Indice de Los fisiocratas de Carlos Gide y Carlos Rist | CAPÍTULO CUARTO | CAPÍTULO SEXTO | Biblioteca Virtual Antorcha |
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LOS FISIÓCRATAS Carlos Gide y Carlos Rist CAPÍTULO QUINTO El comercio Hasta el presente hemos permanecido, al estudiar a los fisiócralas, en los dominios de la teoría; pero donde la influencia fisiocrática se dejó sentir con más fuerza fue, indudablemente, en el campo de la economía política aplicada, la reglamentación del comercio, el papel que correspondía desempeñar al Estado y la base del impuesto (1). La operación de cambio en sí misma, reducida al acto único y esencial do ut des, no produce nada absolutamente, según los fisiócratas, puesto que, como de la misma definición se desprende, implica únicamente la equivalencia de los valores permutados. Luego si cada una de las dos partes que intervienen en la operación retira precisamente el equivalente de lo que ha puesto, ¿dónde está la nueva riqueza creada? Claro está que el cambio puede ser leonino y enriquecer a una de las dos partes a expensas y con detrimento de la otra; pero en este caso no por eso hay más creación de riqueza que en el anterior, desde el momento que lo que la una gana la otra lo pierde (2). Si yo cambio mi botella de vino por tu pedazo de pan habremos realizado una doble traslación de riqueza, que, indudablemente, satisface mucho mejor las necesidades de cada uno de nosotros; pero no ha habido ninguna creación de riqueza nueva, desde el momento que, hasta por definición, los dos objetos cambiados son equivalentes. Nosotros razonamos hoy de muy diferente manera. Los economistas han hecho notar que si yo cambio mi botella de vino por tu pedazo de pan es, indudablemente, porque yo tendría más hambre que sed, en tanto que, a la inversa, tú tendrías más sed que hambre; por lo tanto, la botella de vino ha ganado en utilidad al pasar de mis manos a las tuyas, así como el pan la ha ganado también, pasando de las tuyas a las mías, y en este doble acrecimiento de utilidad vemos, a la vez, un acrecimiento real y efectivo de riqueza. Pero esta manera de discurrir hubiera parecido absurda a los fisiócratas, porque, no concibiendo la riqueza si no era bajo la forma material, no podían alcanzar a comprender cómo una creación puramente subjetiva de utilidad pudiera ser calificada de productiva. Por lo que al comercio se refiere, ya sabemos que, en su concepto, los comerciantes estaban comprendidos, con los industriales, dentro de la clase estéril, lo cual es ya bastante significativo. Esta sencilla palabra hace venir al suelo todas las teorías que hacía dos siglos enseñaba el mercantilismo, a saber: que el comercio exterior era el verdadero y único medio para enriquecerse de que podía disponer un país. Los mercantilistas concebían al Estado bajo la apariencia de un rico comerciante, igual, ni más ni menos, que cualquier mercader adinerado de Amsterdam. Para los fisiócratas, en cambio, el Estado encarnaba en la forma de un gentilhombre rural viviendo por sus tierras y para sus tierras. El comercio exterior no produce, en su opinión, como tampoco el comercio interior, ninguna riqueza real, sino únicamente una ganancia, la cual es muy diferente, puesto que aquello que es adquirido por el uno es lo que pierde el otro. Todas las naciones comerciales se enorgullecen por iguál de enriquecerse
por el comercio; pero, ¡qué cosa más asombrosa!, todas creen enríquecerse ganándoselo a las demás. Hay que convenir que esta pretendida ganancia, tal y como ellas la conciben, debe ser una cosa bien milagrosa, porque, en esta opinión, cada uno gana y nadie pierde (3). Indudablemente, un país se puede ver obligado a hacer venir del extranjero aquellas substancias que le son necesarias y que él no puede producir, o bien a ceder, a los otros países, aquellas otras que no puede consumir por cualquier causa; de aquí que el comercio exterior sea indispensable; pero esto es, dice Mercier de la Riviere, subrayando la frase, un mal necesario (4). Quesnay se contenta con llamarlo lo menos malo que puede suceder (5). El único cambio verdaderamente útil es aquel que hace pasar directamente los productos desde las manos de los agricultores a las manos de los consumidores, porque sin él dichos productos no servirían para nada y tendrían que perecer entre las mismas manos de los que los produjeron; pero el cambio que consiste en comprar los referidos productos para luego volverlos a vender, ese cambio al que se da el nombre de tráfico (el único al que hoy día conviene la apelación de acto de comercio, en el sentido jurídico de la palabra), ese no es más que una dilapidación de las