitar la primera explosión que iba a reventar en Valladolid de Michoacán, arrestando en 21 de diciembre de 1809 a sus autores. Tal estrago se evitó por la prudencia del señor arzobispo, nombrado entonces virrey. Denuncióse la conspiración por uno de los que estaban comprendidos en ella, y dicho prelado, virrey, cortó en tiempo la causa, debiéndose a su lenidad y prudencia la paz que se disfrutó hasta la llegada del virrey Venegas. Don Ignacio Allende, capitán de dragones de la Reina, de la villa de San Miguel el Grande, que había recibido de Iturrigaray algunas señales de aprecio (que no pasaron de exteriores comedimientos por su brío y buen servicio en el campo del Encero), concibió el proyecto de vengar los ultrajes hechos a la persona de su general, a quien amaba con entusiasmo. Asociado con el cura de Dolores, D. Miguel Hidalgo y Costilla, dió la voz de la revolución la noche del 15 de septiembre de 1810, a la misma hora en que se cumplían dos años justos del arresto del virrey. Este jefe fue puesto en libertad de orden de la Junta Central. La regencia de Cádiz lo mandó aprenender por segunda vez; pero las Cortes extraordinarias sostuvieron el primer decreto favorable, e impusieron silencio en la causa. Dos apologías se han formado en su obsequio que convencen su inculpabilidad e inocencia. La segunda no se ha dejado correr por las arterías de sus enemigos, que han logrado detener unos cajones de ella en la Aduana de Veracruz. Formóla el Lic. D. Manuel Santurio García de Sala, datada en la isla de León a 16 de agosto de 1812. Sin embargo de esto, y de que el señor infante de España D. Antonio Pascual convidó para el funeral en Madrid, con lo que su honor recobró todo el lustre debido a su acreditada fidelidad al rey, el Consejo de Indias, por sentencia definitiva pronunciada a 17 de febrero de 1819, le trató muy mal, pues en el juicio de sindicato o residencia condenó a Iturrigaray a una multa, por la cual se le han sorbido trescientos ochenta y cuatro mil doscientos cuarenta y un pesos, a que ascendió el caudal de dicho jefe. Nada es más justo que una sentencia imparcial por la que se condena un crimen tan torpe como lo es el de concusión; pero nada escandaliza ni irrita tanto a los pueblos como el entender que en esta misma sentencia se lleva por objeto vengar odios privados, cubriéndose con le égida augusta de las leyes (2). Si Iturrigaray no hubiera sufrido golpes tan escandalosos de la malicia de sus prepotentes enemigos, y otros virreyes tachados con la misma nota de avaros (como el marqués de Branciforte y el padre del gran Revillagigedo) no hubiesen quedado impunes en esta misma clase de crímenes, la sentencia del Consejo se habría aplaudido, y sería un freno poderoso para contener a esta clase de jefes en los lindes de la sobriedad ... Multitudo pecantium, pecandi licentiam subministrare (decía San Jerónimo). Por tales circunstancias la América la estima como una ruin venganza que jamás podrá cohonestar, y dirá que este tribunal fue el instrumento ciego de que se valieron sus enemigos para consumar su obra de perdición. Jamás debe añadirse aflicción al afligido; y aunque en los crímenes (excepto el de adulterio) no hay compensación, empero hay consideración equitativa para suavizar las penas, atendido el padecimiento y rango de los reos. Los magistrados deben guardarse de ser nimiamente justos, porque el sumo derecho es suma injusticia. El Sr. Iturrigaray estuvo deturpado con la nota de avaro, pues los de su familia robaban escandalosamente a su nombre, y él apenas percibía el décimo. Tenía genio duro, e ignoraba el arte de ganarse los corazones que poseyeron Bucareli, Azanza y Revillagigedo. En sus días se estableció la consolidación de obras pías, primer golpe harto funesto dado a los ramos de agricultura y comercio; interesósele en este maldito negociado en un tanto por ciento por el ministerio español, y así procuró hacer efectivas sus providencias con un rigor que le atrajo el odio del reino; por lo demás, fue fidelísimo al rey y lo juró en la Plaza Mayor de México con un celo exaltado. El impidió se circulasen los decretos fulminados contra Fernando VII en la causa del Escorial que se le remitieron de oficio, exponiéndose por esto a la persecución del príncipe de la paz, a quien debía protección y el virreinato. Cuando el acuerdo de México dudaba si reconocería o no por lugarteniente del rey al duque de Berg, él protestó, con una intrepidez militar que asombró a los oidores, que jamás lo reconocería, y que se batiría hasta morir por sostener los derechos del rey, pues para eso había creado un ejército. No obstante, este mismo acuerdo testigo presencial de tan loable conducta osó prenderlo, y mancillado como a traidor; ¡contradicción notable que así honrará la memoria de Iturrigary como tiznará eternamente la reputación de aquella junta de letrados! Tales fueron los antecedentes de una revolución la más sangrienta que ha visto el Anáhuac. Los que lloramos sobre las cenizas y escombros de ella y hemos sido envueltos en tamaña desgracia, suplicamos al supremo gobierno, como David a Salomón cuando le encargaba que no perdonase a Semey, que castigue ejemplarmente a los autores de este motín y de tan escandalosas agresiones ejecutadas sobre un pueblo pacífico, y lance más allá de los mares a esos monstruos, origen único de nuestras desgracias. Todos quedaron impunes, e indulgencia tan descomunal parece que los ha autorizado para repetir sobre nosotros, y cargarnos con todas las tribulaciones de la guerra y anarquía. Jamás ocupen los asientos de honor preparados para remunerar la virtud y el mérito sino los que no fueron coinquinados con esta mancha de abominación. Por mí, confieso que así lloraré el