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LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA

Spectator

LIBRO SÉPTIMO
La primavera del movimiento
(1928 -mayo a diciembre)
Capítulo sexto

Los niños mártires Manuel Hernández y Francisco Santillán.
El joven Benedicto Romero.
Dos heroínas.



ASESINATO PUBLICO

Poco menos de tres semanas antes de ese episodio -en la mañana del 25 de julio-, Colima presenció, conmovida y espantada, el fusilamiento de dos niños mártires: Manuel Hernández y Francisco Santillán, acribillados a balazos, frente al jardín de la Independencia, a espaldas de la Catedral.

Eran cerca de las 8 de la mañana (de las 9, según el horario actual), 3 o 5 minutos antes, cuando tuvo verificativo la escena sangrienta. Los comercios y oficinas de la calle Fco. I. Madero y centro de la ciudad se abrían en esos momentos. De ahí que los empleados que se encontraban por esos lugares o iban de paso para su trabajo, se agruparon en torno y hubieron de presenciar la muerte de aquellos niños que, por su edad, no podían legalmente ser ejecutados. Aquello era, a todas luces, un verdadero asesinato público y oficial.

Los chicos -uno de cerca de 17 años y el otro de 14 o 15- aunque intensamente pálidos y con marcadas ojeras, se mostraban serenos, perfectamente dueños de sí; más aún, en sus rostros se traslucía una interna indecible paz y satisfacción. Había en ellos señales inequívocas de que habían sido víctimas, durante la noche anterior, de inicua tortura; en sus cabellos enmarañados había sangre que, al correr, había dejado huellas en las sienes y en el cuello.

Los brazos de Francisco -el más chico de los dos- estaban amoratados y notablemente hinchados, como si los huesos estuviesen descoyuntados. Manuel tenía camisa de mangas largas y no se veía cómo tuviese sus 'brazos: debía haberlos tenido al igual que Francisco o tal vez peor; pues en la cabeza y en el cuello, Manuel era el que tenía más golpes y más sangre. Las voces que quedo circulaban, decían que eran seminaristas.

A los pies de ellos, en una camilla, estaba el cuerpo de otro muchacho, con su ropa destrozada y tinta en sangre, que perfectamente se veía que también había sido muerto a balazos.

A los lados de los jóvenes -dando al igual que ellos la espalda al muro de la Catedral y la cara directamente al sol que totalmente los bañaba en aquel día canicular- se encontraban, como haciendo guardia, las señoritas María Ortega y Candelaria Borjas que algunos de los ahí presentes, a media voz, decían que habían sido tomadas prisioneras la noche anterior. También estaban una tía de Candelaria y una prima llamada Piedad.

El rostro de estas muchachas denunciaba, al igual que el de los muchachos, el hecho de que eran en realidad prisioneras y de que habían sido duramente torturadas y maltratadas durante las largas horas de la noche que acababa de transcurrir.

Unos instantes después, el crimen estaba consumado y los cuerpos de los niños yacían, despedazados por las balas, sobre el banquetón de las espaldas de la Catedral.

El cadáver de Manuel -el mayor de ellos- yacía atravesado, con los pies casi tocando el muro del templo y la cabeza, destrozada por los balazos, sobre la cantera de la orilla de la banqueta, pero colgando un poco hacia el empedrado de la calle, por el cual corrió abundante su sangre generosa. Francisco estaba cerca del muro, con la cabeza hacia el sur, un poco encogido el cuerpo.

¿Quiénes eran esos muchachos que de espaldas a la Catedral, bañado el rostro por el sol, con mirada serena, dulce, apacible y devota, desafiaron la muerte?

¿Quién era el muerto de la camilla ...?

Los jóvenes que allí ofrendaron su vida, eran Manuel Hernández y Francisco Santillán. El primero, muchacho seminarista; Francisquillo, el segundo, un chico que había sido acólito del templo de San José, de esta ciudad de Colima. Ninguno de ellos era soldado cristero en su sentido propio, esto es, hombre que hubiese andado, rifle en mano, peleando en los combates. El cadáver de la camilla sí era de un cristero, de un soldado verdadero, del Ejército Cristero, originario del pueblo de San Jerónimo, Col., valiente y esforzado, cuyo nombre había sido Benedicto Romero.

