CARTA QUINTA
Primera parte
Amigo querido:
Es preciso que dejemos a Calleja en el camino de Guadalajara y que demos una mirada a otros sucesos ocurridos en aquellos días, y de que no hemos hecho mención particular, e interesan a nuestra historia.
Diez días después del grito de Dolores, los habitantes del Baya Sarah en la Florida occidental, en número de doscientos hombres, entraron en Baton Rouge, se apoderaron del fuerte y arrestaron al gobernador, D. Carlos Dehaut Delaffus, hiriendo gravemente al oficial D. Luis Grandpré y a otras tres o más personas, y publicaron la siguiente exposición:
El universo sabe la fidelidad que los habitantes de este territorio han guardado a su legítimo soberano mientras han podido esperar recibir de él protección en sus vidas y haciendas.
Sin hacer ninguna innovación inútil en los principios del gobierno establecido, habíamos voluntariamente adoptado ciertas disposiciones de acuerdo con nuestro primer magistrado, con la mira formal de conservar este territorio y acreditar nuestro afecto al gobierno que antes nos protegía.
Este punto consagrado de nuestra parte por la buena fe, quedará como un testimonio honroso de la rectitud de nuestras intenciones y de nuestra inviolable fidelidad hacia nuestro rey y nuestra amada patria, en tanto que una sombra de autoridad legítima reinaba todavía sobre nosotros. No buscábamos sino un remedio pronto a los riesgos que parecían amenazar nuestras propiedades y nuestra existencia. Nuestro gobernador nos animaba a ello con promesas solemnes de cooperación y asistencia; pero ha procurado hacer de estas medidas que habíamos tomado para nuestra preservación el instrumento de nuestra ruina, autorizando del modo más solemne la violación de las leyes establecidas y sancionadas por él mismo como leyes del país (1).
Hallándonos, en fin, sin ninguna esperanza de protección de parte de la madre patria, engañados por un magistrado cuya obligación era proveer a la seguridad del pueblo y del gobierno confiados a su cuidado, expuestos a todas las desgracias de un Estado anárquico que todos nuestros esfuerzos se dirigían a cortar desde largo tiempo, se hace preciso y necesario que proveamos a nuestra propia seguridad como un Estado independiente y libre, que queda disuelto del vínculo de fidelidad de un gobierno que no le protege. En consecuencia, nosotros los representantes del pueblo de este país, tomando por testigo de la rectitud de nuestras intenciones al Supremo regulador de todas las cosas, publicamos y declaramos solemnemente que los diversos distritos de que consta la Florida occidental forman un Estado independiente y libre, con derecho a establecer por sí mismo la forma de gobierno que juzguen conveniente a su seguridad y dicha; de concluir tratados, de proveer a la defensa común, y en fin, de celebrar cualesquiera actos que puedan de derecho hacerse por una nación libre e independiente; declarando al propio tiempo que desde esta época todos los actos ejecutados en la Florida occidental por tribunal o autoridades que no tengan poderes del pueblo conforme a las disposiciones establecidas por esta convención, son nulos y de ningún efecto. Excitamos a todas las naciones extranjeras a que reconozcan nuestra independencia, y a que nos presten la asistencia que es compatible con las leyes y usos de las naciones.
Nosotros los representantes nos obligamos solemnemente, a nombre de nuestros comitentes, con nuestras vidas y haciendas, a defender la presente declaración, hecha en junta en la villa de Baton Rouge, a 26 de septiembre de 1810.
Edmundi Haws. John Morgan. Thomas Lüley. John H. Tohnson. Thon Mills. Wm. Spiller. Phylip Hickey. Wm. Barrow. Tohn W. Leonard. John Rhea, presidente de la convención.
Por mandato de la misma, Andrés Steele, secretario.
En 21 de noviembre de 1810, el comandante de la provincia de Texas, D. Manuel Salcedo, dió cuenta al virrey y a Calleja de esta ocurrencia. El oficio reservado de Salcedo no lo recibió éste sino hasta 28 de mayo de 1811. Pedíale socorros y que le fuesen por Veracruz a Matagorda, pues temía ser invadido reuniéndose los de la Florida occidental con numerosas naciones de indios. Recomienda la provincia de Texas con las siguientes expresiones que el Gobierno de la Federación mexicana no debe echar en olvido:
Esta es (dice) la llave del reino, y es la más despoblada y exhausta de cuanto es necesario para su defensa y fomento, pudiendo ser la más rica y el antemural respetable de las ambiciosas miras de nuestros vecinos, cuya criminal indiferencia demuestra en el día la buena fe de sus operaciones para con la España.
