HISTORIA DIPLOMÁTICA
DE LA
REVOLUCIÓN MEXICANA
(1910 - 1914)
Isidro Fabela
PREFACIO
Emprendo hoy un estudio sobre la Historia Diplomática de la Revolución Mexicana, de la que fui actor y testigo. Mi propósito es el de que no se pierda la valiosa documentación que poseo, la cual, por ser de primera mano, constituye un factor importante para los historiadores. Al decir documentación no me refiero solamente a los papeles originales y a las copias valederas que conservo en mi archivo, sino también a la bibliografía que he aprovechado y a los recuerdos todavía vivos en mi memoria sobre los hechos que se desarrollaron a mi alrededor en el período revolucionario iniciado el año de 1910. O sea que, después de contribuir modestamente a hacer la historia, ahora voy a escribirla. De esta suerte cumplo un sagrado e inaplazable deber; sagrado porque atañe a la patria, como es la forja de sus anales; e inaplazable porque es urgente aprovechar la vida cuando todavía puede servirnos en las recordaciones del pasado. La heurística, que es la disciplina que se ocupa de la búsqueda y compilación de los documentos históricos, no me ha significado dificultades insuperables. Desde luego se trata de historiar una época no muy lejana. De 1910, punto de partida de mis relatos y comentos, a la fecha, han transcurrido sólo 48 años; y, por otra parte, las obras fundamentales que he utilizado para mi trabajo, aunque muy raras, existen, y me han prestado beneficios de incalculable valor. Los libros que me han servido de fuente básica para el corto período del Presidente don Francisco I. Madero son varios, y algunos de ellos de verdadero valor histórico. Debo hacer una mención especial de la obra La sucesión presidencial, del propio caudillo; de Madero, por uno de sus íntimos; Los últimos días del presidente Madero, por Manuel Márquez Sterling; la Memoria del licenciado Jesús Acuña; La Revolución Mexicana, del licenciado Federico González Garza; El régimen maderista, de Manuel Bonilla Jr.; Carranza, de Francisco L. Urquizo; La herencia de Carranza, de Luis Cabrera; La revolución y sus hombres, de Rip Rip, Carlos Samper y el general José P. Lomelín; De cómo vino Huerta y cómo se fue (Apuntes para la historia de un régimen militar); México revolucionario, de Alfredo Breceda; Los Estados Unidos contra la libertad, de Isidro Fabela; Por la verdad, de J. B. Cólogan; De la dictadura a la anarquía, de Ramón Prida; Arengas revolucionarias, de Isidro Fabela; La Revolución y Madero, de Roque Estrada, etc.; un artículo periodístico del norteamericano Roben Hammond Murray, y el juicio acusatorio de Norman Hapgood; y entre lo desconocido hasta hoy las Memorias inéditas y archivo de mi dilecto amigo el culto ingeniero don Juan F. Urquidi que sus familiares tuvieron la gentileza -que nunca les agradeceré lo bastante- de poner a mi disposición; así como también la impotante obra inédita del licenciado don Ramón Prida La culpa del embajador norteamericano Henry Lane Wilson en el desastre de México. En cuanto a la época preconstitucional del gobierno revolucionario del Primer Jefe, don Venustiano Carranza, la obra que me ha servido de guía y que me servirá de fondo inapreciable para el estudio de nuestra política internacional y diplomacia es la mandada editar por el general Cándido Aguilar cuando era secretario de Relaciones Exteriores en el gabinete del Presidente Carranza, con el título de La labor internacional de la Revolución Constitucionalista; así como el libro de don Rafael Alducin titulado La Revolución Constitucionalista, los Estados Unidos y el A. B. C.; Informe de don Venustiano Carranza; La invasión yanqui, de Justino Palomares; Nuestros buenos vecinos, de Mario Gil; La intervención norteamericana en México desde la caída de Francisco I. Madero hasta abril de 1917, de Stanley Yohe, los artículos periodísticos de Ray Stannard Baker, etc. Respecto del importantísimo libro La labor internacional de la Revolución Constitucionalista, debo decir que esta obra fue destruida malintencionadamente al triunfar el movimiento rebelde de Agua Prieta encabezado