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HISTORIA DIPLOMÁTICA
DE LA
REVOLUCIÓN MEXICANA
(1910 - 1914)

Isidro Fabela

PRIMERA PARTE

WASHINGTON SE ESTREMECE DE HORROR ANTE LOS MAGNICIDIOS



Es de justicia decir, sin embargo, que si la renuncia de Madero fue vista con satisfacción en Washington, la forma brutal y villana en que Huerta y sus secuaces consumaron el derrocamiento no encontró ningunas simpatías ni entre el elemento oficial, ni entre el público en general.

Más tarde, cuando la prensa comunica las primeras noticias del asesinato de Gustavo Madero y Bassó, Washington se estremece de horror y comienza a entrever la sima de aquel abismo de sangre en que México había caído.

La figura de Huerta, soldadón y brutal, les es repulsiva. La mano del Tío Sam rehuye desde entonces estrechar aquella mano manchada de sangre y lodo, y que más tarde, como la de Macbeth, va a asesinar el sueño.

No es de extrañarse, así, que cuando Huerta en un telegrama lleno de cinismo, de suficiencia y ridículamente vano y pomposo, da cuenta a Washington de su crimen, el gobierno de Taft, y con él todos los Estados Unidos, vuelven la cara con repugnancia y desdén.

Ese desvergonzado mensaje estaba concebido en los siguientes términos:

Ciudad de México, febrero 19 de 1913.
A su Excelencia el C. Presidente de los Estados Unidos, William Howard Taft.
Washington, D. C.

Tengo el honor de informar a usted que he derrocado este gobierno. Las fuerzas están conmigo, y desde hoy en adelante reinarán la paz y prosperidad.

Su obediente servidor.

Victoriano Huerta.

Obediente servidor, dice el menguado; ¿pero cuándo un Jefe de Estado ha sido obediente servidor de otro? Sólo aquel servil dipsómano podía humillarse así, con villana falsía. Pero el resultado de su actitud le fue contraproducente, pues es seguro que Taft y el elemento oficial de su administración no pensaron nunca en darle apoyo moral a Huerta para consolidar su gobierno considerándolo como el lógico restaurador del orden constitucional en México.

LAS SIMPATIAS DEL GOBIERNO NORTEAMERICANO ESTABAN CON FÉLIX DIAZ

Las simpatías del gobierno americano estaban visiblemente del lado de Félix Díaz, y así lo manifestaron con toda claridad desde el fracasado levantamiento de Veracruz, Félix Díaz de Presidente -o todavía mejor-, Francisco de la Barra de Presidente y Félix Díaz de consejero áulico de su gobierno, para hacer uso de una expresión común en esos días, the power behind tlte throne, era el supremo ideal del gobierno americano que se obstinaba en ver en el sobrino de don Porfirio la continuación natural de la leyenda del hombre fuerte para gobernar a México.

La administración de Taft estaba íntimamente ligada con los grandes intereses americanos e ingleses en México; Rockefeller, Aldrich, Lord Cowdray, los Guggenheim, etc. Henry W. Taft, hermano del Presidente, representaba en compañía del procurador general, mister Wickershan, valiosos intereses de la Pearson & Son, Limited (Cowdray); Nelson W. Aldrich, conocido por la ley de tarifas que lleva su nombre, representaba la compañía Rockefeller-Aldrich; y finalmente los Guggenheim estaban representados por el secretario del Interior, Ballinger, quien era también gran amigo y protector del embajador americano. Todos estos grandes intereses estaban naturalmente opuestos a Madero, y desde un principio ejercieron su poderosa influencia para conseguir el apoyo de Washington en favor de De la Barra (1).

La participación de Huerta en el derrocamiento de Madero y su elevación a la Presidencia no eran claramente entendidas en Washington, así como no lo era, en cierto modo, la participación del embajador Henry Lane Wilson en los trágicos sucesos de la Decena Trágica, ni las relaciones ostensibles de éste con el general Huerta, relaciones que para los mexicanos habían alcanzado las proporciones de una bien fraguada conspiración. Que el embajador americano se había excedido en sus funciones diplomáticas, tomando una participación demasiado directa en el derrocamiento de Madero, era aparente a la administración de Taft, y sus actividades y la influencia capital que parecía haber ejercido en el ánimo de Huerta y de sus cómplices eran considerados como un enigma, pero la característica de la política de Taft y de su secretario de Estado, Knox, había sido, desde el principio, dejar que las cosas siguieran el curso que más plugiera a su representante diplomático, y nada se hizo, ni para contener las perniciosas actividades del funesto embajador, ni para encauzarlas en mejor sentido. No parecía sino que el gobierno americano había dado carta blanca a su representante para que hiciera lo que mejor le cuadrara en sus relaciones con Huerta, aun al grado de permitirse señalar a este último la línea de conducta que debería seguir a raíz de la prisión de Madero.

