Índice de Hidalgo, las primeras siete cartas del Cuadro histórico de la revolución mexicana de Carlos Ma. de BustamanteCarta sexta (Primera parte)Carta séptima (Primera parte)Biblioteca Virtual Antorcha

CARTA SEXTA

Segunda parte

BATALLA DE UREPETIRO

Es preciso retroceder un tanto para seguir el hilo de la historia; vamos a buscar a Cruz, pero no al Calvario, porque aun no se le ha lIegado su hora, sino camino de Valladolid para Guadalajara: éste es el personaje que ya comienza a figurar. Don Ruperto Mier, joven digno de mejor fortuna por sus buenos talentos militares, fue nombrado por el cura Hidalgo coronel de un regimiento de infantería, al que sólo pudo dar ochenta fusiles de armamento recompuesto; situóse en el puerto de UrepetIro, punto ventajoso desde donde se prometió si no derrotar a Cruz, a lo menos contenerlo para que no engrosase el ejército de Calleja, plan bien combinado y que por poco surte sus efectos. Salió el general español el día 14 de enero de Tlasasalca (1811) y halló situados a los americanos en un cerro rodeado de quiebras y bosques, sobre cuya eminencia tenían una batería de diecisiete piezas, arma con que se prometían suplir por la falta de fusiles. Las tropas destinadas por Cruz a su reconocimiento fueron rechazadas; pero destacadas otras por diferentes direcciones, lograron flanquear a los americanos, que no podían cubrir todos sus puntos, aunque no se limitaron a los términos de una defensa, pues alentados con el retroceso obtenido sobre el primer cuerpo que los atacó, avanzaron por su derecha colocando en ella nueve piezas. Don Pedro Celestino Negrete, a quien Cruz destinó con el batallón de marina y dos piezas de cañón, reforzado con el primer batallón de Toluca, avanzó hasta colocarse a tiro de pistola, y avanzó a la bayoneta dada la primera descarga; debióse el buen éxito de este ataque al abrigo de una cerca que cruzaba por aquel punto, donde rectificó su batalla tanto cuanto lo permitía el terreno escabroso. Muy luego se ocupó aquel punto, mientras hizo lo mismo sobre la batería izquierda americana el teniente coronel D. Francisco Rodríguez; costóle a éste más caro el triunfo, pues los americanos le cargaron reciamente y estuvo a punto de ser envuelto. Cayó por tanto la artillería de Mier en poder de Cruz; consistía ésta en veintinueve cañones muy mal construídos, y lo mismo sus útiles; dispersáronse los americanos tomando por diferentes direcciones; la acción fue reñida y habría quedado por ellos a haber podido cubrir con mosquetes sus baterías. Mier acreditó valor, y después, en Guadalajara, Cruz le respetó como a esforzado, y le hizo justicia, vindicándolo en cierta vez que fue insultado por un compañero suyo y tratado de cobarde. Tal es la famosa acción de Urepetiro de que tanto alarde ha hecho Cruz, olvidándose del valor y conocimientos de Negrete que le proporcionaron el triunfo. Si el cura Hidalgo hubiera presentido esta desgracia y no se hubiera confiado en la posición de Mier, habría ocupado dos días antes el puente de Calderón y situádose allí con mejores conocimientos del local; sus medidas de defensa habrían sido más acertadas; pero no se movió de La Laja sino hasta la tarde del 15, en que avisó Macías de la derrota de Urepetíro. Costó cara esta victoria a los españoles, pues además de haberse visto rechazados, se les voló un repuesto de municiones que los puso en consternación, según me dijo muchas veces el coronel Pedraza, fraile franciscano que asistió a esta acción y murió ya en Nueva Orleáns.

Aunque el triunfo de Calderón se consiguió por CalIeja en la tarde del 17 de enero (jueves), se mantuvo en su campamento y no dió un paso adelante para entrar en Guadalajara hasta el 21 que lo verificó, llevando más de doscientos infelices tomados casi como los de Guanajuato, y a quienes reputó como prisioneros de guerra para diezmarlos, y fusilar, como lo hizo, a muchos de ellos; tuvo la inhumanidad de hacer sacar del hospital a un angloamericano moribundo, y conducido en camilla, fue pasado por las armas. Tres horas después de la entrada de Calleja, hizo la suya Cruz; estos generales jamás se habían visto; Cruz era más antiguo en el grado de brigadier, y aunque por este título le correspondía tomar el mando, cedió muy luego de su derecho y se aprestó a seguir para el puerto de San Blas en demanda del presbítero Mercado, pues se le dijo que entre muchas cosas preciosas que llevaba consigo, merecía particular atención un cofrecito de muy ricas alhajas; ¡valiente estímulo, ciertamente, para un hombre devorado de la rabiosa sed del oro! El cura Mercado desemparó la artillería que tenía situada en diferentes puntos, pues no podía medírselas con tropas de línea y que traían el prestigio de vencedoras; asimismo abandonó el rico cargamento que tenía oculto en el sitio de Barrancas, que fue presa de sus enemigos, cayendo en sus manos (según me informó el oidor D. Mariano Mendiola) el cofrecito de alhajas indicado; regresóse a San BIas en compañía de don N. Zea, D. Joaquín Romero, su padre, D. José Mercado y otros clérigos que se le reunieron, los cuales, sin duda, no pertenecieron a la legión sagrada o cruzada, levantada por su obispo. Don Nicolás Verdín, cura de San BIas, organizó una contrarrevolución, y la noche del 31 de enero (1811) sorprendió a Mercado en su cuartel, y allí hizo éste una fuerte resistencia; mas habiendo penetrado en él por los asaltantes, Mercado se despeñó por un voladero contiguo a las casas del comandante del apostadero, donde se le halló muerto al siguiente día. No será importuno decir a usted, como afecto a las antigüedades mexicanas e historia antigua de este continente, y aunque parezca digresión, que en la Gaceta núm. 20, de 10 de febrero de 1811, en que Cruz hace una relación de esta expedición, el editor de ella, hablando del sitio de Barrancas, pone esta nota: En esta barranca o quebrada fue muerto el famoso Pedro de Alvarado. Este es un equívoco. Alvarado fue muerto en el Peñón de Nochistlán, yendo en fuga, precedido de su escribiente, Baltasar Montoya; al llegar a un voladero se desbarrancó el caballo de éste, y rodando sobre Alvarado, lo precipitó cuesta abajo hasta llegar al fondo; abriósele el pecho, arrojó mucha sangre por la boca; murió el 4 de julio de 1541 en las manos del bachiller Bartolomé de Estrada; habiéndose verificado la caída el 24 de junio anterior (1).