verme juzgado por jueces tan inicuos como si fuese arrastrado a una cueva de ladrones que dispusiesen de mi propiedad y de mi vida. He aquí, amigo mío, los antecedentes de esta revolución funesta, que va a cambiar la faz del mundo culto. Prepárese usted para oír el horrendo grito de muerte dado en Dolores. Mas antes veamos lo que ocurría en Valladolid de Michoacán, y lo que aceleró al cura Hidalgo para hacer su pronunciamiento. VERDADERO ORIGEN DE LA REVOLUCIÓN DE 1809 EN EL DEPARTAMENTO DE MICHOACÁN Al tiempo de la prisión del virrey Iturrigaray, los que la apoyaban hacían valer que este jefe trataba de sublevarse y apoderarse del reino. Los partidarios del virrey oponían a esto que no era creíble tal intención, porque ¿cómo se había de atrever a resistir a la fuerza que España no había podido oponer a Napoleón, y que conquistada ésta por el emperador de los franceses la aumentaría sin duda para sojuzgamos? Pero en respuesta a estas reflexiones se empeñaban los contrarios en probar que México podía muy bien sostenerse en caso de que Iturrigaray pretendiera coronarse; así fue que los enemigos de éste, celosos de la obediencia a España y dependencia de ella, fueron los primeros que nos hicieron comprender la posibilidad de la independencia y nuestro poder para sostenerla; y como por otra parte la idea era tan lisonjera, pocas reflexiones se necesitaban hacer para propagarla, contribuyendo mucho el canónigo Abad y Queipo y otros europeos de crédito, como el presidente Abarca, de Guadalajara; el intendente Riaño, de Guanajuato; el de Puebla, Flon; el general Calleja y otras personas de nombradía que para sostener la prisión de Iturrigaray inculcaban las ideas que nos servían de base. Así seguimos trabajando sin acuerdo ni concierto; nuestros pocos conocimientos no nos sugerían los medios eficaces y fáciles que podíamos haber adoptado en la buena posición en que nos hallábamos por nuestro crédito, giro y relaciones hasta septiembre de 1809, en que los europeos, advirtiendo la falta que habían cometido, trataron de enmendarla comenzando a imputar a locura de Iturrigaray semejante proyecto, pues decían que con un par de navíos de línea, o cuatro o seis mil hombres, acabaría España con este reino, y al mismo tiempo tomaban sus providencias para vigilarnos e intimidarnos, amenazándonos y formando una masa cerrada para contrariarnos. Por poco advertidos que fuésemos nosotros, bien comprendimos nuestro peligro, y nos reuníamos frecuentemente para comunicarnos nuestras observaciones y discurrir los medios de asegurarnos y seguir adelante. Estábamos íntimamente unidos D. José María García Obeso, capitán de milicias de infantería de Valladolid; Fr. Vicente de Santa María, religioso franciscano; el Lic. D. Manuel Ruiz de Chávez, cura de Huango; D. Mariano Quevedo, comandante de la bandera del regimiento de Nueva España; mi hermano el Lic. D. José Nicolás Michelena, el Lic. Soto Saldaña y yo. En estas reuniones nos fijamos en que convenía excitar a nuestros relacionados y que acordásemos lo conveniente a nuestro objeto y seguridad. Que se les propusiera hablar y reunir la opinión a estos dos puntos. Primero: que sucumbiendo España, podíamos nosotros resistir conservando este país para Fernando VII. Segundo: que si por este motivo quisieran perseguirnos, debíamos sostenernos, y que para acordar los medios mandaran sus comisionados. En consecuencia mandamos al Lic. D. José María Izazaga, a D. Francisco Chávez, a D. Rafael Solchaga, dependiente de mi hermano; a don Lorenzo Carrillo, dependiente mío, hacia diversos puntos; yo fuí a Pátzcuaro y luego a Querétaro para hablar con D. Ignacio Allende, mi antiguo amigo, al que cité para aquel punto, y por resultado de estas diligencias vino comisionado por Zitácuaro D. Luis Correa, y por Pátzcuaro D. José María Abarca, capitán de las milicias de Uruapan, y aunque Abasolo fue comisionado por San Miguel el Grande, no vino; pero escribieron él y Allende que estaban corrientes en un todo, que vendría después uno de ellos, y estaban seguros ya del buen éxito en su territorio. Esta carta cifrada se le cogió a Solchaga y corre en la causa, sin haberse averiguado su contenido ni procedencia, porque todos los procesados la desconocimos, y Solchaga se escapó de la hacienda de Comiembedro, de que era administrador, cuando se le iba a prender. Continuábamos nuestras reuniones y trabajos hasta mediados de diciembre de 1809 en que vinieron nuestros comisionados Correa y Abarca, conduciéndose con más circunspección de la que podía esperarse de nuestra inexperiencia, pero no tanto que los españoles no se apercibiesen de ellas. Alguno de los criollos, aunque nos trataba continuamente, nos era entonces justamente sospechoso; él después sirvió decididamente a la independencia, nos hizo gran daño, y el padre Santa María, que era muy exaltado, picándolo los europeos, se explicó fuertemente a favor de la independencia, de todo lo cual, por las sospechas que había contra nosotros y por lo que decía nuestro citado paisano, se dió parte al Gobierno, el cual mandó ejecutar la prisión del padre Santa María y la averiguación contra nosotros. En consecuencia, el día 21 de diciembre, a las diez y media de la mañana, el teniente letrado asesor ordinario de aquella intendencia, D. J. Alonso Terán, procedió a la prisión del padre Santa María (luego que concluyó de predicar en la iglesia de su convento) y lo pusieron en el del Carmen: nosotros nos reunimos en la casa de García Obeso, y se acordó que se procurase desde luego tener comunicación con el preso para combinar con él lo conveniente al giro de la causa, y su fuga en caso necesario: que si llegaban a sacarlo para traerlo a México lo quitásemos del camino a toda costa; que