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HISTORIA DIPLOMÁTICA
DE LA
REVOLUCIÓN MEXICANA
(1910 - 1914)

Isidro Fabela

PRIMERA PARTE

LOS DIPUTADOS RENOVADORES INCORPORADOS A LA REVOLUCIÓN SE DIRIGEN A SUS COMPAÑEROS



A la Cámara de Diputados de la XXVI Legislatura.

El Congreso General de los Estados Unidos Mexicanos tiene ante la historia de nuestra patria una grave responsabilidad: la aceptación de las renuncias del Presidente y Vicepresidente de la República, don Francisco I. Madero y don José María Pino Suárez.

Ni por razones de necesidad nacional, ni legalmente, ni ante los principios de la justicia absoluta, puede fundarse el expresado acto parlamentario.

Don Francisco I. Madero ha sido en nuestra historia política el Presidente de la República mejor electo. Ninguna elección democrática en nuestros anales puede compararse a la suya. La oportunidad de su obra apostólica, la sinceridad de sus doctrinas, sus energías de luchador y revolucionario, el desinterés de su conducta y su noble magnanimidad le abonaron con largueza ante un pueblo oportunamente preparado para recibir con todo el entusiasmo de su alma al redentor de una pesada dictadura. Así fue; y por eso, ante los preceptos escritos de la ley y ante los principios de la democrafia, la elección casi unánime del señor Madero fue inatacable.

Subió al poder por la voluntad soberana del pueblo.

¿Quién tenía derecho a arrebatarle su augusta investidura?

Nadie, ni el pueblo mismo.

Sólo él, por virtud del Art. 82 de nuestra Constitución, tenía facultades para renunciar su alto cargo ante la Cámara de Diputados, que podría aceptar tal renuncia sólo por una causa grave.

Ahora bien: las renuncias presentadas a la Cámara la tarde del 19 de febrero de 1913, por los ciudadanos Presidente y Vicepresidente de la República ¿eran admisibles, debían ser admitidas? No, en absoluto.

Ninguna de las personalidades que se atrevieron a pedir al señor Madero que renunciara la presidencia tenían derecho alguno para tan absurda demanda.

Algunos de sus secretarios de Estado, antes de su prisión y durante el cuartelazo, cometieron la debilidad de aconsejar al primer magistrado de la nación que renunciara por razones de salud pública, sin comprender que el movimiento rebelde era aislado y producido, no por un acto plebiscitario, sino por la reacción conservadora representada por los fuertes intereses creados, de los grandes responsables llamados científicos; por la ambición y la rabia de algunos militares favoritos del dictador Díaz, y por el despecho y el rencor de los herederos de una especie de dinastía que se creía inacabable.

Porque el cuartelazo de la Ciudadela no fue una revolución sino una asonada militar; y nunca en la historia del mundo los cuartelazos han llevado en sus bayonetas envenenadas de odios y despechos la voz de todo un pueblo.

Los señores secretarios de Estado que opinaron por la renuncia no obraron patrióticamente. Su deseo estaba informado, no en necesidades sociales, sino en un espíritu de conservación personal.

Los señores diplomáticos que se permitieron insinuar al Presidente Constitucional de la República Mexicana que debía renunciar a su cargo cometieron un acto de osadía pleno de ignorancia y de falta de respeto. Ninguna ley de derecho internacional público, ninguna práctica diplomática autorizan a un ministro extranjero a inmiscuirse en los asuntos políticos, esencialmente internos del país del cual están acreditados. Afortunadamente, el Presidente Madero con gallarda entereza supo acallar con palabras de razón, de dignidad y de justicia, las pretensiones absurdas de la necedad diplomática.

Y principalmente algunos de los señores senadores al Congreso de la Unión, sin ningún apoyo constitucional y solamente guiados por una perversidad sutil, hija del miedo y de la conveniencia personal, aconsejaron la traición y fueron el sostén público del atentado Huerta-Díaz.

Ellos tendrán que responder, no sólo ante el fallo mediato de la historia, sino ante los tribunales competentes, acerca de la responsabilidad criminal que les resulta en la ruptura del orden constitucional de nuestra República y en la muerte infamante del apóstol Madero.

Estos antecedentes fueron la causa determinante de los crímenes que Huerta tenía premeditados y resueltos desde que fue nombrado por el propio señor Madero jefe de la División del Norte.