Entró Cruz en Tepic sin contradicción, y mandó ahorcar a Zea y a otros varios que habían preso allí los tepiqueños por congraciarse con él; pasó luego a San BIas e hizo lo mismo con el padre del cura Mercado, trayéndose después presos a Guadalajara a todos los demás, a quienes mandó en collera viniendo a la vanguardia los eclesiásticos. Ignoro si el cura Verdín fue después colocado en algún coro en premio de su perfidia. Venegas concedió la presidencia de la Audiencia y comandancia general de aquella provincia y la de Zacatecas a D. José de la Cruz, y con este carácter comenzó a desarrollar su tiranía creando juntas de seguridad y espionaje, con cuyos dictámenes derramó la sangre sin tasa, como después veremos. Calleja, después de haberse dado allí todos los honores de un califa, trató de marchar para San Luis Potosí, donde tenía sus intereses, y lo verificó con su ejército el día 11 de febrero. He aquí la ruta de su itinerario: A San Martín, a La Lajilla, a Tepatitlán, a San Juan de los Lagos, a San Juanito, a Lagos, a La Estancia Grande, a Matanzas, a Gachupines, a La Laguna, a Santiago, a Bledos, a San Francisco, a la hacienda de La Pila, a San Luis. Dejo a la consideración de usted que medite cómo se lo recibiría en aquella ciudad, donde más que en ninguna otra parte se tenía idea de la ferocidad de su alma, viéndole venir triunfante armado de poder, y altamente quejoso de aquel pueblo; sabiéndose, además, todas las atrocidades que acababa de ejecutar por los lugares de su tránsito.


DERROTA DEL LICENCIADO REYES EN SANTA MARIA DEL RIO

En la hacienda de San Pedro Piedra Gorda extendió Iriarte una comisión a Herrera y a un tal Blancas, para que marchasen a atacar al Lic. D. Antonio Reyes y a don Ignacio Ilagorri, que con setecientos hombres, once piezas de artillería y veinte europeos se encaminaban hacia Guadalajara a reunirse a Calleja. Herrera y Blancas, con un poco de tropa, mal armada, y siete piezas de cañón, se dirigieron hacia la hacienda de El Jaral de Berrio; supieron que Reyes estaba en Santa María del Río, y lograron darle un albazo, sin embargo de que ocupaba los puntos principales del pueblo; comenzó la acción entre cuatro y cinco de la mañana, y aunque la victoria se mostró en el principio por Reyes, Herrera ocupó un punto ventajoso y consiguió darle a éste muerte y en seguida a Ilagorri; pasó por las armas a los prisioneros europeos, castigó a otros americanos y después los puso en libertad y marchó para San Luis Potosí, ciudad que se llenó de lágrimas por esta ocurrencia. Saquearon la casa del intendente Flores, en quien supusieron colusión, y poco faltó para que los indios, enfurecidos, redujesen al exterminio varios lugares, como Tierra Blanca y las rancherías inmediatas a San Luis Potosí. Allí permanecieron cerca de un mes pertrechándose, hasta que supieron de la aproximación de Calleja, y salieron tomando el rumbo de Río Verde y Valle del Maíz. Este general destacó una sección al mando de D. Diego García Conde, la cual salió el 14 de marzo de San Luis y el 25 atacó a los americanos; situáronse éstos en una loma corrida, apoyando sus costados en el cerro de la Cruz y en el del Flechero, distante media legua el uno del otro. Empeñóse la acción, que (según describe García Conde en su parte inserto en la Gaceta núm. 46, del 19 de abril de 1811) duró tanto cuanto duraron en dispararse treinta y ocho cañonazos que bastaron para desalojar a los americanos de sus puntos, obrando con simultaneidad y buen suceso los demás cuerpos que siguieron al alcance de Herrera, a quien hicieron doscientos prisioneros, y tomaron quince cañones y todo el botín que llevaba con la correspondencia. Para decir que Herrera había sido fraile y llevaba una moza, añade estas expresiones: Y los uniformes y hábitos de lego con la ropa de su manceba. (Esta tacha siempre la sacaban los españoles a la cara, pues el sexto precepto era para ellos asunto de mucha gravedad; porque es pecado que cuando se comete cuesta dinero, y pocas veces se hace gratis. ¡Vaya si son castísimos!) Entró, por tanto, García Conde triunfante en el Valle del Maíz, donde hizo pasar por las armas a D. Mariano Calderón, nombrado (dice) subdelegado por los insurgentes, a quien quitó la vida porque dizque recibió seguras pruebas de que había prestado su consentimiento y auxilios para que allí se decapitasen once europeos. Puesto en dispersión Herrera, Blancas y otros oficiales, se dirigieron hacia la villa de San Carlos, y antes de llegar a ésta recibieron oficio del comandante de armas de aquel lugar que ofrecía a su disposición sus tropas; decíales, además, que allí tenía prisioneros varios españoles. Con semejante oferta marcharon a la villa, donde fueron recibidos entre salvas y regocijo, y a la noche hicieron un baile para obsequiarlos; pero esto fue una trampa en que cayeron estos incautos, pues allí se les arrestó y en breve fueron pasados por las armas. Tal y tan efímera fue la duración del generalato del famoso lego Herrera, digno de otra fortuna. Su valor y astucia lo harán eterno en la memoria de la revolución; ya hablaré a usted en lugar oportuno de la suerte que corrieron los compañeros de este lego sin par, pues Calleja nos llama para que le sigamos a la expedición que apresta para Zacatecas. Yo quisiera que acompañásemos al cura Hidalgo perseguido de la desgracia hasta las norias de Baján, donde fue preso; pero esto lo haremos cuando lleguemos a la época en que se verificó su muerte, pues otras cosas nos llaman la atención, propias del hilo de la historia y de sus conexiones principales.