¿Fue esto correcto y justo? De ninguna manera. Ante un criterio imparcial, la diplomacia estadounidense seguida en México en relación con su embajador y con el gobierno del Presidente Madero no podrá nunca justificarse. El daño que causó a México y los mexicanos fue irreparable, dejando en el ánimo de nuestra nación un resentimiento profundo que no puede olvidar.

LA RENUNCIA DEL PRESIDENTE

Al día siguiente el general Huerta mandó llamar al licenciado Lascuráin -dice don Ramón Prida-. Hizo ver al ministro de Relaciones del señor Madero, que era indispensable que este señor renunciara para así legalizar la situacion del nuevo gobierno, diciéndole que el asunto urgía, antes de que los felicistas se repusieran y comenzaran a disponer de los presos, como habían hecho en esa madrugada con don Gustavo Madero; y refirió al señor Lascuráin el trágico fin del hermano del Presidente. El general Huerta ofreció al señor Lascuráin, que inmediatamente que renunciaran los señores Madero y Pino Suárez, saldrían para Veracruz, donde podrían embarcarse e ir en libertad al lugar del extranjero que escogieran.

El señor Lascuráin, profundamente emocionado por lo sucedido a don Gustavo Madero, fue inmediatamente a ver al Presidente de la República, para exponerle el deseo del general Huerta. Ya con la misma misión, y por orden expresa del jefe de la plaza, había hablado con el señor Madero al general don Juvencio Robles, a quien hizo salir de su casa donde estaba enfermo, con ese objeto (2).

El licenciado Federico González Garza, testigo presencial de los siguientes sucesos, dice que el general Robles le planteó prácticamente al Presidente este dilema:

Es usted vencido; el ejército, que todavía antier era el primero y principal apoyo de usted y su gobierno, lo ha abandonado; está usted rodeado de enemigos y ni hay tiempo, ni manera de que alguien intente rescatarlo; su vida en estos instantes depende en lo absoluto de la voluntad de Huerta y Félix Díaz, habiendo sido ya reconocido el primero, de hecho, como jefe de ese ejército. Ahora bien, vengo a participar a ustedes que, o renuncian a sus respectivas magistraturas, en cuyo caso tendrán la garantía de la vida, o de lo contrario quedarán expuestos a todas las consecuencias.

El señor Presidente, con aquel optimismo que jamás lo abandonó, creyó que de buena fe Huerta le mandaba hacer aquella proposición, puesto que, habiéndosele reducido a la impotencia y despojado de toda probabilidad de volver a ganar lo perdido, a lo menos por el momento, no necesitaban sus enemigos arrebatarle también la vida, y bajo esa consideración se resolvió a investigar en qué condiciones, además de la renuncia, se le dejaría en libertad, y al efecto manifestó al comisionado que, como el asunto de que se trataba era de suma gravedad, deseaba que interviniesen en su arreglo altas personalidades diplomáticas para que así revistiese toda la solemnidad y para mejor garantía de su cumplimiento.

Los diplomáticos que propuso fueron al principio los señores ministros del Japón y Chile.

Luego que se retiró el general Robles, el señor Presidente discutió con nosotros el asunto y al fin fijó sus ideas en el sentido de exigir a su vez a Huerta que la renuncia se haría bajo estas condiciones:

1° Que se respetaría el orden constitucional de los Estados, debiendo permanecer en sus puestos los gobernadores existentes;
2° no se molestaría a los amigos del señor Madero por motivos políticos;
3° el mismo señor Madero, junto con su hermano Gustavo, el licenciado Pino Suárez, y el general Angeles, todos con sus respectivas familias, serían conducidos esa misma noche del día 19, y en condiciones de completa seguridad, en un tren especial que los llevaría hasta Veracruz, para embarcarse en seguida para el extranjero y;
4° los acompañarían en su viaje los señores ministros del Japón y Chile (más tarde se sustituyó el primero por el ministro de Cuba), quienes recibirían el pliego conteniendo la renuncia del Presidente y del Vicepresidente, a cambio de una carta en que Huerta debería aceptar todas estas proposiciones y ofreciera cumplirlas.