se avisase a Rosales, que era el cacique a quien reconocían los pueblos de los indios en la provincia, y a todos nuestros corresponsales; que yo situase en Maravatío mi partida que había salido para Querétaro diez días antes con la remesa de reclutas para el regimiento de la Corona; que el capitán D. Juan Bautista Guerra, que tenía más de la mitad de su compañía en Zinapécuaro, fuese a ese pueblo con el pretexto de recogerla para traerla a Valladolid (hoy Morelia), donde se estaba reuniendo el regimiento de Milicias; que el hermano de Abarca fuese a Pátzcuaro para avisar a los compañeros para que estuviesen prontos; que contábamos con los cuarteles que ocupaba la tropa de milicias, que eran la Compañía y las Animas, y estaban seguros, porque en uno estaba de guardia Muñiz, y en el otro D. Ruperto Mier, ambos de confianza, y la partida de Nueva España que mandaba Quevedo; que Alvarez iría a la oración a la casa del asesor Terán (como iba muchas noches para averiguar lo conveniente y avisarnos). Todo lo acordado se ejecutó inmediatamente, y nosotros, inexpertos, quedamos muy satisfechos de nuestras disposiciones, pareciéndonos que nadie podría con nosotros; pero entre tanto Correa, asustado con la prisión del padre Santa María, se presentó a Terán delatándole cuanto sabía. Por fortuna no estaba enterado de lo más principal, sino solamente de los rumores y excitativas que habíamos hecho a varios puntos, y que decíamos que teníamos correspondencia con ellos, y así sólo fuimos comprendidos los de Morelia y Pátzcuaro, por quienes concurrió Abarca. Con esta delación, los muchos que ya había y la exposición del oficial, de que hablé antes, de quienes habíamos desconfiado, el asesor Terán pidió al comandante de armas, Lejarza, nuestra prisión, y en este momento nos llamó a su casa; nosotros nos reunimos de prisa, y en lugar de echar mano inmediatamente de la fuerza o de la fuga, resolvimos ir al llamamiento, y sólo en caso necesario resistirnos y arrestar en su misma casa al comandante, bajo el pretexto de ser partidario de los que querían que nos entregásemos a los franceses que se esperaba que dominarían la España, y para llevar la contestación y ejecutar el arresto se encargó a García Obeso, que era el más antiguo de los concurrentes. Fuimos a la casa de Lejarza García Obeso y los demás oficiales llamados. Lejarza, luego que estuvimos reunidos, nos manifestó el oficio de Terán e intimó arresto a García Obeso y a mí para el convento del Carmen a cargo de los padres. García calló y nada se hizo de lo acordado, pues, según después nos dijo, le pareció que en tal situación no quedábamos tan mal, y que sin duda el negocio se terminaría pronto; que el peligro no era grande, y que nuestros recursos quedaban intactos, pues nada se hablaba de nuestros compañeros; cálculos todos de la inexperiencia y necia confianza en nuestra posición, relaciones y aura popular. El Lic. Soto, que veía un poco más lejos, quiso a la vez reunir al pueblo y embarazar nuestra prisión, se precipitó, y en lugar de esperar y preparar un golpe, o nuestra libertad con los elementos que había, quiso obrar en el momento, se descubrió y nada hizo, pero pudo salvarse. En la misma hora fueron presos Abarca y mi hermano, que fue uno de los concurrentes con Correa. En seguida se aprehendieron otros varios de aquellos con quienes se creyó que teníamos nuestras conferencias, y a Rosales por alguna exaltación e imprudencia que tuvo esa noche cuando supo nuestra prisión, pues algo se percibió de las medidas acordadas y comenzadas a poner en práctica para cooperar a poner en libertad al padre Santa María, caso de que lo quisiesen sacar los dependientes nuestros. Solchaga y Castillo pudieron escapar, y así la causa quedó verdaderamente reconcentrada en nosotros. Nuestra conducta en la serie del proceso fue muy buena, de modo que sólo se pudo probar que excitamos la opinión, y queríamos poner los medios para que, sucumbiendo España, este país no siguiese aquella suerte, lo cual, manejado por mi primo el Dr. D. Antonio Labarrieta y otros amigos hábiles, le dió un aspecto tal, que aunque bien se percibían los resultados, no podía en aquellas circunstancias llamarse criminales, por lo cual el arzobispo virrey Lizana mandó cortar la causa, destinando a García Obeso a San Luis Potosí, a mi hermano a esta ciudad y a mí a Jalapa; los demás compañeros quedaron en libertad, continuando en sus trabajos ya muy experimentados hasta que fueron denunciados en Querétaro, donde estuvo a punto de ser víctima el benemérito corregidor de letras de aquella ciudad Lic. D. Miguel Domínguez, y habiéndose tenido la noticia en la villa de San Miguel el Grande (que les comunicó la esposa de este magistrado, doña María Ortiz) de estar descubierta la conspiración, Allende, Hidalgo y sus socios se pusieron en defensa, y comenzaron la guerra con el regimiento de caballería, de que era capitán Allende, y como ya todo estaba muy preparado, se les reunieron multitud de gentes en cuantas poblaciones tocaron. De nuestros relacionados en la empresa de aquella época casi todos murieron y sólo vimos realizada la independencia D. Antonio Cumplido, D. Antonio Castro, D. José María Izazaga, D. José María Abarca, D. Lorenzo Carrillo, yo, y no sé si algún otro. José Mariano Michelena. Tal es la relación que a muchas instancias mías he recabado de este general, cuyos padecimientos posteriores fueron indecibles, porque como hombre de no menos talento que astucia fue atrozmente perseguido por el virrey Venegas y conducido a la fortaleza de Ulúa. Atacado allí de un fuerte reumatismo y tratado con la crueldad que acostumbraban los españoles a los presos de este linaje, fue trasladado casi sin movimiento en brazos