EMILIANO ZAPATA
Y EL
AGRARISMO EN MÉXICO
General Gildardo Magaña
TOMO II
Primera parte CAPÍTULO XIV Primera parte LA CAÍDA DEL GOBIERNO MADERISTA Maquinaciones huertistas Volvamos al campo de la lucha armada. Tras el desastre de Rellano sufrido por las fuerzas federales y que culminó con el suicidio del general González Salas, fue nombrado Victoriano Huerta jefe de las tropas destacadas para combatir a Pascual Orozco hijo. El astuto federal logró que el señor Madero, olvidando los incidentes de Morelos y las declaraciones que con este motivo había hecho, le encomendase la campaña del Norte en la que más interesado estaba el Gobierno. Aleccionado con el fracaso del general González Salas, Huerta logró dominar la situación; pero no lo hizo para corresponder a la confianza del señor Madero, sino para resurgir en el escenario político y colocarse en una situación que le permitiera realizar su sueño de ser el Presidente de la República. Recordemos a este respecto la conversación que tuvo el general Felipe Angeles con el ingeniero Rafael Izquierdo, en la bóveda de uno de los templos de Malinalco. Ahora bien: poco antes de que Huerta emprendiera el ataque contra los rebeldes del Norte, cuando estaba organizando sus elementos en Torreón, se supo que iba a rebelarse y que si no lo hizo, fue porque habiendo entablado negociaciones con Orozco -a lo que parece por mediación de Gonzalo Enrile-, puso como condición ser él (Huerta) el Presidente de la República, mientras que Pascual Orozco, influído quizás por políticos de la capital, pretendía que ocupara ese puesto el general Jerónimo Treviño. Por esa discrepancia se rompieron las negociaciones y la acción militar se desarrolló con los resultados que son bien conocidos. Conspiración científica y restauradora Pero no sólo Victoriano Huerta conspiraba; existían otras conjuraciones, de una de las cuales era alma el licenciado Rosendo Pineda, figura destacada del partido científico, que también trataba de llevar a la Presidencia al general Treviño. Otro complot tenía como centro a los generales Bernardo Reyes y Félix Díaz. Este último se había sublevado en Veracruz y sin duda pensó que otras poblaciones secundarían su movimiento, que se redujo al puerto y fue dominado por las fuerzas destacadas. Félix Díaz tuvo que rendirse incondicionalmente y fue trasladado a la ciudad de México e internado en la penitenciaría del Distrito. Con este motivo, las damas de la aristocracia porfirista se dirigieron al Presidente solicitando garantías para la vida del sublevado. El señor Madero, enemigo de la efusión de sangre, se limitó a poner al sobrino del Dictador a disposición de las autoridades; pero Félix Díaz, preso, siguió conspirando. Sus tendencias eran francamente restauradoras; mas no contaba con el pueblo, sino que su confianza la cifró en una defección del Ejército. Refiriéndonos al deseo de llevar al general Treviño a la Presidencia, ocurre preguntar: ¿por qué los científicos trataban de elevarlo no siendo de su partido? La respuesta es fácil si se se recuerda lo que había pasado en los últimos años del régimen porfirista, en los que el Dictador se vió encerrado en el círculo de hierro que le formaron los científicos, pues la táctica del grupo había consistido en actuar a través de otra persona, para dominar sin responsabilidades. El cientificismo ni siquiera quiso aparecer como lo que fue: un partido político; pero el público le dió esa denominación porque vió sus procedimientos y le apellidó científico en atención a los elementos que lo integraban. Como el general Treviño gozaba de prestigio y de aprecio entre el Ejército, con esa figura se tendría asegurada la actitud de los hombres de armas, reservándose el grupo rodeado de las personas que a sus intereses convinieran. Lo que refiere el Dr. Vázquez Gómez Veamos lo que con respecto al complot científico nos dice el señor doctor Francisco Vázquez Gómez. Una tarde, en la segunda quincena del mes de enero, estaba yo en mi consulta cuando recibí un telefonema llamándome a ver a una enferma por las calles de la }oya, hoy 5 de Febrero, en casa de un señor Cárdenas. Contesté que iría a las ocho de la noche y así lo hice. Vi, a la enferma, le prescribí, y cuando me despedía, el señor Cárdenas me invito a tomar una taza de té, negándome a ello por virtud de no tener la costumbre de tomar nada fuera de las comidas ordinarias; pero fue tanta la insistencia del señor Cárdenas, que accedí al fin. Pasamos en seguida a un saloncito donde estaban dos personas con quienes me presentó el invitante: eran los señores licenciados Jesús M. Rábago y Carlos Castillo; el primero periodista bien conocido, y el segundo senador en esa época, y antes secretario de gobierno en el Estado de México cuando fue gobernador