EMILIANO ZAPATA
Y EL
AGRARISMO EN MÉXICO
General Gildardo Magaña
TOMO I
CAPÍTULO VI
LOS GRANDES CRÍMENES DEL CACICAZGO MORELENSE
Escribimos estas líneas en un día primero de mayo, después de presenciar la grandiosa manifestación con que los trabajadores organizados del Distrito Federal celebraron el Día del Trabajo en la capital de la República.
Miles de obreros de ambos sexos, en numerosos y compactos grupos, portando los estandartes de sus sindicatos, desfilaron ordenada, triunfalmente, por las principales avenidas de la metrópoli burguesa.
Hombres de arrogancia juvenil, vistiendo el traje dignificable del trabajador, junto a veteranos a quienes la brega cotidiana no ha restado energías para la lucha societaria, marchaban satisfechos y orgullosos, a la zaga de damas, nobles de alma y jóvenes de cuerpo, que compartían muy justa, muy merecidamente. los frutos obtenidos como recompensa de los esfuerzos y los sacrificios.
Música de aires marciales llenaban de alegría y entusiasmo al conglomerado victorioso, al ejército de trabajadores que ha iniciado, bajo felices auspicios, la renovación social y económica de la Patria.
En las puertas y en los balcones de las casas señoriales, la burguesía, resistiéndose a confesar su derrota, soplaba con aire vanidoso a los rescoldos de su prepotencia, ansiosa de encender fuego en las cenizas del pasado, murmurando, al oído de caducos empleados envejecidos en los pupitres de la Banca y del Comercio, y de políticos hechos ricos al amparo de las inmoralidades de la dictadura, el nombre de Mussolini como una esperanza.
Al mediodía, las campanas de los templos lanzaron al aire las sonoridades de sus bronces; la multirud detuvo su marcha y oradores de bríos e ideas nuevas, apostrofaron con verbo candente a los extorsionadores de la clase trabajadora y condenaron con frase justa a los esbirros de la burguesía que, en Chicago, el 1° de mayo de 1886, sacrificaron a los primeros obreros que se atrevieron a pedir la jornada mínima.
Vino a nuestra mente, entonces, el recuerdo de las víctimas del cacicazgo morelense; la remembranza de los grandes crímenes que el oro de los ricos hacendados y la lenidad de las autoridades corrompidas mantuvieron en la más completa impunidad; honrados labriegos que un día osaron levantar su voz contra las injusticias de los amos, impelidos por las desgracias que abatían a su clase o por la miseria que carcomía sus existencias, fueron inmolados en aras de la paz porfiriana; y cuando ni este infame procedimiento fue suficiente para satisfacer el afán de opresión de los de arriba, el hambre, la sed, el fuego, la piqueta, se cebaron en las humildes chozas de los campesinos, hasta que poblados enteros desaparecieron.
Recordamos la vívida narración sobre la tragedia de Antonio Francisco, el Patriarca de Tepalcingo; la destrucción de Acatlipa, la de Tequesquitengo y otras más.
De la narración que hace un testigo presencial, tOmamos algunas escenas que, sucediéndose con demasiada frecuencia, convirtieron en un infierno el vergel de Morelos.
La tragedia de Antonio Francisco
Era el año de 1886 -dice el autor de la narración a que aludimos (Se refiere a Nicasio M. Sánchez, quien fuera diputado en el Estado de Morelos durante 1912. Precisión de Chantal lópez y Omar Cortés), Antonio Francisco vivía en la Villa de Tepalcingo, del DistritO de Jonacatepec, Estado de Morelos; esta población, donde se cosecha el maíz en abundancia, tenía en esa fecha más de cinco mil habitantes, en su mayoría indígenas; también había muchos que se dedicaban a la cría de ganado vacuno y caballar.
Los indios de ese lugar son muy trabajadores y de costumbres moderadas; a las ocho de la noche entran en un silencio sepulcral; todos están durmiendo en sus hogares, recogidos; pero en cambio, a las tres de la mañana todos están en pie, principalmente las mujeres que se levantan a moler el nixtamal para hacer las tortillas; ese aspecto de la población es bellísimo, contemplándolo desde la altura inmediata, con sus luces refulgentes ...
Antonio Francisco era un anciano que tenía como unos sesenta años. Era de los primeros que se levantaban y daba buena cuenta de cuanto veía al nacer el día.