a la embarcación que lo condujo para España: allí continuó su carrera militar de capitán del regimiento de Burgos. Hallábase de guarnición en La Coruña cuando ocurrió la revolución del año de 1819, y era capitán general de aquel departamento el mismo general Venegas, y a quien le tocó prender porque se puso a la cabeza de la revolución; tratólo con toda la consideración propia de un caballero, y prendado de sus bellos modales Venegas, le entregó todos sus papeles, que puso en salvo para que no se viese comprometido. Hallándose después en Madrid, se le presentó dicho jefe en su casa a darle las gracias por las consideraciones que le había tenido, y de este modo Venegas tomó una lección práctica y enérgica de la nobleza de este americano que supo retribuir con beneficios sus agravios. Yo estoy íntimamente persuadido de la verdad y exactitud de su relación, porque el capitán García Obeso y sus compañeros, que fueron conducidos presos a México, me nombraron defensor. No llegué a alegar en su causa porque me presenté personalmente a hacer una visita al arzobispo virrey Lizana, a quien hallé enfermo. Queríame mucho este buen prelado, y haciéndome sentar en su mismo catre, y preguntándome la causa porque me le presentaba, me acuerdo que le dije: Vengo a que V. E. IlIma. se sirva cortar la causa de Valladolid, y que en ella no se dé ya ni una plumada más ... El oidor Aguirre opina que el día que se ahorque al primer insurgente, España debe perder la esperanza de conservar esta América. Yo soy de la misma opinión -me respondió-; vaya usted seguro de que mandaré sobreseer esta causa. Efectivamente, así lo cumplió. En tal estado se hallaba el proceso cuando estalló la revolución en Dolores, y luego que el Sr. Hidalgo entró en Valladolid, sin nuevo motivo superveniente, mandó Venegas arrestar en la cárcel pública al capitán García Obeso, donde yo lo dejé cuando marché a la revolución; es decir, que hasta aquella época, que fue en diciembre de 1812, llevaba dos años y dos meses de prisión. El padre Santa María quedó también preso en el convento de San Diego, de donde logró fugarse y murió en Acapulco a la sazón que el Sr. Morelos tenía sitiado el castillo, y mostró grande sentimiento por la pérdida de este sabio, digno de mejor fortuna. El asesor Terán se concitó un grande odio por haber mandado ejecutar estas prisiones, y tanto, que después fue degollado en el cerro de la Batea con otros varios españoles por los Insurgentes que ocuparon a Valladolid a la entrada del Sr. Hidalgo en aquella ciudad. Cuando publiqué la primera edición de este Cuadro Histórico lo hice con mucha premura, lo trabajé con el objeto de que no se perdiera la memoria de los principales sucesos de la revolución, y que éstos sirviesen de estímulo a los mexicanos para resistir una nueva invasión que entonces creíamos indefectible, porque el Gobierno, poco cauto en averiguar el verdadero estado de España, la creía en disposición de invadirnos con nuevo y grande furor; por lo mismo no me extendí en relacionar muchos hechos como espero hacerlo en la presente edición. Asimismo llevo por objeto hacer que la posteridad, más justa que la generación presente, aprecie en sus quilates el mérito y la virtud de los primeros hombres a quienes debemos la independencia. Hoy los que disfrutan de sus ventajas, que viven en la opulencia y honores que nosotros les proporcionamos exponiendo nuestras fortunas y vidas, nos miran con ceño, y muchos toman nuestros nombres en boca con hastío; no pasará lo mismo en las edades futuras; nuestros nietos leerán nuestros hechos con admiración y entusiasmo, y aun acaso me culparán por no haber referido hasta las más menudas circunstancias de sucesos que hoy parecen insignificantes y despreciables. Creo haber manifestado a usted de una manera bien perceptible la predisposición en que se hallaba esta América para la revolución ocurrida del 15 al 16 de septiembre de 1810. Los ultrajes hechos a los americanos se habían hecho sentir, no sólo en la capital, sino en las demás poblaciones de este continente y hasta en los bosques más remotos. El cura de Nucupétaro y Carácuaro, es decir, el gran Morelos, hombre modesto e incapaz de causar a nadie el menor sinsabor, llegó a Valladolid en diciembre de 1809, con el objeto de visitar a una hermana suya; hallóse por un raro accidente en una concurrencia de amigos, donde se representaba un coloquio, o sea la escena del nacimiento de nuestro Redentor Jesucristo, y en ella se trató de los escandalosos arrestos que en aquellos días se habían hecho por el teniente letrado de aquella provincia, haciendo venir tropa de Pátzcuaro, en la persona del capitán D. José María García de Obeso, padre Fr. Vicente de Santa María, los dos Michelenas, Soto y otras personas con el mayor estrépito, y de los insultos inferidos a toda la América en la prisión del virrey Iturrigaray; todo lo oyó con sorpresa, y su corazón se inflamó de deseos de venganza. Decidióse luego a tomarla, y marchando a pocos días a su curato, comenzó a fortificarse en él haciendo un ensayo de la resistencia que podía algún día oponer a sus enemigos en aquel punto; no de otro modo Napoleón Bonaparte se fortificó en su cuarto cuando era aún niño cursante en un colegio militar, y desafió a sus enemigos los jóvenes que le miraban de mal ojo, porque no coincidía con sus ideas pueriles y extravagantes: tan cierto es, que los hombres grandes se asemejan unos a otros, aun en ciertas pequeñeces, y parecen fundidos en un mismo molde. El primero salió de su colegio lleno de ideas militares para asombrar al mundo antiguo con sus conquistas, y el segundo partió de allí para Acapulco a dar asunto a la Historia con sus hechos hazañosos, y a llenar de asombro y