DEPÓNESE DEL MANDO AL SEÑOR HIDALGO EN UNA JUNTA MILITAR

A largas desventuras convienen largos recuerdos: las que hemos padecido son tales y de tal linaje, que dudo pueda otro pueblo presentarlas iguales. El ejército de Hidalgo en dispersión marchó sin orden para Aguascalientes; los soldados cometían toda clase de desórdenes, como si marchasen por un territorio enemigo, y nadie podía reducirlos a sus deberes. El Lic. Rayón, dada la batalla del puente de Calderón, retrocedió a recoger los caudales que se habían quedado en las inmediaciones del campo, que consistían en más de trescientos mil pesos, pues las alhajas preciosas se las llevó consigo el cura Hidalgo. En Aguascalientes se reunió la división de Iriarte, que consistiría en mil quinientos hombres, y llevaba los caudales de San Luis Potosí, que bien importarían medio millón de pesos. Reunido el ejército en la hacienda del Pabellón, se celebró una junta de guerra en la que se acordó que Allende tomase el mando de generalísimo, e Hidalgo entendiese en lo político. En Zacatecas se resolvió que el ejército marchase para la villa de Saltillo en divisiones, tomando el camino de las Salinas, Charcas, El Venado y Matehuala. Aquí se quedó Hidalgo, y Allende partió con la plana mayor y una escolta de doscientos hombres en socorro del coronel don Mariano Jiménez, que esperaba ser atacado por las fuerzas de Durango y Parras, al mando de Cordero; en esta acción obtuvo un triunfo completo en el puerto llamado del Carnero, haciendo prisionero al comandante español.

Nada se ve impreso que diga relación a las dos memorables batallas del Puerto del Carnero y de Agua Nueva, junto al Saltillo; la primera dada al teniente coronel D. Manuel Ochoa, y la segunda a D. Antonio Cordero por el enunciado general D. Mariano Jiménez, aquel joven colegial de minería a quien en gran parte se debió la victoria de Hidalgo en el monte de las Cruces, y que dió tantas pruebas de patriotismo como de conocimientos en lo militar, aplicados a la tormentaria o artillería. Tres días después de la batalla de Calderón, Ochoa presentó batalla a Jiménez en dicho Puerto del Carnero; empeñóse la acción con denuedo extraordinario, pero fIanqueado Ochoa por las acertadas evoluciones de Jiménez, tomó la fuga y quedó el campo por Jiménez. Cordero hizo otro tanto en Agua Nueva, pero fue muy luego batido y entregado prisionero ignominiosamente por sus mismos soldados. Ocupado este punto por los americanos, permanecieron en él con quietud muchos días. El teniente coronel D. Ignacio Elizondo (de fatal memoria) se mostró adicto a la Independencia y comenzó a trabajar por ella, haciendo que la adoptasen las cuatro provincias de Oriente que levantó a favor de la buena causa. Creyóse con este servicio autorizado para pretender el grado de teniente general; no pareció bien a Allende esta demanda, sino pretensión desaforada, y no vino en otorgársela; tan justa negativa desplació mucho a Elizondo; el obispo de Monterrey, que iba en fuga y a quien fua a alcanzar Elizondo, le habló sobre la revolución y pretendió seducirlo a que volviese al partido español, y fácilmente lo consiguió; entonces fue cuando concibió el pérfido proyecto de arrestar a Allende y a los demás generales, haciendo una vergonzosa contrarrevolución que le produjo su efecto con la junta de Monclova; mas el Cielo justo castigó al fin tan horrenda perfidia, pues Elizondo fue muerto a puñaladas por un complot de españoles; su asesino, para ejecutar el homicidio, se fingió loco, y de esta suerte se deshicieron de un hombre que, infiel a todos los partidos, no podía tener lugar en ninguna sociedad.