La actual revolución de los pueblos interiores de ese virreinato, la de Caracas y Baton Rouge, que se hará extensiva a toda la Luisiana, no es combinación del día; seguramente está urdida desde que dió principio la conspiración del coronel Burr y sus secuaces, puesta ahora en movimiento por emisarios ocultos de Napoleón, pues el año pasado se hallaba dicho coronel en París.
Este mismo gobernador atribuyó al general D' Alvimar estos movimientos, pues sucedieron poco después de su tránsito y arresto. ¡Qué poco conocía a este francés! Yo le traté con alguna interioridad cuando vino a México el año de 1822 con achaque de recobrar sus equipajes robados; era servilísimo, se ofreció al servicio de Iturbide, escribió contra la libertad de imprenta y se portó de un modo harto desventajoso, y que lo hizo detestar en México. Mas su independencia estaba decretada en el gran libro de los destinos, como la libertad de Israel: llegó el tiempo prefijado por Dios, y como para éste ningún instrumento, por despreciable que parezca, es inútil, como lo ha mostrado con la vara de Moisés, se valió del mismo Napoleón que invadió la España y produjo nuestra libertad. Hablemos ya de las ocurrencias de Zacatecas.
El 21 de septiembre -dice el intendente Rendón- llegó a Zacatecas la fatal noticia del levantamiento de Dolores: desde aquel instante cité a todos los europeos para que formándose patrullas con las armas que pudieran conseguir, celasen la quietud de la ciudad, y sucesivamente se listó todo hombre capaz de tomar las armas de aquel numeroso vecindario: se examinaron las que había ofensivas en la ciudad y se encontró que no existía más que tal o cual en manos de las personas pudientes. Se abrió una suscripción para construir lanzas, y aunque se emplearon todos los obreros que podían hacerlas, sólo se consiguieron como 400 en quince días de tiempo. Circulé a todos los subdelegados de la provincia las órdenes más precisas y enérgicas para que se preparasen a la defensa y ofensa de los enemigos, y enviasen a la capital toda la fuerza de hombres y armas que pudieran recoger. Di orden a los administradores y dueños de las haciendas para que me enviasen mil y más caballos montados y armados, y les ofrecí que serían pagados y racionados de cuenta de la Real Hacienda.
Abrí correspondencia con las intendencias de San Luis Potosí, Guadalajara y Durango para la combinación de las operaciones, y pedir los auxilios que exigiesen las ulteriores ocurrencias. Supliqué al gobernador de las fronteras de Colotlán que pusiese sobre las armas todas las compañías de dragones de milicias a su mando, y lo verificó con la prontitud posible. Me remitió dos de ellas que destiné a guarnecer la villa de Aguascalientes, punto fronterizo de la provincia, que era el primero amenazado por los enemigos, después de haberlas yo armado con lanzas, porque no traían un arma útil. A súplica mía vino el mismo gobernador con otras cuatro compañías a encargarse del mando de ellas en Zacatecas; pero casi totalmente desarmadas como lo estaban las dos primeras, y yo sin recursos para proporcionárselas, a excepción de un corto número de lanzas de las que se estaban fabricando. Las subdelegaciones de Aguascalientes y Sierra de Pinos habían colectado para su defensa el reducido número de hombres que pudieron sacar de sus haciendas y rancherías, y de consiguiente no fue posible que remitiesen auxilios a la capital. Las demás cabeceras de partido, sin embargo de mis repetidas órdenes concebidas en aquel idioma de fuego que pedía la urgentísima necesidad, no me remitieron un solo hombre, y hasta el 6 de octubre sólo me llegaron veintiuno de a caballo, a quienes armé con otras tantas lanzas, y destiné a custodiar más de 50 barras de plata del rey que remitía a las cajas de Durango para salvarlas de los enemigos.
En este día entró en Zacatecas el conde de Santiago de la Laguna, con doscientos hombres montados y algunas armas, ofreciéndome este auxilio para defensa de la ciudad y su poderoso dominio sobre la plebe. En la víspera o antevíspera lo había verificado el gobernador de Colotlán. A las diez de la mañana del propio día 6, recibí carta del señor comandante general del ejército, D. Félix María Calleja, fechada el 3 en San Luis Potosí, avisándome que en aquella hora tenía tan próximos a los enemigos, que se preparaba a atacarlos, y me añadía tener también informes de que los insurgentes que habían saqueado a Guanajuato se dirigían a atacar a Zacatecas. Esta misma noticia la recibimos de León, de Lagos y de Aguascalientes, de donde se fugaron todos los europeos, y el levantamiento de los escuadrones del regimiento de Nueva Galicia contra su comandante y oficiales para tomar partido, como lo tomaron con los sediciosos, dejando a éstos libre paso de Guanajuato a Zacatecas.