el general Fernando González. A ninguno conocía sino de nombre. Casi acto continuo el señor licenciado Rábago me habló, poco más o menos, en estos términos: Doctor, sabemos que usted es un hombre honorable, franco, sincero y leal a sus opiniones, y por eso queremos saber su opinión acerca de un asunto de que le vamos a hablar y es el siguiente: Se trata de dar un golpe al gobierno maderista para poner fin a esta situación imposible: al efecto, se cuenta con algunos jefes del ejército y sólo se espera que llegue uno con quien se cuenta también. El objeto es poner al general Treviño como Presidente de la República, con un gabinete que satisfaga las aspiraciones nacionales entretanto se hacen las elecciones. Sobre esto queremos conocer la opinión de usted. Mi contestación puede reducirse así: Al dar a ustedes mi opinión sobre el asunto de que se trata, necesito dividirlo en dos partes: el medio y el fin. Respecto del medio, les diré con franqueza, no me parece bueno porque él implica la corrupción del ejército. Ustedes saben que durante la revolución última, éste no defeccionó, lo cual es una garantía para el gobierno, cualquiera que éste sea; mientras que si ahora lo hacemos defeccionar, y se establece un nuevo gobierno, entonces ustedes mismos no tendrían confianza en el ejército que ha faltado a su deber. Al contrario, yo desearía que en cada oportunidad se hiciera un elogio del ejército por su fidelidad al gobierno del señor general Díaz, exaltando su conducta y haciéndole ver que nunca será honroso para una institución un acto que signifique una mancha y la pérdida de la confianza que se debe tener en los soldados de la nación. Por lo que hace al fin, tampoco me parece bueno por dos razones: la primera, es que desde niño tengo veneración por el general Treviño; lo veo como una reliquia histórica que debe conservarse sin mancha; y la verdad es que sentiría mucho que al llegar al término de su vida, tomara una participación en un acto de esa naturaleza. La segunda razón es que el general Treviño nunca ha sido un hombre político: él es ingenuo, honrado, sencillo y de buen corazón; pero no lo considero capaz de sacar avante una situación difícil como tendrá que ser la que resulte de un cambio brusco en el gobierno. A no ser, recalqué, que detrás del general Treviño haya otra cosa que no conozco. El señor licenciado Rábago, que llevaba la voz, me dijo: Sí, señor doctor, detrás del general Treviño hay otra cosa, hombres que formarán el gabinete y que sacarán avante la situación. Nada digo de ellos, porque no estamos autorizados; pero de todos modos agradecemos sus opiniones que, por otra parte, bien valen la pena de meditarse. Con esto terminó nuestra conversación. Ocho o diez días después recibí otro recado del mismo señor Cárdenas para que volviera a ver a la enferma y contesté que iría a la misma hora que la otra vez, después de terminar mi consulta. Volví, en efecto, pero en esta ocasión ya no hubo enferma que ver, sino que fuí introducido directamente al saloncito donde estaban los mismos señores Castillo y Rábago. Este volvió a tomar la palabra y se expresó así: Señor doctor, la otra vez no pudimos corresponder a la franqueza y sinceridad con que usted nos manifestó sus opiniones, porque no estábamos autorizados para ello; hoy sí lo estamos y vamos a corresponderlas. Detrás del general Treviño están Rosendo Pineda y otras del mismo grupo que usted conoce. Nosotros no hablamos directamente con ellos: nos entendemos con el señor licenciado Ramón Prida, que es el intermediario en estos asuntos. A esto se redujo nuestra conversación y me despedí en seguida (Véase aquí, en nuestra Biblioteca Virtual Antorcha, Vázquez Gómez, Francisco, Memorias políticas. Sugerencia de Chantal López y Omar Cortés). Actuación del Embajador americano Todos sabían de levantamientos que se proyectaban, de complots que se estaban tramando, de lugares en que se reunían los conjurados, de posibles fechas en que daría comienzo la revuelta y hasta se citaban los números de los batallones o regimientos que tomarían parte en un cuartelazo. Puede decirse que el ambiente estaba saturado de conspiración. Mas si para nadie era un secreto que se planeaba la caída del señor Madero, éste, en cambio, no tomó en serio las informaciones que se le dieron. A quienes llegaron a hablarle de lo que en público se decía, contestó con un optimismo desconcertante; y así fue dejando crecer aquella marejada de conjuración. A la delicada situación se sumó un factor importante que fue Mr. Henry Lane Wilson, Embajador de los Estados Unidos, personal y gratUito enemigo del señor Madero. Vale la pena hablar algo de Mr. Wilson. Llegó al país en las postrimerías del Gobierno de don Porfirio y, al presentar sus credenciales, pronunció