También había sido seminarista; pero era de mayor edad. Debía de haber contado a su muerte, unos veinte o veintiún años de edad.

BENEDICTO ROMERO

Fue siempre, desde su ingreso al seminario, en octubre de 1913, juicioso y formal en todas partes. A las bromas de sus compañeros, sólo contestaba, por lo general, con alguna ligera y apacible sonrisa; su porte, humilde; su carácter, amable.

Muchacho de piedad sincera y bien sentida, no se dejaba vencer por el respeto humano.

Cuando se iniciaban las primeras rachas de la tormenta impía de la persecución religiosa, como él hubiese oído que ante todo y sobre todo se necesitaba el recurso de la oración y también de la penitencia para desagraviar al Señor por los pecados propios y por los pecados ajenos, Benedicto se dio más a su vida interior ascética. De esta suerte, muchas veces lo sorprendieron sus compañeros con una áspera jarcia a la cintura a manera de cilicio.

Fue muchacho de la A.C.J.M. y supo ser, en su seno, ferviente luchador, en el campo cívico, en pro de la libertad religiosa. Y cuando los medios estrictamente cívicos y legales tuvieron que trocarse en lucha armada, Benedicto fue decidido y valiente guerrillero, mereciendo, en el Ejército Cristero, el grado de teniente.

MANUEL HERNANDEZ

Excelente, entre todos los seminaristas de aquel entonces.

Dos jóvenes habían descollado especialmente en su tiempó, por su amor a Cristo, al ideal de servirlo, espíritu de sacrificio, aplicación en el estudio, afán de apostolado: Tomás de la Mora, que había sido muerto mártir el 27 de agosto del año anterior, 1927, once meses hacía, y Manuel Hernández.

Los distinguía sin embargo, su carácter: Tomás había sido alegre, festivo siempre, juguetón, bromista; Manuel, por lo contrario, era serio, callado, no amante de muchas bromas y juegos, apacible.

Manuel era originario del pueblo de Santa María, Jal. Lo trajo al Seminario de Colima en 1923, en unión de otros dos jovencitos, el Padre don Gumersindo Sedano, que a esas fechas había muerto ya, cruelmente martirizado, en Ciudad Guzmán, Jal. Cuando Manuel llegó a Colima para ser seminarista, debía haber tenido 11 años de edad.

El Padre Sedano al matricular al chico, hizo al 'que esto escribe, que fue su maestro, esta recomendación:

Manuel es muchachito muy bueno. Yo conozco bien su alma. Se lo recomiendo.

En realidad así era. Desde muy niño le había caracterizado una devoción muy grande a la Santísima Virgen María, a quien, estando aún en su pueblo natal, bajo la dirección del Sacerdote Mártir que le llevó al Seminario, había consagrado su cuerpo y su alma con votos privados, temporales, de perfecta castidad, votos que, ya adolescente, hasta el final de su vida, renovó periódicamente sin interrupción.

Desde su ingreso al Seminario, más aún cuando la Congregación Mariana fue fundada y fue congregante, tuvo verdadera sed de santidad, hambre de vida divina bebida a torrentes en el ejercicio heroico de la virtud.

Yo quisiera poder ser santo -expresaba en sus pláticas íntimas al que esto escribe. Si uno pudiera tener -decía en una ocasión- el privilegio de conocer a algún santo, de ser compañero de algún joven santo, entonces sí que no sería demasiado difícil ser también santo; pues con sus ejemplos y con su amistad, con un poco de esfuerzo, oyendo sus consejos e imitándole de cerca en su modo de vivir, podría llegar uno a ser lo mismo.