Convoqué inmediatamente al Ayuntamiento, diputaciones de minería y comercio, administradores de rentas, cura, prelados de las religiones, y otros sujetos de los más distinguidos de la ciudad, para resolver en junta la definitiva determinación con presencia del estado de las cosas, y del nuestro.
En ella se declaró indefendible la ciudad por no tener una fuerza armada, y que por su local situación sumergida entre cerros elevados que la rodean, lo hacía imposible, a no defenderla en la cima de ellos o con un ejército fuera de sus cañadas. El gobernador de Colotlán, que asistió a la junta, fue de la misma opinión, y en aquella tarde y noche huyeron todos los europeos con los caudales y efectos que pudieron llevar consigo; huyeron también los regidores, los alcaldes, las diputaciones de minería y comercio y los administradores de rentas, a excepción del de correos, que no lo verificó hasta la tarde del día 7 con mucho peligro de su vida.
Todo este día me mantuve en la capital auxiliado de las compañías de Colotlán, cuyo gobernador me hizo presente, verbalmente, la ninguna necesidad de su continuación en ella y la que tenía de ir a cubrir sus fronteras y esperar las órdenes de su comandante general, el señor presidente de Guadalajara; añadiéndome que, además de la circunstancia de estar casi totalmente desarmada la tropa, le había dicho ésta que había salido con él, porque era criollo, pero que cuidara dónde los llevaba, porque ninguno exponía su vida por defender a los europeos. Convinimos en que se marchase aquella misma noche, en atención a que por muchás noticias contestadas se creía la entrada de los enemigos en Zacatecas el día 10.
El 7 de octubre fue en el que el populacho se apoderó de mi autoridad y de la de los demás jueces que ya no existían, en el que en pelotones de miles se oponían a que los dependientes que habían quedado de las casas de comercio sacasen sus efectos, en el que se me presentaban las cabezas de motín pidiéndome comisiones por escrito para embargar las tiendas, a fin de que no saliese de la ciudad un tercio ni un peso, en el que en partidas de operarios de minas vinieron a amenazarme que si no daba órdenes ejecutivas para que se les pagase su raya de la semana anterior, que no les habían satisfecho sus amos fugados, pasarían a saquear sus casas, en el que pregonaban a gritos la cabeza de Apecechea y de Abella (2), y a este último le detuvieron su coche en la plaza, mientras fue una diputación de la plebe a pedir licencia al conde de Santiago para quitarle la vida; lo libertó, y consiguió que le dejasen salir con su mujer e hijos, según el mismo conde me informó verbalmente en la noche de aquella tarde. Este, en fin, en que el señor cura y parte de su clero vinieron a pedirme con lágrimas que deseaban salvar mi vida y la de mi familia, que lo habían tratado con el conde de Santiago, y que éste con sus doscientos hombres ofrecía llevarme donde yo quisiera, sin peligro de la plebe, ya en general revolución, y por caminos desembarazados de enemigos. En efecto, el mismo conde vino aquella noche a ofrecerse para sacarme de la ciudad con su gente, exponiéndome que ya eran más temibles los excesos del populacho que los mismos enemigos, que él con todo su dominio no podía ya sujetarlo y se temían desastrosas consecuencias.
En este temible y embarazoso estado vi ya la necesidad de separarme del mando de la provincia, que poseía ya la plebe, y propuse al conde que mediante a estar atacado por los enemigos de San Luis, que el ejército conquistador de Guanajuato marchaba a embestirnos por Aguascalientes, y que el intendente de Durango me había escrito no tenía más fuerzas que para mantener en quietud la ciudad, determinaba pasar a Guadalajara por el camino de La Barranca, a reunirme con el ejército que el señor comandante de la Nueva Galicia me aseguraba tenía organizado para defenderse, y ofender al enemigo. Que en el supuesto de haber venido a proteger la justa causa del rey con los doscientos hombres montados y armados por mí con lanzas, nos hacía a ambos mucho honor de llevar aquella fuerza a unirla con la de Guadalajara, ya que el estado actual de Zacatecas la hacía allí innecesaria. Convino en lo mismo el conde, y acordamos salir la madrugada del día 8, como en efecto se verificó, habiendo yo delegado en aquella misma noche el mando de la provincia a quien correspondiera, conforme a la ordenanza de intendentes.
