Indice de Pascual Orozco y la revuelta de Chihuahua de Ramón Puente Proemio de Ramón Puente Capítulo SegundoBiblioteca Virtual Antorcha

PASCUAL OROZCO
Y
LA REVUELTA EN CHIHUAHUA

Dr. Ramón Puente

CAPÍTULO PRIMERO

Antecedentes de Pascual Orozco, hijo. Su oficio. Sus rivalidades. Su entrada a la Revolución de 1910. Origen de su popularidad. Premios y recompensas. El padre de Orozco. Carácter, intrigas y ambiciones de este último. Pretensiones de Pascual a la gubernatura del Estado de Chihuahua. Maquinaciones del elemento plutócrata chihuahuense. Orozco hace su entrada triunfal a Chihuahua. Su actitud ante el pueblo. Orozco inficionado de política. Su fracaso. Nuevas ambiciones lo ligan con el vazquismo. Intrigas para hacer salir las tropas federales de Chihuahua. El Secretario de Orozco, sus antecedentes y su influencia corruptora. Orozco en la Capital de la República. Su perfil antropológico y moral. La prensa oposicionista, instrumento de los plutócratas reaccionarios.


En la historia de todos los individuos que por alguna circunstancia han logrado distinguirse en cualquiera de las actividades humanas, hay, generalmente, una multitud de antecedentes preparatorios, pudiéramos llamarlos, de su porvenir y del importante papel que representarán en no lejano día. Pero hay otras ocasiones en las que, sin antecedentes precisos, sin causas justificadas, sin méritos adquiridos y hasta sin propio valimiento, algunos logran encumbrarse a un punto en que resulta absurda, por lo desproporcionada, la relación entre el éxito conseguido y la cantidad de esfuerzos realizados.

De esta clase de tipos es Pascual Orozco.

Nacido y criado en un humilde pueblo del Oeste de Chihuahua, apenas si tuvo tiempo de ir tres o cuatro años a la escuela de Ciudad Guerrero y aprender los rudimentos de la instrucción primaria impartida por un maestro de segunda clase; y, por la poquísima valía de su modesta alcurnia, su juventud pasó desadvertida, como la de todos los seres insignificantes; pero Pascual era trabajador y serio y acabó por casarse en temprana edad, poniéndose en camino de hacer negocio con un atajo de mulas en las que transportaba la conducta minera de Sánchez, a Lluvia de Oro, desde hacia tres años.

El oficio de arriero de metales, a más de ser productivo, adiestra a los individuos en el conocimiento del terreno y los obliga a estar siempre en guardia en contra del peligro; Orozco no tardó, pues, en ganar fama de bravo; hábil en el manejo de las armas, acabó por ser uno de los que hacían mejores tiros, y, aunque para él la vida se limitaba a los horizontes de su distrito, había dos cosas que preocupaban y absorbían su espíritu: una, el afán de acrecentar su atajo; la otra, su odio irreconciliable a la familia Chávez, protegida de don Enrique Creel y dueña de grandes recuas para la conducción de mineral de las negociaciones más importantes de aquel rumbo, en quienes veía sus eternos rivales, tanto en el campo de la vida como en el campo, del trabajo.

Así pasaban las cosas y así transcurría la existencia del futuro grande hombre, cuando cierta ocasión un pariente, el señor don Daniel Rodríguez, acertó a platicarle sobre las intenciones, las miras y los propósitos del grupo antirreeleccionista y lo puso en el secreto de una posible revolución; Orozco escuchó embelesado aquel relato, sus simpatias se inclinaron por aquella aventura y la esperanza vislumbrada de poder algún día tomar revancha de sus enemigos, lo exaltó, a tal punto, que anduvo inquieto por hacerse introducir al conocimiento de don Abraham González, a la sazón Presidente del Club Antirreeleccionista en Chihuahua; y no esperó a que se cubriera la fórmula de la presentación, sino que, tomando por pretexto el paisanaje y hasta cierto remoto parentesco con don Abraham, él mismo se le hizo presente y le confesó, sin ambages, que estaba al tanto del plan que se fraguaba; y que, aunque él no entendía de cuestiones de política ni era precisamente un enemigo del general Díaz, a quien se trataba de derrocar, porque le tenían muy sin cuidado las cosas del Gobierno, sin embargo, estaba dispuesto a todo sacrificio, por libertar al Distrito de Guerrero del cacique que tenía en la persona de don Joaquín Chávez: a ese sí que lo quisiera yo quitar de enfrente, fueron más o menos sus palabras, y mostrándose espléndido, puso en manos de don Abraham un billete de diez pesos para gastos de El Grito del Pueblo, periódico propagandista que editaba el Club, encareciendo que se le enviaran con regularidad los ejemplares.

Desde esa ocasión, 15 de octubre de 1910, Orozco quedaba afiliado en el Partido Antirreeleccionista, aceptando el compromiso de la revolución presunta.

