Indice de Los cristeros del volcán de Colima de Spectator Libro segundo. Capítulo terceroLibro tercero. Capítulo segundoBiblioteca Virtual Antorcha

LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA

Spectator

LIBRO TERCERO
La llama
(Del 6 de enero al 27 de abril de 1927)
Capítulo primero

El espíritu de los nuevos cruzados



EN TONILA, JAL.

Todavía no amanecía cuando el coche Dodge de Alfredo Blake estuvo en Tonila con sus tripulantes y los objetos que llevaban: Frente a la plaza, en medio del portalito, en la casa que era en aquellos días de las hermanas Carmen y Melania Meillón, parientes cercanas de Dionisio Eduardo Ochoa, el coche se detuvo. Dionisio se adelantó y tocó la puerta. Esta se abrió y con un cariñoso abrazo se le recibió, pues allí se le tenía mucho cariño.

Vengo yo y vienen otros muchachos conmigo. Y traemos unas chivas bravas, dijo Dionisio con su espíritu festivo, aludiendo a las armas que llevaban y a la caja con dinamita.

Entrados los tres jóvenes a la casa de la familia Meillón, el coche de Blake partió de regreso, llevando a José Ray Navarro. José Ray Navarro, en los planes de Dionisio Eduardo Ochoa, quedaría en Colima, de apoderado de ellos, para arreglar todo lo que fuera menester.

Allí en Tonila, en aquella misma mañana, les deparó el cielo un primer compañero: don Pedro Ramírez, hombre que era de buena influencia en todos aquellos contornos, sobre todo entre los rancheros de las faldas del Volcán; católico de reconocida confianza, presidente del Comité Local de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa en el pueblo de San Jerónimo, Col., de donde era nativo, y que aun había estado en la prisión de Colima, semanas hacía, por motivo de sus actividades en favor del boicot y por sus protestas contra la tiranía. El les llevó a su casa, les abrió los brazos, los hospedó, con todo cariño, ofreciéndose para ayudarles cuanto necesario fuese.

Allí también les dio el Señor un nuevo compañero de ideales y de lucha: Miguel Anguiano Márquez, joven seminarista y de la A C. J. M., de unos 18 años de edad, que había sido, meses hacía, con anterioridad a Antonio C. Vargas, Jefe Local, en la ciudad de Colima, de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa; pero un día, como ya se dijo en la primera parte de este libro, había sido tomado preso a bordo del ferrocarril, cuando repartía unas hojas de propaganda y llevado preso a Zapotlán, Jal. (Ciudad Guzmán). Libertado allí por influencias de destacados miembros de la Sociedad, pertenecientes a la misma Liga, se había marchado a Guadalajara, Jal., de donde regresó a los pocos días para radicarse en Tonila, Jal., y desde allí continuar ayudando a los colimenses en sus luchas. Eran ya, pues, cuatro los soldados de Cristo, quienes con todo empeño comenzaron a propagar, aún sin salir de Tonila, la nueva y magna cruzada de Cristo Rey.

VOCES DEL CIELO

Allí, a esa casa -calle Prisciliano Sánchez, Núm. 1, cruzamiento con la calle principal-, llamados por el señor don Pedro Ramírez, venían los rancheros más destacados de todos los pequeños poblados del Volcán, para ir recibiendo instrucciones. La llama se extendía y el incendio iba tomando proporciones de fuego que se extiende en un seco cañaveral.

El primer ranchero, cristiano, leal, viril que se ofreció para ayudarles, fue Eufemio Valadez que aún vive. El fue el conducto mediante el cual Dionisio Eduardo Ochoa y sus compañeros principiaron a ponerse en contacto, sin salir aún de Tonila, Jal., con los elementos más distinguidos, por su espíritu cristiano y virilidad, de aquellas rancherías de los volcanes.

Y de la casa de don Pedro Ramírez, aquel primer cristero -Eufemio Valadez- iba y venía llevando noticias y propaganda para organizar el movimiento bélico. Casi para él no había descanso; pues aun por la noche y en las altas horas de la madrugada él efectuaba sus correrías.