Poco tiempo espues se presento el senor Lascurain a quien el Presidente impuso de lo anterior, manifestándose el primero lleno de satisfacción al saber que al fin se había encontrado una forma decorosa de concluir el conflicto, retirándose en seguida para encargarse de arreglar todo lo conducente.

Llegó el mediodía y se nos dijo que la mesa estaba servida, y cuando empezábamos a comer, se presentó de nuevo el señor Lascuráin, pero ya no satisfecho como antes, y acompañado del señor ministro de Chile, Hevia Riquelme, del señor Ernesto Madero y un cuñado de éste, los cuatro con sus semblantes sombríos, y el último de ellos me llamó aparte con disimulo, para decirme que en la noche anterior habían matado a Gustavo Madero en las circunstancias que antes indiqué. Disimulé mi emoción y entonces comprendí por qué los recién llegados traían en sus rostros las huellas de una honda pena; pero los señores Madero y Pino Suárez no se dieron cuenta de ello y todos procuramos ocultarles la terrible verdad.

El ministro Lascuráin manifestó piadosamente, con fingida satisfacción, que todo estaba ya arreglado; que Huerta aceptaba todas las proposiciones del señor Madero, en las que estaba inclusa la libertad de su hermano Gustavo, quien desde una noche antes había pasado a la eternidad. Sólo faltaba ahora formular la renuncia, lo que en calidad de borrador verificó en el acto el señor Madero, al mismo tiempo que con tranquilidad comía, escribiendo en una hoja de papel que colocó al lado de su platillo. Concluida la operación, Pino Suárez manifestó con altivez no estar conforme con la razón que se daba como causa de las renuncias y pretendía que se hiciera constar que lo hacían obligados por la fuerza de las armas. Los intermediarios, que se daban cuenta exacta del verdadero e inminente peligro que estaban corriendo las vidas de ambos magistrados, lo persuadieron con tacto de lo inconveniente que sería redactar ese documento en los términos en que lo deseaba Pino Suárez, y al fin se puso como causa la idea general que contiene esta frase: Obligados por las circunstancias ...

Los ministros presentes pasaron en limpio el borrador, y una vez examinado de nuevo y aprobado, salieron presurosos para ir a mostrarlo a Huerta, guardándose el borrador original el señor Lascuráin.

La diligencia empleada por este señor en todo este asunto se debía a que, más que ninguno, estaba presenciando y sufriendo a toda hora la terrible presión de los enemigos, siendo él el verdadero intermediario entre ellos y el señor Madero, y tenía la convicción de que si no obtenía la renuncia de éste en un término perentorio, le arrebatarían la vida al Presidente, como se la habían arrebatado ya a Gustavo Madero y a otras personas adictas a la administración. De allí que pronto regresara nuevamente para llevarse aquel anhelado documento, modificando así el propósito original del señor Madero. En cambio, trajo la novedad que, como prueba de buena fe con que se quería conducir, Huerta comenzaba a cumplir una de las condiciones estipuladas, poniéndome a mí y a los cuñados de Pino Suárez, según orden que por escrito nos mostró el señor Lascuráin, en absoluta libertad.

LAS RENUNCIAS EN LA CAMARA DE DIPUTADOS

Una o dos horas más tarde la Cámara de Diputados entraba en sesión en las condiciones más contrarias para la libre acción de sus miembros y no fue difícil obligar al señor Lascuráin a presentarse en ella para dar cuenta con las renuncias. En las afueras del edificio, en lugares apropiados para que no fuese visible la maniobra, se habían apostado fuerzas competentes, por orden de Huerta, listas para obligar por la fuerza a los diputados a admitir de plano dichas renuncias y a declarar Presidente Provisional por ministerio de ley al ministro de Relaciones. A obligar en seguida a éste, en su efímero interinato de horas, a nombrar ministro de Gobernación a Huerta, a renunciar incontinenti la Presidencia para que ésta en definitiva fuera a recaer en la persona de Huerta, también por ministerio de la ley, obligando, por último, a la Cámara a hacer la declaración respectiva.

Todo esto ocurría entre 6 y media y 8 de la noche, entretanto que los señores Madero y Pino Suárez, sin sospechar lo que allá pasaba, daban en su prisión las últimas disposiciones, antes de que fueran conducidos a la estación del ferrocarril, según estaba convenido, y creyendo que ya no sobrevendría otra complicación; pero habiendo llegado a su conocimiento a última hora que Lascuráin se había dirigido a la Cámara sin obtener previamente la carta en que Huerta aceptara las condiciones que antes he enumerado, pretendió el señor Madero que su tío Ernesto, o cualquier otro amigo, corriese a alcanzar a Lascuráin para que, cuando menos, no renunciara éste su puesto de Presidente interino, ni nombrara a Huerta ministro de Gobernación -que era una parte del plan que los enemigos tenían para que este militar llegara a hacerse cargo del Ejecutivo- hasta que todos estuvieran enteramente a salvo en las aguas del Golfo.