Más tarde se le dijo que el levantamiento se verificaría el 20 de noviembre, y él, como hombre de honor, estuvo en lo pactado.

Entre veras y chanzas volvió a repetir a don Abraham sus intenciones para con don Joaquín Chávez recalcándole, en tono amistoso, estas palabras: si lo liquido y triunfa la revolución, no vayan ustedes después a cobrarme ese muerto.

Con veinte rifles que tenía, pertenecientes a La Conducta, y otros veinticinco que a nombre de la negociación minera de Lluvia de Oro pidió en la casa de Krakáuer Zork y Moye, Orozco estuvo listo para levantarse en la fecha convenida; y así lo hizo, en efecto, siendo de hecho uno de los primeros que se pusieron en armas.

Junto con él entraron a la Revolución jóvenes de más arrojo, de mucho más empuje y a todas luces más expertos; jóvenes de entusiasmos, pero la desgracia quiso que en las primeras campañas, Pedernales y Cerro Prieto, quedaran en el campo la mayor parte de ellos, que de haber sobrevivido, hubieran llegado a ser los jefes natos de aquellos grupos de valerosos campesinos: murió Frías, murió Salido, murió Vázquez, murieron otros más, y entonces el apellido de Orozco comenzó a quedar solo.

El representante de la Prensa Asociada, Mr. Summerfeld, llevado de un ingenuo entusiasmo y deseando en cierto modo ayudar a la causa, comenzó a transmitir extensos mensajes y largas reseñas en donde Orozco era traido y llevado en medio de los más rimbombantes epitetos.

La vocingleria periodistica, que no se detiene jamás en analizar hechos ni en pensar palabras, acabó por tomar la personalidad de Orozco como la encarnación de los revolucionarios serranos, y quedó a cargo de las rotativas que la fama del guerrillero se difundiera por toda la República; no pasaron muchos dias sin que su figura desgarbada, su fisonomía tosca y vulgar, con la mirada obstinadamente fiera, circulara en millares de tarjetas postales, imponiendo, por un curioso fenómeno de sugestión, la simpatía de un tipo que está muy lejos de tener atractivos ni en el conjunto ni en ninguno de los detalles.

Ungido por la fama conoció Madero al campeón serrano, y ya fuera por natural bondad o por lo mucho que creia deberle, el entonces Jefe de la Revolución, a Pascualito, como cariñosamente lo llamaban sus amigos, le abrió por completo los brazos y no tardó mucho tiempo en hacer manifiesta su predilección por él, predilección ciega e irreflexiva, como todas las que son hijas del cariño o de la buena fe.

Con esto, la fama de Orozco acabó de afirmarse entre propios y extraños. Madero creia en él como en la Providencia, llegando a verlo, no como su brazo derecho, sino como el brazo derecho de la Revolución; y asi lo confesaba generosamente.

Nos acordamos de un rasgo digno de mención. Una vez se preguntaba al señor Madero en la Hacienda de Bustillos qué grado tenía Orozco en el Ejército Revolucionario, y él contestó: Coronel, sólo coronel, pero lo haré general tan pronto como tome a Ciudad Juárez; y desde entonces, 28 de marzo de 1911, cuando apenas haría dos semanas escasas que Madero había conocido personalmente a Orozco, el Coronel no volvió a distinguirse en otra batalla, ni llegó a realizar proeza alguna, ni a tomar ninguna plaza, incuso Ciudad Juárez, y sin embargo, fue hecho general. Así lo quiso don Francisco I. Madero.

La Revolución debia ser pródiga con sus buenos hijos y con los Orozcos tuvo larguezas de honores y dinero, colmando, con exceso, sus exorbitantes reclamaciones, a pesar de que los pocos bienes que hicieron aparecer lesionados, no sufrieron en rigor grandes desperfectos, por pertenecer precisamentea ellos, que fueron de los revolucionarios más distinguidos, ni valieron nnnca la suma de cincuenta mil pesos con que los indemnizó el Gobierno emanado de la Revolución victoriosa.

Pero el viejo Orozco aún no quedó satisfecho; diríase que aquello le pareció nna bicoca y lastimado, por otra parte, porque a él, que era el padre del héroe y quien lo había dirigido en todas sus campañas, no se le había hecho general, comenzó en seguida a poner de manifiesto su desagrado.

Existe un contraste marcadisimo, entre los caracteres de los dos Orozcos: el héroe es callado, taciturno, casi sombrío; el progenitor, locuaz, parlanchín, hasta insinuante, se olvida de todo hablando de su persona y no descansa de alabar sus proezas; débil a la lisonja, y desprovisto de instrucción, de carácter díscolo e intrigante, se pone contentísimo cuando hay alguien que quiera escucharlo, y se le compra con cualquier piropo. Siempre ha tomado como suyas las lisonjas que se dirigen a su hijo, y ¡guay de aquél que se descuide en no recalcar alguna para el viejo, que tiene el orgullo de haberle dado tamaño fenómeno a la Patria!