Cinco días más tarde, a las altas horas de la madrugada, hubo un hecho misterioso, sólo explicable por la intervención extraordinaria del cielo. El que esto escribe oyó la Narración de este suceso maravilloso en varias ocasiones: lo oyó de los labios del mismo Dionisio Eduardo Ochoa allá en tiempo de los cristeros y se lo oyó también, desde aquellos días, a don Pedro Ramírez. Más aún, don Pedro lo siguió afirmando hasta su muerte, acaecida apenas hace un lustro y aun dispuesto a ratificarlo bajo juramento. El hecho fue el siguiente:

Esa noche -fue la del 11 de enero- era noche completamente tranquila. En el barrio de don Pedro Ramírez no había ningún rumor extraño que turbase el silencio; cuando mucho el blando murmullo del viento leve que de ordinario mueve las frondas de los árboles o llora entre los pinos.

Don Pedro Ramírez y sus familiares dormían en su aposento y los muchachos de la aventura bélica -Dionisio y sus compañeros, entre los cuales estaba ya Miguel Anguiano Márquez, como hemos visto- dormían y descansaban en lugar separado. A don Pedro y a Dionisio Eduardo les coge a la misma hora -era entre la una y las dos de la madrugada- un mismo. sueño, una misma pesadilla que los hace despertar con sobresalto: la casa en que se alojan la ven rodeada de soldados que furiosos la invaden para aprehenderlos. A los gritos de ¿quién vive?, lanzados con arrogancia, así como de otra voz distinta, que claramente se oyó entre el ruido de la tropa, de salgan luego, porque los agarran, Dionisio Eduardo Ochoa despertó sobresaltado; pero como todo estaba en silencio y nada oyó en derredor, como a simple sueño no dio crédito ninguno y procuraba dormirse de nuevo. Don Pedro, a su vez, despertando por la misma pesadilla y a los mismos gritos y voces, reaccionó de un modo distinto: Esto puede ser realidad, se dijo y se levantó y fue a donde descansaban Dionisio y sus compañeros.

- Nicho -le dijo- ¿no oíste unos gritos?
- Sí, sí los oí -dijo Dionisio incorporándose-; pero yo creía que era un sueño. Yo, en realidad, tenía una pesadilla.
- ¿Qué soñaste? -dice don Pedro.

Y Dionisio narró el sueño.

- Pues yo también soñé lo mismo y yo también desperté a los mismos gritos.
- Puede ser que alguien haya gritado allá afuera -dice Dionisio Eduardo, queriendo darle alguna explicación natural al suceso-. Puede ser que haya habido algún desorden y nosotros -usted y yo-, llevando dentro la misma agitación nerviosa que traemos, nos soñamos en el peligro inminente: la invasión de las fuerzas del Gobierno.

Entre tanto, habían despertado ya también los compañeros. Todos estaban de pie y todos hablaban en voz muy baja.

La luna estaba llena o casi llena en aquella noche y a aquellas altas horas brillaba casi en el cenit.

Don Pedro Ramírez, entreabrió un poco la ventana. Todo estaba en completo silencio en derredor; nada se movía, nada se oía, y las callejuelas de Tonila y sus tejados estaban bañados por la luz de la luna. Después de unos momentos, se oyeron a lo lejos los pasos de un hombre que se acercaba. Luego se vio la sombra de él. Cuando ya estaba cerca, a la luz de aquella noche diáfana, don Pedro lo reconoció:

- ¿Eres tú, Eufemio?
- Sí, don Pedro. ¿Tiene algo de nuevo?
- Sí, oímos unos gritos.
- Yo no he visto nada -dice Eufemio Valadez-, todo está en silencio.
- Mira, da una vuelta a la manzana -continuó don Pedro hablando en voz apenas perceptible-, ve hasta el puente, a ver si algo encuentras. Vete con precaución.
- Muy bien.

La noche seguía silenciosa. El enviado se marchó; sus pasos se fueron alejando y se perdió en la sombra. Un rato después apareció de nuevo, mientras don Pedro, oculto en la obscuridad de su ventana, esperaba el regreso.

- Don Pedro -dice-, nada hay, todo está en silencio.
- Vámonos acostando de nuevo -dice Dionisio Eduardo Ochoa.
- No -replicó don Pedro Ramírez-, esto no es casualidad. Esto es la voz del cielo. Y vámonos luego. Si nos entretenemos, quién sabe si no nos salvemos.
- Pues si así ordena usted don Pedro, está bien, vámonos luego -dijo Ochoa.
- No, yo no soy el que tengo que ordenar; yo únicamente advierto. Quien debe ordenar eres tú; pero yo sí creo. que esta es la voz de Dios; la voz de Díos que nos avisa que debemos salir inmediatamente.
- Pues vámonos -dice Dionisio-. ¡Arriba con todas las chivas!
- ordena él a sus compañeros.