Como pertenecía a la raza indígena pura estaba bien conservado, notándose en sus movimientos que era un hombre de acción, pues tan cumplía al pie de la letra con sus obligaciones del hogar, como con las que se había impuesto como un buen ciudadano, aceptando los cargos concejiles que por unanimidad de votos le daban los electores en los comicios.
Cuando no era Regidor del Ayuntam!ento era Presidente Municipal, y siempre de los primeros en observar el cumplimiento de la ley ... y cuando le tocaba visitar el ramo de Hacienda, era terrible, examinando partida por partida.
Tenía una verdadera veneración por el inmortal Altamirano, con quien cultivaba buenas relaciones. Una vez me decía: Vengo de México; fuí a ver a Altamirano para ver qué le han parecido los papeles que le llevé desde hace un mes; pues ha de saber usted que guardo una gran reliquia del pueblo y son los títulos de los terrenos que la hacienda de Santa Clara le ha quitado; se los llevé a Altamirano para que me dijera si valían y caso de ser buenos, reclamar esos terrenos. El resultado ha sido muy favorable para nosotros, porque me ha dicho que con esos documentos ganaremos; me dió una carta de recomendación para el licenciado Noriega para que me patrocinara y ya pasé a Cuernavaca a ver a este señor.
Más tarde me decía:
El negocio va muy bien; parece que nos harán justicia; el fallo que esperamos es que esos terrenos volverán a ser del pueblo. Se comprende que la autoridad no quiere fallar, porque hace días que nada más me están entreteniendo.
Habían pasado unos dos meses cuando volví a hablar con Antonio Francisco, y entonces, al tratar del asunto, me dijo indignado:
¿Sabe usted lo que ha pasado? No lo va usted a creer; pero ya comprenderá usted; por lo que le voy a contar, cómo son los ricos y las autoridades con los pobres: Pues ahí tiene usted que seguí yendo a saber el fallo y siempre me salía el empleado: Venga a la tarde, venga mañana, no está el juez, falta la firma, etc., etc., y yo, resignado y sin desmayar, seguí hasta ver a qué grado llegábamos.
Lo más que me ha molestado es que el Jefe Político una vez me dijo: Don Antonio, yo le aconsejo que deje usted a su tierra, que abandone esa cuestión que le está haciendo a Santa Clara, y que viva en otra tierra distante sin acordarse de nada que afecte a la hacienda.
Ante semejante proposición me llené de ira y le dije: Sí me voy, pero dígamelo por escrito; pues de otra manera no lo haré porque tengo la conciencia de ser honrado, de no faltar al Gobierno en nada y ser un buen ciudadano. El Jefe Político, con una satánica sonrisa, me dijo: Está bien, don Antonio, pues usted lo sabe. También me pone de mal humor, el hecho de que varias noches han visto los vecinos a la comisión (así se llamaba a los rurales) que anda rondando mi casa; unas noches me dicen que la han visto en la boca del callejón; otras, que llegan al frente de mi casa y que antes de amanecer se retiran. Yo no sé qué buscarán, pero es el caso que eso es muy sospechoso.
Transcurridos algunos meses, volví a la tierra de Antonio Francisco y como siempre, me dirigí a su casa; pero, al llegar, me encontré con una mujer que, con cara asustada y en voz baja, me dijo: Váyase usted pronto, corra, no lo vayan a ver, y le suceda algo; no sabe usted lo que ha pasado! ...
Con semejante sorpresa me retiré de aquel lugar, y picando a mi caballo con las espuelas, me fuí violentamente pensando en lo que me había dicho aquella buena señora. Me dirigí al otro extremo de la población en busca de un amigo que tenía para que me sacara de la duda porque aquello de no le vaya a pasar algo me hacía pensar que también a mí me amenazaba algún peligro.
Quién fue el asesino
Aquel amigo me refirió lo siguiente: Antonio Francisco, con su terquedad acostumbrada, siguió el juicio que tenía promovido en contra de la hacienda de Santa Clara; se dió cuenta del riesgo que corría su vida, porque no era un secreto que varias veces, por las noches, sigilosamente se presentaban hombres armados del gobierno, y no obstante eso y lo que el Jefe Político le había dicho, seguía viviendo en la población.