Poco trabajo, por lo tanto, tuvieron los amigos y los admiradores para ganarse la confianza del padre de Pascual; con su simpleza campesina, pronto les enseñó a todos el lado flaco de su carácter; y su petulancia de labriego, sedienta de caricias, entró de lleno en aquel mar de adulaciones.

El viejo fue el primero en convenir, dada su excesiva vanidad de padre, en que su hijo merecía más, muchísimo más, que aquellos infelices cincuenta mil pesos y el generalato con que Madero habia querido contentarlo.

¿Qué hubiera sido de don Pancho sin su hijo?, ¡qué de la Revolución sin su Pascual!; y en su espiritu sencillo, pero repleto de malicia, se encendió un odio cruel, uno de esos odios sordos e implacables que, en las almas rústicas, son capaces de llegar al crimen, porque de ellas está mil veces más cerca la bestia que del hombre civilizado.

El viejo comenzó a sentirse dolorido por todo, a ver en todos y en cada uno de los actos del Presidente, una intención torcida de vejar, de molestarlos a él y a su hijo: a él, que se sentía con tanto derecho, como el más pintado para levantar la frente ante todo el mundo y a no rendir ante nadie su sombrero; y a su hijo, que era la encarnación del heroísmo, el alma inmensa en que palpitaba todo el valor de la Patria; porque, ¡quién más hombre y con más prendas que su Pascual!; y en aquel cerebro huero, en aquellos cascos vacíos, en aquella alma repleta de vulgaridades, se arraigó con furibunda rabia la sed de la venganza.

Alguien le había dicho: Pascual lo puede todo, él, con querer, sería gobernador de Chihuahua, sería Ministro de la Guerra, vamos, que podría ser, que debería ser ...

Para qué pronunciar el vocablo, el amor de aquel padre desinteresado todo lo adivinó: ¡Presidente de la República!

Días terribles deben de haber sido para el infeliz padre, aquellos en que vió fallida su primera esperanza, cuando Pascual, a pesar de lo mucho que se movieron los señores, y los amigos, no salió Gobernador de Chihuahua, ni fue nombrado Ministro de la Guerra, sino simplemente jefe de la zona rural en el Estado. ¡Vaya un puesto para pagarle tantos y tamaños servicios prestados a la Revolución! Decididamente, Madero era un ingrato, y sobre ingrato canalla, sí señor. Para don Pascual, el Presidente había caído en la categoría de un monstruo político del que había que librarse a toda costa.

A don Pascual solíanle acometer horas de verdadera desesperación, horas de fiebre que sólo refrescaban las murmuraciones crueles de algún amigo solicito que venía a contarle la última fechoría de los Maderos, o la vista de alguna de esas caricaturas de los periódicos chuscos, en la que se pintaba al Enano de Parras (con este cariñoso mote designaba don Pascual al Presidente), poniendo atada a la Patria en manos de los yankees, o dando una ridícula voltereta. Allí estaba para el gran don Pascual, como para muchos mentecatos, todo el evangelio de la politica militante.

¡Esos hombres sí que sabían decir las cosas y pintarlas con una gracia que era un regalo de la Providencia!

Fácil les fue, pues, a los elementos caídos, es decir, a la mayor parte del grupo que en Chihuahua representa el dinero, conquistarse el corazón de Orozco padre, y hacer de él el más poderoso auxiliar que necesitaban para influir en el ánimo del hijo.

Cuando éste hizo su entrada triunfante a la Capital del Estado, en donde el pueblo lo esperaba con desapoderado frenesí, ya en el espíritu del modesto y valiente guerrillero se habían operado serias y profundas transformaciones.

En su campamento de la Hacienda del Saúz, poco distante de la Capital, donde permaneció varios días con las fuerzas, en tanto que se arreglaba la forma en que deberían entrar a ella los llamados soldados libertadores, recibió varias peregrinaciones de fanáticos que iban a tener la dicha de conocerlo y el inmenso orgullo de estrechar su mano; y conferenció largamente con una comisión que encabezaba un individuo llamado Rodolfo Cruz y un médico de apellido Balbás, toda gente nueva en la política; pues los mismos testaferros del partido en ciernes eran debutantes en lides democráticas: Cruz, hombre de negocios mineros, propietario de fincas rústicas y urbanas, prestamista y socio de un jugador de origen árabe, muy conocido en Chihuahua y de quien se cuenta que llegó al país buscando pobremente la vida con un oso domesticado, al que hacía danzar por el arroyo al monótono ruido del pandero; Balbás, rico, ocupado en sus negocios y atenciones profesionales.