por los señores Obregón, Calles y De la Huerta. Felizmente cuando se llevó a cabo tal desacato ya algunos ejemplares habían sido distribuidos. Los que se salvaron se pueden considerar como verdaderas joyas bibliográficas. Pero lo que avalora mi estudio de manera exclusiva es mi propio archivo histórico que contiene piezas auténticas, dignas de atención por las firmas que las calzan o por los hechos que consignan, todas ellas referentes a la Revolución. Entre los documentos que poseo encuéntranse buen número relativos a mi jefe directo el señor Carranza, los cuales por razones de mi cargo de entonces -oficial mayor de la secretaría de Relaciones Exteriores, encargado del despacho- obran en mi poder; y otros importantísimos que me fueron proporcionados por familiares de don Venustiano Carranza con el fin de que yo los aprovechara para escribir la historia que con este volumen inicio (1). Además de las anteriores fuentes nacionales de documentación me valdré de obras de autores noneamericanos que considero meritorias no sólo por su nutrida documentación sino por sus juicios serenos y atinados. Esto además de una fuente de inapreciable valor: los States Papers, de la Secretaría de Estado del gobierno de Washingron, que arrojan plena luz sobre algunas cuestiones que en estas páginas vamos a tratar. Naturalmente que al final de este primer volumen de mi Historia diplomática de la Revolución Mexicana haré una relación de la bibliografía que he utilizado, mencionando no sólo las obras que consulté directamente sino también las que no tuve a la vista pero que sí aparecen citadas en los estudios que he aprovechado. Esto con el fin de que las personas que deseen ahondar en la materia tengan las referencias respectivas que las conduzcan a la fuente que les interese consultar. En la realización de mi empeño he fincado la ilusión de saldar un compromiso moral que, no obstante haber sido estrictamente privado, constituye para mí el más solemne deber. Me refiero al ofrecimiento reiterado que hiciera a mi respetado amigo y superior jerárquico don Venusciano Carranza, de escribir la historia de las relaciones internacionales de México durante la Revolución. Esto fue cuando el propio señor Carranza me requirió para ello diciéndome que por ser yo su colaborador más cercano en el ramo de nuestros negocios exteriores, y además escritor, a mí correspondía escribir esa historia. Fue entonces cuando le empeñé mi palabra de honor de que, Dios mediante, yo cumpliría fielmente aquella manda. Comienzo a cumplir ahora esa promesa con entusiasta beneplácito no solamente por el amor congénito que siento por la historia de la Revolución sino porque antes amé a la Revolución misma considerando que era no solamente la salvación de México, sino la base de su porvenir como pueblo en el interior y, como Estado, desde el punto de vista internacional. LA DIPLOMACIA PORFIRISTA La diplomacia porfirista no tuvo en realidad problemas intrincados que resolver con nuestros vecinos; lo que es natural pues cuando entre dos Estados, uno poderoso y otro débil, el fuerte indica con señales de mando lo que el otro debe hacer, y éste obedece, las dificultades no tienen por qué surgir. La política del general Díaz hacia los Estados Unidos revistió las características de una amistad obsecuente dispuesta siempre a no permitir que el más leve obstáculo alterara nuestras relaciones con Washingron. A este propósito considero pertinente citar el atinado juicio de mi dilecto amigo el talentoso polígrafo Luis Cabrera, que dice, en su interesantísimo libro La herencia de Carranza, lo que transcribo: La política del general Díaz de procurar el progreso de México a fuerza de protección a los capitales extranjeros llegó a producir un sistema aristocrático en el cual el extranjero, además de las ventajas que le daba su cultura, gqzaba de una condición verdaderamente privilegiada con respecto al mexicano dentro de las leyes y fuera de ellas. Las garantías constitucionales de la vida y de la libertad, para él, sí eran efectivas, mientras que para el mexicano siempre fueron letra