Y tomaron sus armas en que estaba todo su capital humano: la pistolita niquelada 32-20; el pistolón viejo, la carabina 30-30, el machete, la linterna de mano, otra pistola que había conseguido Anguiano Márquez y una máquina de escribir, que don Pedro Ramírez había obtenido prestada, sin dar plenos detalles de sus intenciones, con el Párroco de San Jerónimo, el Padre don Ignacio Ramos que en esos días, bastante enfermo, se encontraba allí mismo en Tonila, disfrazado y oculto.

Y a pie, cargando sobre sus espaldas todo este equipo de locura quijotesca de aventura divina, se marcharon los muchachos, cuesta arriba por la callejuela fea y llena de piedras -la Prisciliano Sánchez-, para continuar por el camino a la ranchería de Caucentla, Jal.

Y las cosas sucedieron como en prodigiosa visión habían sido vistas: aún no amanecía, cuando gente armada llegaba a Tonila y cateaba la casa de don Pedro Ramírez en busca de lo que los hombres de Calles también ya con certidumbre presentían: un movimiento armado en gestación. No había duda: aquella pesadilla, que al igual y en el mismo momento, don Pedro Ramírez y Dionisio Eduardo Ochoa habían tenido y aquellas voces que en aquel sueño oyeron, no habían sido casualidad: Dios quiso hablarles de ese modo. La cuna del movimiento cristero se había salvado; habían sido voces del cielo.

LA REGION DE LOS VOLCANES

La región que los muchachos acejotaemeros escogieron para iniciar la gesta cristera, fue la de las faldas del sudeste del Volcán de Fuego de Colima en donde está Caucentla, Jal.

Bella era esta región y en todo sentido la más hermosa en toda la Diócesis de Colima. Sus valles de primoroso verde, ya cubiertos de extensos cañaverales o maizales, con sus bosques casi vírgenes de pinos y laureles; con su multitud de pequeñas aldeas en donde abundaban las casitas de techo de zacate; pero rodeadas de flores con sus jardines y enredaderas que aun sobre sus techos trepaban. Bella también esa región por la condición de sus moradores que, aunque humildes y sencillos, eran cristianos a carta cabal. Quien a aquella gente conoció, cuando esos pequeños poblados existían, quedaba admirado de cómo, en pleno siglQ de corrupción, se conservase allí una vida limpia y cristiana. Su piedad y su fervor eran singulares y su fe en extremo vigorosa y particularmente ilustrada; pues casi no había quien no conociera satisfactoriamente la doctrina cristiana. Muchísimas veces aquellos rancheros, tal vez en la mayoría de las ocasiones, no sabrían dar razón del porqué de sus juicios; pero sí acertaban en dónde estaban el bien, la verdad, la justicia, y con toda firmeza, llenos de la fortaleza del cielo, se adherían a ello y lo defendían con santa y noble entereza.

A esa región no había entrado por aquellos días el agrarismo que ya en ese tiempo, no por lo que es en sí, sino por los métodos con que el Régimen Revolucionario lo había implantado, tenía asolada a casi toda la República.

En tiempos de paz, aquellas aldeas respiraban alegría, sencillez, bienestar, y cuando algún Sacerdote los visitaba, casi todos los rancheros, no sólo del poblado visitado, sino de las aldeas vecinas, inundaban la pequeña capillita y hacían que el Sacerdote perseverase, oyendo confesiones, hasta muy altas horas de la noche; porque todo el mundo, en esas oportunidades, no dejaba de aprovechar la ocasión para poder comulgar. Muchas veces durante el temporal de aguas, como la capillita era insuficiente para contener a toda aquella gente, todos los que no alcanzaban lugar dentro del santo recinto se quedaban fuera, aun bajo la inflúencia de una lluvia persistente, para no dejar de oír la Santa Misa y recibir la Sagrada Comunión. Y aquella capillita, en aquel día en que tenían a Jesús Sacramentado por huésped, ni un momento estaba sola, ni de día, ni de noche, y a todas horas, dentro y aun fuera de ella, rezaban y entonaban cánticos piadosos.