Y este deseo de santidad, cada vez más ardiente, con la gracia de la Comunión diaria, con el trato íntimo con Jesús Eucaristía, vino a convertirse en incendio y en esperanza, cada vez más firme. Pocos días antes de su muerte, ya en todo su apogeo la furia de la persecución religiosa, ya laureados con la gloria de una muerte sufrida por Cristo, Tomás de la Mora, Rafael Borjas y muchos de sus amigos y compañeros a quienes santamente envidiaba, él así bromeaba entre sus amigos, en la casa misma de los Borjas, hermanos del Mártir Rafael:

Dentro de poco yo tengo que ser, ayúdandome Dios, algo muy grande. Felicítenme.
- ¿Vas a ser Señor Obispo? -le dice alguien por ahí.
- ¿Señor Obispo? No ¡Qué va! ¡Yo no ambiciono eso, ni tengo que serlo!: Dios va a hacer de mí algo mucho más grande. Ya verán, ya verán. Eso sí que lo estoy esperando y lo quiero.

Es que él preveía, con claridades de cielo, su próxima glorificación, la glorificación de su sangre derramada por Cristo, al amparo de la dulce Madre a quien tanto había amado desde muy pequeño con amores muy tiernos. Ese su próximo vuelo al cielo, arrancándose de la tierra y de sus amigos que aquí quedaban, era para él algo seguro que preveía y que preparaba. Aun en esas últimas semanas fue a retratarse para dejar a sus amigos una foto de recuerdo.

Manuel Hernández nunca fue soldado cristero: jamás anduvo con las armas en la mano. Su celo en pro del Movimiento Cristero lo ejercitó en la misma ciudad de Colima, de la cual nunca salió.

La familia que lo acogió cuando llegó al Seminario para proveer de su alimentación y de lo que necesitaba como estudiante, fue la de don Ignacio Parra y doña Lupe Silva de Parra, su esposa. Allí estuvo él como si hubiese sido hijo de familia aún después de clausuradas las clases de su Seminario, y allí, en el taller La Ideal, propiedad de los mismos señores, trabajaba en sus tiempos libres.

Cuando el culto público de los templos se suspendió en toda la Nación, en vista de lo inaceptable de las leyes persecutorias del Presidente de la República, general Plutarco Elías Calles y el pueblo católico, dirigido por la Liga Defensora de la Libertad Religiosa, principió a luchar, primero, con los medios legales: ocursos, protestas, manifestaciones, boycot ... etc., él fue un valioso elemento que trabajó y luchó. Y luego, cuando agotados todos los medios pacíficos, no quedaba otro recurso que las armas, Manuel Hernández fue eficaz cooperador de sus hermanos los armados, personalmente ayudando -con sagacidad y diligencia- a sacar de la ciudad, municiones, ropa, comestibles, medicinas y demás cosas de que era menester proveer al Ejército Cristero.

FRANCISCO SANTILLAN

Chico de algo más de 14 años de edad, sobrinito del Padre don Victoriano del mismo apellido, que en los últimos años antes de la persecución, regenteaba el templo de San José de esta ciudad de Colima y en donde Francisquillo había sido acólito.

Tenía el chico una hermana de nombre Mercedes que era miembro distinguido del grupo de heroínas que en medio de peligros y sufrimientos mil, desafiando las iras y la vigilancia de los perseguidores, se habían echado el cargo de proveer a los cristeros de cuanto era posible conseguir para ellos: armas, parque, medicinas, etc. El nombre oficial de esta organización era el de Brigadas Femeninas, como se ha visto en páginas anteriores. A Mercedes le fue asignado, primero, el ser del grupo de las muchachas que, desde Guadalajara, trataban de atender las necesidades del movimiento cristero en Colima. Después, en unión de tres compañeras más, el integrar el personal del pequeño hospital cristero que se había instalado en las faldas occidentales del Volcán de Fuego de Colima, según se ha narrado, de cuyo grupo era jefe la señorita Amalia Castell Rodríguez, de las Brigadas Femeninas.

Como el personal del pequeño hospital necesitaba uno o dos muchachos para que ayudasen en lo que fuese menester, se pensó en Francisquillo, el hermano de Mercedes Santillán. El chamaco respondió admirablemente y, llamado, llegó al campamento cristero en los primeros días del mes de julio de 1928. El estaba dispuesto a servir a la Causa Cristera en lo que se le asignara: sea incorporándose a la tropa para ser soldado, sea allí en el hospital. Se le asignó el servicio del pequeño hospital y se quedó con mucho gusto.