Esta noche la pasamos en la hacienda de La Quemada, a doce leguas de la capital, para continuar la marcha al siguiente día 9; pero en la mañana me sorprendió el mismo conde, poniéndome en las manos un oficio de un ayuntamiento, que por su propia virtud y autoridad se había formado en Zacatecas, y le había nombrado intendente interino de la provincia. Preguntéle que cuál era su determinación, a lo que me respondió que la de ir a tomar el mando, porque no le parecía decente desairar aquel cuerpo ni abandonar aquella ciudad a los excesos de una plebe que su presencia podría contener. Propúsele que yo debía seguir con los doscientos lanceros sin perder instante. Ese es otro inconveniente -me dijo-, porque acabo de proponérselo y se resisten a marchar, mediante a que los más tienen que cosechar sus maíces, pero que me proporcionaría una escolta de veinte hombres que sería muy suficiente para llegar con seguridad a Guadalajara. Admitíla por último y único desesperado remedio y marché en el instante.
AI otro día, estando como a cinco leguas del pueblo de Tabasco, me dan la noticia que éste, el de Jalapa y Juchipila estaban ya en poder de los insurgentes y aprisionados los europeos, sus vecinos; vime en la necesidad de refugiarme en la hacienda de Santiago, y despachar un propio por caminos extraordinarios al señor presidente D. Roque Abarca, informándole el motivo y paraje de mi residencia, y suplicándole dispusiese una partida de tropa que con seguridad me condujese a Guadalajara, donde deseaba llegar para emplearme en el ejército. La dispuso, en efecto, en número de veinticinco lanceros, cuatro dragones y dos comisionados, con quienes me puse en marcha el 25 del mismo octubre, hasta que en 29 al amanecer nos aprisionó a mí y a mi familia una partida de insurgentes mandada por el comisionado Daniel Camarena, dejándonos en cueros, y conduciéndome (3) amarrado el primer día y después suelto otros treinta y dos, hasta que me entregó al cura Hidalgo en esta ciudad de Guadalajara.
Tal es la desgraciada historia del intendente de Zacatecas, de quien no sabemos que se condujese mal en su destino, y sí que estaba bien conceptuado y no era hombre de conocimientos vulgares, sino de principios ilustrados. El conde de Santiago, a quien sin duda debió Zacatecas no haber sido despedazada por los horrores de la anarquía desarrollada por un pueblo frenético, presidió una junta a la que concurrieron los vecinos que quedaron en la ciudad, y en ella se acordó que el doctor D. José María Cos, cura del Burgo de San Cosme de Zacatecas, pasase al campamento de los insurgentes que mandaba Iriarte, y ya habían dejado ver en grandes reuniones, a averiguar si la guerra que ellos hacían salvaba los derechos de la religión, rey y patria, y si en el caso de ceñirse su objeto a la expulsión de los europeos admitía excepciones, y cuáles eran éstas. Pidióseles una explicación circunstanciada que sirviese de gobierno a las provincias para unirse todas a un mismo objeto de paz o guerra, según la naturaleza de sus pretensiones. He aquí el objeto de esta resolución, que el mismo conde de Santiago comunicó al intendente de Potosí, D. Manuel Acevedo, en carta de 26 de octubre de 1810.
Como este magistrado nada hacía sino de acuerdo con Calleja, le comunicó esta ocurrencia, consultándole sobre la respuesta que debería darle. Su oráculo le respondió desde Querétaro, en 2 de noviembre, en estos términos:
Es notable la duda que se ofrece al conde de Santiago de la Laguna acerca del objeto de los movimientos de los insurgentes; sus hechos son públicos, sus principios están manifiestos en las absurdas proclamas que han derramado por todo el reino, y aunque la razón por sí sola no las repugnase después de las atrocidades que han cometido, y de las declaraciones que han hecho el supremo gobierno, el santo tribunal de la fe y los prelados diocesanos (4), parece que no queda lugar a duda, ni a entrar en otras explicaciones con los rebeldes que las de las armas (5).
No tengo conocimiento personal de este conde; pero la opinión pública, y más que todo, la misión que sin autoridad iba a despachar por medio del doctor Cos a los insurgentes, lo hace sospechoso; por lo que creo que V. S. debe proceder con mucha cordura en la contestación que le dé, sin manifestarle una desconfianza que lo aleje de nosotros y lo obligue a arrojarse absolutamente en el mal partido, ni indicarle que se adoptan sus ideas, que es cuanto puedo decir a V. S., a quien devuelvo las cartas que me remitió con su oficio reservado de 29 del mes último.