Para destruir los trámites del juicio. el Jefe Político fue llamando uno por uno a los peticionarios que firmaban con Antonio Francisco; los amenazó con colgarlos si no se desistían; los más miedosos fueron los primeros en firmar su desistimiento, en tales términos escrito por los usurpadores del derecho, que Antonio Francisco resultaba ser un instigador. Algunos de los que no se quisieron retractar, no concurrieron a la cita, se fueron para México donde se consideraban seguros.
Antonio Francisco salió un día a habilitarse, como siempre había sido su costumbre, a la plaza de Jonacatepec. Como a medio camino encontró al esbirro de los hacendados, Manuel Alarcón, jefe de rurales y mismo que después fue Gobernador; al encontrarlo entabló con él el siguiente diálogo:
- ¿Es usted Antonio Francisco?
- Nunca lo podré negar; yo soy Antonio Francisco.
- Sé que usted sabe hasta dónde llegan los terrenos de Tepalcingo, ¿me hará usted el favor de enseñármelos?
- No entiendo cómo puede usted preguntarse eso, cuando no es usted la autoridad que me lo debe preguntar.
- Yo no tengo la comisión de recorrer esos linderos, pero sí la tengo, de que me los enseñe a la simple vista; así es que le exijo que lo haga.
- Pues vamos. Desde ese lugar -dijo, señalando un punto con el índice de la mano derecha- le indicaré poco más o menos esos linderos.
- Pase usted por delante.
Antonio Francisco fue caminando; pero como la intención era seguramente que saliera fuera del camino, una vez que estaba a algunos metros fuera de él, Manuel Alarcón le dijo:
- ¿Dónde están esos linderos?
- Allí, y comenzó a señalarle algunos lugares.
- Pues aquí se va usted a quedar de lindero. Y en seguida se oyó una descarga, quedando Antonio Francisco muerto.
Como la víctima iba acompañada y como en ese día acostumbran muchos ir a la plaza, no faltaron testigos y cuando Alarcón llegó a Tepalcingo ya se sabia lo acontecido.
Alarcón, como si se hubiera tratado de alguna fiera, afirmó que, al ir por el camino real, un hombre que caminaba en sentido contrario, mal hubo visto a los rurales había huído rumbo al monte; que él, Alarcón, creyéndolo criminal, había hecho fuego y aquel hombre había muerto.
Era suficiente la explicación para que las autoridades de Tepalcingo absolvieran de toda culpa al esbirro que en recompensa de estos buenos servicios, fue, poco tiempo después, elevado a la Primera Magistratura del Estado.
La muerte de Antonio Francisco es uno de tantos casos de asesinatos instigados por los terratenientes. Vamos a tomar de la misma narración, un caso de despojo que para consumarlo fue necesario hacer que desapareciera un pueblo de más de quinientos habitantes.
LA DESTRUCCIÓN DE PUEBLOS
Acatlipa, un pequeño paraíso
Los que hayan viajado de México a Acapulco, hace como veinticinco años -escribía en 1915 el mismo señor Nicasio Sánchez-, recordarán que al atravesar el Estado de Morelos, entre la hacienda de Temixco y la de El Puente, se encontraba un pequeño poblado, encantador por su exuberancia. El camino real pasa al lado poniente del pueblo, y unos árboles grandes dan pródiga sombra a los viajeros que, calenturientos, sudorosos y llenos de sed, encuentran alivio y descanso a sus fatigas.
En Acatlipa, los viajeros hacían alto para tomar frugal refrigerio. Y mientras a mi compañero y a mí nos preparaban el almuerzo, nos dimos a recorrer el pueblo.
Entramos por la calle principal de aquel delicioso lugar. A la izquierda y a la derecha se contemplaban las arboledas: aquí, un árbol con las ramas cargadas de fruto; allá, flores, y más allá, las casas de palma y tlasol (Nombre dado a la hoja seca de la caña de azucar) de aquellos humildes labriegos. Los mangos de Manila, las limas, los mameyes, los granados y otras frutas de tierra caliente, como la naranja, daban vista encantadora a aquel pequeño paraíso. Admirado le dije a mi compañero: Corramos a almorzar y después volveremos, pues tengo deseos de pasar aquí la tarde y la noche. Luego que almorzamos nos dirigimos a una cantina, en donde apenas había lo indispensable para satisfacer las principales necesidades del pueblo, que tendría unos quinientos habitantes. (Cantina le llamaban donde vendían pan, café, chocolate, aguardiente, petróleo, etc., etc.).