Diez o quince días después de su llegada se ofreció un viaje a la ciudad de Colima para proveerse de algunas cosas que eran necesarias para la atención de los enfermos. Se creyó conveniente que fuese Francisco quien realizara el viaje. Se acompañaría de Benedicto Romero, soldado de Cristo Rey, que tenía que ir también a dicha ciudad para recoger un poco de parque que las muchachas de las Brigadas tenían ya conseguido, unas dos o tres armas y la correspondencia.

Partieron pues los muchachos -Benedicto y Ffáncisco-- llenos de alegría. El camino lo hacían, generalmente, por La Joya, Monte Grande, para de allí bajar al Cóbano, o al Trapiche, o a la Hacienda Vieja, en donde había gentes amigas.

Se había proyectado que al regreso se trajesen a Manuel Hernández, quien desde hacía tiempo deseaba dejar la ciudad e irse al campamento cristero: prestaría también sus servicios en el pequeño hospital, ayudaría la Misa, sirviendo de acólito, al Padre Capellán de quien había sido discípulo en el Seminario y, rifle en mano, cuando hubiese la oportunidad, al grito de ¡Viva Cristo Rey!, sumaría sus esfuerzos a los de los soldados del Ejército defensor de la libertad de la Iglesia. Así soñaba, lleno de viril y cristiano entusiasmo.

Al llegar a Colima, inmediatamente, se vieron los tres amigos: Benedicto, Francisco y Manuel. El viaje de este último se preparó luego. Era el 24 de julio del año de 1928.

ENTREGADOS

De la ciudad se salía siempre en automóvil hasta el Trapiche, Hacienda Vieja, o el Cóbano, de donde se continuaba a caballo o a pie, hasta el campamento de los Volcanes.

El chofer, en repetidas ocasiones, había sido un muchacho, de nombre Francisco Valdez, serio, leal hasta entonces ... A él se contrató para la salida que se proyectaba para ese mismo día, a las 8 de la noche.

Pero esta vez el amigo ya no lo fue. El tenía ya, en aquel día, compromiso con la Jefatura Militar de las fuerzas de Calles, para entregar, en la primera ocasión que se presentase, a los cristeros que se confiasen de él. ¿Cómo ocurrió este cambio? No se supo.

Y confiando en él, se reunieron los tres muchachos que marcharían al Volcán, al caer la tarde de aquel día, 24 de julio, en el domicilio de los hermanos Borjas, hijos de don Lucio, que militaba en las filas de la Cruzada, en el grupo que comandaba, de inmediato, el coronel Marcos V. Torres, cuya casa estaba ubicada en la calle Aquiles Serdán, no lejos ya de la antigua huerta de El Crucero, para de allí partir. Además, para despedirlos, para ayudarlos, estuvieron allí Urbano Rocha Fuentes, que era ayudante de la jefatura civil cristera de Colima y el capitán cristero José Cervantes que accidentalmente se encontraba en la ciudad.

A la hora determinada, ya cerca de las ocho de la noche, se presentó el chofer; se cargó el coche con los encargos y subieron a él los tres muchashos que partirían -Manuel, Francisco y Benedicto- y, para hacer menos sospechosa la salida, también dos de las hermanas Borjas -Candelaria y Rosario- que habían sido hermanas de Rafael, el primer muchacho mártir de la A.C.J.M., del grupo de Colima. Ellas acompañarían a los muchachos hasta la Hacienda Vieja, cerca del Trapiche.

Después de santiguarse muchachos y muchachas, partió el coche, tomando hacia abajo, la calle Aquiles Serdán; luego, por la calle de La Salud y por la de Allende. Después subieron a la esquina de Las Golondrinas para recabar los informes del caso, con don Camilo Márquez, amigo del Movimiento y encargado de la vigilancia. El les indicó que por ningún caso continuasen adelante, pues había escolta de soldados en la garita: los estaban esperando.