estupor aun a sus mismos enemigos. El cura de Dolores D. Miguel Hidalgo y Costilla, con mayor ilustración que el de Carácuaro, sentía igualmente los impulsos de la venganza, mirando esclavizado a su pueblo querido. Era además testigo presencial de la miseria a que había sido condenada toda su feligresía impidiéndole que elaborase el vino de la uva que cosechaba, por fomentar el Gobierno español la importación del de Cataluña; ni podía ser indiferente su corazón oyendo los suspiros de tantos miserables que yacían en la desnudez más oprobiosa; así es que para repararla en parte, planto en su curato fábricas de loza y de tejidos, y se dedicó al cultivo de la seda: estableció una escuela de música, y se propuso formar allí una colonia semejante a la que proyectaba Fray Bartolomé de las Casas en la Costa Firme, y que frustró la malicia y astucia de los primeros mandarines de la Isla Española. Tales eran las ideas liberales que animaban al cura Hidalgo, y por las que su nombre se registrará en el templo de la Memoria. Lloraba en secreto y en el seno de sus amigos nuestros desastres, y de sus conversaciones tenidas con el capitán D. Ignacio Allende resultó que uno y otro se decidiesen a conquistar la libertad de su patria. El cura de Dolores, aunque vió que la primera tentativa de independencia se había frustrado en Valladolid, no desesperó de llevar adelante la empresa de la emancipación, en cuyo proyecto tuvo por primer asociado al capitán del regimiento de la Reina, D. Ignacio Allende. Su ejecución demandaba mucho trabajo, muchas conexiones, mucho dinero, y lo que es más, mucho sigilo, imposible de guardar entre muchos y gente poco acostumbrada a la reserva y disimulo. El carácter mexicano es franco, y mucho más cuando a nuestra juventud no se le había enseñado, como los severos espartanos enseñaron a sus hijos, a guardar y conocer el gran mérito del secreto. Dióse por las circunstancias del momento el grito terrible que se propagó como la luz del crepúsculo por toda la América, grito que sobre ser de odio fue impolítico, y tanto más cuanto que se obraba sin programa o plan formado anticipadamente y que fue causa de robos y asesinatos. Ocioso es que por ahora me detenga en referir con particularidad el número de sujetos a quienes comunicaron entrambos caudillos su proyecto; y mucho más la vergonzosa delación que de ellos hizo un eclesiástico de Querétaro, y por el que llegaron las primeras noticias a oídos del Gobierno de México, depositado entonces en la Audiencia de la Nueva España, con agravio del señor arzobispo Lizana (4). El hecho se hizo al fin demasiado público, y tanto que el jueves 13 de septiembre de 1810 dió noticia de él al intendente de Guanajuato, D. Juan Antonio Riaño, D. Francisco Bustamante, capitán del batallón de aquella ciudad. Díjole que el cura Hidalgo, Allende, D. Juan Aldama y D. Ignacio Abasolo pretendían sorprender la noche del 1º de octubre a todos los europeos avecindados en Guanajuato, apoderándose de sus caudales, a cuyo intento se habían coligado con los sargentos del batallón Juan Morales, Fernando Rosas e Ignacio Domínguez, y con el tambor mayor José María Garrido, encargados de seducir a la tropa que estaba de guardia, para que ayudase a la empresa. El intendente, hombre cauto y adornado con todas las bellas partes de un excelente magistrado, se resistió a creer semejante denuncia; pero lo convenció de su verdad Bustamante presentándole documentos que justificaban su aserto, y además Garrido se delató voluntariamente, mostrando setenta pesos que había recibido en parte de recompensa. Satisfecho Riaño de la verdad del caso, mandó a Garrido que fuese al pueblo de Dolores y le trajese una noticia individual de las disposiciones de aquel cura, conminándolo con pena de muerte si no desempeñaba el encargo. Entretanto que esto se verificaba, comisionó al sargento mayor D. Diego Berzábal para la prisión de los sargentos cómplices, la cual se verificó en la madrugada del 14 de septiembre sin percibir el público la causa de ella. Examinados por el comisionado, confesaron llanamente el hecho. Garrido regresó de su expedición, y aseguró que el cura Hidalgo tomaba con eficacia sus medidas para verificar el proyecto en el día citado; por tanto, mandó el intendente se le pusiese en arresto para que nadie sospechase de su delación. Libró por su parte orden al subdelegado de San Miguel el Grande para que prendiese a los capitanes Allende y Aldama, y que con la posible celeridad pasase al pueblo de Dolores a ejecutar lo mismo con el cura Hidalgo y Abasolo. Finalmente, encargó a D. Francisco Iriarte, que acaso iba a la villa de San Felipe, inmediata al pueblo de Dolores, que observase los movimientos de dicho cura Hidalgo y le diese parte de la más ligera novedad. El martes 18 de septiembre, a las once y media de la mañana, avisó Iriarte, por un expreso, que habiendo interceptado Allende la orden en que el intendente prevenía su arresto al subdelegado de San Miguel el Grande, se fue a Dolores, a donde llegó a las doce de la noche, y conferenciando con el cura Hidalgo sobre el partido que en tan angustiadas circunstancias deberían tomar, acordaron dar muy luego la voz de alarma, como ejecutivamente lo hicieron con cinco hombres voluntarios y cinco forzados. Con este corto número prendieron a siete europeos de Dolores, incluso el padre sacristán, cuyos bienes repartieron. Otro tanto hicieron en la villa de San Felipe el día 16, y lo mismo en San Miguel, para donde se encaminaron sin demora. Entre tanto se les reunieron gentes de todas clases con las que desde luego meditó marchar sobre Guanajuato. Semejante noticia sorprendió al intendente, que al momento mandó tocar generala; reunióse el batallón, que