- Buenos días, le dije a un hombre como de sesenta años de edad, de rostro afable, donde se caracterizaba la honradez.
- Los tengan ustedes muy buenos, pasen ustedes. ¿Qué se les ofrece?
- Deseamos que, si a usted' no le es molesto, nos permita pasear en su huerta; nos quedamos en este lugar nada más para eso.
- Cómo no, señores, pasen ustedes; vamos, los acompañaré con mucho, gusto, no sólo a la mía, sino a las demás que hay en el pueblo.
¡Qué horas tan deliciosas pasé en aquellos sitios perfumados por la vegetación!
La conversación de aquel pobre anciano fue amena; pero dejó de serla cuando me refirió que ese pueblo estaba llamado a desaparecer.
- ¿Y por qué? Eso no puede ser; ¡eso es imposible!
- Pues sí, señor; no obstante que complacemos al amo de la Hacienda de Temixco con ir a trabajar, se ha empeñado en comprarnos nuestros terrenos por precios insignificantes y nosotros nos rehusamos porque aquí nacimos. Según decían nuestros antepasados, la mayor parte de las tierras que tenía el pueblo y que eran de los ejidos, se las ha cogido la hacienda; y ahora el enviado que nos ha mandado el administrador, dice que si no le vendemos, nos quitará el agua y que, una vez que se sequen todas las huertas, no tendremos más remedio que venderle.
- Pero, ¿qué ustedes no han acudido a la aUtoridad para que los defienda de semejante tirano?
¡Si viniera una revolución!
- Sí señor, hemos tocado todos los recursos que están a nuestro alcance; pero no hemos conseguido nada. Al contrario, el hacendado nos ha denunciado como bandidos; ha dicho que los robos del punto de Panocheras son hechos por nosotros, que somos una amenaza para la tranquilidad pública de estos lugares y como ya hemos visto que a algunos los ha venido a aprehender el señor Juan Valle, Comandante de Xochitepec, y los ha fusilado, tememos, con razón, que nos vaya a suceder alguna desgracia. Los más miedosos ya han vendido en cualquiera cosa sus tierras y se han ido a otra parte en pos de su tranquilidad; nosotros nos venimos sosteniendo hace algunos años con súplicas, yendo a trabajar en lo que quiere el amo para que así se borre la ambición que tiene en hacer suyo todo esto que nos queda de nuestros padres y como todas las autoridades están a favor del rico, no tenemos más remedio que lanzarnos de aquí. Si viniera una fuerte revolución, como la del padre Hidalgo, en favor de los pobres, entonces sí sería otra cosa; pero ¡sabe Dios cuándo el pueblo reclamará sus derechos! -dijo aquel anciano, suspirando ...
- Tiene usted razón; yo creo que algún día cesarán esos abusos; pero para eso tendría que correr mucha sangre ... amigo, las revoluciones no se resuelven de otro modo. LOs ricos, los aristócratas que quieren tener al pueblo en la ignorancia, son poderosos, cuentan con el Clero, que es también poderoso por sus millones, y hasta con la aristocracia de los extranjeros, donde se encuentran los representantes de las grandes naciones del globo. Con que, ya verá usted que esa empresa de derrocar tanto tirano, es colosal ...
En 1910, cuando empezó la Revolución, me encaminé al pueblo de Acatlipa para alentar a los vecinos a que tomaran las armas; creía yo que irían con placer a pelear la reivindicación de sus derechos. Pero, cuál sería mi desilusión: ¡El pueblo ya no existía! ¡Sólo el campanario sobresalía como testigo mudo, de entre los cañaverales de la hacienda de Temixco!
Me fuí a Tetlama y allí supe que habían seguido las persecuciones, llamando revoltosos del pueblo a los que iban a Cuernavaca en busca de algún abogado; que los aprehendían y se los llevaban a Yucatán, de donde ya no volvían; que la hacienda les quitó el agua y que las huertas se secaron y la hacienda se apoderó primero de los ejidos y luego fue demoliendo las chozas de los trabajadores hasta hacer desaparecer el hermoso pueblecillo.