Al oír lo anterior, Benedicto ordenó al chofer que diese media vuelta, para salir de Colima por el camino de La Capacha; pero el chofer, pretextando que le faltaba gasolina, enderezó su camino hacia el centro de la ciudad, con la premeditada y nefasta intención de entregarlos en manos del enemigo.

De ser cierta la afirmación de quienes aseguraron y siguen asegurando que el chofer ya tenía compromisos con la Jefatura Militar callista, de entregar a los cristeros, en la primera ocasión que se presentase, entonces se puede explicar fácilmente, el porqué en aquella tarde se puso escolta de soldados en la garita, para detenerlos en su paso, con lo cual no se notaría la traición del chofer, y se explica también el que, frustrado el plan de detenerlos a su salida, el chofer haya visto que no le quedaba más recurso, para no perderse él también -ya que la denuncia estaba hecha-, que entregarlos personalmente.

Se enderezó, pues, el chofer hacia la Jefatura de Operaciones en el Estado, sita, en aquel entonces, en el edificio de las calles Guerrero y 27 de Septiembre, donde hoy es la escuela Gregario Torres Quintero. Al pasar por la Jefatura, con un movimiento rápido, paró el carro bruscamente junto a la banqueta del cuartel, abriendo, al mismo tiempo que saltaba del coche, la portezuela de él, gritando:

¡Son cristeros! ¡son cristeros! ¡Agárrenlos!

La confusión de aquel momento, a las puertas mismas de la Jefatura Militar enemiga, fue horrible.

Al saltar el chofer Valdez del coche y gritar: ¡agárrenlos, agárrenlos, son cristeros!, como Benedicto Romero principiase a disparar con su pistola, el traidor se refugió entre los soldados callistas, entrando a la Jefatura.

Benedicto Romero, Manuel, Francisco y las dos muchachas Borjas corrieron, queriendo escapar, a la casa de frente al cuartel, habitada en aquellos días por la familia Fernández Velasco.

Al entrar a la casa de la familia Fernández Velasco, Benedicto -el mayor-, el único que iba armado, se parapetó en el pasillo, pretendiendo detener, aunque fuese por breves momentos, al enemigo, descargando sobre él varias veces su pistola, con el fin de dar oportunidad a Manuel, a Francisco y a las dos muchachas, de que huyeran; pero a los breves instantes, Benedicto caía herido por las balas de los soldados y, rebasada esta única defensa, entraron a la casa los esbirros y cogieron prisioneros a Manuel, Francisco y Candelaria; Rosario había logrado huír por el túnel del arroyo que pasa por los corrales de la casa Fernández. A Benedicto lo remató con su pistola el general callista Martínez.

Después de haber sido aprehendidos Manuel Hernández, Francisquillo y la señorita Candelaria Borjas, fueron los soldados, llevados por el chofer, a catear la casa de donde se había partido; pero ya no encontraron a nadie. La casa estaba sola, pues Rosario -la que había logrado huír- había llegado primero, dando el grito de alarma.

Se hicieron en aquella misma noche muchas aprehensiones, entre ellas la de María Ortega, a quien se comprobó que era de las que integraban el grupo de las Brigadas. También se aprehendió a algunos miembros de la familia Borjas y a algunos caballeros de la principal sociedad de Colima, de quienes no se tenían sino ligeras sospechas de complicidad con los cristeros. En honor de la verdad, el chofer, que podía haber hecho muchas denuncias, porque sabía bastante, no hizo otra cosa que entregar a las víctimas a las puertas de la Jefatura Militar y llevar a los soldados a la casa de la familia Borjas.

LENTO MARTIRIO

Cuando Manuel Hernández, Francisco Santillán y Candelaria Borjas fueron aprehendidos, se les internó en el cuartel y principió un durísimo interrogatorio. Mas aquellos verdaderos héroes no abrieron la boca para denunciar a nadie. Como ni con promesas ni con amenazas consiguieron nada los perseguidores, se principió el tormento, crucificándolos en los troncos de las gruesas palmas que existían en aquella casa del antiguo Seminario, en esos días convertido en cuartel.

