Indice de Pascual Orozco y la revuelta de Chihuahua de Ramón Puente Capítulo Segundo Capítulo CuartoBiblioteca Virtual Antorcha

PASCUAL OROZCO
Y
LA REVUELTA EN CHIHUAHUA

Dr. Ramón Puente

CAPÍTULO TERCERO

Disgusto de la familia Terrazas por la presencia de don Abraham González, al frente del Gobierno del Estado. Participación de varios capitalistas en el movimiento de revuelta. Medios de que se valieron para hacer suyo a Orozco. El guerrillero, socio honorario del Casino. Orozco mareado por las lisonjas se convierte en el alma de la Reacción.


Era natural que después del triunfo de la Revolución y del advenimiento del Sr. González al Ejecutivo, las familias Terrazas, Creel y muchos de sus adláteres, comprendieran que les sería punto menos que imposible volver a disfrutar de las enormes granjerías de que gozaban y que, en defensa de sus intereses y sus lucros, se pusieran a trabajar con tesón por quitarse de enfrente al que, con toda seguridad, sería enemigo irreconciliable de sus abusos y de sus infracciones legales.

Por primera vez en muchos años se les iban a ajustar cuentas y a señalarles su parte equitativa en el impuesto. No se les extorsionaría ni se les molestaría en lo más mínimo, pero se haría justicia con ellos, se les suprimirían las onerosas concesiones; y esto era lo que no podían soportar.

Por tal motivo aquellos individuos que estaban acostumbrados a vivir en la tolerancia de todos sus abusos, que tenían en el gobierno un aliado y un socio para todas sus combinaciones, y que año por año defraudaban la hacienda pública, se sintieron amagados con la presencia de un hombre honrado al frente de los intereses sociales. El mayor defecto, el único defecto que los Creel y Terrazas parecían poner a D. Abraham era su honradez; una de esas honradeces superiores al halago y al soborno, inquebrantable y molesta, que no los dejaría vivir en paz y que les mermaría una enorme entrada a sus caudales.

Aquel gobernante de hábitos humildes, sobrio en todos sus actos, sin doblez en su trato y puro en sus manejos, les venía como una espina, mejor dicho, como un clavo enrojecido en la mitad del pecho.

No hay mayor enemigo para todo desorden que un hombre honrado.

Los caídos sabían que iban a encontrar un obstáculo inquebrantable en don Abraham González y decidieron declararle guerra a muerte. Haciendo un supremo sacrificio se resolvieron a desprenderse hasta de su dinero por reconquistar sus mutilados fueros.

Era el poder del capital, acaparador y codicioso, el que se levantaba en contra de aquel desmán de los hombres de bien que tuvieron un día la desfachatez de poner al frente de los destinos del pueblo a un gobernante honrado, a un funcionario público sin ligas y sin compromisos con los patriarcas de Chihuahua, con los dueños de Chihuahua: terratenientes, negociantes, industriales, banqueros, ganaderos.

¡Qué osadía! La falange de ricos iba esta vez a revolucionar, pero no con discursos ni con palabras dulces, sino con dinero, con oro vivo, con plata reluciente, con flamantes billetes de banco tirados a puñados en las manos de la ignorancia, la miseria y la bestialidad de aquella parte del pueblo y de los distintos gremios sociales que no piden mas que una ocasión para enseñar de cuerpo entero todas las ruindades de que es capaz una conciencia envilecida.

Y ellos sabian que había muchos serviles, todos los que fabricaron la dictadura y el feudalismo de treinta años; comprendian demasiado lo prostituida que estaba una gran parte de la sociedad para hacerla encubridora y solidaria de sus miras.

Por eso no vacilaron en intentar el golpe, que, a mayor abundamiento, seria amparado por el tipo que más ascendiente parecia tener en el espiritu del pueblo. Corrompido Orozco, lo demás era sencillisimo; toda la clave estaba en hacer suyo al diosecillo popular, al genio doméstico que paseaba orgulloso y satisfecho el renombre de bravo, de fuerte y de invencible.