Al virrey dijo Calleja, sobre el asunto, lo siguiente:
Considero digna de la atención de V. E. la adjunta copia de la carta que ha escrito el conde de Santiago de la Laguna al señor intendente de San Luis Potosí, quien me la dirige para que le manifieste mi sentir.
Mi contestación es la que abraza la misma copia. La opinión ha vacilado hasta ahora en el concepto que debía formar de dicho conde (6); pero como la misión que dice el doctor Cos a los insurgentes y el lenguaje de que usa empieza a descubrirlo, he creído oportuno imponer a V. E., de todo.
Dios, etc.
Querétaro, 2 de noviembre de 1810.
La respuesta a esta carta se concibió en los términos siguientes:
El papel que dirigió de San Luis Potosí el conde de Santiago de la Laguna debe mirarse como un preludio de sus procedimientos posteriores en auxiliar a los insurgentes que han invadido a Zacatecas y otros pueblos; pero no está muy lejos el día en que experimente el castigo de su detestable crimen mediante las activas disposiciones de V. S. (7), a quien le manifiesto en respuesta de su carta de 2 del corriente, con que acompañó copia del mismo papel, en la inteligencia de que me ha parecido muy oportuna la contestación que dió usía sobre el particular a dicho magistrado.
He aquí calificados de crímenes unos procedimientos que no necesitan para recomendarse más que la simple e imparcial lectura de la carta del conde al intendente.
Careciendo -le dice- la provincia de Zacatecas de arbitrios para ministrar auxilio alguno en las presentes circunstancias (8), ha pensado el ilustre Ayuntamiento de esta capital, en junta del vecindario con su cura párroco y prelados de las religiones ..., que aunque inerme e indefensa, manifieste en la actualidad a la faz del mundo la sinceridad de sus intenciones y regularidad de sus procedimientos, y hacer un servicio muy útil y de la mayor importancia a todo el reino, aplicándose a examinar y sacar de raíz y por documentos auténticos la naturaleza y origen de esta guerra extraña entre hermanos.
Todas las provincias se han puesto en estado de defensa y en disposición de repeler al enemigo; pero sin tener una noción cierta del objeto de estos movimientos, de que indispensablemente proviene que empeñada la acción se hallan a la hora de ésta, por una y otra parte, muchos miles de hombres expuestos a perecer y a renovar la horrorosa catástrofe de Guanajuato, recibiendo un golpe a ciegas sin conocimiento de la causa (9). A que se agrega el temor de que fermentada la gente y divididos los ánimos en bandos a proporción del concepto que cada uno se forme, se debilite por instantes el reino; quedando dentro de muy pocos días en proporción de ser invadido por una mano extranjera.
Para ocurrir a estos males, a los que actualmente están haciendo gemir a la humanidad, y a los incalculables de que se ve amenazada toda la nación, hemos resuelto autorizar al Dr. D. José María Cos, cura vicario y juez eclesiástico del Burgo de San Cosme, y sujeto en quien concurren las circunstancias de talento, integridad y patriotismo, para que se traslade de paz a los mismos leales del enemigo a exigir con todas las formalidades necesarias una completa instrucción de si esta guerra salva los derechos de la religión, de nuestro augusto y legítimo soberano y de la patria; y si en caso de ceñirse su objeto a la expulsión de los europeos, y admite excepciones, cuáles son éstas; y últimamente un detalle circunstanciado y pormenor, que sirva de gobierno a las provincias para unirse todas a un mismo fin, o de paz o de guerra, según sea la naturaleza de las pretensiones, siempre con la grande utilidad que se deja entender.
Nos hemos propuesto tomar este sesgo para evitar las hostilidades en obsequio de la humanidad, y por lo mismo lo comunico a V. S. para lo que pueda importar, ofreciendo con oportunidad dade aviso.
Dios, etc.
Zacatecas, octubre 26 de 1810.
El conde de Santiago de la Laguna.
Señor intendente de San Luis Potosí, D. Manuel Acevedo.