Al aprehender Huerta al Presidente y Vicepresidente de la República y arrancarles por la violencia la renuncia de sus altos cargos, cometió los siguientes delitos:

El de rebelión, Art. 313 del Código de Justicia Militar: Serán castigados con la pena de muerte los militares que, sustrayéndose a la obediencia del gobierno y aprovechándose de las fuerzas que manden, o de los elementos que hayan sido puestos a su disposición, se alcen en actitud hostil, para contrariar cualquiera de los preceptos de la Constitución Federal.

Art. 1095, del Código Penal: Son reos de rebelión los que se alzan públicamente y en abierta hostilidad.

Fracción IV. Para separar de su cargo al Presidente de la República o a sus ministros.

Fracción V. Para sustraerse de la obediencia de gobierno en toda o una parte de la República, o algún cuerpo de tropas.

Fracción VI. Para despojar de sus atribuciones a alguno de los supremos poderes, impedirles el libre ejercicio de ellas o usurpárselas.

Usurpación de funciones. Capítulo II del Código de Justicia Militar: Extralimitación de mando o usurpación de él o de comisión o funciones del servicio o nombre de los superiores.

Art.271. Todo militar o asimilado que tome un mando o comisión del servicio, o ejerza funciones de éste que no le correspondan, sin orden o motivos legítimos, o que contra lo dispuesto por sus superiores, retenga un mando o una comisión siempre que no hubiere abusado de una o de otra, perjudicando gravemente a los intereses del servicio o al exito de las operaciones, será castigado con prisión de dos a cinco años. Si ocasionare ese perjuicio se duplicará la pena, y si ocasionándose ese mismo perjuicio, la usurpación de que se trata se hubiese efectuado al frente del enemigo, en marcha hacia él ... la pena será la muerte.

(Después de cometer estos delitos y de haber aceptado la Cámara de Diputados las renuncias del Presidente y del Vicepresidente de la República, el reo Huerta, faltando a su honor de soldado, a su dignidad de hombre y al respeto que debía al primer magistrado de la República, jefe del ejército, perpetró el delito de homicidio en contra de las personas siguientes: Francisco I. Madero; José María Pino Suárez; Gustavo A. Madero, diputado al Congreso de la Unión; Abraham González, gobernador constitucional del Estado de Chihuahua; general Gabriel Hernández; general Ambrosio Figueroa; Adolfo Bassó, intendente de las residencias presidenciales; general Camerino Mendoza, y, últimamente, a los diputados Edmundo Pastelín, Néstor Monroy, Serapio Rendón y A. G. Gurrión, sin contar otros centenares hasta hoy desconocidos).

Ahora bien, al ser presentadas a la representación nacional las renuncias de los señores Madero y Pino Suárez, todos vosotros, señores diputados, como la República entera, tuvieron conocimiento perfecto de las circunstancias precedentes a la sesión del 19 de febrero, sabían que Huerta era reo de varios delitos que merecían pena de muerte, y, sin embargo de esto, fuisteis a la Cámara, y no sólo fueron aceptadas por vosotros unas renuncias arrancadas con amenazas de muerte, sino que cometisteis el atentado inexcusable de autorizar con vuestra presencia la usurpación que del Poder Ejecutivo de la República hiciera Victoriano Huerta.

Políticamente no tenéis ninguna exculpante en vuestra culpabilidad.

Bien es cierto que muchos de vosotros, los renovadores honrados, obrasteis de buena fe, creyendo que vuestro voto salvaría la vida del Presidente Madero. Pero, examinando serenamente el caso, no teníais ningún derecho para pasar por encima de la ley.

Primero son los principios que la vida de un hombre. Y vosotros altruistamente, pero con una confianza imprudente, sacrificasteis a la justicia y al honor nacional por salvar a nuestro apóstol, resultando al cabo y al fin muerto don Francisco I. Madero, maltrechos los principios y vosotros con tremendas responsabilidades históricas.

Esto, sin contar con lo que la opinión pública severamente afirma de la actitud del Parlamento. Dice que vosotros, por temor de perder la vida o la libertad, aceptasteis dichas renuncias excusando vuestro voto con la salvación de dos vidas.

Si en realidad el miedo grave fue el causante de aquel acto, probablemente los asistentes a la sesión del 19 de febrero, ante los preceptos del código penal, no son culpables; pero ante el pueblo y ante la historia, la responsabilidad colectiva existe.

Esto es porque precisamente en los momentos difíciles el pueblo exige de sus representantes actos de heroísmo.

