Indice de Pascual Orozco y la revuelta de Chihuahua de Ramón Puente Capítulo Cuarto Capítulo SextoBiblioteca Virtual Antorcha

PASCUAL OROZCO
Y
LA REVUELTA EN CHIHUAHUA

Dr. Ramón Puente

CAPÍTULO QUINTO

La defección de las tropas. Orozco en los cuarteles. Escena en la Penitenciaría. Chihuahua en poder de los rebeldes. Los jóvenes de la buena sociedad se alistan en las filas.


Emociones de distinta naturaleza disfrutaba en aquellas horas memorables del dos al tres de marzo de mil novecientos doce, el ilustre general Pascual Orozco.

Como lo asentó en su cacareada renuncia, hecha en forma de Manifiesto a la Nación, sólo volvería al servicio de la Patria si el pueblo, el soberano entre los soberanos, según cordovina frase, así se lo pedía. El General sintió en esas horas solemnes, en ese momento de oro de su vida, que los habitantes todos del Anáhuac lo proclamaban caudillo encomendándole, a gritos, la sagrada misión de derribar el Gobierno de don Francisco I. Madero; se figuró que el Plan de San Luis Potosí, vuelto persona, le exigía con voz autoritaria que realizara y diera cumplimiento a sus promesas.

Orozco, sintiendo arder en su esforzado corazón la llama redentora de las revolnciones, se encaminó a los cuarteles donde ya lo esperaban ansiosos sus muchachos y les dijo, con palabra torpe, pero conmovida, que iba a ver quiénes eran los que querian seguirlo en la nueva lncha que tan arriesgada y noblemente iba a emprender, porque altos deberes de patriotismo así se lo exigían.

Como era de esperarse, por estar convenido, ninguno de aquellos valientes se negó a seguir a su general; y el golpe efectista de la pantomima fué la prisión dulce, benigna, de los coroneles Marcelo Caraveo y Agustin Estrada, que, como jefes de la guarnición y militares pundonorosos, se abstuvieron de secundar el movimiento.

Un poco más tarde, después que quedaron arreglados los cuarteles y proclamado Orozco Jefe Supremo de la Revuelta, se dirigió a la Penitenciaria, acompañado de algunos oficiales, y, acto continuo, hizo llamar al Alcalde ordenándole que pusiera a su disposición los reos políticos; y aunque semejante procedimiento le pareciera un poco irregular al Jefe del Presidio, sin embargo, no pudiendo oponerse ni replicar siquiera al mandato de aquella omnipotencia, hizo traer sin dilación ante el caudillo los presos que se le pidieron.

Formados en el patio y a la indecisa claridad del día que ya empezaba, Orozco el Grande, como lo llamara pocos días después el poeta cantor de sus hazañas, dirigió la palabra enfáticamente a los reos, en los siguientes o parecidos términos: Señores, desde estos momentos yo soy tan revolucionario como todos ustedes (aquí la frase favorita y decisiva de Córdova) altos deberes de patriotismo me obligan a lanzarme otra vez a la revolución. Vengo a daros vuestra libertad, mas si alguno de vosotros fuere anuente (expresión sui géneris del héroe) a venirse conmigo, estoy dispuesto a recibirlo con los brazos abiertos.

No hubo uno solo de aquellos individuos que no quisiera, de mil amores, acompañar a su libertador; pero, pasada una revista a las filas, se exceptuaron tres o cuatro de entre ellos, que, según el decir del General, habían muy mala catadura.

Unas horas después era la plena luz del domingo 3 de marzo, y la faz política de la noble Capital de Chihuahua, cambiaba por completo; Pascual Orozco asumía todos los mandos, todos los poderes, y la Sociedad, la Banca y el Comercio, le rendían pleito homenaje, poniendo en sus manos la salvaguardia de vidas e intereses; la policía toda quedaba a su disposición y eran desarmados y dados de baja los voluntarios que, días antes, había alistado el Ejecutivo para defensa de la seguridad pública.

De allí en adelante, él iba a ser el custodio, el ángel tutelar del pueblo y, como tuviera noticia de que el coronel Francisco Villa, se acercaba a la población con fuerzas leales, salió a batirlo, regresando pocas horas después con la gloria de haberlo obligado a retirarse, ahorrándole así a Chihuahua, como rotundamente lo manifestó, los horrores de un saqueo.

Aquel era día de fiesta para gran parte de los ricos. Los miembros del Casino Chihuahuense estaban de plácemes, y, pudiera decirse que, en masa, los muchachos de la buena sociedad, los barbilindos, y hasta alguna que otra persona de las llamadas serias, en un rapto de ese entusiasmo burbujeante que produce la champague, decidieron ir a ponerse a las órdenes del generalísimo Orozco para seguirlo como adalides de la Contrarrevolución. En simpático grupo acudieron a su casa, y alli ¡oh prodigio del numen! el más timido de ellos, el más color de rosa, espetó un brindis tan lleno de elocuencia, tan sembrado de arrojos, de bravuras y de sacrificios, que todos prometieron, empeñando solemne juramento, acompañar al coloso hasta la muerte.

Fue este un espectáculo verdaderamente conmovedor: aquellos tiernecicos mozalbetes, acostumbrados al regalo de la buena cama y de la buena mesa, hechas sus formas a los caprichos de la última moda, iban a ofrecer todo, hasta su sangre, trocando comodidades por rigores, blanduras por durezas, en aras de la Contrarrevolución naciente.

Aceptados que fueron sus servicios, no sin agradecérseles tanto desprendimiento, se dieron a buscar a sus sastres para que les hicieran correctos uniformes de kaki, con los cuales se prometían lucir, a más de la arrogancia de su talle, las venideras fierezas en la guerra. Pocos días iban a necesitar aquellos guapos para tomar plazas, derrotar ejércitos, derribar fortalezas, hasta llegar a la Ciudad de México como héroes y como salvadores de la Patria.

Lalo, Pancho, Chucho y otros más cuyos nombres no vale la pena recordar, andaban que no cabían de orgullo con la pantorrilla ceñida magníficamente por lustrosa polaina.

Quién era capitán, quién era alférez; corrió la voz de que a don Juan Creel se le dió ad honórem nombramiento de coronel, y un abogado de origen español y de marca española, don Juan de Dios de la Milicua, con enormes cananas cruzadas en el pecho y embrazando un flamante 30X30, estuvo dando guardia algunas noches en el Cuartel General.

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