Al cabo de los diez días de haber entrado Allende en Saltillo, sin novedad, llegó el cura Hidalgo con el resto del ejército, que ya ascendió a cuatro mil hombres. Allí se acordó que partiesen para los Estados Unidos los generales, caudales y tropa útil, y que quedase para expedicionar en lo interior el resto, que llegaría a dos mil quinientos hombres, al mando de Abasolo, quien no llegó a tomar posesión del mando. Después fue nombrado general Arias, quien renunció al empleo y se determinó que en junta de oficiales se nombrase un jefe: recayó el nombramiento en el Lic. Rayón, el de segundo en Arrieta, y el de tercero, en el Lic. Ponce. Rayón se quedó allí organizando esta tropa y haciendo que se repusiese su armamento y municiones. Hallábase en esta ocupación después de cinco días de marcha cuando tuvo noticia de la sorpresa y prisión de Hidalgo y Allende en las Norias de Baján, los cuales caminaban en desorden y con gran confianza, sin prometerse que un hombre pérfido pudiera formarles una contrarrevolución, como hemos dicho que lo ejecutó Elizondo.

Al partir Allende le previno a Rayón que si regresaba Iriarte lo decapitase, porque era señal de que había jugádole otra nueva perfidia sobre las anteriores; de hecho, Iriarte avisó de su llegada; Rayón celebró junta de guerra, e instruída ésta, tanto de la orden de Allende como de su malversación y desamparo del ejército, causa de sus desgracias, se le condenó a muerte y fue ejecutada la sentencia: ésta es la primera que se lee en la historia de la revolución, en un hombre que la mereció por tantos motivos.

Después de arrestado Allende, recibió Rayón orden firmada de aquél para que pusiese a disposición de don Ignacio Elizondo cuanto estaba a su mando, sin dar más razón de que ... porque así convenía. Penetró la malicia que envolvía, ofreció cumplirla para evitar que lo atacasen de pronto, pues siguió activando la organización de su ejército. Cuando entendió que ya Elizondo marchaba sobre él, convencido de la poca seguridad en que se hallaba en el Saltillo, porque la tropa del país estaba de acuerdo con los enemigos de la hacienda de Patos, se la desarmó por la plebe de la villa capitaneada por D. Juan Pablo Anaya, pasó a acampar en la mesa inmediata hasta concluir el arreglo de su división, de donde marchó para Zacatecas, pues tuvo noticias de que en breve se vería rodeado de tropas salidas de Durango y de Parras.

Efectivamente, se le comenzó a escaramucear por la cola y costados en la mesa del Saltillo, en Agua Nueva, en Puerto del Carnero, y hasta la cuarta marcha en Piñones no se empeñó una acción que por entonces pudo llamarse decisiva (2). A media noche, D. Manuel Ochoa, repuesto ya de la derrota que le dió Jiménez, enviado por la comandancia de Chihuahua, asaltó a Rayón, con más de tres mil hombres (entre los que iban bárbaros lipanes) por los costados, vanguardia y retaguardia; tomóle parte de la remonta, y empeñó el ataque en avance haciendo fuego con las tres armas. Rayón le recibió con serenidad, no obstante que penetró por su derecha hasta llegar al carguío y tiendas de campaña, tomándose, además, dos cañones, y desalojando de este punto a D. José Antonio Torres, mandóse auxilio para recobrarlo, y él mismo lo consiguió con doscientos fusiles y la indiada de su mando; recobró, pues, la artillería perdida, y dió muerte a más de cuatrocientos hombres. Debió este cumplido triunfo a D. José María Rayón, que se hallaba a corta distancia, situado sobre una pequeña loma, desde donde jugó dos cañones de artillería y doscientos fusiles, con tanto acierto, que de los dispersos por Torres, el que escapaba de sus manos perecía al pasar por aquel punto de tránsito preciso. Sumultáneamente cargó la caballería de Ochoa sobre la americana, y aunque de ésta perecieron más de cuarenta hombres, atacó con tanto denuedo la de los españoles, que logró desbaratarla siguiéndola en alcance más de un cuarto de legua.