¡Y la tarea no era cosa del otro mundo!

El humilde guerrillero de pasado ignoto y sin lustre, tenia que ser, estaba obligado a ser, una victima expiatoria de los que mejor supieran halagar sus pasiones y sus apetitos. Nada seria más fácil que deslumbrarlo y marearlo con lisonjas y afeites; con mujeres, con oro; con lo que quisiera; con lo que pidiera.

El héroe entraba de lleno a una sociedad que estaba acostumbrado a mirar tan brillante y tan lejana como las estrellas de los cielos; a tratar con unos personajes a quienes en otro tiempo sólo hubiera podido hablarles de pie y con el sombrero entre las manos, presa de ese temor y de esa modestia que agarrota los miembros del palurdo y entumece su lengua, cuando está enfrente de un hombre civilizado o de más elevada jerarquía.

Y aunque supiera, y hubiera oído decir mil veces, que entre muchos de aquellos señorones los había muy redomados pícaros, sin embargo, al verlos atentos, afectuosos, expresivos, y hasta reverentes con él, conmovieron y conquistaron la bronca animadversión que, como hombre de abajo, sintiera sordamente por ellos cuando los divisaba tan enhiestos y tan duros como los picachos de sus serranías.

Entrar al Casino, ser socio honorario del Casino y del Club; mirarse respetado, agasajado de contertulios y sirvientes; ser el blanco de todas las miradas, el tema de todas las conversaciones; infundir respeto y sumisión con su sola presencia; eso era cosa que el obscuro conductor de metales, el timorato mozo del pueblo, olvidado y triste tanto tiempo, laborando sin tregua de sol a spl por entre los breñales del camino, no podía soportar; era más fuerte que él, más que su decantada bravura pergeñada antier en un abrir y cerrar de ojos.

No, ni su fantasía ni su esperanza concibieron jamás tales cosas.

Nunca llegó su ensueño ni el aletear de su ilusión a tamañas lindezas.

Bien sabia Dios que él no le había pedido tantos primores a la vida, allá cuando acariciado su curtido rostro por la frescura de una tarde abrileña y ante el espectáculo de los campos en flor, pensaba en tener mucha plata, mucha, para comprarse unas tierras o una ruina que lo quitara de fatigas.

Por esto no resistió, ni era posible que resistiera, a tan certeras solicitudes de la vanidad.

Echar a Orozco toda la culpa y hacerlo por completo responsable de esta caída, sería desconocer supinamente la naturaleza y la fragilidad humanas.

Cuando se carece de principios firmes, cuando la inteligencia y la razón no han orientado ni regido una vida, el hombre obra conforme a instintos e impulsos; y son malas consejeras para la actividad de un ser vulgar las posiciones encumbradas.

Se puede ser héroe en un espasmo, en un momento propicio e intenso de la vida; sobre todo, héroe de combate, héroe de valentía; pero, mantenerse en los términos de un heroísmo; ser después digno y grande en el día de las recompensas; saber conformarse y esperar a que las cosas vengan por sus pasos contados y de acuerdo con los merecimientos; es algo a lo que pocos hombres están dispuestos; es resultante de otros antecedentes que no son los de una alma inculta, fiera, y con tendencias criminales.

El grande hombre que produjo la Revolución y que transformaron en ídolo las adulaciones de los serviles y los impúdicos elogios de una prensa mercantilista y hostil; el palurdo serrano que prostituyeron los amigos interesados; el majadero a quien la bajeza de su espíritu convirtió en ambicioso, llegando en su simplicidad a creerse merecedor de los mayores encomios y hombre de prendas para gobernar, y regir, y salvar la suerte de la Patria, bien podía ser el campeón de los postergados y prestarse a todas sus bellaquerías.

La lógica de los acontecimientos colocaba a los individuos en su sitio, y, para acabar con la falsa grandeza de un ídolo de barro, entregaba a Orozco a merced del odio y la venganza de los enemigos jurados del Pueblo y de la Ley.

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