estaba sobre las armas, y casi todo el vecindario con un gran número de plebe. Todo era confusión en Guanajuato: cerraban las puertas, y el terror les hacía ver sobre sus cabezas al enemigo. Corríase por todas direcciones a pie y a caballo, y para dar mayor interés a la escena, la comunidad de los frailes dieguinos se presentó en la puerta del templo enarbolando un santo cristo. Desde este momento los hipócritas y visionarios hicieron tomar parte en la demanda a la religión, apellidaron su voz augusta, y comenzaron a seducir a unos pueblos incautos. ¡Ardid maldito que nos llenó de sangre, y que después se tornó en persecución contra los más beneméritos sacerdotes! Habría sido tolerable si sólo hubiese tenido lugar en una comunidad de monjes; pero su vehículo estaba en Valladolid de Michoacán, cuyo obispo electo y entonces gobernador de aquella mitra (D. Manuel Abad y Queipo), haciendo violencia a sus sentimientos naturales públicos y literarios, excomulgó al cura Hidalgo según el canon Si quis suadente diabolo del Concilio Lateranense que siguió el arzobispo Lizana, y Bergoza el de Oaxaca, con más la Inquisición de México. Pero a la verdad que pudiera muy bien dudarse si se metió más bien el diablo entre los excomulgantes que en el mismo excomulgado. Sigamos a los de Guanajuato en su confusión y desorden. Las plazas quedaron solas y todo causaba el mayor horror y confusión. Cerciorado el público del hecho, se advirtió el mayor empeño de entrar en acción con los enemigos, los que, según el general entusiasmo, si entraran en aquel día hubieran perecido sin remedio: decíase entonces que estaban a tres leguas de Guanajuato. A las dos de la tarde mandó el intendente juntar en las casas reales a los prelados de las religiones eclesiásticas y demás vecinos distinguidos, a quienes comunicó todo lo ocurrido, asegurándoles que eran muy vastas las medidas del cura Hidalgo, y que temía con fundamento que dentro de seis horas sería su cabeza el escarnio del pueblo. En la tarde se condujeron maderas cerrando las bocacalles principales con trincheras y fosos; pusiéronse los vecinos sobre las armas; salieron patrullas de infantería y caballería y se mandaron avanzadas de a cuarenta hombres a Santa Rosa, Villalpando y Marfil, puntos inmediatos por donde se temía la invasión. Al siguiente día, a la una de la mañana, se tocó generala, porque la avanzada de Marfil avisó que se descubría gente enemiga: púsose la ciudad en movimiento; pero se notó luego que ya no reinaba en el pueblo el entusiasmo que el primer día, atribuyéndose este cambio de afectos a lo incómodo de la hora. En breve se serenó esta conmoción, pues se supo que la habían causado unos tiros de fusil que se le antojó disparar al cura de Marfil. La fortificación hasta entonces hecha se mantuvo por espacio de seis días, y se guardó la más severa disciplina militar. El lunes 24 amaneció la ciudad sin las trincheras y cegados los fosos; la noche anterior dispuso el intendente hacerse fuerte en la nueva Alhóndiga de Granaditas, situada a la entrada principal de la ciudad en una pequeña altura. Retiróse allí este jefe llevándose cuanto existía en la tesorería de plata y oro acuñado, en barras, azogue en caldo, bulas, papel sellado, archivo, incluso el de la ciudad, y cuantos utensilios existían en aquella casa, con más la caja de provincia donde se guardaban los caudales de propios y bienes de comunidad, señalando una pieza donde asistiesen los ministros de la hacienda pública y demás oficiales. Mandó, además, construir tres trincheras en las tres calles principales que conducían a la Alhóndiga, dejando una especie de plazoleta que circundaba aquel edificio, en el que hizo entrar el batallón de infantería provincial, dos compañías de dragones del Príncipe que vinieron de Silao, la mayor parte de los europeos y muchos americanos decentes, todos armados. Con estas disposiciones se creyó en estado de mantenerse por muchos días, hasta que llegara alguno de los auxilios pedidos al virrey y al comandante de brigada de San Luis Potosí, D. Félix María Calleja (5). Finalmente, se acopió tanta cantidad de víveres cuanta bastase a mantener por tres o cuatro meses a quinientas personas que como pondrían la guarnición del fuerte. Este acontecimiento tan inesperado puso a Guanajuato en gran conflicto, pues quedaba de todo punto desamparado de gentes, reduciendo a uno solo la defensa; y por tanto, el alférez real D. Fernando Marañón hizo que se citase a un cabildo, como se verificó en la misma Alhóndiga la tarde del 26. En él expresó Marañón el desconsuelo en que estaban los moradores de la ciudad por haberse retirado el intendente a aquel local con toda la tropa, quedando por lo mismo el lugar en el mayor desamparo, e incapaz de defenderse en caso de un asalto. El intendente contestó que le había sido absolutamente necesario tomar aquel partido, en atención a la poca gente que tenía de guarnición, y que había escogido aquel lugar por ser todo de bóveda y cuartón, donde podía mantener los intereses del rey hasta morir al lado de ellos como lo tenía de obligación, y que el vecindario se defendiera como pudiese. Terminado este acuerdo, el intendente continuó dirigiendo las obras de fortificación; hizo tapar por dentro con cal y canto una de las dos puertas del edificio, y en cuanto a municiones de guerra se aprestó con cuantas pudo, e inventó un género de bombas con los frascos de hierro en que viene envasado el azogue, a los que, llenos de pólvora y apretados los tornillos, hizo un pequeño agujero para introducirles una mecha. ¡Invención maldita, pues lanzados a su vez sobre los americanos hicieron el mayor estrago dividiéndose en muchos fragmentos! Los días siguientes se emplearon en acabar de