Entre tanto, el general español D. Manuel Ochoa avanzaba por la izquierda; aunque había suspendido los fuegos por el frente, Rayón reunió su caballería y cargó con ella sobre dicha ala izquierda; mandábala su hermano don Francisco, y la infantería en que se apoyaba el mariscal D. Juan Pablo Anaya, el cual avanzó sobre el enemigo, que retrocedió sin empeñar acción, a reunirse a su frente, que estaba todavía íntegro. Desembarazado Rayón de los costados y atendiendo sólo al frente donde se había reconcentrado Ochoa, marchó en batalla con quinientos infantes, tres cañones y ochocientos caballos, distribuídos en alas de apoyo. Ochoa mostró resolución de aguardado, pero le impuso la serenidad con que avanzaba esta batalla, y que las alas de caballería comenzaban a desplegarse para envolverlo; entonces echó a huir dejando dos cañones de a cuatro y se llevó uno de a dos. Rayón no siguió al alcance porque carecía de agua en el campo, y si tal hace su caballería perece de fatiga, pues sin esta operación murió mucha de sed. Temió asimismo que Ia primera partida enemiga que ocupó su retaguardia, que no había entrado en acción y que ya no se había dejado ver, se aprovechase de cualquier descuido, o estando emboscada, cargase sobre sus soldados victoriosos. Eran las doce del día 19 de abril de 1811 cuando terminó esta acción. El general Rayón se preparó muy luego para continuar la marcha porque así lo demandaban imperiosamente las circunstancias, principalmente la absoluta falta de agua; el enemigo en la noche anterior, cuando se tornó la remonta, se tornó también varias carretas en que en odres traía el agua para la tropa; careciendo de este alimento tan necesario de la vida, vió expirar lastimosamente de sed rabiosa a catorce soldados; era preciso abandonar este lugar conocido con el nombre de Piñones, ya que dará un lugar distinguido la Historia por tan memorable batalla. Encontróse en el acto de la marcha nuestro ejército sin acémilas ni mulas aparejadas, que también se las había tornado Ochoa; así es que catres, baúles rehenchidos de ropa y cosas preciosas, carretas, cadáveres de soldados, todo se hacinó y se le prendió fuego para que no fuese presa del enemigo. Sepultáronse en una barranquilla inmediata dos culebrinas y otros tantos cañones de a cuatro, pues faltaban mulas para conducirlos. Esta acción fue campal, porque ninguna de las partes tuvo parapeto en que guarecerse ni apoyarse; distinguiéronse singularmente en ella D. José Antonio Torres, D. Juan Pablo Anaya, el coronel Vázquez, del regimiento de caballería de Dolores, que en los primeros choques se mantuvo de cuerpo de reserva y entró de refresco, y el brigadier VilIalongín; pero lo que más admirará a las futuras edades es el valor heroico que en esta vez mostraron las mujeres de los soldados, pues ellas formaron y entraron también en acción con las armas que pudieron tomar. Notóse que la artillería no podía jugar sobre los españoles porque no había agua con que refrescar los cañones; mas una mujer llamada la guanajuateña tomó las cubetas de los artilleros, recorrió las filas e hizo que orinasen en ellas sus compañeras; los orines, pues, sirvieron en esta vez de refresco a la artillería. Permitidme, naciones del universo, naciones celosas de vuestra libertad, permitidme que os pregunte si en vuestros fastos registráis un suceso comparable con éste. Es a la verdad de mucho mérito que las hermosas cartaginesas se despojaron de sus arracadas y joyuelas para depositarIas en el tesoro público y que sirviesen de fondo para continuar la guerra de su nación; lo es que las mismas se cortasen sus cabellos para formar cordajes de sus galeras; pero un auxilio de esta naturaleza, impartido en circunstancias tan críticas y del momento, es para mí desconocido en la Historia, es el extremo de un heroísmo exaltado. No será ésta la primera prueba que yo presente en el curso de esta historia en loor de este amable sexo. Llegó, pues, el ejército al punto de las Animas, donde no halló el agua que buscaba: sólo encontró un charco o depósito de orines de chivatos, tan pestilente, que ni las bestias querían beberla; si acaso alguna mula bebía una poca, se ventoseaba, pero con tanta pestilencia, que excede a toda ponderación; el hedor era tan sutil, que los que estaban metidos en los coches, aunque cerrados los vidrios ladillos, no podían soportarlo. En este punto, y en situación verdaderamente afligida, algunos oficiales medrosos, temiendo un éxito funesto en tan dilatada y penosa marcha que se les esperaba (de ciento cincuenta leguas), provocaron una junta de guerra, en la que se acordó recibir el indulto a pesar de la opinión del general Rayón, el que tuvo que ceder a las circunstancias de hallarse en el centro de un motín militar; bien que decidido a dar tiempo al tiempo para eludir una medida tan vergonzosa, como así lo verificó.

No pensaba del mismo modo la tropa subordinada, pues estaba llena de satisfacción y de un noble orgullo. Continuó, pues, la marcha por terrenos tan secos como los anteriores. Un destacamento enemigo de un pueblo que distaba diez leguas de aquel punto se aprovechó de un desfiladero y asaltó a unos cuantos americanos extraviados, y entre ellos al coronel D. Mariano Garduño; robó varias cargas, entre las cuales iban los paramentos de la capilla; el comandante realista Larrainzar azotó a Garduño y no le hizo más; ¡tal era de bárbaro e impudente! El ejército de Rayón acampó en una estancia donde había un pequeño jacal y una noria. La tropa sedienta se alampó a sacar agua, y como acudieron muchos soldados con precipitación, rompieron la noria; desesperados se acometieron como las bestias rabiosas, en términos de que se mataron cinco, y al fin todos se quedaron sin beber. Supo entonces Rayón que en la hacienda de San Eustaquio, distante de allí como diez leguas, había agua en abundancia, pero que también había un destacamento de trescientos enemigos que la defendían al mando del azotador Larrainzar. Sin embargo, se decidió a tomarla, y marchó destacando igual número de hombres de caballería. Llegaron éstos en sazón de que el enemigo se preparaba para recibirlos, y así salió en fuga precipitada de la hacienda, y en su alcance D. Juan Pablo Anaya, después de haber saciado su sed. Disperso el enemigo, le tomó un convoy de carretas en que llevaba piloncillo y ropa de la tierra, y allí hizo alto el ejército para reponerse de las fatigas pasadas. En este punto, D. Luciano Ponce, que venía de cuartelmaestre, reconvino al general Rayón sobre el cumplimiento de lo acordado acerca del indulto; irritó se tanto con esta reconvención, que le dió una fuerte bofetada; mas recobrado de la indisposición procuró mostrarIe la bajeza de su pretensión. Dejólo en su mismo empleo creyéndolo persuadido y arrepentido. Cuando llegó la hora de acuartelarse en la jornada inmediata, se encontró con la noticia de que Ponce había desertado, llevándose consigo al enemigo la descubierta de doscientos hombres que lo acompañaban. ¡Tan sospechosa cosa es una reconciliación y un cambio repentino de afectos en que es necesario, para que sea sincero, hacer el mayor sacrificio de nuestro orgullo!