También, mes por mes, los primeros viernes, gran parte de los habitantes de aquellas regiones bajabá a Tonila, que era su cabecera parroquial, para poder confesarse y comulgar. Y era tal la afluencia de fieles, tal el número de confesiones que había que oír y de comuniones que había que distribuir, que aun a las 4 o 5 de la tarde todavía había quienes, completamente en ayunas, esperaban su turno para poder cumplir con su comunión dé primer viernes; pues en aquellos años, aún no se había mitigado, así como al presente, la ley del ayuno eucarístico. Por todas estas razones, casi no había quien, cuando menos, una vez al mes dejase de recibir la Sagrada Comunión y oyese la palabra de Dios. De aquí el espíritu netamente cristiano de esa tierra, que fue tierra de bendición.

Los principales poblados de esas regiones del sur y del este del Volcán de Fuego eran: El Fresnal, San Marcos, La Esperanza, El Durazno, El Ojo de Agua, Aserradero, Caucentla, Cofradía, Cocoyul, Tepehuajes, Monte Grande, La Arena, Montitlán, El Astillero, El Frijol, El Naranjal, Lo de Clemente, Las Paredes, Quesería, Higuerillas, La Joya, La Montrica, Palos Altos, El Carrizal, El Cedillo y, ya cerca de la ciudad de Colima, Chiapa y la Capacha.

EL MAESTRO CLETO

De Caucentla, más tarde -debió de haber sido el 13 de enero-, salió Dionisio Eduardo Ochoa a Guadalajara, tomando el tren en la estación de Villegas, con el objeto de tomar amplias instrucciones y más. sólidas orientaciones. También tenía Ochoa el problema de la Sociedad de alumnos de la Preparatoria Oficial del Estado en Guadalajara, donde tanto había luchado contra la facción comunistoide de la cual había triunfado, logrando que el sector de los leales se fortaleciese, resultando él electo, después de todas estas luchas, Secretario general y Director del nuevo periódico órgano de dicha Sociedad. Y Dionisio no quería que todo eso fuese a morir; quería entrevistar a sus principales amigos, a los muchachos de más recias convicciones católicas y de más empuje y virilidad de la escuela Preparatoria para que continuara la brega, luchando por la lealtad.

De hecho, con relación a este problema, entrevistó a algunos de sus antiguos compañeros, de los de más empuje, les comunicó en qué andaba, por lo cual ya no volvería él más a la Universidad, dejando en sus manos todo lo que en pro de la rectitud y de la lealtad cristiana allí se había obtenido.

Con relación al levantamiento armado, era jefe, conforme ya lo han visto nuestros lectores, de allí y de toda la región de Occidente de la República, el joven Lic. Anacleto González Flores, hombre meritísimo, de visión clara, de corazón grande, generoso, esforzado; brillante orador que sabía, con su verbo candente, arrastrar las multitudes, imprimiendo en ellas el fuego de su alma; hombre de conducta intachable, de absoluto desinterés, que había forjado una generación de luchadores y a quien todo el Guadalajara católico veía como bandera y llamaba con el nombre cariñoso de Maestro Cleto.

Con todo derecho. se le consideraba como el alma de la defensa y era quien estaba en comunicación directa con los Jefes Supremos de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa.

A este joven abogado, como a su Jefe, fue a entrevistar Dionisio Eduardo Ochoa, para de él recibir orientaciones y órdenes.

Y con el Maestro Cleto, en torno de él, ayudándole en su magna labor, estaba un grupo de jóvenes meritísimos de alma grande, de fe heroica, de inmenso amor a Dios y a su Patria. Entre esos estaban Miguel Gómez Loza, Luis Padilla, los hermanos Vargas González, Salvador Cuéllar, Carlos Blanco, los muchachos Huerta y otros más.

También quiso ver Dionisio, por cariño, por respeto, por la veneración que todos le teníamos, al egregio Padre don J. Jesús Ursúa, Secretario de la Sagrada Mitra de Colima, que obligado por la persecución, estaba en Guadalajara. Este Padre Ursúa, grande en su virilidad, en su fe, en su amor a Cristo, había sido el alma de todo el movimiento de defensa de la Iglesia en Colima. El fue el sostén de nuestro anciano Prelado, el consejero de todos y de quien todos aprendimos a amar a Cristo y a la Iglesia. Dionisio Eduardo le comunicó sus planes y el Padre, enardecido de entusiasmo, lo felicitó y le auguró la ayuda y las bendiciones de Dios, aumentando con sus palabras la fe de gigante que Dionisio Eduardo poseía.