El caso de Acatlipa no fue único
Este caso horripilante de despojo se repitió muchas veces en Morelos, originando sucesos sangrientos que empezaban al iniciarse contra el hacendado el litig!o judicial por cuestiones de linderos entre su finca y los terrenos comunales del pueblo cercano, y que acababa con la completa destrucción del caserío, como ocurrió en Acatlipa. El pueblo de San Pedro fue absorbido por la hacienda del Hospital; Cuachichinola, por la finca de igual nombre; Sayula, por la de San Vicente, y así otros muchos; culminando las infamias en el caso de Tequesquitengo, un poblado de indígenas labriegos que resistieron amenazas, vejaciones sin cuento, deportaciones a los lejanos e insalubres territorios, por defender el sitio de sus mayores, hasta que los propietarios de la hacienda de San José Vista Hermosa sepultaron los pobres aduares en el fondo del lago formado en la cuenca sin salida en que existió el pueblo.
El sacrificio de Jovito Serrano
En Yautepec, el año 1902, por orden de los acaudalados propietarios de la hacienda de Atlihuayán (hijos de Antonio Escandón), se tendió una cerca doble, desde un punto denominado La Ceiba, cercano a dicho pueblo y limítrofe con la finca, la que llegó hasta Las Tetillas, pretendiendo así anexar a Atlihuayán siete caballerías de los terrenos comunales del pueblo, sin más fundamento que la ley del fuerte contra el débi. El ganado de los ranchos, reconociendo sus comederos, brincaba sobre dicha cerca, derribándola en algunos tramos, por lo que se le retenía en la hacienda, la cual se hacía pagar crecidas multas, o de lo contrario, dejaba morir de hambre a los animales. Como protestaron los ganaderos por esos atropellos, temporalmente fue enviada a dicha finca una fuerza rural, para apoyar a los empleados de la misma.
Los afectados por tal medida se agruparon en gran número, con objeto de defender sus derechos, y designaron para que los representara en sus reclamaciones al señor JovitO Serrano, vecino del lugar, quien había dado muestras de ser un hombre honrado y de carácter. Fue igualmente comisionado el señor Miguel Urbina para que le ayudara en sus gestiones, en las que, aunque en forma secundaria, también fueron ambos auxiliados por algunos de los perjudicados, entre otros, por los señores Ambrosio Castillo, AgapitO Gómez, Aniceto Gómez, Apolinar Roque, Guadalupe Gómez, Hermenegildo Gómez, Higinio Duque, Hilario Castro, Jesús Ramírez, José Valero, Julio Mariaca, Lino Pérez y Manuel Cabrera.
Se acordó entonces que una comisión de sesenta vecinos del lugar, encabezada por el propio señor Serrano, se trasladara a la capital de la República, a efectO de hacer valer sus derechos, y entre las medidas que tomaron, estuvo la de llegar hasta e! Presidente de la República, general Porfirío Díaz, ante quien expusieron, con pruebas documentales irrefutables, el derecho que les asistía, demostrando palmariamente el atropello de que habían sido víctimas. El viejo gobernante oyó con calma a la numerosa comisión de campesinos y les manifestó que en vista de que la razón estaba de su parte, él no tenía inconveniente en prestarles su ayuda; pero que era de todo punto indispensable que los patrocinara un abogado, a fin de que por la vía judicial continuaran haciendo las correspondientes gestiones; a lo que contestaron que ya habían nombrado al señ0r licenciado Francisco A. Serralde, lo que pareció merecer la aprobación del Presidente.
Los comisionados regresaron a su pueblo confiados en que se les haría justicia; y haciendo verdaderos sacrificios pecuniarios, continuaron la desigual lucha en contra de Escandón por algo más de tres años, tiempo en que se supuso que la Suprema Corte de Justicia, atendiendo a la razón que asistía a los qúejosos, dictaminaría en favor de sus intereses.
En uno de los viajes que para ultimar los trámites del juicio hizo a la capital de la República el señor Jovito Serrano, fue aprehendido en el hotel del Seminario donde se hospedaba, el día 11 de mayo de 1905, sosteniendo e! siguiente diálogo con sus aprehensores:
- Jovito -dijo uno de ellos-, venimos de parte de don Pablo Escandón para que vaya usted a verlo; tiene que entregarle un pliego.
A lo que contestó el señor Serrano:
- Yo no puedo ir a ver al señor Escandón, porque tenemos un litigio los de Yautepec contra la hacienda de Atlihuayán.