Continuando la marcha en que desertaron no pocos oficiales, y Rayón tuvo a buena dicha, porque se veía libre de aquellos cobardes, contagio de los ejércitos, llegó el Jueves Santo (11 de abril de 1811) a la hacienda de Pozo Hondo, de D. José María Fagoaga, de donde partió el Sábado de Gloria y destacó quinientos hombres al mando del oficial Sotomayor para que sorprendiese el Fresnillo, como lo verificó a toda satisfacción, haciendo sus marchas de noche, pues de día se quedaba emboscado. En la hacienda llamada de Bayón (de D. Narciso María de la Canal) destacó el general Rayón a D. Víctor Rosales y a D. Juan Pablo Anaya con quinientos fusileros para que como originario aquél de Zacatecas, se informase del estado de la ciudad y obrase según las circunstancias. A su segunda marcha adelante del sitio de Matapulgas, en un punto llamado Pánuco, se atacó con una partida enemiga, la que marchó en retirada y lo atrajo hasta Veta Grande, tomó posición militar en un pequeño cerrito donde le cargó mucha más fuerza; mas dando aviso de su estado a Rayón, éste envió en su socorro a D. José Antonio Torres, quien hizo retirar al enemigo, reuniéndose a los sitiados; salieron éstos en alcance de los españoles hasta el cerro llamado del Grillo, donde tenían reunida toda su fuerza. Rayón marchó con dirección a Guadalupe de Zacatecas. Desde el punto llamado la Capilla de los Herreros, destacó a D. José María Liceaga con una partida de tropa para que dispusiese el campamento que pensaba situar en las lomas de la Bufa; pero dicha partida fue de tal manera atacada y destruída, que apenas pudieron escapar con vida Liceaga, D. Francisco Rayón, hermano del general, y un tambor. Reconoció éste su fuerza en el campo de los Herreros, y viéndose con solo mil hombres, poco más, dispuso que las muchas mujeres que se hallaban en su ejército, y de cuyo valor tenía experiencia en la batalla de Piñones, formase en batalla para imponer al enemigo: diólas un pequeño cañón, y de este modo y con tal artimaña impuso al enemigo haciéndole creer que era muy numerosa su fuerza. Destacó un trozo de infantería que impidiese la reunión de la que había destrozado a la de Liceaga con el grueso del ejército enemigo, y se verificó cumplidamente dispersándola, pues se emboscó con ventaja, y así es que le hizo muchos muertos y prisioneros. Acampó Rayón en Guada]upe, y ya entrada la noche supo Torres necesitaba auxilio de artillería y víveres, que ciertamente por entonces no podía enviarle, y le dijo por su enviado que lo tomase del enemigo. No lo dijo ciertamente a un sordo, porque el intrépido Torres avanzó con toda precaución a las ocho de la noche, y de tal suerte y tan acertadamente sorprendió al enemigo, que le tomó todo el campo y le asestó sus mismos cañones: tomó cantidad de fusiles, más de quinientas barras de plata, correspondencia, etc.; todo fue presa de este memorable asalto, en el que principalmente se distinguieron por su arrojo cinco negros habaneros que iban en el ejército. Nótese que la tropa sorprendente parte era de Zacatecas, reunida al ejército de Allende cuando salió de aquella ciudad, y parte de Guanajuato. Aquí conviene recordar la anécdota de que hace mención La Avispa de Chilpancingo núm. 19, muy digna de repetirse y consignarse en los fastos de nuestra historia militar; dice así:

En el acto de asaltar la tropa de Rayón el campo del Grillo en Zacatecas, se necesitó hacer uso de un cañón bien chico; pero se notó que tenía la cureña quebrada. Ofrecióse a suplir por ella un soldado poniéndose a gatas, y con el embique o retroceso casi se le hizo pedazos el espinazo. Este espectáculo no arredró a otro compañero suyo, quien escarmentado en parte se ofreció a hacer lo mismo que el antecedente; pero hizo que le echasen encima muchas mantas para que el embique hiciese menos estrago. Tomado el campo, estando próximo a morir el primer soldado lastimado, se medio incorporó en la cama como pudo, e hizo esta pregunta: ¿Qué tal? ¿Surtió efecto el tiro que se disparó sobre mis espaldas? Sí, le respondieron ... Pues bien -exclamó-, ahora muero con gusto, y a poco expiró.

Pregunto: ¿tenía virtudes este soldado? ¿Habría hecho más un legionario de César, de los de su favorita décima legión? Más: al pasar Rayón por la hacienda de Tlacotes, la dueña de ella, que lo hospedó, le dijo: Señor, tras de usted viene ya el Sr. Calleja, y precisamente se ha de hospedar en esta casa; yo haré que duerma en esta recámara; hágame favor de que coloquemos en este rincón dos cajones de pólvora, que yo le prometo que cuando esté durmiendo como dueña de la casa entraré y le prenderé fuego a la mina, aunque vuele yo juntamente con él. Rayón no quiso condescender a tan extraordinaria y exótica solicitud, que conoció salía del fondo de su corazón, pues a poco rato vió que la misma mujer hizo recoger cuantos burros y caballos tenía en su hacienda, los que le regaló para que marchase con su tropa rápidamente, y se alejase del enemigo que se acercaba. Vuelvo a preguntar: ¿Tenía virtudes cívicas esta mujer? Tales anécdotas se presentan en justa vindicación de los americanos, a quienes se han negado hasta las virtudes comunes a los demás pueblos. El intendente de Valladolid D. José María Anzorena, que con tanto esmero había seguido al ejército americano, llegó a enfermarse hasta perder la vida; hospedósele en el colegio de crucíferos de Guadalupe de Zacatecas, y se le atendió por aquellos religiosos con el esmero y caridad que los distingue entre sus edificantes virtudes; poco antes de expirar se acercó el general Rayón a preguntarle por el estado de sus dolencias, y él preguntó por el de la patria; díjosele que se había ganado el campo del Grillo y ya se iba a entrar en Zacatecas; entonces, reanimándose como una vela que al tiempo de desaparecer su moribunda flama se recoge, se eleva y se presenta con mayor esplendor y claridad, Anzorena mostró la más dulce y consolante satisfacción: llamó a un hijo, que le acompañaba, y le exhortó, con la energía de un hombre pronto a pasar en un momento al inmenso espacio de la eternidad, a que amase a su patria y a que jamás abandonase la causa de su libertad ...¡Oh hombre heroico! Yo te acompaño con mis lágrimas en tu tumba, y me duelo de que la muerte cortara el hilo de tus días preciosos; mas también te felicito porque tu buen hijo grabó en su corazón tus palabras últimas, que miró como el testamento de un héroe; él desempeña cumplidamente sus obligaciones, y colocado entre los padres de esta nación que tanto amaste, nos renueva sin cesar la memoria de tus virtudes.