Claramente se puso de manifiesto con esta embajada que salió al encuentro del invencible General, que el elemento adinerado de la ciudad trataba de captarse sus simpatías, y los maliciosos y los perspicaces quisieron ver una intención perversa de parte de la plutocracia, que pretendía sembrar tempranamente la discordia entre los elementos conspicuos de la Revolución, representados en Chihuahua, por don Abrabam González, candidato in péctore a la primera magistratura, y el distinguido guerrillero D. Pascual Orozco, hijo.

El General, espíritu sencillo y limitadisima inteligencia, no comprendió, o no quiso, o no pudo comprender, que su actitud en aquella ocasión no era, ni mucho menos, la de aspirar al Gobierno de Chihuahua; y sin embargo, deslumbrado por los ofrecimientos de sus nuevos amigos, que unas semanas antes de todo corazón le deseaban la horca; mareado por el incienso que constantemente le quemaban sus admiradores, o tal vez arrastrado por los consejos y las insinuaciones paternas, que han de haber sido tan calurosas como obstinadas, el buen hombre no pudo resistir y aceptó la lucha electoral con un contrincante que contaba de antaño con el cariño y el apoyo del pueblo; él, que estaba acostumbrado casi desde su infancia a ver con humildad y respeto a don Abraham, que durante la campaña revolucionaria siguió teniendo en el señor González un superior en todos sentidos y por todas razones, acabó por imaginarse, y por juzgar un hecho, que su labor guerrera había sido de incomparable mérito y de importancia sin igual.

Por esta razón, fácil le pareció suponerse que el triunfo en los comicios le había de ser tan venturoso como los innumerables que, según sus admiradores, habia tenido sobre los federales, los mochos o pelones en el pintoresco caló del General.

En virtud de estas circunstancias, Orozco tomó con entusiasmo y ahinco el asunto de su elección y quiso que sus íntimos, entre ellos algunos de sus compañeros de armas, fueran a hacer propaganda a los distritos del Estado y le allegaran votos para la gubernatura.

Muy serios disgustos le ocasionaron entonces las excusas de algunas personas sensatas de entre sus conocidos y aun de entre sus parientes, que hubieron de decirle, en términos amistosos y con razones comedidas, que se dejara de trabajar por una empresa en la que tenía todas las probabilidades de salir derrotado, y no por otra razón, sino porque juzgaban que era demasiado temprano para que se metiera en honduras de política, dado que sus conocimientos en las cosas administrativas eran muy pocos, por no decir ningunos. El pobre de Orozco mal sabe leer, es incapaz de ligar por la escritura dos pares de conceptos y sus conocimientos sobre la vida se reducían a los del atajo frecuentado pacientemente todos los días en busca del sustento o con la esperanza de labrar la modesta fortuna. Una que otra visita a Chihuahua, mitad por recreo, mitad por arbitrarse elementos de labor y las fiestas que de año en año suelen hacerse en los pueblos pequeños, habían formado la casi totalidad de sus goces de mundano; placeres estos de acre vulgaridad, pero que en la gente ranchera llegan a constituír un supremo deleite, tanto más intenso cuanto que, para ellos, el vicio aun en sus formas más bajas y la prostitución con sus más raquíticos atavíos, están siempre muy lejos.

La codicia politica echó muy pronto raíces en el espíritu del modesto y valiente guerrillero. En el ignorante y en el necio es difícil que nazca espontánea una ambición, pero una vez insuflada en ellos, adquiere caracteres verdaderamente alarmantes y entonces ya no se detiene ante ningún obstáculo ni se cuida de ajenos miramientos; la pasión puede tocar en estos individuos todos los excesos y es capaz de cualquier desacierto, pues la mayoría de las veces son presa de una especie de locura moral que borra en la conciencia toda idea de deber y sacrificio.

Orozco llegó, pues, a Chihuahua inficionado de política; y por sus cortas luces intelectuales, y por su casi nulo valer moral, entró más que de prisa en los dominios de la intriga. Se le había metido entre ceja y ceja aquel pensamiento y era preciso realizarlo.

¿No contaba de sobra con su prestigio militar? ¿no era él, según lo había oído decir a sus panegiristas, el alma de la revolución?

¡Oh! esta palabra lo sacaba de quicio: ¡el alma de la Revolución!

A su llegada a Chihuahua todo el mundo lo había aclamado: hombres, mujeres y niños, buscaban una mirada suya, querían estrecharlo contra su corazón, anhelaban oírle decir alguna cosa, al menos una palabra; pero él no había podido hablar, ni siquiera logró el delirio de las multitudes hacer fruncir uno solo de los músculos de su rostro. Pascual permaneció serio, solemne, mudo cual si fuera una esfinge; y por el alma inquieta de aquella muchedumbre alborotada, diríase que pasó como un estremecimiento de desconfianza y de frío.

El revolucionario no era el tipo gallardo, apuesto, de continente simpático y marcial que muchos se habían imaginado; no tenía en la cara los gestos, que son la expresión de la vida; ni en los ojos el magnetismo, que es la expresión del alma; pero todos decían que era un héroe y las multitudes inconscientes tenían antojo de conocer un héroe.