muerta. Y no solamente tenía medios legales de hacerse respetar, sino que había además, de parte del gobierno, un propósito espontáneo y empeñoso de dar al extranjero una protección especial. Como ejemplo bástenos citar que un extranjero no podía ser encarcelado cuando cometía algún delito sin todos los requisitos constitucionales y, además, sin haberse dado oportunidad a su ministro o a su cónsul de informarse de los motivos de su detención y, en cierto modo, de tocar los resortes posibles de su libertad. Y aun si era encarcelado, lo cual sólo sucedía cuando realmente había causa justificada, la libertad caucional era para el extranjero facilísima, mientras que para el mexicano era casi imposible. Recuérdese, por ejemplo, el caso de Hampton -creo que así se llamaba-, aquel americano que asesinó a un negro en un restorán porque así trataban a esos perros en Estados Unidos y que, después de ir hasta tres veces a jurado, por fin salió absuelto. Por supuesto, no hay memoria de que en tiempo del general Díaz se haya aplicado el artículo 33. Por cuanto a sus intereses, la condición del extranjero era todavía más francamente privilegiada. No sólo las leyes y las disposiciones administrativas eran deliberadamente preferenciales para el capital extranjero, sino que las autoridades, en la práctica, llegaban al colmo de la abyección en cuanto se trataba de intereses extranjeros, tuvieran o no razón. En lo administrativo hay que recordar como ejemplos las concesiones para usar de la expropiación por causa de utilidad publica que se otorgaron a las empresas ferrocarrileras y que fueron usadas tan inicuamente por dondequiera que pasaban, tendiéndose las líneas. Recuérdese por ejemplo, el derecho que se concedió a la Compañía Mexicana de Luz y Fuerza para expropiar una faja hasta de 70 metros de ancho desde Necaxa hasta El Oro para el paso de sus líneas de transmisión eléctrica y la forma tan poco hUmana con que usó ese derecho al atravesar pueblos y cortar las pequeñas propiedades. Por lo que hace a la justicia -protección en caso de disputa-, la historia de los últimos 10 años del gobierno del general Díaz fue una verdadera vergüenza. El extranjero tenía asegurado todo fallo judicial, por injusta que fuese su causa, mientras que el mexicano se debatía impotente y tenía que pagar grandes honorarios de abogados o perder su fortuna. Y si las autoridades judiciales espontáneamente, por costumbre y consigna tácita general no fallaban en favor del extranjero, el Presidente mismo se encargaba de recomendar el fallo final ante la Suprema Corte, fundándose en altas razones de conveniencia pública. Como ejemplo me viene a la memoria el caso' de las minas de San Juan Taviche, que se disputaban un señor Baigrs, mexicano, y un señor Hamilton, y en el cual estaba ya dicha la última palabra por la Suprema Corte en favor de Baigts, a quien patrocinaba nada menos que don Eutimio Cervantes. Bastó que Hamilton interesara en un 50 por ciento a un licenciado Wilfley y que éste viniera con una carta de presentación del Presidente Taft para el general Díaz, para que nuestro foro fuese testigo del caso más vergonzoso (aun suponiendo que Hamilton hubiese tenido justicia) deshaciéndose precipitadamente todo el procedimiento y pisoteándose la cosa juzgada. En los últimos tiempos del general Díaz era imposible litigar contra ningún extranjero. Si era español, el abogado de última instancia era don Iñigo Noriega (2) que litigaba gratis y contaba siempre con la mayoría de la Suprema Corte y aun con magistrados a sueldo. Si era francés, lo defendía Limantour. Si era inglés, intervenía severamente Sir Reginald Tower (3). Y si americano, lo patrocinaba descaradamente; Mr. Henry Lane Wilson. Era público y notorio que manana a manana estaba de guardia en los corredores de la Suprema Corte de Justicia a la entrada y salida de magistrados, un abogado de la Embajada Americana para asegurarse del resultado de los amparos -todo litigio acababa en amparo-, en que pudiera haber un interés directo o indirecto de americanos. Puede decirse que en materia de protección a