Porque el pueblo sabe que las páginas de la historia de todos los países ostentan honrosamente millares de episodios en que los buenos ciudadanos sacrifican sus vidas en aras de la patria.

No, no supisteis algunos diputados cumplir con vuestro deber de representantes del pueblo.

Y no cumplisteis con vuestros deberes algunos de vosotros, no especialmente por falta de heroísmo, que no todos los hombres nacen héroes, sino porque hay algo más grave y absolutamente inexcusable en vuestra conducta: vuestra asistencia a la Cámara de Diputados la tarde del 19 de febrero.

Si sabíais que al cumplir con la ley, aunque poco probable, era posible un atentado en contra vuestra y no sentíais fuerzas bastantes para desafiar el peligro, ¿por qué asististeis a la sesión del 19 de febrero?

¿Que esto era difícil por la vigilancia y el apremio policiacos? Pues qué ¿ni las dificultades creísteis obligatorio zanjar de alguna manera, cuando en aquel momento histórico naufragaba sin vuestra intervención la legalidad del Estado?

O acaso, señores compañeros, ¿creísteis salvar a la patria deshaciendo con un voto lo que el pueblo mexicano hiciera en el más solemne plebiscito de nuestra historia política?

Señores diputados: vuestra responsabilidad es grave, no sólo porque entraña una de vuestras vergüenzas históricas; no sólo por lo que tiene de injusta e ilegal, sino por las consecuencias que vuestros actos han traído a la República trascendiendo en inmensas desgracias nacionales.

Vuestro voto ha dado ante el mundo apariencias de legalidad a un gobierno de asesinos.

Vuestro voto ha sido la causa de que las naciones extranjeras hayan reconocido un gobierno fundamentalmente ilegal, dándole una fuerza moral que no merece.

Vuestro voto ha hecho que los Estados Unidos de Norteamérica todavía se manifiesten remisos en reconocer a los constitucionalistas la beligerancia que nos daría una victoria rápida.

Por consiguiente, algunos de vosotros, señores diputados, sois principales culpables en la prolongación de esta guerra a muerte entre el pasado y el porvenir, entre los conservadores y los progresistas, lucha en la que palpitan dos pasiones irreconciliables: el odio a la Revolución y un ideal de libertad.

Es cierto, compañeros, que la actitud de muchos de vosotros después del cuartelazo ha sido digna, pero vuestra dignidad, aparte de exponeros al peligro, ha sido estéril. Para que vuestra oposición fuera eficaz necesitaría ser temeraria y resultaría al fin de martirio.

Finalmente, señores diputados, o estáis con Huerta o estáis con la Revolución; o estáis con la ley, en cuyo caso sois revolucionarios, o estáis fuera de la ley sancionando con vuestros actos de presencia los actos de un usurpador.

Vuestro sitio, el que os señala vuestro amor de patriotas, vuestro honor de mexicanos y vuestra dignidad parlamentaria no están en la Cámara de Diputados, no están en la capital de la República, sino al lado de Venustiano Carranza, encarnador del régimen constitucional.

Aún es tiempo, señores diputados, de atenuar vuestras faltas y dejar a salvo ante el porvenir nuestro honor parlamentario.

Es preciso que no olvidéis que es imperiosa, que es urgente la cooperación de todos vosotros al derrumbamiento de la dictadura criminal que ha asaltado el poder.

¿Cómo? No autorizando con vuestra presencia los actos legislativos de un gobierno espurio.

Seguid el ejemplo del pueblo, que comprendiendo sus deberes cívicos y sus derechos políticos, ha sabido contestar los crímenes más tremendos de la historia contemporánea muy dignamente, por medio de una verdadera revolución que sintetiza sus ideales en la redención política, social y económica que reclama ardientemente desde el año de 1910 (1).

EL DECANO REÚNE AL CUERPO DIPLOMATICO.
HUERTA INFORMA AL EMBAJADOR DE LO QUE HA HECHO

Mientras los relatados sucesos se precipitaban aceleradamente, Henry Lane Wilson esperaba en su Embajada el resultado del golpe de Estado que se daría en Palacio.

El 18 de febrero, el embajador americano reúne en su Embajada, a la una de la tarde, a los principales miembros del cuerpo diplomático con el propósito de discutir asuntos muy importantes en relación con la situación de la capital, haciendo circular entre sus colegas el rumor de que algo muy grave iba a ocurrir.