Sugestionadas de antemano como estaban, no se preocuparon de comentarlo ni de discutirlo: lo aceptaron ciegamente como era, y lo quisieron frenéticamente como se les mostraba; lo que no había en el rostro, presumieron que estaría oculto, cual tesoro, en lo íntimo de aquel que creyeron tan grande corazón y tan noble carácter.

Y, mientras el pueblo se ponía casi de rodillas para contemplar a su hombre, Pascual con la ponzoña en la conciencia, meditaba en lo fácil que le sería reinar sobre aquellos idólatras.

En el Palacio de Gobierno, donde se habían reunido las gentes de pro para felicitarlo, estuvo en extremo indiferente, apenas si respondía con escasos monosílabos a las calurosas frases con las que todos se desvivían por agradarlo; pero donde se sintió el hielo de aquella penosísima situación, fue en el abrazo que se dieron, él y el Sr. González: ¡qué contraste entre la sonrisa franca e infantil de don Abraham y el aire hosco y zahareño del guerrillero!

Como todavía no era nn experto en el arte del disimulo, enseñó las cartas de su juego, sólo que en aquellos instantes de alegría para todo Chihuahua, nadie se preocupó por observárselas.

Pocos días después comenzó la campaña política. Don Abraham González no necesitaba en realidad de propaganda; su elección estaba ganada en el corazón del pueblo y era irremisible que saldría electo Gobernador Oonstitucional. Pero Orozco y los suyos se aprestaron a la lucha. Pronto vieron la luz pública dos periódicos de cortas dimensiones que llevaban entre ambos dividido el lema revolucionario: uno se llamaba Sufragio Efectivo; y el otro, No Reelección.

En el primero esgrimía la péñola el médico Balbás, como director intelectual de la publicación; y el segundo lo regenteaba un maestro de primeras letras, de apellido Vargas Piñera; y fué curioso e interesante ver cómo los dos pequeños órganos del partido orozquista hicieron el más desventurado de los fiascos: nadie les hizo caso, nadie los leyó, y después de una vida tan breve como la de las flores en verano, expiraron en medio de la más abrumadora indiferencia.

Al infeliz de Vargas Piñera, le costó hasta la tierra, porque después de aquella malhadada aventura en la que, lanza en ristre, había salido a combatir a la razón, ya no se consideró con valor para permanecer en Chihnahua, barruntando, como era de esperarse, la lejanía del presupuesto.

La campaña en la Capital no pudo ser, por tanto, más adversa para Pascual Orozco; pero quedaban los Distritos. Orozco tuvo alguna fe en el éxito foráneo y mandó delegados.

Desgraciadamente los Distritos tampoco respondieron a su llamamiento, ni siquiera la sierra, en la que él y los suyos tenían tantas seguridades.

Inflingida, pues, la primera derrota a la vanidad del padre, y a la ambición y vanidad del hijo, los Orozcos no tuvieron otro propósito para lo porvenir, que el de tomar la revancha de aquella humillación; pero ¡cómo, de qué manera, con qué partido, con cuáles elementos!

En el estrecho magín de los serranos no cabía la idea de organizar un plan, de darle forma a una empresa, pero ¡qué importaba! El partido estaba hecho, era el de los vencidos, que sólo querían una bandera y sólo buscaban un jefe que los encabezara, dándoles un prestigio que por sí solos nunca podrían tener. Los elementos ... los había de sobra, puesto que los vencidos eran precisamente los hombres del dinero, los grandes terratenientes, los capitalistas y los banqueros. El modo y la manera estaban perfectamente claros: una contrarrevolución como quiera que fuese.

En esos momentos se cernía a la sazón sobre el país la amenaza del reyismo, que pareció en un principio que llegaría a ser seria, en vista de que Reyes contaba, según el decir de sus partidarios, con numerosos simpatizadores en toda la República. La contrarrevolución tenia, pues, un caudillo, y a Orozco no le quedaba otro remedio para poder surgir, que el de subordinarse a Reyes; pero no era esto lo que él quería: Aut Cesar aut nihil, parecía ser la divisa de Orozco y no sólo se abstuvo de inmiscuirse en el reyismo, sino que protestó indignado cuando alguien le achacó dares y tomares, o por lo menos, alguna inteligencia, con los parciales del divisionario rebelde. Afortunadamente la intentona de derrocamiento que pretendió llevar a cabo la facción del malogrado don Bernardo, terminó en el triste ridículo que todo el mundo conoce.

La aparición del vazquismo como manifestación del descontento de los revolucionarios de 1910, que se sentian defraudados en sus ideales, por la tan cacareada falta de cumplimiento al Plan de San Luis Potosi, despejó a los Orozcos su horizonte político y los hizo ponerse en el camino de sus soñados propósitos.