EL REGRESO AL CAMPAMENTO

Para su regreso, el Padre don Jesús Ursúa, cariñoso y bueno, no quiso que Dionisio volviese solo, le buscó una compañía, la de Amalia Méndez de León, para que con él viniese en el tren y hubiese menos peligro para Ochoa. Y compartiendo alegremente, Amalia acompañó por tren a Dionisio hasta la estación de Villegas, Jal. Era la tarde del 15 de enero.

No es fácil imaginar el entusiasmo de aquellos ptimeros luchadores. Con su alma llena de fe en Dios y soñando en sus combates por la defensa de la Libertad Religiosa y de su Patria, Dionisio Eduardo Ochoa llegó a la estación de Villegas, Jal., en donde ya él sabía que alguien lo esperaría. En efecto, muy pronto distinguió a unos de los hombres de Caucentla.

Y montó Dionisio Eduardo Ochoa en su bestia, acompañado de ellos y tomó el camino empinado hasta Tenaxcamilpa, en donde el grupo de sus primeros reclutas lo esperaba.

Con ellos estaban sus compañeros de A. C. J. M. Y de luchas de Colima que habrían de colaborar en aquella magna Cruzada: Antonio C. Vargas, decidido y valiente, y Miguel Anguiano Márquez, cuya presencia en aquel primer núcleo organizador fue muy valiosa, porque al vigor de sus 18 años de edad unía su palabra ferviente y llena de entusiasmo con que comunicaba a los demás su espíritu tan lleno de arrojo y de cristiana entereza. Además, en todas aquellas rancherías de los volcanes, por ser originario de San Jerónimo, le conocían a la perfección. Era, pues, elemento de confianza para aquellos hombres de campo. Y, cargados de ilusiones todos ellos, los Cristeros primeros del Volcán de Colima emprendieron el camino hasta Caucentla en donde, como hemos visto, habían establecido su Cuartel General.

INCENDIO QUE SE DILATA

Al día siguiente de llegado Dionisio Eduardo Ochoa de Guadalajara, Jal., se principió ya, bajo fundamentos seguros y conforme a las instrucciones y lineamientos recibidos, la propaganda cristera, en forma completamente abierta, decidida y viril.

Entusiastas propagandistas cruzaban la región del Volcán de Colima en todas sus direcciones, llegando a sus rancherías para formar, en cada una de ellas, pequeños núcleos de soldados de Cristo Rey, los cuales se dirigían luego a Caucentla para recibir instrucciones, directamente, de los labios de los Jefes. Y Dionisio Eduardo Ochoa hablaba con tal entusiasmo y con tal fuego a los habitantes de aquellos poblados, hombres y mujeres que en derredor suyo se agrupaban para escucharle, que no había quien rehusara pertenecer a aquella Santa Cruzadá, sin que importase nada, ni la falta de armas, ni de parque, ni de dinero.

COMO LAS MUJERES DE ESPARTA

Un día de aquéllos, a la sombra de los árboles y sobre las piedras de un cercado, Dionisio Eduardo Ochoa, de pie, hablaba de la necesidad del movimiento annado:

- Hay necesidad -decía- de luchar. Hay necesidad de combatir por la Libertad de la Iglesia; hay necesidad de lavar con nuestros sufrimientos y aun con nuestra sangre los enormes pecados nacionales. No €mprenderemos esta lucha por ambición de honores, ni de empleos, ni de aplausos: trabajaremos por Cristo; por El lucharemos y daremos nuestra vida, si El así lo dispone. Seremos los defensores de la Libertad de la Iglesia y de la salvación de la Patria; seremos soldados de Cristo Rey. Es cierto que nada tenemos, ni dinero; ni armas; pero contamos con Dios, y quien a Dios tiene, nada le falta. Nosotros pondremos de nuestra parte nuestro trabajo, nuestra sangre y nuestra vida, y Dios pondrá lo demás.

Fue tal el entusiasmo que encendieron sus palabras en aquella multitud, que, interrumpiendo su arenga una mujer, fornida de cuerpo y gigante de corazón, llamada Petra -la tía Petra la llamaban los de Caucentla-, de apellido Rolón, si el que esto escribe no recuerda mal, poniéndose en pie, dice en voz alta y con energía de heroína:

- Mire usted, don Nicho, cuente con que todos nuestros hombres se irán con usted a la lucha y no quedará uno solo sin que tome las armas. Y si algún miedoso se queda, de ése nos encargaremos nosotras, porque no vale la pena de que siga viviendo. ¡Quién le manda no ser hombre!