la persona y a los intereses de los extranjeros no sólo contaban con la que las leyes concedían (mientras esas leyes nunca se cumplían para los mexicanos) sino que tenían, además, la protección diplomática, que por supuesto raras veces se hacía sentir en forma oficial, porque ya antes se había dado al extranjero mucho más de lo que era suyo. Nada de extraño tiene, pues, que los injustos privilegios en favor de los extranjeros se hayan contado entre las causas de la Revolución de 1910. Y así se explican las agresiones de que durante esa y la de 1913 fueron víctimas algunos extranjeros, dando lugar a las críticas severas que contra nosotros se hicieron (4). Otros extremos señalaré para que se vea hasta qué punto había caído nuestro decoro en materia internacional. Mi querido amigo el poeta Luis G. Urbina, que fuera secretario particular del maestro Justo Sierra, ministro de Instrucción Pública en el último gabinete del Presidente Díaz, me refirió este hecho histórico: Una mañana, después de su acuerdo ministerial con don Porfirio, llegó muy triste don Justo a su despacho de la calle del Relox (hoy Argentina). - ¿Está usted enfermo, señor?- le pregunté. - No viejecito, enfermo no, sino apenado ... Acaba de contarme el general Díaz que el gobierno de Washington le ha pedido que expulse de nuestro territorio a don José Santos Zelaya, ex-Presidente de Nicaragua que ha venido a refugiarse a México después de verse obligado a renunciar la presidencia de su país. - ¿Y qué ha hecho el señor Presidente? - Se considera comprometido, por razones de Estado, a complacer al gobierno de Washington. Y así fue Zelaya, al ser depuesto de su alto cargo (5) por una revuelta intestina provocada y protegida por los Estados Unidos, solicitó de nuestro plenipotenciario en Managua, don Bartolomé Carvajal y Rosas, que le permitiera venir a México en el cañonero Guerrero, amparado así por la bandera mexicana. Con la venia de nuestra Cancillería el ex-Presidente vencido y desterrado llegó a nuestra República, de donde fue expulsado para complacer el deseo inhumano y arbitrario de las autoridades estadounidenses. Otro caso. Durante las fiestas del centenario de nuestra independencia, el año de 1910, el óptimo poeta de habla castellana en aquella época, Rubén Darío, fue nombrado répresentante diplomático del gobierno nicaragüense para asistir a la fastuosa celebración. Dispuesto a cumplir su encargo Rubén llegó a Veracruz, donde fue recibido con suprema admiración y acendrado cariño no sólo por nuestras autoridades municipales, sino por nuestros más prestigiados hombres de letras encabezados por el soberano de nuestro parnaso, Salvador Díaz Mirón. Pero ... el glorioso Darío no pudo llegar sino a Jalapa. Un úkase del secretario de Estado norteamericano, acatado servilmente por nuestro gobierno, impidió a Rubén llegar a la ciudad de México, la que tanto ansiaba conocer. ¿Y por qué? Razón sencilla: Darío había osado escribir su soberbio canto a Teodoro Roosevelt, que era un apóstrofe contra el irreductible dictador. En su canto decía:
Las inmortales estrofas del glorioso poeta del mundo hispánico deberían tener una sanción ejemplar. Y la tuvieron prohibiéndole a su autor venir a la ciudad de México. Notas (1) Dicho acervo histórico, debidamente clasificado, forma parte del patrimonio de la Fundación Isidro Fabela, que he constituido por testamento con el fin de dejar al Estado Mexicano, bajo el amparo de la Ley de Asistencia Privada, mi Casa del Risco, con su biblioteca, pinacoteca y archivo literario e histórico, que quedarán al servicio público oprtunamente. Esa oportunidad vendra cuando yo falte, o bien, en vida, si esto me fuere posible arreglarlo. (2) Potentado español muy amigo del Presidente Díaz. (3 Ministro Plenipotenciario de S. M. Británica. (4) Luis Cabrera, La herencia de Carranza. Imprenta Nacional, S. A., México. (5) Sobre la Revolución de Nicaragua y la caída del Presidente Zelaya se pueden conocer los detalles históricos en la obra del autor Los Estados Unidos contra la libertad. Barcelona, 1920. Ver el capítulo titulado Nicaragua.