abastecer el fuerte de algunas cosas que faltaban, y en recoger los más de los caudales de los europeos, quienes creyéndose allí enteramente seguros metieron cuanto pudieron de dinero, barras de plata, alhajas preciosas, mercaderias las más finas de sus tiendas, baúles de ropa, alhajas de oro, plata, diamantes, etc., y aun cuanto tenían de más valor y existencia en sus casas. Más de treinta salas de bóveda que tiene en su interior aquel suntuoso edificio de bastante extensión quedaron tan llenas, que casi no se podía entrar en ellas por la multitud de cosas que allí se guardaban: no bajaría de cinco millones el valor de cuanto allí se depositó. Lo del rey sería como medio millón en plata y oro acuñado y sin acuñar, y setecientos quintales de azogue en caldo. Otras piezas del fuerte se veían llenas de todo género de víveres, los que con la provisión de agua de aljibe, mucho maíz, y veinticinco molenderas que también se introdujeron, fincaban la más lisonjera esperanza de mantener por muchos días aquel fuerte, sin reflexionar que se hallaba circundado de alturas indefensas como son el cerro del Cuarto, el del Venado, la azotea de Belén y otras casas que hacían infructuosa la defensa, como lo acreditó la experiencia; no de otro modo sucedió en Oaxaca con el fortín de la Soledad, que hallándose enfilado por otra pequeña altura sirvió ésta de apoyo para atacarlo: ¡tal era la ignorancia de la fortificación de que estaban poseídos los que entonces nos dominaban! El día 20 de septiembre salieron fugitivos de Guanajuato muchos europeos, de aquellos que se mostraban al principio más gazcones y valerosos. Su fuga inspiró mucho desaliento a todo el vecindario, y tanto, que ya no hubo quien asistiera a las avanzadas de Santa Rosa y Villalpando. De ochenta personas que las componían sólo quedaron seis u ocho. Al mismo tiempo cesó el entusiasmo de la plebe, diciendo públicamente en las tabernas, calles y plazas que no se meterían en nada. De la oración a las diez de la noche grupos de gente baja ocupaba las banquetas de la plaza, diciendo que allí esperaban a ver si les tocaba alguna parte del saqueo. El día 26 por la mañana se publicó un bando con toda solemnidad, por el que se hacía saber que el Gobierno perdonaba los tributos a la plebe de aquella ciudad. Era ésta una marca de ignominia que el Gobierno español había echado al pueblo de Guanajuato en castigo de las demostraciones de dolor que había mostrado cuando la expulsión de los jesuítas, a quienes vivía muy reconocido por su eficacia en el servicio público de su instituto. Aquel día no se oyeron expresiones de aplauso, como era de esperar; tanto más cuanto que se había solicitado eficazmente de la corte la liberación de aquel tributo afrentoso. El pueblo oyó la nueva de este favor como se oyen las gracias concedidas por la necesidad y no por la benevolencia. Ya veremos que este gravamen impuesto por el Gobierno, y las continuas levas de gente que allí se hacían para desaguar las minas en que se rebataba crudelísimamente a la gente, amarrándole para que fuese a los desagües con inminente riesgo de la vida (que allí llaman echar lazo), predispuso a aquel pueblo para que tomase una extraordinaria venganza de sus opresores, no de otro modo que los pueblos del antiguo continente dominados por algunos régulos de la Alemania, que los vendían como esclavos a los holandeses para que desaguasen los lagos, fueron los primeros en presentarse a los franceses cuando oyeron que les anunciaban una libertad tantas veces y por tantos años suspirada. Sigamos nuestra relación. El 27 por la tarde salió de la fortaleza el intendente y marchó hasta la plaza mayor, donde la formó en batalla. Componíase como de trescientos hombres poco más; la primera y tercera filas eran de soldados del batallón, y la de en medio de europeos en diversos trajes. Marchaban en sus alas dos compañías de a treinta y cinco hombres de caballería al mando de los capitanes D. Joaquín Peláez y D. José Castilla; pero tan mal montados los soldados, que sus caballos no hacían al freno, y estaban, además, muy flacos por las fatigas de los días precedentes. Los más de los soldados europeos quedaron de guarnición en la Alhóndiga. El viernes 28 de septiembre fue día terrible para Guanajuato. A las once de la mañana llegaron a la trinchera de la cuesta que sube de la calle de Belén a la Alhóndiga D. Mariano Abasolo y D. Ignacio Camargo, el primero con divisa de coronel y el segundo de teniente coronel del ejército de Hidalgo, acompañándolos dos dragones y dos criados con lanzas. Entregaron un oficio que traían de su jefe al intendente Riaño, quien les hizo decir, por medio de su teniente letrado, que era necesario esperasen la respuesta, por tener necesidad de consultar antes de darla. Por tanto, Abasolo se marchó al momento y dejó a Camargo a que la aguardase, el cual antes de que se la dieran pidió licencia para entrar en el fuerte, porque tenía que hablar en lo verbal con el intendente: concediósela éste; pero desde la trinchera se le condujo con los ojos vendados a usanza de guerra, hasta llegar a la pieza donde debía entrar; quitósele allí la venda, y estuvo en comunicación con el teniente letrado, D. Francisco Iriarte, D. Miguel Arizmendi y otros, en cuya compañía se le dió de comer hasta que se le despachó. Interin pasaba esto, llamó el intendente a todos los europeos y oficiales de la tropa, e hizo que en voz alta se leyese el oficio que acababan de recibir, el cual en substancia decía: Que el numeroso ejército que comandaba lo había aclamado en los campos de Celaya capitán general de América, y que aquella ciudad con su Ayuntamiento lo había reconocido por tal, y se hallaba autorizado bastantemente para proclamar la