Y a las palabras de la tía Petra, siguieron las exclamaciones de adhesión y de ardor bélico de aquellos campesinos, cuya fe y cuyo heroísmo no tienen rival. Todos los hombres de aquellas rancherías de los volcanes se irían a la Cruzada: hombres maduros, jóvenes y aun niños de 13 y 14 años. Un solo anhelo había en todas esas regiones del Volcán: luchar por Cristo Rey.

EL JURAMENTO EN EL PRIMER CAMPO CRISTERO

Pasados aquellos días -cuatro o cinco, no más-, dedicados a extender la llama del movimiento de la Cruzada, se procedió a echar los fundamentos, profundos y sólidos, de esta magna empresa. Todos los hombres designados como jefes, con sus principales colaboradores, fueron citados a Caucentla. Dionisio Eduardo Ochoa volvió a arengados, explicando, cuanto mejor pudo, las finalidades de aquella lucha, su organización y el comportamiento de lealtad y vida cristiana que todos habrían de llevar, porque

No olvidemos -decía- que somos soldados de Cristo, gracia y honor que El nos concede sin merecerlo, y que no podemos deshonrar la causa que defendemos con ningún proceder indigno de cristianos. Somos los cruzados del siglo XX: Cristo mismo nos ha reclutado para sus filas. El triunfo hemos de comprarlo con nuestros sufrimientos, con nuestras lágrimas, con nuestra sangre. Vamos a formar una sola familia. El Jefe y el Padre es Cristo Rey; María de Guadalupe es nuestra Madre común. Todos nosotros, de hoy para adelante, seremos hermanos.

Y conforme a las instrucciones que Dionisio Eduardo Ochoa había recibido de sus Jefes militares, terminada la arenga bélica, Se procedió al Juramento de fidelidad, nobleza y heroísmo, hasta la muerte, de todos aquellos modernos cruzados, como convenía a soldados de Cristo. La fórmula de este juramento, tanto Dionisio Eduardo Ochoa como sus cristeros la veneraban y conservaban como santa.

La recitación del Juramento se hizo dentro de la capilla de la ranchería, de la cual ahora, treinta y cuatro años más tarde, sólo quedan pedazos de muro ennegrecidos por las lluvias en medio de la maleza. Se rezó en voz alta el Credo, símbolo de su adhesión a la fe de Cristo y a la Santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana. De rodillas, se recitó el Padre Nuestro y luego, con voz sonora, firme, varonil, decidida, guiados por Dionisio Eduardo Ochoa, todos con él recitaron la fórmula cuyas palabras, más que de la boca, salían como fuego del alma misma.

Hela aquí, textualmente:

Yo N. N., prometo solemnemente, por mi palabra de hombre y por mi honor de caballero, y juro delante de Dios, Juez Supremo, que tiene que tomarme cuenta y razón de todos mis actos, y ante nuestra Madre y Reina Santa María de Guadalupe, Patrona del Ejército Libertador: Trabajar con todo entusiasmo por la noble causa de Dios y de la Patria, y luchar hasta vencer o morir, adhiriéndome al plan del Movimiento Libertador.

Juro también obediencia y subordinación a mis superiores y evitar todas las dificultades con mis hermanos en la lucha, olvidando rencores personales, a fin de obrar en todo de acuerdo hasta obtener el triunfo.

Juro, además, que por ningún motivo o circunstancia alguna, revelaré algo que pueda comprometer a mis hermanos en la lucha, sino que prefiero morir antes que ser traidor a mi Causa.

Prometo y juro, finalmente, por la salvación de mi alma, portarme como verdadero cristiano y no manchar la Santa Causa que defendemos con actos indignos.

Este fue el primer Juramento Cristero, solemne y grandioso, que de aquella capilla humilde de la ranchería de Caucentla, se elevó al cielo de estas nuestras tierras de la Diócesis de Colima.

Con la recitación de esta solemne fórmula de Juramento, los reclutas de las filas de la Cruzada quedaron constituidos Soldados de Cristo Rey. Una vez hecha, ni el tormento, ni la muerte, podría excusarlos en su deserción. Los cumplidos, serían los leales, los fieles. Los que vencidos por el dolor, volviesen atrás, serían desleales, desertores, perjuros.

Así, basados en este juramento de santos, nació la pléyade incontable de varones y damas, de adultos y aun de niños que, aun en medio de los más acerbos tormentos, no traicionaron, como después lo constataron los hechos, su Causa Santa.