riquezas, puesto que, efectivamente, una parte queda absorbida por el traficante (6). A la centuria siguiente, esta misma idea se vuelve a encontrar en los escritos de Carey. Mercier de la Riviere compara, muy ingeniosamente, los comerciantes a esos espejos dispuestos en forma especial para reflejar al mismo tiempo y en direcciones diferentes los mismos objetos. Exactamente lo mismo que estos espejos, ellos parecen multiplicar los productos y engañan así a las miradas que no lo observan más que superficialmente (7). Concedámosles todo eso que dicen; pero una vez admitido ese desdén para el comercio, ¿qué consecuencias hemos de sacar de él? ¿Que hay que prohibir el tráfico, o reglamentarlo, o dejarlo en completa libertad? Ninguna de estas conclusiones está determinada claramente por las premisas. Lógicamente pensando, hay que deducir que si el comercio es inútil, la más conveniente sería la primera solución. Sin embargo, la que los fisiócratas preconizán es la tercera. Pero, ¿por qué es ello, entonces? Se comprende muy bien que los fisiócratas hayan condenado los sistemas mercantilistas o colbertistas, que tenían por fin procurar al país una balanza de comercio favorable, puesto que ellos estimaban este fin quimérico y hasta inmoral. Pero ya no se explica tan bien por qué deseaban la libertad del comercio, ya que, según ellos, no servía para nada. Los economistas, que, al presente, preconizan el libre cambio, lo hacen con la idea que este libre cambio es un gran beneficio para todos los países, y que cuanto más desarrollo alcance, tanto más ricos llegarán a ser los países cocambistas. No era éste, empero, ni con mucho, el pensamiento de los fisiócratas. Si fueron librecambistas fue, principalmente, porque los fisiócratas pensaban, más que en nada, en la libertad de comercio en el interior, y es preciso conocer hasta qué punto pesaban sobre él, en esta época, trabas extraordinarias (8). Y lo eran, además, porque llevando implícito el orden natural la libertad para cada individuo de comprar y de vender como mejor le plazca, no había términos hábiles para distinguir, en buenos principios de lógica, si era en el interior o en el exterior, desde el momento que ese mismo orden natural, por otra parte, no reconoce fronteras (9). Y lo eran, finalmente, porque la libertad del comercio, decían ellos, asegura el buen precio. Ahora bien; es preciso desentrañar el significado que ellos querían dar a estas palabras. ¿Acaso llamaban así a la baratura en los precios? ¡De ninguna manera! No hay nada que pueda asegurar él mejor precio posible como la libre concurrencia de los comerciantes extranjeros, así como no hay nada como el precio alto que pueda procurar y mantener la opulencia y la población de un reino, merced a los cuidados de la agricultura (10). Este razonamiento nos parecerá, con toda seguridad, desconcertante, porque estamos acostumbrados a ver a los librecambistas, al contrario que los fisiócratas, glorificarse de la baratura; pero quizá se le comprenda mejor si se piensa en que éstos no se preocupaban para nada, absolutamente, de la importación de los productos agrícolas. En dicha época, en efecto, no había nada que temer, sobre todo, por la de los cereales, pues los medios de transporte eran todavía insuficientes; para éstos, el libre cambio se reducía a la libre exportación (11). Según Oncken, el régimen comercial anhelado por Quesnay era el mismo que se practicaba a la sazón en Inglaterra: favorecer la exportación del trigo, con el fin de sostener las cortes de los reyes, y en caso de superabundancia, mantener un buen precio, por un lado, y por otro, no permitir la importación sino en momentos de verdadera escasez y para evitar una carestía demasiado grande. En una palabra, la libertad de comercio, para los fisiócratas, consistía, principalmente, en la abolición de todas aquellas medidas -tan exageradamente ensalzadas bajo el antiguo régimen-, que tendían a la vez a impedir la exportación de los cereales al extranjero y a restringir el libre comercio en el interior (12). Pero esta concepción fisiocrática no tardó en rebasar con mucho la línea que le marcaran las circunstancias a las que debía su nacimiento, y en llegar a convertirse en la tesis de la libre concurrencia absoluta, la misma que en nuestros días Walras ha formulado del modo siguiente: La libre concurrencia en los cambios asegura para cada parte el máximo de utilidad final, lo que viene a ser lo mismo: la satisfacción máxima de las necesidades. Y casi todos los argumentos que durante un siglo van a ser utilizados al servicio de la campaña librecambista, se encuentran ya formulados por los fisiócratas. Aquí citaremos tan