El embajador estaba muy nervioso -dice Juan F. Urquidi en sus Apuntes históricos- y a cada momento se dirigía al teléfono en demanda de noticias que parecía esperar con gran ansiedad. A las dos y media de la tarde, Enrique Zepeda entró intempestivamente a la Embajada, con la cara cubierta de una mortal palidez y la sangre chorreando abundantemente de una herida que tenía en una mano.

Zepeda, próximo a desmayarse y con voz ahogada, se acercó rápidamente al embajador y le dijo en inglés, de manera perfectamente audible para los otros miembros del cuerpo diplomático:

We got him! We got him!

Agotado por el esfuerzo y por la hemorragia, Zepeda cayó desmayado en una silla. Al volver en sí, poco después, dijo al embajador:

He cumplido mi promesa: le dije a usted que una vez sucedida la cosa, usted sería el primero en saberlo, y aquí estoy.

El ministro alemán, que estaba presente, ha relatado este incidente a un amigo de su entera confianza, de cuyos labios he oído más tarde esta anécdota. Si no hubiera otras muchas pruebas en contra de Henry Lane Wilson, este incidente, perfectamente auténtico, demostraría hasta la evidencia su culpabilidad (2).

Deseoso el embajador de tener oficialmente la confirmación de la noticia que Zepeda acababa de comunicarle comisionó al secretario de su Embajada, mister Tennan, para que viese a Huerta con urgencia, se cerciorara personalmente de lo sucedido y expresara su deseo de que se reunieran en la casa de los Estados Unidos él y los principales cabecillas de la Ciudadela, para resolver lo que debería hacerse. Tennan llegó poco después entregando a Wilson una nota, en la cual le participaba Huerta la comisión de su delito. La nota decía:

A Su Excelencia el embajador americano.
Presente.

El Presidente de la República y sus ministros se encuentran actualmente en mi poder, en el Palacio Nacional, en calidad de prisioneros. Confío en que V. E. interpretará este acto como la mayor manifestación de patriotismo de un hombre que no tiene más ambiciones que servir a su país.

Ruego a V. E. que se sirva aceptar este acto como uno que no tiene más objeto que el de restablecer la paz en la República, y asegurar los intereses de sus hijos y los de los extranjeros que nos han traído tantos beneficios.

Presento a V. E. mis saludos, y con el más grande respeto le ruego que se sirva hacer llegar el contenido de esta nota a la atención de su Excelencia el Presidente Taft.

También ruego a usted que trasmita esta información a las varias misiones diplomáticas de la ciudad.

Si su Excelencia quiere hacerme el honor de enviar esta información a los rebeldes de la Ciudadela, vería yo en este acto un motivo más de gratitud de parte del pueblo de esta República y de la mía propia, hacia usted y el siempre glorioso pueblo de los Estados Unidos.

Con todo respeto, soy de V. E. obediente servidor.

(Firmado.)
Victoriano Huerta.
General en jefe del ejército de operaciones y comandante militar de la ciudad de México.
México, febrero 18 de 1913.

Esta sola nota, con la recomendación de que el embajador le haga el honor de mandar informar a los rebeldes de la Ciudadela, revela de modo innegable la complicidad que existía entre el representante de mister Taft y los traidores acaudillados por Félix Díaz.

¿No prueba lo anterior, lo que llevo dicho acerca de que el embajador yanqui era el alma del complot, y el conducto por medio del cual se comunicaban los traidores con los ciudadelos? Esta comunicación huertiana nunca fue publicada completa en México; pero en 1916 la publicó, ¡para defenderse!, Henry Lane Wilson, y obra en los archivos del Departamento de Estado, en el cuerpo de una nota fecha 18 de febrero de 1913 (3).

Al mismo tiempo que Huerta enviaba a Lane Wilson la nota anterior, redactó el siguiente manifiesto que circuló públicamente en todo México:

Al pueblo mexicano:

En vista de las circunstancias difíciles por que atraviesa la nación y muy panicularmente en estos últimos días en la capital de la República la que por obra del deficiente gobierno del señor Madero, bien se puede calificar de situación casi de anarquía, he asumido el Poder Ejecutivo, y en espera de que las Cámaras de la Unión se reúnan desde luego para determinar sobre esta situación política actual, tengo detenidos en el Palacio Nacional al señor Francisco I. Madero y su gabinete, para que una vez resuelto este punto y tratando de conciliar los ánimos en los presentes momentos históricos, trabajemos todos en favor de la paz, que para la nación entera es asunto de vida o muerte.