El licenciado Vázquez Gómez, bien podía ser un elemento útil para formalizar la contrarrevolución, y, como de seguro, no habia de ser hombre de armas tomar, Orozco, hijo, asumiría desde luego el mando supremo de los levantados, por lo menos en la región del Norte.

Su situación, a raíz del triunfo de Ciudad Juárez, haciendo a un lado el fracaso político, no podía venir más de perlas para ayudar a sus planes; encargado como estaba de las fuerzas rurales en el Estado, y lleno de prestigio militar entre sus subordinados, muy bien podía, con una poca de paciencia y con una poca de audacia, catequizarlos a todos y poner en jaque al Gobierno de Madero. La labor no era arriesgada ni problemática, bastaba resolverse y poner manos a la obra.

Así se hizo en efecto, y uno de los primeros pasos de Orozco, valiéndose de su influencia, aunque indirectamente, fue hacer salir de Chihuahua las tropas federales que se habían quedado de guarnición en algunos de los puntos del Estado.

Una buena vez se presentaron ante el Gobernador González: Agustín Estrada, Marcelo Caraveo y varios otros jefes exrevolucionarios, no era a solicitar, sino a exigir, que fueran retirados de Jiménez y Ciudad Camargo, los soldados de la Federación, no alegando para ello otras razones que el odio irreconciliable entre revolucionarios y federales, y agregando que ni ellos como jefes, ni las tropas, estaban dispuestos a tolerar la humillación de tener frente por frente a sus eternos enemigos.

Don Abraham los calmó como pudo, y, en tono amistoso, les hizo ver que era una necia pretensión lo que exigían y que tiempo era ya de borrar para siempre toda animadversión y toda rivalidad entre hermanos.

Esto no obstante, cuando el señor González fue elevado a la jerarquía de Ministro de Gobernación, aprovechando una circunstancia propicia, optó por que las tropas federales fueran retiradas del Estado de Chihuahua, creyendo calmar con esto los ánimos exaltados, y dando, sin saberlo, margen a la consolidación de los planes de Orozco.

Una vez Chihuahua sin soldados de línea, la plaza quedaba por completo en las manos del llamado caudillo de la revolución; pero sería levantar un falso testimonio a Orozco, si lo hiciéramos responsable a él solo de tales pensamientos y de semejantes propósitos.

Él no hacía sino dejarse dirigir, y prestar su persona, su prestigio y su ambición para que sus partidarios laboraran.

Cerebro y voluntad puso a la disposición de su Secretario, porque, a poco andar, aquel gran hombre hubo necesidad de un secretario que se encargara de todo lo que tuviese que ver con cuestiones de inteligencia: de hablar por él; de dar por él las gracias; de contestar a los elogios de la prensa; de entenderse con amigos, con partidarios, con admiradores, con noticieros que a cada momento lo asediaban pidiéndole opiniones, tratando de hacerlo meterse en asuntos de los que no entendía, ni sabía, ni llegaría a saber nunca; componiéndole brindis; arreglándole interviews; en una palabra, libertándolo de la horrorosa carga de pensar y de hablar.

Por fortuna, José Córdova, nombre de este interesantísimo personaje en la vida pública orozquista, era el tipo ideal para sacarlo avante de todos aquellos engorros.

José y Pascual eran amigos viejos y paisanos; se llevaban muy corta diferencia de edad, sólo que José había aprovechado un poco más la escuela; sus ocupaciones le permitieron ilustrarse y desde muy joven manifestó afición por las letras; hizo algunos versos y dos o tres veces tomó la palabra, allá en Guerrero, en ocasión de los días de la Patria; no le costaba ningún trabajo eScribir una carta y decía cosas que, a Pascual, le parecían el evangelio y le sabían a gloria.

Y, efectivamente, Córdova es de esos tipos, tan frecuentes en los pueblos, en quienes la lectura de novelones por entregas, de versos eróticos y de discursos patrioteros, enciende desde muy temprano en su espíritu la afición literaria y los predispone para todo género de producciones cursis.

Ellos son los evangelistas de los enamorados del lugar, los que comentan el periódico metropolitano y opinan sobre la política del país; ellos, los encargados de llevar la palabra en las bodas, en los bautizos y en los entierros notables; ellos, los que, ardiendo el corazón en sacro amor por nuestros héroes y por nuestros mártires, ocupan la tribuna cada 15 de septiembre y electrizan a las rústicas multitudes; ellos, en fin, los eternos candidatos a la secretaria de la jefatura del pueblo, o a cualquiera otra secretaria.

Córdova, pues, habia nacido para secretario y la buena fortuna quiso que lo fuera nada menos que de un hombre que prometia ser una gloria patria.

El taimado lugareño sabia de sobra, por sus lecturas y por su no escasa malicia, lo que pueden los secretarios en el ánimo de sus señores, y, en tratándose de Pascual, comprendió que, con maña, bien llegaría a poderlo todo, absolutamente todo.