Estando los mártires en esta forma, atados con fuertes ligaduras y con los pies casi sin tocar el suelo, continuó el interrogatorio; pero no se logró que ellos despegaran sus labios. Y comenzó a golpeárseles en el cuerpo y en la cabeza, hasta que principió a correr la sangre. Mas la fortaleza de aquellos niños- mártires fue invicta.

Después de la media noche se suspendió un tanto el tormento. El general Heliodoro Charis, Jefe de Operaciones Militares en el Estado, el general Martínez, que era el que había personalmente matado a Benedicto Romero, y los principales verdugos, vencidos y cansados, desistieron y se retiraron; pero los mártires continuaron crucificados en los troncos de las palmas.

Era ya casi el amanecer del día 25. Todo estaba en silencio. Los soldados dormían. Unicamente los de guardia hacían su vela. Los prisioneros estaban en su respectivo departamento, debidamente custodiados. Los muchachos mártires continuaban suspendidos con los brazos en cruz. Una distinguida señora, doña Lupe Silva, esposa de don Ignacio Parra, que también había sido aprehendido, por el hecho de que era el dueño de la Ideal, en donde se comprobó que Manuel trabajaba, había tenido permiso de pasar la noche en uno de los corredores. En un momento en que ella, caminando un poco para disipar el sueño y calmar la angustia que le atormentaba, no únicamente por aquellos muchachos, sino también por su esposo, acertó a estar cerca de Manuel, éste le dijo:

- Doña Lupe, tengo mucha sed. ¿No pudiera éonseguirme una poquita de agua ...?

Se pidió el permiso y la gracia fue concedida.

Entonces la señora se acercó a Manuel, llevándole una poca de agua que había tomado de la pila del patio y le dio a beber en la boca, con exquisita caridad cristiana.

Un soldado, movido también de lástima, aflojó un poco las cuerdas con que los muchachos mártires estaban atados. Después de Manuel, la señora Lupe dio de beber a Francisquillo.

HACIA LA META

Por fin brilló la mañana, esplendorosa y bella. Era mañana de fiesta. Para los héroes, para los mártires, para los santos, el día de la muerte es día de fiesta, es su gran día. En aquel amanecer parecía como que el mismo cielo quisiera poner su nota de triunfo, con que se cubriese la negrura del odio de los verdugos.

Eran ya cerca de las 8 de la mañana, que corresponden a las 9 de la hora oficial actual. Los soldados desataron a Manuel y a Francisco. Estos, vacilantes, casi no podían sostenerse en pie. Los brazos estaban demasiado hinchados por el suplicio y tenían la cara y el cuello, principalmente Manuel, llenos de sangre.

- Tengo mucha sed -dijo uno de ellos-. ¿Me hicieran el favor de darme una poquita de agua?
- A mí también -dijo el otro.

Un oficial ordenó que les llevaran agua en una de las escupideras sucias de la Jefatura.

Un soldado, obedeciendo, tomó una de las escupideras inmundas llenas de salivas y colillas de cigarros; la llevó a la fuente del centro del patio, le puso agua y en medio de las risas de unos y de la frialdad impía de los otros, la acercó a la boca de los mártires, que no podían valerse de sus manos, porque tenían los huesos de los brazos desarticulados. Los niños mártires cerraron la boca y volvieron un poco la cara rehusando beber. Con un insulto soez se respondió a aquel hecho.

- Los vamos a matar -dijo uno de los jefes.
- ¿Cómo quieren que los matemos? -dijo otro ...
- ¿Degollados, ahorcados o fusilados? -dijo un tercero.
- Donde ustedes quieran y como quieran -replicó Manuel.

Y se dio la orden de marcha. Ellos no sabían a dónde.

EL CORTEJO

El cortejo triunfal de los mártires se dispuso de la siguiente manera: en medio del piquete de soldados callistas encargados de la ejecución, iban, además de ellos dos, las señoritas Candelaria Borjas y María Ortega, conduciendo en una camilla el cadáver de Benedicto. Se llevaban también exhibiendo, en otra camilla, las provisiones, medicinas, dos carabinas, y un poco de parque que les habían recogido. Además de Candelaria Borjas y María Ortega iban otras señoritas de las Brigadas que habían sido aprehendidas.