Al siguiente día de la sorpresa del campo del Grillo entró el ejército de Rayón en Zacatecas. Su buen orden inspiró confianza al pueblo y vecinos, que estaban harto consternados; mantúvose la tropa todo el día acuartelada. Como se tomó toda la correspondencia y listas de los militares y empleados que tenía allí el Gobierno español, Rayón la mostró a éstos, quienes confundidos imploraron su compasión, y les otorgó un perdón tan generoso, que no volvió a hablarles una palabra sobre sus aberraciones pasadas: respetó sus propiedades, y el ejército se constituyó custodio de ellas; solamente se ejecutó a un hombre de costumbres depravadas, que fue de los que la tarde anterior asesinaron la partida de Liceaga. Mandó reunir todas las corporaciones de la ciudad, y les manifestó que deseaba se instalase allí un Gobierno liberal provisional, representativo de la nación, el cual obrase con independencia de España, bajo el cual los empleados públicos conservasen sus destinos siempre que manifestasen con hechos adhesión a la causa nacional, pero no conservasen ni mandasen armas. Complacióles semejante propuesta, tanto más cuanto que fue apoyada con una comisión que se nombró de los principales sujetos de Zacatecas, que se envió al general Calleja; éstos fueron D. José María Rayón, hermano del general; el padre Gotor, franciscano, y otros tres españoles, de quienes se valió para ponerlos a cubierto de todo insulto. Gotor había sido en un tiempo capellán de Calleja, y tenía sobre su corazón cierto ascendiente.

He aquí el oficio que llevó la comisión; a la letra dice así:

El 16 del pasado marzo, momentos antes de partir los Sres. Hidalgo y Allende para tierra adentro, celebraron junta general con objeto de determinar jefes y comandantes de la división y parte del ejército operante destinado en tierra afuera, en la que fuimos electos los que suscribimos con uniformidad de votos.

Entre las resoluciones que hemos tomado, como conducentes al feliz éxito de la justa causa que defendemos, y en obsequio de la justicia, natural equidad y común utilidad de la patria, ha sido la primera manifestar sencillamente el objeto de nuestro solicitud, causas que la promovieron y utilidades porque todo habitante de América debe exhalar hasta el último aliento antes que desistir de tan gloriosa empresa.

Por práctica experiencia conocemos que no sólo los pueblos y personas indiferentes, sino muchos que militan en nuestras banderas americanas, careciendo de estos esenciales conocimientos, se hallan embarazados para explicar el sistema adoptado, y razones porque debe sostenerse. En cuya virtud, deberá V. S. estar en la inteligencia que la empresa queda circunscrita bajo estas sencillas proposiciones.

Que siendo notorio, y habiéndose publicado por disposición del Gobierno la prisión que traidoramente se ejecutó en las personas de nuestros reyes y su dinastía, no tuvo embarazo la península de España, a pesar de los consejos, gobiernos y tendencias y demás legítimas autoridades establecidas, de instalar una Junta Central gubernativa, ni tampoco lo tuvieron las provincias de ella para celebrar las particulares que a cada paso nos refieren los papeles públicos, a cuyo ejemplo, y con noticia cierta de que la España toda y por partes se ha ido vilmente entregando al dominio de Bonaparte con proscripción de los derechos de la corona y prostitución de la santa religión, la piadosa América intenta erigir un congreso o junta nacional, bajo cuyos auspicios, conservando nuestra legislación eclesiástica y cristiana disciplina, permanezcan ilesos los derechos del muy amado Sr. D. Fernando VII, se suspenda el saqueo y desolación, que bajo el pretexto de consolidación, donativos, préstamos patrióticos y otros emblemas, se estaban verificando en todo el reino, y lo liberte por último de la entrega que según alguna fundada opinión estaba ya tratada, y a verificar por algunos europeos miserablemente fascinados de la astuta sagacidad de Bonaparte (3).