Dado en el Palacio del Poder Ejecutivo, a 18 de febrero de 1913.

(Firmado)
Victoriano Huerta (4).

El mismo día en la noche -dice don Ramón Prida- reuniéronse en la Embajada algunos ministros extranjeros, que deseaban saber la realidad de los acontecimientos. El señor embajador no pudo recibirlos desde luego, porque estaba atendiendo a otras visitas. En uno de los salones de la Embajada, conversaban los generales Victoriano Huena y Félix Díaz, en presencia del embajador. Acompañaban al primero los señores Enrique Zepeda y Joaquín Maas. Al brigadier lo acompañaban los señores Rodolfo Reyes y Fidencio Hernández, estando también presente el senador don Guillermo Obregón. Ahí se discutieron los términos en que quedaba pactado el repano que del poder hacían dos ambiciosos frente a frente. Sucedió, como lo pinta la fábula y acontece siempre en tales casos; todo se lo llevó el león.

El general Huerta discutió uno que otro nombre de ministros, más bien por fórmula: así se quitó la cartera de Hacienda a don Carlos G. de Cosío, para darla a don Toribio Esquivel Obregón, a quien ni consultaron, limitándose a enviarle un recado para que al siguiente día se presentara en el ministerio de Gobernación a protestar.

Formada la lista, el embajador Wilson, con ella en la mano, fue al salón contiguo, donde estaban los ministros extranjeros esperándolo.

Después de los saludos correspondientes, el embajador les dijo:

Señores, los nuevos gobernantes de México someten a nuestra aprobación el ministerio que van a designar, y yo desearía, que si ustedes tienen alguna objeción que hacer, la hagan para trasmitirla a los señores generales Huerta y Díaz que esperan en el otro salón. Con esto demuestran el deseo que les anima de marchar en todo de acuerdo con nuestros respectivos gobiernos, y así, creo firmemente que la paz en México está asegurada. (5).

Los ministros se apresuraron a tomar copia de los nombres que estaban en la lista, y al llegar al señor Garza se iba a crear, uno de los presentes objetó:

Este señor Aldape, que figuraba en el ministerio de Agricultura que -dijo- es un ladrón.

El señor Garza Aldape -repuso el embajador- no es más que un proyecto de ministro.

Nosotros -dijo el ministro de Cuba- no creo que debamos rechazar ni aprobar nada, sino simplemente tomar nota de lo que se nos comunica y trasmitirlo a nuestros gobiernos.

La mayoría de los presentes apoyaron las palabras del señor Márquez Sterling, y el embajador regresó al salón donde lo esperaban los señores Huerta, Díaz y personas que los acompañaban. El embajador manifestó que los representantes diplomáticos no hacían ninguna objeción a los ministros propuestos -siendo así que debió haber dicho la verdad, lo que dijo Márquez Sterling:

Nosotros no tenemos que rechazar ni aprobar nada, lo que era muy diferente.

Momentos después, los diplomáticos eran invitados a pasar al salón, donde estaban los generales Huerta y Díaz, y ante ellos, el licenciado Rodolfo Reyes, con gran énfasis, dio lectura a lo que el público ha dado en llamar el pacto de la Ciudadela y que mejor debería designarse como lo hago yo: El Pacto de la Embajada, (6) que es el siguiente:


Notas

(1) Excitativa parlamentaria. Ver el capítUlo correspondiente en el libro de Isidro Fabela Arengas revolucionarias. Discursos y artículos políticos. Madrid, 1916. Al publicar en 1916 la excitativa anterior, hice la aclaración siguiente: Debo aclarar al propio tiempo que los diputados renovadores, con la viril actitUd que posteriormente desarrollaron en la Camara contra el dictador Huerta, provocaron la disolución del Congreso, desapareciendo así la aparente legalidad que para los mal informados tuviera aquel gobierno usurpador.

(2) Juan F. Urquidi, op. cit.

(3) Bonilla, op. cit., p.85.

(4) Bonilla, op. cit., p. 86.

(5) Estas palabras son del licenciado Prida, quien dice en su obra citada: Estas notas me fueron dadas por los ministros que se encontraban en la Embajada, y en cuya veracidad no puedo tener la menor duda.

(6) Licenciado Ramón Prida, De la dictadura a la anarquia, pp. 544 ss.
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