Así fueron conducidos hasta espaldas de la Catedral. Allí, contra el muro posterior del templo, bañado plenamente por el sol, fueron puestos en pie los niños mártires. A sus lados, estaban las señoritas de las Brigadas y, frente a ellos, a sus pies, el cadáver de Benedicto, las medicinas. y provisiones, las dos carabinas y el parque que les había sido recogido.

- Aquí los vamos a matar -dijo el jefe del pelotón de soldados-. Aquí, en público, para que les dé vergüenza y para que sirva de escarmiento a los demás.

Cuando ellos vieron que allí iban a ser fusilados, con visible alegría, Manuel dice a Francisquillo:

- Mira, vamos a morir a los pies de la Virgen de Guadalupe.
- Como ... ¿Por que?
- Porque estamos al pie de la ventana, en donde está, por dentro, la Virgen de Guadalupe.

Ambos levantaron la cara para mirar la ventana superior que corresponde al lugar en donde, sobre el ático del altar, está la imagen de la Santísima Virgen de Guadalupe y se cruzaron algunas palabras al respecto.

El rostro de ambos se iluminó de satisfacción.

Entre tanto, la gente se agolpaba a su alrededor.

Manuel pidió permiso para hablar; pero los soldados del pelotón le negaron la gracia pedida, no obstante que por tres veces insistió.

- Quítate el sombrero, compañero -dice Manuel a Francisquillo-; dentro de unos momentos estaremos en la presencia de Dios; no debemos caer con la cabeza cubierta.

Mientras con dificultad, por sus brazos demasiado golpeados, arrancaba de un jalón su sombrero de fieltro, color claro, que por la sangre seca se había pegado a una herida ancha que tenía sobre la parte izquierda del cráneo.

Al arrancarlo, principió a correr de nuevo, por la sien y el cuello, un grueso hilo de sangre.

- Yo no puedo quitármelo -replicó Francisco.

Es que en verdad, no podía servirse de sus brazos, cuyos huesos, por la rudeza del tormento a que había estado sujeto la noche anterior, estaban salidos de su lugar.

- Como puedas, quítatelo, necesitamos estar descubiertos -dijo Manuel.

Y Francisco, con gran esfuerzo, se quito el sombrero guaymeño y lo retuvo cogido; luego, con mucha dificultad, pero con muy grande devoción, se persignó reverentemente. Y con la cara levantada, serena, con ingenuidad de verdadero niño y grandeza de héroe legendario, se puso a esperar la muerte.

Manuel imitó a Francisco, persignándose también.

MUERTE GLORIOSA

Cuando Manuel vio que se acercaba el momento, como en arrebato santo de un místico en éxtasis, levantó sus ojos al cielo y los clavó en la inmensidad de la altura; luego paseó su mirada por los circunstantes que aumentaban a momentos, como buscando a los amigos que allí estuviesen.

Cuando vio que llegaba el instante supremo, gritó:

- ¡Viva Cristo Rey!
- ¡Y Santa María de Guadalupe! -contestó Francisco.

Con la última sílaba de su grito, coincidió la descarga que los derribó al suelo.

Francisquillo murió inmediatamente.

Manuel cayó vivo, con sus grandes ojos abiertos, sin decir nada, estremeciéndose en su dolor. Por los impactos que quedaron en el muro, parece que únicamente recibió dos balazos, uno en la parte derecha del pecho y el otro en el abdomen. Fue preciso que el capitán callista Alvarez le diese hasta por tres veces el tiro de gracia, para que pudiese expirar.

De su cabeza hecha pedazos por las balas corrió la sangre en arroyo al pie de las canteras de la banqueta. En los momentos de su angustiosa muerte, Candelaria Borjas, por instinto de cristiana piedad, sin pedir permiso ninguno, se abalanzó sobre los caídos para acomodar la cabeza despedazada del Mártir que aún conservaba algo de vida. La sangre de él bañó sus manos y salpicó su vestido. Cogió el sombrero que había quedado tirado a un lado del cuerpo y lo puso sobre él.