sólo los más importantes: 1° La refutación del argumento de la balanza del comercio se encuentra expuesta, con una claridad meridiana, por Mercier de la Riviere: ¡Perfectamente! Política ciega y estúpida, ¡yo voy a satisfacer plenamente todos vuestros deseos! Yo os doy toda la cantidad de oro y de plata que circulaba en las naciones con las que comerciabais: ¡Ya la tenéis aquí reunida! ¿Qué queréis hacer de ella? Y a continuación demuestra, en primer término, de qué manera ningún país extranjero podrá comprar ya más, y cómo, por lo tanto, cesará toda la exportación, y en segundo lugar, que la carestía excesiva exigirá necesariamente las compras en el exterior, y de aquí la emigracion de numerario, lo que sería, por otra parte, el único remedio (13). 2° Refutación de la tesis que sostenía que los derechos de aduana serían pagados por el extranjero. El extranjero no os venderá nada si no le pagáis al mismo precio que le quierais dar las otras naciones. Y si establecéis unos derechos sobre la entrada de su mercancía, tendrá que ser en un sobrealzamiento del verdadero precio que el extranjero habrá recibido; estos derechos de entrada, pues, os tendrán que ser pagados solamente por vuestros compradores nacionales (14). 3° Refutación de la política llamada de reciprocidad. Un derecho de entrada establecido en la nación vecina perjudica a la nación que ha vendido, en tanto en cuanto disminuye el posible consumo de sus producciones. Este efecto indirecto es inevitable, pero, ¿acaso son las represalias el mejor procedimiento para repararlo? Inglaterra ha establecido sobre los vinos franceses derechos tan enormes de importación, que la compra de los mismos en dicho país queda sumamente restringida; pero, ¿es que porque establezcáis por vuestra parte unos derechos recíprocos a la entrada de sus productos, ya por eso se encontrará en mejores condiciones para comprar vuestros vinos? El perjuicio que ella os hace, ¿encontrará su remedio en el que vosotros le hagáis? Si hemos sido tan prolijos en la multiplicidad de citas, es porque nada tan concreto se ha dicho como argumento desde hace cien años. Y estas teorías recibieron también, inmediatamente, su consagración legal por los edictos de 1763 y 1766, que establecían la libertad del comercio de los granos, el primero para el interior y el segundo para el exterior, no, sin embargo, sin dejar subsistentes algunas severas restricciones. Desgraciadamente, la Naturaleza se portó de la manera más ingrata con sus rendidos adoradores, los fisiócratas, pues desencadenó en seguida cuatro o cinco años consecutivos de escasez, de los cuales el pueblo hizo responsables, como se puede muy bien suponer, al nuevo régimen y a los fisiócratas, que habían sido sus inspiradores. Y de esta manera, y a pesar de sus protestas, la ley liberal fue abolida en 1770, para ser restablecida en 1774 por Turgot, y abolida de nuevo por Necker en 1777, alternativas y vaivenes que revelan de la manera más clara las dudas y la incertidumbre de ánimo de la opinión pública. Esta legislación nueva y el sistema fisiocrático, en general, suscitaron un inflamado contradictor en la persona del abate Galiani, un monseñor napolitano en la corte de Francia que, a la edad de veintiún años, había escrito en italiano un libro digno de notar, acerca de la moneda, y que en el año 1770 escribió unos Diálogos sobre el comercio de los trigos, en un francés verdaderamente maravilloso, los cuales alcanzaron el más resonante éxito, y que Voltaire, singularmente, ensalzó sin medida. No obstante, estos diálogos eran mucho más de estimar por la forma que por el fondo. Galiani no era precisamente opuesto al dejar hacer: No hace falta -decía- prohibir nada, en cuanto sea posible. Lo que es preciso, cuantas veces se pueda, es procurar inclinarse del lado de la libertad (15). Pero se declaraba contra todo sistema general, y más que nada contra la abdicación en manos de la Señora Naturaleza. Es ella demasiado gran señora -escribe en otro lugar de la obra- para ocuparse de nuestros andrajos? (16). Al igual que la escuela realista o histórica de nuestros días, afirmaba que había que aplicar los principios, según los tiempos, los lugares y las circunstancias. ¿De qué país se trata? ¿Cuál es su situación geográfica, etcétera (17). Al lado de Galiani se puede considerar colocado al gran financiero Necker, el cual, en un extenso libro acerca de La legislación y el comercio de los cereales, publicado el año 1775, viene a sostener, aproximadamente, las mismas opiniones oportunistas de aquél, y una vez que se vió elevado al cargo de Ministro (de 1776 a 1781, y luego, por segunda vez, de 1788 a 1790), prohibió el