No lo engañó, en efecto, su perspicacia; a poco de haber entrado en el desempeño de su importante cargo, cayó en la cuenta de que nada dificil era para él hacerse el hombre necesario. Los secretos que a diario caían en su poder, los planes y las combinaciones de que forzosamente tenía que enterarse, los ligaban estrechamente, más bien dicho, los amarraban de un modo indisoluble.

Y Córdova no se contentaba con enterarse de las poridades asumiendo un papel pasivo y obediente, sino que, por el contrario, comenzó a tomar ingerencia en todos los asuntos, y en nombre de la antigua amistad y paisanaje que lo unían con Orozco, hizo suyos también todos los propósitos y todas las ambiciones de su nuevo jefe, logrando muy pronto darle a comprender que estaba perfectamente identificado con sus aspiraciones, y alcanzando, por el camino de la adulación y la lisonja, que manejaba con admirable cinismo, hacerse el factótum, el estuche, la mano diestra del rústico Pascual a quien le era absolutamente indispensable, como ya lo hemos dicho, alguien que pensara y que hablara por él, llegado el caso.

Una vez Córdova en el secreto, mostró grandísima diligencia por servir y complacer a Orozco. No descansaba escribiendo cartas que aquél firmaba ordinariamente sin leer o sin llegar a descifrar; produciendo discursos que, a nombre del héroe, el indispensable secretario pronunciaba a diestra y siniestra; y, no apartándose un punto de su señor, dado que, según su propio decir, él y Pascual eran una sola alma con un solo cuerpo, por supuesto que, para sus adentros, Córdova se creía el alma de aquel cuerpo; y estaba orgulloso y llegó a ponerse intratable con aquellas confianzas y con aquel ascendiente sobre su general.

Poco tiempo después él era el jefe de la intriga, el elemento corruptor más importante y el aliado más sagaz con que contaron los caídos para hacer suyo al revolucionario.

Orozco se dejaba llevar y traer por todas partes, frecuentaba el casino y el club, aceptaba invitaciones a banquetes y francachelas, pero siempre llevando consigo al depositario de sus secretos, a su estuche, a su hombre de confianza, a su álter ego, al perro fiel que lo advertía de todos los peligros y de todas las acechanzas de los aduladores.

Cuando Orozco salió la primera vez a México a presentar su egregia figura ante la admiración metropolitana, y fue recibiendo por el trayecto del glorioso viaje de Chihuahua a la Oapital, el tributo de adoración y los homenajes de los diversos puntos habitados que cruza la vía del ferrocarril, Córdova estaba presto para acudir a la plataforma del carro y dirigirle un fogoso speech a las masas que, en tumulto, se agolpaban en el andén de la estación. Palabras, conceptos y lisonjas que se le dirigían al Guerrillero, eran contestadas por el Secretario que decía hacerse eco de aquella alma muda pero soberana, y disculpaba al héroe en nombre de su emoción, en nombre del profundo sentimiento que lo embargaba ante aquellas explosiones de regocijo y entusiasmo, y el mismo fenómeno de desconfianza y de frío pasó, aunque instantáneamente y sin precisarse, en todos los públicos que aplaudieron delirantes a Orozco.

En la Capital de la República, donde la conmoción popular fue más intensa, annque quizá no tan sincera, este sentimiento de desconfianza y de frialdad llegó a definirse y a tomar forma en algunos espíritus.

La presencia de aquel hombre de hielo, mudo como una estepa e inexpresivo como un cuerpo sin vida, manifestando abiertamente un aire vulgar en su cara, en su actitud y en su vestir, infundió a muchas personas no sólo ese sentimiento de antipatía que despierta en nosotros toda vulgaridad, sino una especie de animadversión, de repugnancia y de asco; y no por otra cosa, sino por el peligro que constituye para un pueblo el elevar a la categoría de ídolo a un tipo brotado de la noche a la mañana de las más bajas capas sociales y sin otro mérito saliente que su valor personal.

Para aquellos individuos, serenos observadores de las cosas y de los hombres, de capacidad intelectual suficientemente elevada para no contaminarse con las adoraciones ciegas del tumulto, Orozco revelaba, a las claras, más que la rusticidad campesina, los instintos fieros y las pasiones salvajes del criminal. Su fisonomía tiene los rasgos delatores de las naturalezas propensas y sensibles al crimen; el maxilar inferior ancho y recio; la boca enorme, con los labios delgados; la cara vasta, con los pómulos anchos; la tez descolorida; la barba rala; la nariz larga y recta; las orejas implantadas en asa; y, por último, la mirada fría y desapacible, lanzada por unos ojos de un azul desteñido, acusan en él un cúmulo de signos antropológicos demasiado frecuentes en el hombre criminal para que no despierte en el psicólogo la impresión del matoide. La fiera que se oculta calladamente detrás de cada alma, en Orozco se encuentra a flor de piel.

¡Cómo era posible esperar grandes cosas en lo porvenir de ese individuo!