Empeñados los verdugos en hacer ostentaciones del crimen, dejaron en ese mismo lugar los cadáveres de los niños mártires, hasta el medio día, bajo los ardientes rayos de aquel sol de julio que de lleno los bañaba.

Varias veces se tomaron fotografías de los mártires, en inspiración bendita de los mismos verdugos que perpetuó, para el pueblo creyente, aquellas imágenes queridas.

Cuando los soldados callistas recogieron los cadáveres para que fuesen sepultados, las señoritas prisioneras, que allí continuaban de pie, haciendo guardia forzada pero altamente honrosa a los despojos venerables de las víctimas, fueron de nuevo conducidas al cuartel, y entonces principió para María Ortega y Candelaria Borjas, lo más tremendo de sus sufrimientos.

TORTURAS MORALES Y MATERIALES

La noche de ese día 25 fue noche de continuo martirio. Aisladamente, separada la una de la otra, se las condujo, en medio de la oscuridad de la noche, a los patios interiores; se las abofeteó, azotó, injurió y atemorizó de mil maneras, para obligarlas a confesar lo que los dos jóvenes mártires no habían declarado y se habían llevado como secreto santo al sepulcro; mas aquellas vírgenes fueron amparadas por la Providencia de Dios y nada pudieron los perseguidores contra ellas.

Entonces se las amenazó con ahorcarlas, se puso la soga al cuello de Candelaria, y como ella prefiriese primero la muerte antes que ser infiel a la Causa de Cristo, la víctima, en medio de aquellos inhumanos carniceros, fue suspendida en el aire. Pero el intento de los enemigos no era matarla, sino darle suplicio. Se la bajó, mas ya ella estaba sin sentido. Helada y pálida y en apariencia muerta, quedó tendida en el suelo en medio de las tinieblas de esa noche espantosa. Para volverla en sí, la golpearon los soldados fuertemente con sus puños, y aun hubo necesidad de arrojarle sobre pecho y cara, agua en abundancia. Después de largo rato, se consiguió hacerla reaccionar y respirar de nuevo; pero su laringe, según dijo después el médico de la tropa, quedó muy lastimada, y no pudo hablar por mucho tiempo.

A contemplar aquel cuadro de su compañera moribunda que yacía en el suelo, entre el estiércol de los caballos, fue llevada María Ortega, a quien también dio el Señor fuerza del cielo, virtud sobrehumana para no flaquear, y no se atemorizó. Se le puso la soga al cuello y se la colgó, como se había hecho con Candelaria. Cuando volvió en sí, se encontró tirada en el suelo, rodeada de sus horribles verdugos que luchaban por hacerla vivir de nuevo para más hacerla sufrir. La tomaron dos soldados, porque ella no podía permanecer de pie, y la condujeron en peso a la caballeriza, en donde quedó, en medio de la oscuridad, tendida sobre las inmundicias.

Al día siguiente reanudaron el suplicio: se dijo a las dos que iban a ser fusiladas y se les formó el cuadro. Las víctimas fueron obligadas a ponerse en pie para recibir la descarga. El general empezó a dictar las órdenes; se movieron los cerrojos de los máuseres que quedaron en el tiro, luego se levantaron las armas ...; pero la fortaleza de aquellas mujeres no fue vencida, ni quebrantada su constancia. No se abrió su boca, a pesar de la insistencia diabólica de los verdugos, para denunciar a nadie, para revelar ningún secreto de lo que ellas, con tanta veneración, llamaban la Santa Causa.

Entonces, después de descargar sobre ellas un torrente de injurias, vencidos los callistas, las dejaron abandonadas en su prisión.

Así pasaron los días, durante algunos de los cuales estuvieron privadas de alimento, hasta que el 16 de agosto, veintidós días después, fueron desterradas a Monterrey, N. L. Con ellas fueron llevados otros prisioneros, víctimas también de la persecución religiosa: J. Jesús Guzmán, Gabriel Castell, Juan Vázquez, con un hermano, Higinio Gómez y Manuela Curiel, con su hija Rita López, Leonides Borjas, M. Guadalupe Gutiérrez y Piedad Gómez.
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