LA GRAN PREOCUPACION DEL JEFE CRISTERO

Una de las primeras y más grandes preocupaciones de Dionisio Eduardo Ochoa fue no sólo formar soldados valientes, sino hacer que su comportamiento fuese digno de la Causa Santa que perseguían. Aun desde antes de salir de la ciudad de Colima, ese fue uno de sus grandes problemas:

Si se tratara de formar simplemente. un ejército de luchadores -decía-, no creo que sería difícil; pero hay necesidad de que estos luchadores lleven vida cristiana y de que honren, con una vida digna y heroica, el ejército de la Cruzada de Cristo Rey.

De esta grande preocupación de formar de sus reclutas, dignos soldados de Cristo, nació el ardor de sus exhortaciones en público y de sus conversaciones privadas:

No andamos buscando comodidades o riquezas; no ambicionamos empleos ni aplausos; trabajamos por Cristo, por El luchamos y daremos nuestra vida, si El así lo dispone; hay necesidad de que nos portemos dignamente; puesto que somos los defensores de la Libertad de la Iglesia y de las esencias mismas de esta Patria; somos soldados de Cristo, gracia que, sin merecerlo, El nos ha concedido.

A los Jefes de los nacientes grupos, solía el Jefe Ochoa amonestar de un modo especial:

Tenemos que recordar -les repetía en sus conversaciones íntimas- que el ser soldados de Cristo es gracia que El nos concede sin merecerlo. Y si el ser simple soldado ya es distinción de Dios, de la cual no somos dignos, mucho más indignos somos de ser Jefes de este Ejército suyo. Y si un simple soldado tiene deber de portarse dignamente en todos sus actos, mucha mayor obligación tenemos nosotros, los Jefes, de portarnos rectamente y de dar a nuestros soldados, en público y en privado, ejemplo de vida santa.

LAS NORMAS PARA LOS JEFES

Entre las normas que siempre el joven Jefe Ochoa adjuntaba al nombramiento escrito, por el cual alguno quedaba constituido Jefe de algún grupo de Cristeros, estaban las siguientes que él, a su vez, había recibido de manos del Maestro Anacleto González Flores, allá en la ciudad de Guadalajara:

Nunca se fusile a un enemigo, por malvado y perverso que sea, sin concedérsele antes, al menos, el tiempo necesario para que se arrepienta y prepare para la muerte. Cuando sea posible, facilítesele, si gusta, el que reciba los santos Sacramentos.

Los Jefes están autorizados para recoger, a beneficio del Ejército Libertador, toda clase de armas; mas se recomienda que sean siempre correctos y corteses al usar de este derecho.

Se manda terminantemente el guardar el mayor respeto a toda clase de familias, aunque sean de los enemigos verdaderos y declarados, y se advierte que una violación de este precepto tendrá que ser castigada con pena de muerte.

Queda también prohibido a los soldados quitar a cualquier particular lo suyo, pero, de los enemigos, quedan autorizados los jefes -no los simples soldados-, en los distintos casos particulares, para ordenar se tome lo necesario o útil para remediar las necesidades del ejército.

Quedan también autorizados los jefes -no los simples soldados- para solicitar todas las ayudas que sean necesarias para el sostenimiento de su grupo.

Se recuerda la obligación estricta que se ha contraído, bajo juramento, de no deshonrar la Causa que se defiende con actos indignos.

LA VIRIL PIEDAD CRISTERA

Entre los actos de piedad que se recomendaban con todo encarecimiento a todos los grupos de soldados, estaba el rezo colectivo del Santo Rosario. Y el que esto escribe es testigo de la piedad y el fervor con que este acto se verificaba diariamente por las noches, aun en las circunstancias más desfavorables y angustiosas. Ni después de las fatigas de una batalla, ni siquiera después del cansancio y abatimiento tremendo de una huída, ni aun en las altas cimas de las montañas o en las crestas del Nevado, cuando hubo necesidad de escalarlo, ni aun teniendo de frente al enemigo, cuando se pasaba la noche tras la trinchera, se dejaba de recitar el Santo Rosario por todos los grupos de soldados. Casi siempre guiaba el Jefe y todos, con voz varonil, le contestaban.

Más todavía: aunque no estaba mandado, siempre este devoto ejercicio se verificaba de rodillas, sea en el suelo húmedo o fangoso de los valles, sea sobre terreno rocoso de las montañas o desfiladeros. Y, entre decena y decena, casi siempre se cantaba, por todos, alguna alabanza a la Santísima Virgen o a Cristo Rey.