libre comercio de los granos. Es un hecho notable, no obstante, que hubo una clase de comercio, ¡una sola!, y no de las de más escasa importancia, para la que los fisiócratas mantuvieran la reglamentación. Y esa fue la del dinero: el préstamo. El marqués de Mirabeau no admitía el interés más que en los prestamos agrícolas, porque en ellos dicho interés no era sino la representación de un aumento real y verdadero de las riquezas, del producto neto; pero quería prohibirlo, o cuando menos limitarlo en el comercio, llegando hasta a tratarlo muy injuriosamente, cuando lo llamaba un tributo exigido por orden de la avaricia insaciable de los rentistas. El doctor Quesnay, al igual que Mirabeau, no daba al interés otro fundamento que el producto neto de la tierra -porque todo capital, afirmaba, puede ser destinado a adquirir un terreno-, pero, menos riguroso que este último, se contentaba con no pedir más que una limitación legal. En este punto, los fisiócratas se muestran altamente lógicos, puesto que si no se realiza el caso previsto por ellos como legitimador del interés, es decir, si el capital no se invierte en la tierra, sino en la industria o en el comercio, que, según su definición, son estériles, es evidente que el interés no podrá ser producido más que en el bolsillo del prestamista, y entonces los fisiócratas deben muy cuerdamente condenarlo, exactamente de la misma manera que condenaban el impuesto de las clases industriales y comerciales, según hemos de ver más adelante. El único que admite francamente la libertad en el préstamo del interés es Turgot (18). La razón que da de ello no es solamente el argumento fisiocrático de que el poseedor del capital pudiera invertirlo en terrenos, sino principalmente el de que puede emprender una producción cualquiera, siendo los capitales, como son, la base indispensable de toda empresa (19), y que, por lo tanto, no cedería jamás su capital más que a los que le ofrezcan, cuando menos, el equivalente de aquello que hubiera podido obtener aplicándolo a la industria o al comercio. Este argumento parece muy bien implicar que, en su opinión, toda empresa es virtualmente productiva. Y, en efecto, uno de los rasgos más característicos que diferencían a Turgot de la escuela fisiocrática es el de que aquél no consideraba como estériles a la industria y al comercio.
Notas (1) Acaso se extrañe el no ver comprendida en esta enumeración la libertad del trabajo, es decir, la abolición de los gremios, el honor de cuya desaparición se hace remontar hasta los flslócratas, pues fuera de toda duda está que ellos protestaron contra la regla que hacia del derecho a ejercer un oficio, un privilegio, cuya concesión estaba en manos del rey: máxima la más odiosa para las almas honradas que haya podido jamás Inventar el espíritu de dominación y de rapiña, como dice Baudeau en sus Efemérides (año 1768, tomo IV). Resulta, por lo tanto, atribuido, con muy justo titulo, a la doctrina fisiocrática el honor del famoso edicto de Turgot, de enero de 1776, aboliendo las maestranzas e instituyendo para todo el mundo, sin excepción, la libertad de trabajo. Pero, con todo, hay que confesar que se han preocupado muy poco de este asunto en sus escritos, sin duda porque, estando considerado por ellos como estéril el trabajo industrial, las reformas que se introdujeran en la organización de este trabajo nada les tocaban de cerca. (2) El cambio es un contrato de igualdad que se hace entre un valor y otro valor Igual. Por lo tanto, no es un medio de enriquecerse, ya que se da tanto como se recibe, ni más ni menos; pero si es un medio de satisfacer las necesidades y variar su disfrute (Le Trosne, págs. 903 y 904). Pero, añadlmos nosotros, eso de satisfacer las necesidades y variar su disfrute ¿qué es sino más que aumentar la propia riqueza? (3) Mercier de la Riviére, pág. 545. (4) Página 548. (5) El balance en dinero es lo peor que puede suceder en el comercio exterior, a causa de las muchas naciones que no podrán devolver, en cambio, producciones de la misma utllidad o del mismo uso ... Y el mismo comercio exterior es lo menos malo que puede suceder a aquellas naciones a las que no basta el comercio interior para vender al por menor los productos de su pais ... Es una cosa muy singular el que se haya concedido tanta importancia a este balance en metálico que es, en realidad, lo menos malo que le puede ocurrir al comercio (Quesnay: Diálogos, pág. 175). (6) Los comerciantes, aquellos a quienes tal nombre se aplica, no son, en realidad, más que traficantes. Y el que trafica no es más que una especie de asalariado que, merced a su industria, consigue apropiarse una parte de las riquezas