Este es el documento más interesante que puede presentar nuestra historia de la revolución, para demostrar a Europa que el orgullo del virrey Venegas fue la causa principal del derramamiento de la sangre europea y americana en esta guerra desoladora: Venegas se presentará en todas edades como un objeto de execración y anatema justo. En su mano estuvo evitar nuestras desgracias. El era solo en el poder, no tenía rivales ni competidores; de su voz pendía la suerte de América, y nadie podía osar contradecirIe. Aquellos gachupines que tuvieron la avilantez de lanzar de la silla virreinal a su predecesor, Iturrigaray, estaban confundidos y asaz medrosos; sólo cuidaban de ponerse en cobro y salvar sus caudales. Seguramente habrían visto como un bien inefable cualquier acomodamiento, y si algunos o alguna corporación, como la Audiencia Real de México, se hubiese propasado a reprenderle su conducta, Venegas tenía en su mano fuerza bastante para reprimirlos y embarcarlos a Manila o a España.
Los gobernantes superiores no sólo son reos en el tribunal de la razón del mal que hacen, sino también del mal que no evitan ... Españoles afligidos, los que hoy por hoy (10) teméis de los americanos una expulsión, acordaos de que os brindamos con la paz, y que vuestros mandarines os hundieron en el abismo de males, cuyo borde pisáis. Esta era la única medida salvadora que os pudo desde entonces librar: las voces de la justicia y de la humanidad que se dejaron oír en medio del estrépito de las armas y de la confusa grita de una bárbara venganza, y que entonces se desoyeron, a todos nos inundó en un torrente de amargura, que en este día todavía nos tiene en un continuo cruciatum, y que a no pocos hombres sensibles hace desesperar de la salvación de la patria.
Las consideraciones que la junta de Zacatecas tuvo no carecían de fundamento. En ella había un joven sabio que tenía el lastre de un Néstor. Es, pues, demostrado que sólo Zacatecas puede gloriarse de haber manifestado de un modo explícito y solemne sentimientos filantrópicos y justos en época la más difícil que nos ofrece nuestra historia. Sólo Zacatecas esparció un rayo de luz y de filosofía en medio de un caos de espesísimas tinieblas, porque sólo Zacatecas poseía como alhaja de inapreciable valor al Dr. Cos, al amigo del orden, que desarrolló sus principios liberales presentando a la Junta de Zitácuaro el famoso plan de paz y guerra que tanto dió en qué pensar a los tiranos gobernantes españoles, y bastó para caracterizar en Europa la revolución mexicana de justa y necesaria; quisiera Dios que este sabio no pagara un tributo a la miseria humana en los últimos tiempos de su carrera política en que desconoció la autoridad de un gobierno legítimo, y cuya instalación se debió en mucha parte a sus afanes.
Confieso a usted, amigo mío, que la relación de los desastres ocurridos en Guanajuato conturba mi espíritu; pero mayor impresión me hace la aprobación que de ellos hizo Venegas en su oficio de 28 de noviembre (1810), inserto en la extraodinaria núm. 143. Fue una justísima determinación, le dice, la que V. S. tomó de que nuestras tropas entrasen a sangre y fuego en una ciudad que había cometido tan detestable delito (a saber: asesinar a los europeos que estaban en Granaditas). Merece toda mi aprobación la ejecución de que vuestra señoría medita . . . Tenemos aquí aprobado el hecho más torpe que se había visto en esta América y el que se meditaba ejecutar, es decir, que Calleja, conmovido con la noticia del asesinato, se irritó y en el exceso de la cólera obró furibundo; malo es, ¿pero no es mucho peor meditar a sangre fría la ejecución de hombres inermes cogidos a lazo y cuando descansaban en su inocencia? ¿ Y no es mucho más criminal la conducta de unas matanzas que se pensaba hacer a distancia de México ochenta leguas y sin la vista de los objetos que pudieran excitar la indignación y movimientos extraordinarios de la ira? ¿Quién es el que no dice que es más cruel Tiberio cuando en el silencio de la isla de Caprea meditaba los asesinatos de los primeros ciudadanos de Roma, que el mismo Nerón cuando daba fuego a aquella hermosa capital del imperio, y corría en un carro por sus circos, entregado a los delirios de la crueldad y de las más sórdidas torpezas? Pudiera ser este un problema de muy difícil resolución. Calleja y Venegas se obsequiaban en esos días, o como vulgarmente decimos, se escopeteaban a cumplimientos; pero, ¡ay!, que éstos se hacían inmolando a muchas víctimas que eran el precio con que se compraban tan sangrientas caravanas. En dicho oficio le dice por último: Apruebo el nombramiento interino que V. S. ha hecho de intendente corregidor de esta ciudad en el Lic. D. Fernando Pérez Marañón, de cuyas circunstancias, honradez, fidelidad y patriotismo, que V. S. me confirma, tenía yo anteriores noticias. ¡Ojalá no hubiera aceptado este nombramiento que le ha hecho tan poco honor cuando no fuese más que por las manos de quienes lo recibe!