¡Qué hermosos resonaban en el silencio de la montaña, salidos de aquellos viriles pechos, los cantares en honor de la Virgen María o los himnos a la Realeza de Cristo!

AMOR SUBLIME A JESUS

Al terminar el rezo del Rosario se recitaba diariamente el siguiente acto de contrición que es un poema, un monumento de grandeza, de fe y amor sublime a Jesucristo y a la Iglesia. Se ha creído que nació del corazón y la pluma del Maestro Anacleto González Flores. Helo aquí, textual e íntegro:

Jesús misericordioso, mis pecados son más que las gotas de tu preciosa Sangre que derramaste por mí. No soy digno de pertenecer al Ejército que defiende los derechos de tu Iglesia y que lucha por Ti. Quisiera nunca haber pecado, para que mi vida fuera una ofrenda agradable a tus divinos ojos. Lávame de mis iniquidades y límpiame de mis pecados. Por tu santa Cruz, por tu muerte, por mi madre Santísima de Guadalupe, perdóname. No he sabido hacer penitencia de mis pecados, por eso quiero recibir la muerte como un castigo merecido por ellos. No quiero luchar, ni vivir, ni morir, sino sólo por tu Santa Iglesia y por Ti. Madre mía de Guadalupe, acompaña en su agonía a este pobre pecador. Concédeme que mi último grito en la tierra y mi primer cántico en el cielo sea: ¡Viva Cristo Rey!

Al final de este cotidiano ejercicio, después del tradicional: Sea por siempre bendito y alabado el Santísimo Sacramento del Altar y la limpia y pura Concepción de Nuestra Señora la Virgen María, Madre de Dios; concebida sin pecado y llena de gracia desde el primer instante de su ser natural. Amen, se terminaba con estas exclamaciones, que, con voz vibrante y fervorosa, hacían los cristeros:

¡Viva Cristo Rey! 'Viva Santa María de Guadalupe! ¡Viva el Papa!

Así, con tan santos y nobles principios, tuvo origen el Ejército Nacional Libertador, como oficialmente era llamado, o Movimiento Cristero, según la frase del pueblo.

EQUIPO CRISTERO DE AQUELLOS DIAS

El principal contingente humano de este Ejército estaba formado por muchachos honrados y pacíficos que nunca habían tenido ni siquiera una pistola, campesinos humildes y piadosos; pero que al ver pisoteados los derechos de la Iglesia y los más nobles sentimientos de su corazón, se decidieron a la lucha, como el único recurso que restaba, para detener los avances de la más inhumana e impía de las tiranías. El 80% de estos soldados cristeros lo componían jóvenes de los 15 a los 20 años. El 20 por ciento restante estaba compuesto por jovencitos -niños verdaderos- de 14, 13 y aun de 12 años y por algunos mayores de veinte.

Los hombres maduros, mayores de 35 años, en todos los campamentos cristeros de Colima, bien podían contarse con los dedos de las manos, porque eran pocos; pues aunque al principio, indistintamente, jóvenes y mayores se alistaron, sin embargo, estos últimos poco a poco se fueron segregando de la columna de los soldados, para integrar otras comisiones, sea de abastecimiento en los poblados, sea de vigilancia y cooperación, formando así una verdadera quinta columna, que no únicamente existía en todas partes, sino que en muchos poblados, formaba el 100% de sus habitantes.

En cuanto a armamento, se juntaron todas las armas que en las rancherías del Volcán pudieron encontrarse: unas buenas, otras malas, otras en estado regular; pero casi todas eran las que nuestros improvisados soldados libertadores, en tiempos de paz, habían usado para la cacería. Aquel arsenal estaba compuesto de carabinas calibre 8, 32-20, 44 ó 30-30, carabinas retrocarga o de petardo y taco; pero, en los primeros días, ningún máuser, ni siquiera viejo o en mal estado y, por lo general, con ocho o diez cartuchos cada una solamente, porque ya, desde hacía largo tiempo, en Colima y Jalisco, se había prohibido la venta de parque. Otros traían alguna arma corta, por lo general inadecuada, o demasiado chica, o demasiado vieja y en malas condiciones. Este era el armamento de aquellos que se consideraban felices por llevar alguna arma de fuego; porque, en aquellos días, la mayoría de aquellos muchachos que habían dado su nombre al Ejército Nacional Libertador, no traía sino algún machete o cuchillo.
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