Poco tiempo después regresó Ernesto Madero para informar a don Francisco que ya no se pudo hacer nada, que todo estaba consumado y que ya Huerta era Presidente de la República.

El señor Madero comprendió entonces que se le había tendido un nuevo lazo y comenzó a darse cuenta, esta vez seriamente, de que sus enemigos eran implacables y a temer por su vida y por la de su compañero Pino Suárez. El señor Lascuráin no era el hombre a quien se pudiera exigir actos de suprema energía como los que era menester ejecutar para poder cumplir los deseos del señor Madero.

El ministro de Relaciones sucumbió a la fuerza de las circunstancias, todas adversas para la causa de la legalidad, aunque es responsable en buena parte, como lo son varios de los que fueron ministros del gabinete del señor Madero, de haber contribuido a amontonarlas, todo por su falta de entusiasmo y de convicciones en favor de las libertades e intereses del pueblo (3).

LA GRAVE RESPONSABILIDAD DEL MINISTRO LASCURAIN

Examinando serenamente los hechos históricos que precedieron a la presentación de la renuncia de los señores Madero y Pino Suárez, es evidente que el único responsable de esa entrega anticipada es don Pedro Lascuráin. Este señor, cuya honorabilidad no lo escuda de los severos juicios de la historia, no cumplió con sus deberes hacia el amigo y jefe que le había ordenado, con recomendación expresa, no presentar su dimisión hasta que no hubiese salido del país. No acató esas órdenes, y al no cumplirlas entregó a la muerte al Presidente y al Vicepresidente de la República.

Y su culpabilidad se acentúa cuando sabemos que el señor Lascuráin se apresuró, desalado, a hacer lo contrario que el señor Madero le recomendara poniendo en manos de Huerta los documentos que éste necesitaba para apoderarse del Poder Ejecutivo de la Unión, por ministerio de la ley y con visos de aparente legalidad que le dieron fuerza en el interior y en el extranjero.

La disculpa de que la no presentación de las renuncias significaría la muerte de los presos no es valedera. Esa excusa no estaba basada en el deber ni en la razón, sino en el miedo; no era la defensa de las víctimas sino la defensa personal de quien así procedía.

El temor agudo oscureció la lógica del señor Lascuráin que no vio, o no quiso ver, que si no presentaba aquellas renuncias que le quemaban las manos, Victoriano Huerta habría tenido que asesinar al Primer Magistrado de la República, en cuyo caso no hubiera tenido, como tuvo, la legalidad aparencial que le dieron los diputados a la XVI Legislatura del Congreso de la Unión.

Por supuesto que tampoco el señor Presidente Madero y el Vicepresidente Pino Suárez debieron haber dimitido su alto cargo, no solamente porque era ingenuo creer que el amigo desleal y soldado traidor cumpliría su palabra, pues quien es traidor una vez, lo será ciento, sino por una cuestión de principio: ellos eran supremos mandatarios de la República por la voluntad y la confianza del pueblo y el pueblo nunca quiso quitarles su sagrada investidura que debieron haber conservado hasta el último extremo, es decir, hasta el de ser víctimas de un magnicidio, pero no de un crimen del orden común, por no tener ya la investidura oficial de que ellos mismos se despojaron.

El señor Madero debió haber cumplido al pie de la letra lo que dijera a los senadores cuando le pidieron su renuncia:

... Estoy aquí por mandato del pueblo y sólo muerto saldré del Palacio Nacional.

Y por no haber cumplido ese su altivo y dignísimo deber, dejó de ser héroe para ser solamente un mártir.

NatUralmente que esos hechos no rebajan ante la historia patria los merecimientos excelsos de don Francisco Madero, y en cambio sí hicieron más sucia y repugnante la obra delictUosa de Victoriano Huerta.

Respecto a la actitud de la Cámara aceptando las mencionadas renuncias, he aquí mi parecer, escrito el 25 de agosto de 1913, en Piedras Negras.


Notas

(1) Urquidi, op. cit.

(2) R. Prida, De la dictadura a la anarquía. Imprenta de El Paso del Norte. El Paso, Texas, 1914, t. II, p. 533.

(3) Federico González Garza, op. cit., pp. 410 ss.
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