LLEGADA DEL GENERAL CRUZ A MÉXICO
Ya usted verá en la serie de la historia que no sólo fueron estos dos los únicos tiranos que se presentaron en aquellos días en la escena de la América mexicana, sino que también aparecieron otros de igual fondo de malignidad, y que pudieran apostárselas a Calleja y Venegas. Si sus crueldades no fueron tan escandalosas, fue porque era estrecha la órbita en que obraban, y sus puestos no podían darles la nombradía que a éstos. En estos mismos aciagos días se presentó de ayudante primero de la brigada de México el brigadier D. José de la Cruz, que había servido en España en el ejército del general D. Gregorio de la Cuesta, pero que no se había distinguido por su valor; si tal hubiera sucedido, estoy cierto de que no se les permitiera abandonar la Península, teatro entonces de la guerra de los franceses. Necesitábanse allí hombres de valor; lo que se mandaba a la América era lo que no servía en España, y justamente porque nadie echa fuera o permite que salga de su casa lo mejor y de que tiene necesidad; pero de este sujeto hablaremos otra vez, dejándolo aprestarse en México para salir a la campaña de Huichapan a sembrar la desolación y la muerte por todos los lugares de su tránsito.
Apellidada la libertad en la hacienda de San Nicolás, como dije en mi anterior, por D. Miguel Sánchez, fue luego seguida la voz en Jilotepec y Huichapan. Entre los primeros que se presentaron fueron D. Julián Vi11agrán y su hijo, conocido con el nombre de Chito, nombres funestos y que recuerdan luego la historia de dos malvados que han deturpado con sus crímenes la más justa de las causas. El tal Chito andaba errante en aquella sazón por haber asesinado en la mesa, y en el acto de recibir la hospitalidad, a don N. Chávez, dándole una puñalada por las costi11as a traición. El padre de este malvado (Julián), campesino feroz, cruel por temperamento, falto de educación y principios, dado a la embriaguez, con todos los tamaños de un arriero brutal, y más propio para andar al rabo de una recua de mulas que a la cabeza de un escuadrón de hombres, muy luego mostró de todo lo que era capaz en la revolución. Ofendióse de que Sánchez se hubiese colocado en el lado derecho cuando paseaba con él por las calles de Huichapan, y se propuso matarlo en primera vez. Hallábase un día Sánchez con N. Cisneros y otro de quien no hago mención, en el curato de Alfaxayucan, cuando he aquí que se presenta a caballo y a media bolina el Julián armado de una lanza y, sin más ni más, acomete con eIla a los tres y los deja muertos. No sé cómo pudo este malvado haIlar compañeros que le siguiesen en la empresa que acometió. Uniéronsele Cayetano y Mariano Anaya, y con una reunión de indios y rancheros, se situaron en el puerto Calpulalpan, punto de preciso tránsito para el Convoy de efectos preciosos que se dirigían para tierra adentro de cuenta del comercio, y otro de municiones y útiles de guerra que el virrey mandaba al general Calleja para que continuara sus expediciones militares. Efectivamente, aprovecharon el lance dando muerte a una parte de la tropa que escoltaba al convoy y a los pasajeros que caminaban bajo su custodia. Tocóle la desgracia al Dr. D. Ignacio Vélez de la Campa, destinado para servir de auditor de guerra en el ejército del centro, el cual fue muerto de la manera más cruenta que pueda imaginarse. Desprendieron sobre el cielo del coche un enorme peñasco, y aplastándole la cabeza se le saltaron los ojos; en esta dolorosa situación, ya moribundo, imploraba la clemencia, levantadas las manos; pero encarnizados los indios e insensibles, multiplicaron sobre él los golpes y lo dejaron muerto rematándolo a lanzadas y robándole cuanto traía. Acontecimiento tan escandaloso y pérdida tan sensible para el virrey le movió a mandar a D. José de la Cruz. En lo sucesivo le será a usted fácil cosa notar una particular afinidad entre estos dos competidores, y que si VilIagrán era cruel por un exceso de embriaguez, Cruz, que no lo conocía, lo era a sangre fría por cálculo y combinación. Acompañóle de su segundo D. Torcuato Trujillo, de quien ya he dado idea en la carta cuarta ... Salió, pues, Cruz de México en 16 de noviembre, con el regimiento de infantería de Toluca, el mejor que tuvimos en el cantón de Jalapa: doscientos cincuenta dragones de España y Querétaro y dos piezas de cañón, fuerza que después fue aumentada con el regimiento de infantería provincial de Puebla y un batallón de marina, y que sirvió en mucho las expediciones de Nueva Galicia, por lo que no regresaron estos cuerpos a sus puntos hasta el año de 1823, ya casi destruídos y regenerados con gente de Guadalajara.