independencia que tenía meditada; porque siéndole para esto obstáculo los europeos, le era indispensable recoger a cuantos existían en el reino, y confiscar sus bienes; y así le prevenía se diese por arrestado con todos los que le acompañaban, a quienes se trataría desde luego con el mayor decoro, y de lo contrario entraría con su ejército a viva fuerza sufriendo el rigor de la guerra. Al calce del oficio decía al intendente que la amistad que le había profesado le hacía ofrecerle un asilo seguro para su familia en un evento desgraciado. Concluída la lectura de esta intimación, el intendente dijo a los circunstantes: Señores: ya ustedes han oído lo que dice el cura Hidalgo; trae mucha gente, e ignoramos su número como también si trae artillería, en cuyo caso es imposible defendernos. Yo no tengo temor ninguno, pues estoy pronto a perder la vida en compañía de ustedes; pero no quiero crean que intento sacrificarlos a mis particulares ideas. Ustedes me dirán las suyas, que estoy pronto a seguirlas. Un profundo silencio siguió a esta peroración; los más pensaban rendirse considerando la poca fuerza con que contaban; otros se hallaban con el corazón atravesado de pena, considerando a sus familias que habían dejado expuestas en la ciudad, y temían ser los primeros en levantar la voz; hízolo al fin D. Bernardo del Castillo, diciendo: No señor, no hay que rendirse ... Vencer o morir ... Oída por los demás, siguieron maquinalmente su dictamen. Satisfecho el señor Riaño de que ésta era la voluntad de todos, se salió a contestar; oyósele decir continuamente con un entusiasmo mezclado de sorpresa estas palabras: ¡Ah, ah! ... ¡Pobres de mis hijos los de Guanajuato! En seguida respondió con la mayor entereza al general Hidalgo, diciéndole: Que no reconocía más capitán general en la Nueva España que al virrey D. Francisco Javier Venegas, ni podía admitir otra reforma en el gobierno que la que se hiciese en las próximas Cortes que estaban por celebrarse; y que en tal virtud, estaba dispuesto a defenderse hasta lo último con los soldados que lo acompañaban. Firmó el oficio con la serenidad con que despachaba el correo ordinario, poniéndole al calce: Que la diferencia en el modo de opinar entre él y el general Hidalgo no le impedía darle las gracias por su oferta y admitida en caso necesario (6). Antes de describir las operaciones de defensa que desde aquel momento comenzó a ejecutar el intendente Riaño con la rapidez que lo caracterizaba aprestándose para el ataque, será conveniente referir a usted lo que pasaba en Querétaro; pero será materia de otra carta. Adiós. Notas (1) Nondum expiatis uncta cruoribus Periculose plenum opus alae tractas ... (2) Hecha la independencia, la señora de Iturrigaray y sus hijos regresaron de España. Pidieron éstos al Congreso se les mandase entregar las cantidades que tenían puestas en el Banco de la Minería; mas uno de los diputados de grande influjo, y el que en los días del gobierno de Iturrigaray hacía la corte a dicha señora, se opuso fuertemente y pretendió se llevase a efecto la sentencia del Consejo. La discusión duró algunos días con acaloramiento; mas yo influí cuanto pude en que se le entregase su dinero, pues sería mucha mengua que así correspondiésemos a un jefe que por causa nuestra había sufrido indecibles padecimientos y deshonra. (3) El general D. Mariano Michelena. (4) Véase el modo como este arzobispo fue nombrado virrey por la Junta Central de España, que existía en Sevilla, en mi tomo III de Tres siglos de México durante el gobierno de los virreyes, pág. 265. (5) Previendo Riaño una desgracia, pidió auxilio a Calleja en los términos siguientes: Los pueblos se entregan voluntariamente a los insurgentes. Hiciéronlo ya en Dolores, San Miguel, Celaya,
Salamanca, Irapuato; Silao está pronto a verificarlo. Aquí cunde la seducción, faltó la seguridad, faltó la confianza. Yo me he fortificado en el paraje de la ciudad más idóneo y pelearé hasta morir si no me dejan con los 500 hombres que tengo a mi lado. Tengo poca pólvora porque no la hay absolutamente, y la caballería mal montada y armada sin otra arma que espadas de vidrio, y la infantería con fusiles remendados, no siendo imposible el que estas tropas sean seducidas; tengo a los insurgentes sobre mi cabeza: los víveres están impedidos; los correos, interceptados. El Sr. Abarca trabaja con toda actividad, y V. S. y él, de acuerdo, vuelen a mi socorro, porque temo ser atacado de un instante a otro. No soy más largo porque desde el 17 no descanso ni me desnudo, y hace tres días que no duermo una hora seguida.- Dios, etc. Guanajuato, 26 de septiembre de 1810. Cuando llegó el momento de ser atacado dirigió Riaño a Calleja el siguiente oficio: Voy a pelear porque voy a ser atacado en este instante. Resistiré cuanto pueda porque soy honrado. Vuele V. S. a mi socorro ... a mi socorro. Dios, etc. Guanajuato, 28 de septiembre de 1810 a las once de la mañana. - Juan Antonio Riaño. Ya Calleja le había respondido a la primera de 23 que se sostuviese con vigor cuanto fuese posible, y le ofreció presentarse en toda la próxima semana delante de Guanajuato a su auxilio, que le anunciaría anticipadamente. Este correo salió de Granaditas a la una de la tarde del día 23; a las once de la noche del 24 salió con la respuesta. ¡Qué activos andaban estos hombres por salvarse! (6) He aquí un caballero ... ¡Qué pocos le imitaron en la cortesía! Si lo hubiesen hecho, ¡cuánto derramamiento de sangre se habría evitado!
Relación formada por uno de los principales colaboradores de esta empresa (3)
Índice de Hidalgo, las primeras siete cartas del Cuadro histórico de la revolución mexicana de Carlos Ma. de Bustamante Prólogo Carta segunda Biblioteca Virtual Antorcha