de los demás hombres (Mercler de la Riviére, página 551). Las ganancias de los comerciantes de un producto cualquiera no son nunca provechos para el deudo (Quesnay; pág. 151). (7) El Orden Natural, pág. 538. (8) Obligación de no vender más que al por menor, de no vender más que en cantidades limitadas, de no guardar el trigo durante más de dos años, y aun en la venta en el mercado, vender primero a los consumidores, después a los panaderos y, solamente en último lugar, a los negociantes, etcétera. (9) Que se mantenga, pues, la más completa libertad de comercio, ya que la policia del comercio, así interior como exterior, más segura, la más exacta, la más provechosa para la Nación y para el Estado, consiste en la más completa libertad en la concurrencia (Quesnay: Máximas, XXV). (10) Diálogos. pág. 153. Carestía trae abundancia, se decía, o lo que es lo mismo, estimula la producción; y, a la inversa, también Boisgilbert habia dicho: El bajo precio prepara la escasez; Mercier de la Riviére, a su vez, dice igualmente: El buen precio habitual y constanle asegura siempre la abundancia ...: y esto sentado, sin libertad no hay ni buen precio ni abundancia (pág. 570). Sin embargo, en otro lugar (Máximas, pág. 98), Quesnay se limita a decir que el libre comercio de los cereales transformará el precio en más igual. También Turgot (en sus Cartas sobre él comercio de los granos) desarrolla ampliamente el mismo argumento, y hasta intenta dar de él una demostración aritmética, que, por otro lado, no es necesaria, porque es una verdad incontrovertlble, si bien más de orden psicológico que económico: que un precio uniforme de 20 pesetas es preferible a dos precios alternativos de 35 y de 5 pesetas, aunque en ambos casos sea la misma la media aritmética. (11) Ob. cit., pág. 376. No obstante, merece la pena notar que la concurrencia americana ha sido expresamente prevista por Quesnay, lo cual es, ciertamente, uno de los más admirables ejemplos de previsión cientifica que se pueden citar. Dice Quesnay, en su articulo de la Enciclopedia acerca de los granos: Lo que se puede temer es la fertilidad de las colonias de América y el acrecentamiento y desarrollo de la agricultura en el Nuevo Mundo; pero descarta, al menos provisionalmente, este temor por la curiosa consideración de que el trigo de allí es de menos calidad que el trigo de Francia y se echa a perder en el viaje. Véase, asimismo, lo que hemos dicho más arriba sobre la posibilidad de que los fisiócratas hubieran sido proteccionistas si hubiesen vivido en nuestros dias. (12) El sistema proteccionista de entonces, contra el cual luchaban los fisiócratas, se proponía como fin desarrollar la industria favoreciendo la exportación de los productos manufacturados; pero restringiendo, por el contrario, la exportación de los productos agrícolas y de las primeras materias, con objeto de asegurar a los industriales una mano de obra y unas primeras materias abundantes y a precios muy baratos. En absoluto se preocupaban de impedIr la importación del trigo: ¡al contrario! El mercantilismo y el colbertismo sacrificaban por dos veces al cultivador: 1° Impidiendo la exportación de los cereales; 2° Permitiendo su importación; es decIr, la inversa de lo que entonces se hacía precisamente con los productos manufacturados. (13) Página 576: En último análisis, ¿qué es lo que habéis conseguido con querer vender siempre a los extranjeros sin comprarles, en cambio, ninguna de sus mercancias? ... Dinero que no podréis conservar y que volverá a salir de vuestras manos sin que os haya podido ser útil ... Cuanto más se multiplica el dinero, en tanta mayor escala pierde de su valor venal, mientras que las otras mercancías lo aumentan con relación a él (Mercier de la Riviere, págs. 580 y 583). (14) Turgot: Obras completas, tomo I, pág. 189. Si abrumáis con vuestras exigencias e imposiciones a los comerciantes extranjeros, ellos, en revancha, no os facilitarán las mercancías de que tenéis necesidad, más que haciendo que vuelvan a caer sobre vosotros mismos las imposiciones con que quisisteis cargarlos (Quesnay: Diálogos). (15) Dialogos, págs. 254 y 274. (16) Ibid., pág. 237. (17) Ibid., pág. 22. El mismo, por otra parte, proponía un sistema bastante complicado, tolerando únicamente derechos muy moderados para la exportación e importación de los cereales, de un 10 por 100, aproximadamente, en el prImer caso, y de un 5 por 100 en el segundo. (18) Es el autor de un célebre escrito acerca de este asunto: Memorias sobre el préstamo en metálico, 1769. (19) Reflexiones sobre la formación de las riquezas, párrafos LIX, LXI y LXXIV.
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