Los policías, que indudablemente deben haber tenido órdenes de proceder como lo hacían, insistieron nuevamente en que los acompañara, y como se resistiese, se identificaron como agentes de la policía reservada y, por la fuerza, lo condujeron al cuartel de Teresitas y de allí al de San José de Gracia, donde cambiaron su nombre por el de Genovevo Sánchez, con objeto de borrar toda huella y poder así despojarlo impunemente de los documentos de que era portador. Igual cosa ocurrió con el señor Ambrosio Castillo, compañero del señor Serrano, a quien le pusieron el nombre de José de la Cruz.
Los dos prisioneros fueron deportados a Quintana Roo, con treinta y cinco indígenas vecinos de los pueblos de San Andrés de la Cal, San Juanico, Santa María y Tepoztlán, también del Estado de Morelos, quienes se habían opuesto a la inicua explotación de sus montes por los contratistas favoritos del Gobierno, y los de Santa María por el litigio que tenían con la hacienda de Temixco, por los montes del Noroeste de Cuernavaca.
Al pasar los prisioneros por Veracruz, Serrano, burlando la vigilancia de los custodios, buscó la forma de escribir a su esposa, comunicándole cuanto le había ocurrido.
El 29 de noviembre del mismo año el esforzado defensor de los intereses del pueblo de Yáutepec, don Jovito Serrano, murió en el lugar de su destierro, Santa Cruz de Bravo, Quintana Roo, sin que, a ciencia cierta, hubiera sido conocida por sus familiares la causa de su muerte.
Y desde entonces la señora María de Jesús Espinosa viuda de Serrano, y sus hijas, víctimas de aquellos incalificables atropellos, arrastran su miseria por las populosas calles metropolitanas.
Durante el cacicazgo morelense, el peón de los campos surianos trabajó de sol a sol por un exiguo salario y fue azotado como bestia, despreciado como sér inferior, acosado como criminal de instintos demoníacos, cuando se atrevía a levantar la frente, y asesinado a mansalva, como se mata a los bandidos de encrucijada, cuando de sus labios surgía una palabra de protesta.
Tenían que realizarse las esperanzas del sexagenario vecino de Acatlipa, que condensaba en su frase sencilla y consoladora: ¡Si viniera una revolución en favor de los pobres, entonces cambiarían estas cosas! ...
En el desnivel social; en el acaparamiento de riquezas; en el abuso del poder; en el tratamiento inhumano para los que trabajan, para los que hacen producir sus optimos frutos a la tierra y mueven las máquinas de la industria y forman las vanguardias y aun los ejércitos que iniciaron la Independencia y conservan la integridad nacional; en el menosprecio absurdo para los que no nacieron ostentando patronímicos de una nobleza apolillada o falsa; en el insano afán de desvirtuar la verdad, de pervertir la fe, de mantener la ignorancia en los cerebros de nuestros campesinos, a quienes se les negó la luz de la escuela y los bienes de la civilización; en la abominable maculación de conciencias, para cuyo logro se ha trasmutado en temor (el inexplicable temor al Dios Justo) la veneración a la figura unciosa de Jesús de Nazareth, torciendo la práctica de su doctrina, que es de amor y de equidad y se ha relegado a las tinieblas de una inmensa ingratitud el ejemplo y la obra pía y cristiana de Fray Bartolomé de las Casas, para aherrojar espíritus y voluntades, creando la esclavitud del cuerpo y el servilismo del pensamiento, en todas estas injusticias, en estas aberraciones y en estos sacrificios tonificó su médula prolífica la gran Revolución que acabamos de presenciar.
Fue el transcurso de más de tres siglos de dolor y de martirio, el que puso en las manos encallecidas de los parias el fusil libertario; y para quienes con ellos compartimos las alternativas de la contienda, larga y sangrients, sus triunfos nos alegran y nos satisfacen. Por eso exaltó la fibra de nuestros entusiasmos el espléndido espectáculo de los miles de obreros desfilando por las principales avenidas de la metrópoli, ante los ojos atónitos de la burguesía que, pensando en el imposible resurgimiento de las tiempos idos, parecía leer en la puerta blasonada del castillo de naipes de sus ambiciones, la sentencia de Dante Alighieri: Lasciate ogni speranza.