¿Qué fortuna iba a correr al Gobierno naciente con un elemento de rivalidad y de discordia exaltado por la adoración popular, acrecentada su soberbia de bravo por las lisonjas inmoderadas de la prensa, y sin ninguna sujeción de moralidad?

¡Hasta dónde irían a llevar a aquel hombre las intrigas y las adulaciones de los amigos advenedizos y sus impaciencias de plebeyo!

Las almas bajas en el torbellino de la vida de placeres y de halagos no pueden jamás estarse quietas. La quietud y el reposo en las alturas son patrimonio exclusivo de las fuertes, es decir, de las que poseen un inmenso fondo de bondad; y no de una bondad natural y sencilla, sino de la que se aquilata y se refina por la más amplia moralidad y por la más estricta educación, porque sólo la bondad disciplinada es incorruptible; la virtud en el plebeyo está a riesgo de mancharse por cualesquiera tentaciones.

Pascual Orozco, careciendo por completo de antecedentes serios, sin una conciencia donde hubieran ahondado el deber, la honradez y la decencia, tenía irremisiblemente que constituir, en el transcurso de los días, un grave peligro para el triunfo de la Revolución y para el ensayo de democracia que, después de muchos años de servilismo, realizaba un pueblo sin experiencia.

Importante complicidad iban a tener, de seguro, la ligereza y el mercantilismo de una gran parte de la prensa mexicana profundamente prostituída, y campo más que suficiente habían de encontrar en ella los manejos y las triquiñuelas del partido reaccionario. y así pasaron las cosas.

Una vez colocado D. Francisco I. Madero en la Presidencia de la República por la voluntad popular, que más que votarlo en los comicios, lo proclamó a voz en cuello por todos los ámbitos de la Nación, los periódicos oposicionistas, que surgieron por centenares, comenzaron a llenar sus columnas con toda clase de desahogos y de virulencias, transformando la libertad de pensar y de escribir en una serie de diatribas, y haciendo de la personalidad de Orozco su estandarte, la levantaron, la exaltaron, la sublimaron; no sería exageración si dijéramos que la divinizaron.

Él era el único limpio, el único modesto, el único humilde, ¡él, que había sido el nervio, la médula, el alma de la Revolución!

Vergüenza y tristeza causaba leer las hiperbólicas alabanzas que sobre la modestia, la humildad y la honradez de Orozco se hacían todos los días.

Y el ídolo tomaba de esta suerte proporciones alarmantes; mas, ¿era, por ventura, labor espontánea de la prensa este bombo inmoderado al guerrillero chihuahuense? ¿O había una mano oculta que dirigiera y pagara la vocinglería periodística? Indudablemente que si.

Por desgracia, desde que las publicaciones periodísticas se han transformado en empresas financieras, no se puede pensar en ninguna campaña emprendida por alguna de estas negociaciones que no lleve un fin lucrativo. La mayor parte de los periodistas son hombres sin convicciones, y muy especialmente los nuestros, que por regla general, hay que decirlo con pena, son individuos de infimo criterio intelectual y de educación a la violeta.

Aquel famoso periodismo de antaño, perseguidor de ideales y anheloso de propagandas liberales, ha mucho tiempo que murió entre nosotros. Aquellos hombres buenos que escribian por el santo amor a una causa, serian unos pobres diablos inadaptables a las exigencias modernas. A esa prensa candorosa ya esos publicistas ingenuos los mataron el diario barato, preñado de noticierismo y de oportunismo, y los reporteros de literatura gárrula y fofa que en un santiamén zurcen una novela a guisa de relato del crimen más vulgar o una pieza poético-filosófica so pretexto de una crónica de teatro.

Ilógico seria, pues, suponer que en tratándose de la cuestión de Orozco, la prensa que medró a la sombra del gobierno porfirista y que perdió sus gajes al triunfo de la revolución, no reaccionara en el sentido de querer estorbar, por todos los medios posibleR, el encauzamiento de ideas y de principios políticos con los que nunca estuvo en consonancia.

Y como, por fortuna, tenía demasiados intereses creados para poder subsistir, aun privada de las subvenciones oficiales, aceptó gustosa la idea de servir a los elementos caídos, importándole un bledo el que su actitud hostil provocara un conflicto. Por eso, a sabiendas y sin escrúpulos, daba vida y valimiento a uua personalidad nula y vacía como la de Pascual Orozco; por eso transformaba al guerrillero afortunado en genio de la guerra; al patán en hombre de ideales; al arriero en figura política.

¡Qué le importaba mentir para deslumbrar al pueblo; adular para acrecentar vanidades; azuzar para invitar al crimen; murmurar para despertar codicias; calumniar para encender odios; si su negocio iba en auge, si los ejemplares de sus rotativas se vendían como el pan!

Indice de Pascual Orozco y la revuelta de Chihuahua de Ramón Puente Proemio de Ramón Puente Capítulo SegundoBiblioteca Virtual Antorcha