Cruz marcó muy luego sus pasos con torrentes de sangre; el rastro de ésta y los cadáveres que dejaba a su tránsito señalaban al viajero la ruta que llevaba; sus primeros ensayos de atrocidad fueron hechos en el pueblo de San Francisco, en tres infelices, sin más pruebas que parecerles hombres sospechosos; llegó a Nopala el 20 de noviembre; en vano se le recibió con cohetes y aun salió el clero del lugar a tributarle respetos de un monarca; todo lo despreció, y trató con tanta dureza al cura don Manuel Correa, que hastiado de su orgullo y crueldad se convenció de la justicia de la revolución; se hizo insurgente y después fue uno de los que más pesares dieron a los españoles en la campaña, puesto a la cabeza de una división que él mismo creó. Instruído VilIagrán de la aproximación de Cruz, se marchó a la sierra del Real del Doctor, situóse en el cerro Ñastejé, que otros llaman de la Muñeca, desde donde hacía sus correrías, y su hijo lo emulaba haciendo las suyas con igual fuerza en Huichapan. En este pueblo encontró Cruz el fardaje y municiones, pero no el dinero que buscaba con ávida impaciencia. Halláronse trescientos nueve tercios que después se repartieron a los que acreditaron su dominio a ellos, bien que disminuídos, porque no fueron muy puras las manos por donde se hizo esta devolución. El 16 de diciembre salió Cruz de Huichapan; pero antes de que le sigamos los pasos en su expedición será bueno que digamos cómo se portó en la casa donde fue hospedado en Huichapan. La viuda de don N. Chávez se la franqueó y le hizo servir la comida en los platos de plata de su uso; el día de la partida mandó Cruz a sus asistentes que la recogiesen y llevasen en su equipaje; la señora reconvino por este procedimiento, que era un descarado robo, pero el modo de satisfacerla en tan justa queja fue mandarIa a México a la cárcel, acusándola de insurgente. Así correspondió a esta generosa hospitalidad.
Notas
(1) ¡ Disparate! Un gobernador no puede sancionar leyes.
(2) D. Angel Abella. Este marchó para Chihuahua; allí le nombró después comisionado el comandante general D. Nemesio Salcedo, para que instruyera las causas de los señores Hidalgo y Allende. Tal fue la correspondencia que mostró a los americanos por el beneficio recibido ...
(3) En 22 de febrero de 1811 fue este guerrillero ajusticiado de orden de Calleja en el camino de Guadalajara para San Luis ... En pos va del delito el escarmiento.
(4) No hay duda que eran jueces muy imparciales para sentenciar en causa propia ...
(5) Si se hubiesen prestado a un acomodamiento, todo se habría compuesto amigablemente; léase la exposición de García Conde a Venegas y se verá que Hidalgo y Allende lo deseaban.
(6) La misión no era de este caballero, era el acuerdo de la junta de Zacatecas; pero cuando así fuera, ¿podría tenerse por criminal ni sospechoso un hombre que es el primero en abrir la senda de la reconciliación a favor de unos europeos que tenían contra sí el odio público, y se les hacía una guerra a muerte? ¡Cuánta sangre no se habría economizado si se hubiese adoptado esta medida!
(7) No estaba muy lejos el día en que el orgullo español lIorase su dureza y obcecación y los de esta nación fuesen perseguidos v expulsados. Si hubiera previsto ese acontecimiento el virrey, ¡de qué diverso modo se portaria!
(8) Adviértase que Calleja se lo había pedido a la sazón que Zacatecas estaba abandonada por los europeos, estraídos sus caudales, y la plebe comenzaba el desorden y el saqueo que sólo pudo evitar en parte la popularidad e influjo del conde de Santiago: la respuesta fue consecuencia de la solicitud de auxilio, o dígase mejor, la satisfacción de la causa porque no podía dársele.
(9) Cuando Bonaparte disipó la segunda coalición de príncipes de Europa, en medio de sus triunfos, y cuando disipaba los numerosos ejércitos que se le oponían con una rapidez y facilidad inconcebibles, les decía: Soldados: yo no sé por qué peleo ni qué motivo he dado para esta guerra! Nosotros pudimos decir lo mIsmo.
(10) 12 de diciembre de 1827, a las nueve y cuarto de la mañana, en que escribo estas líneas.