La notoria utilidad de este congreso nos excusa exponerla; su trascendencia a todo habitante de esta América, especialmente al europeo como de mayores facultades, a nadie se oculta: el que se resista a su ejecución no depende de otra cosa ciertamente sino de la antigua posesión en que el europeo se hallaba de obtener toda clase de empleos, de la que es muy sensible desprenderse con los mayores sacrificios. El fermento es universal; la nación está comprometida; los estragos han sido muchos, y se preparan muchos más; los gobiernos en tales circunstancias deben indispensablemente tomar el partido más obvio y acomodado a la tranquilidad del reino: nuestras proposiciones nos parecen las más sensatas, justas y convenientes. Tenemos noticia de haber llegado al SaltilIo papeles del Gobierno, pero ignoramos su contenido, porque fue un misterio que se reveló a pocos. Sospechamos que franquearán alguna puerta a la pacificación del continente, y hemos suspendido todo procedimiento sobre las personas de los europeos; habiendo dejado en el SaltilIo los que existían, incluso el Sr. Cordero, y remitiendo a V. S. los que se encontraron en esta ciudad para que en su compañía estén a cubierto de los insultos de la tropa, entre tanto se acuerda lo conveniente.

Quisiéramos, a la verdad, sin que se entienda que lo hacemos por pusilanimidad, que V. S. tuviera la bondad de exponer con franqueza lo que hay en el particular, en la inteligencia de que nos hallamos a la cabeza del primer cuerpo de las tropas americanas y victoriosas, y de que garantimos la conducta de las demás sobre la observancia de nuestras resoluciones en la consolidación de un gobierno permanente, justo y equitativo.

Dios, etc.

Cuartel general en Zacatecas, abril 22 de 1811.

Lic. Ignacio Rayón.
José María Liceaga.

Respondió, pues, a los enviados en una esquelita, dicIendo que le parecía bien el plan que se le presentaba; que lo que por entonces debería hacer Rayón era entregarle todas las armas, poniéndolas a discreción del virrey Venegas. En lo particular le ofreció mantenerlo en la posesión de todos los caudales que tenía en su poder, que pasaban de un milIón (4). Esta conducta, al parecer franca y generosa, la desmintió luego con respecto a D. José María Rayón, pues lo hizo arrestar despojándolo de sus armas; mas por influjo secreto del conde de Casa Rul, pudo escaparse del arresto. Así correspondió dicho conde a los favores que había recibido en Maravatío y Acámbaro, cuando fue prisionero por el torero Luna, juntamente con D. Diego García Conde y D. Manuel Merino. Hallándose el ejército americano en Zacatecas, supo Rayón que el comandante español Bringas se había situado en Ojocaliente con doscientos hombres, para impedir la entrada de víveres y pasturas en la ciudad: para desalojarlo de aquel punto mandó que el oficial Sotomayor, con igual fuerza y un cañón, lo atacase, y éste desempeñó su encargo del modo más satisfactorio, pues atacó a Bringas en el mismo pueblo, quien sostuvo una acción bien reñida, en la que pereció Bringas, y toda su fuerza quedó dispersa. Menos de un mes permaneció Rayón en Zacatecas, y en este espacio de tiempo procuró engrosar su fuerza, vestir a sus soldados, recomponer el armamento, fundir artillería, construir cinco carros de municiones y disciplinar su tropa. Asimismo organizó el gobierno lo mejor que pudo; acuñó moneda para facilitar el giro del comercio paralizado por falta de ella, y fomentó el laborío de la rica mina de Quebradilla, que estaba en frutos, y habilitó las haciendas llamadas de Bernárdez y la Sauceda.

Tal es la retirada del Lic. Rayón; retirada de nombradía en la Historia, si se examina con un ojo militar.

Para dar punto a esta relación, harto interesante, me parece debo advertir a usted que el comandante español situado en el campo del Grillo era el teniente coronel don Juan Zambrano, el cual tenía a su mando seiscientos soldados de caballería y cuatrocientos flecheros. Este se retiró a Jerez; y aunque dista catorce leguas de Zacatecas, llegó a aquel punto a medianoche, e hizo repicar las campanas como si hubiese salido victorioso: con tal rapidez hace caminar el miedo, los pies se truecan en alas. También me parece debo advertir a usted que don Manuel de Ochoa dió parte a la comandancia de Durango de la acción de Piñones, y ésta a la capitanía general de México; pero no se insertó en la Gaceta sino hasta diciembre del mismo año de 1811 en los números 156 y 158. En esta relación no se encuentran aquellas pomposas frases del campo cubierto de cadáveres ..., etc.; aunque dice menos de lo que hizo, su tropa padeció tanto como la de Rayón por la aridez del terreno. ¿ Cómo nos hubiera pintado otro general el hecho de rascar los soldados la tierra como perros para aplicar a ella la boca y recibir por socorro la humedad y consolarse con este triste recurso, ya que no podían encontrar ni una gota de agua? ¿Cómo, el hecho de chupar las pencas del maguey, sin embargo de que su jugo es un cáustico tan terrible que hace el mayor estrago, aun aplicado exteriormente a los caballos? Adiós.




Notas

(1) Cuando estaba de vuelta en Guatemala recibió Alvarado orden del virrey D. Antonio de Mendoza para auxiliar al capitán Oñate, que estaba muy estrechado en la antigua ciudad de Guadalajara por los indios levantados de Jalisco.

(2) Arrieta y Cordero se fugaron poco antes de entrar en ella.

(3) El oidor Bataller, que levantaba el manípulo en el acuerdo de oidores y cuya voz era oída aún por el virrey como la de un oráculo, decía a voz en cuello: Que si arruinada la España por los franceses sobrevivía a su devastación, una mula manchega, o un zapatero de viejo, debían gobernar las Américas ... ¡Epigrama gracioso!

(4) Vengan las armas y cógete el dinero, que ya sin ellas yo te lo quitaré y ahorcaré. Este fue el verdadero modo de pensar del general Calleja: modo ruin, ¡vive Dios!

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