un discurso que disgustó al Dictador, pues dijo que era efímero todo progreso que no se apoyaba en la sólida roca de la Constitución de un pueblo. El general Díaz, acostumbrado como estaba a que se le elogiara y se tomase como obra exclusivamente suya la marcha de la nación, se sintió lastimado por la intención y las palabras del representante del vecino país. Cuando triunfó el movimiento de 1910, Mr. Wilson fue presentado al Caudillo Madero, en una cena que para este objeto dieron algunos maderistas, y se creyó que había principiado una amistad sincera que prometía ser firme, pues mientras que el Caudillo hizo elogios del Embajador, éste, a su vez, admiró hasta los hermosos ojos de apóstol e iluminado de Madero. Mr. Henry Lane Wilson cóntinuó con la representación de su país durante el Gobierno maderista; pero la amistad que tanto prometía fue enfriándose y ahora el Embajador asumía una actitud altanera y exigente. Con motivo de la lucha que sobrevino durante el Gobierno maderista, el Embajador pidió absoluta e inmediata protección para sus connacionales. Es evidente que por los informes que Mr. Wilson envió al Gobierno de su país, éste giró al de México algunas notas diplomáticas subidas de tono, pues se le llegó a decir que si era incapaz de proteger vida e intereses de los norteamericanos, los Estados Unidos tomarían por su cuenta la protección, lo que equivalía a una amenaza de intervención. A ese grado llegó la tirantez de relaciones, provocada por el Embajador. En el periódico The Mexican Herald, que por aquel entonces se publicaba en la ciudad de México, se insertaron artículos violentos en contra del Gobierno, por sugestiones del Embajador, a las que hay que agregar el encono del propietario del periódico; quien durante la Dictadura se había enriquecido vendiendo muebles al Gobierno y ahora se encontraba con las puertas cerradas para sus negocios. Con respecto al Embajador había algo más: llegó al extremo de alentar a los desafectos al régimen maderista y traspasando todos los límites imaginables, hizo de la Embajada uno de los centros de conspiración. La actitud de Mr. Wilson, ofensiva para el señor Madero, llegó a ser peligrosa para la nación; mas para que las relaciones entre los dos países se suavizaran, era necesario que viniese otro agente diplomático, lo que se esperaba con el cambio de Gobierno en los Estados Unidos, pues el mandato de Mr. William H. Taft estaba por concluir e iba a substitUirlo en la Presidencia Mr. Woodrow Wilson. El Embajador, por su parte, tuvo muy en cuenta que el término de su misión estaba próximo; pero le quedaban muchos días que afanosamente empleó en conspirar y en patrocinar a los conspiradores. Lo que dice el licenciado González Roa Si buscamos la causa de la tormenta que por doquiera se presentaba, no es difícil encontrarla en la política de conciliación y de agua tibia seguida por el señor Madero, pues al no actuar conforme al origen revolucionario de su Gobierno, provocó el descontento de los suyos; pero dado ese origen, no era posible que tuviera las simpatías y menos el apoyo de los conservadores, aun cuando estuviese dispuesto, como lo estuvo, a favorecer sus intereses. No poca parte debe atribuirse a los familiares del señor Madero que se hallaban en los altos puestos del Gobierno, pues adheridos como estaban al pasado, impidieron que se llevara a cabo un cambio de política que en algo hubiera aliviado la situación. Hemos visto en el capítulo anterior, la resistencia que opuso el Ministro de Fomento para la resolución del problema agrario, considerado por el señor Cabrera como el más importante del momento. Leamos ahora una interesante narración que hace el señor licenciado Fernando González Roa, quien estuvo encargado de la Secretaría de Gobernación en las postrimerías del Gobierno maderista: En el último tercio del año de 1912 -dice el licenciado González Roa- sobrevino una crisis ministerial en el seno del Gabinete del señor Madero, crisis que estuvo a punto de producir circunstancias incalculables en el sentido de la resolución del problema agrario. El señor Madero resolvió remover al señor licenciado don Jesús Flores Magón de la Secretaría de Gobernación, a instancias del Vicepresidente don José María Pino Suárez. Como el señor Madero no quería privarse de los servicios del señor Flores Magón, le ofreció la cartera de Fomento, queriendo hacerlo permutar con el encargado de esa Secretaría, don Rafael L. Hernández. El señor Flores Magón rehusó y presentó su dimisión, después de haber obtenido del Presidente la promesa de que no sería substituído por el señor Pino Suárez. Entonces se trató de reemplazarlo y la cuestión del nombramiento del substituto fue propuesta por el señor Presidente en Consejo de Ministros. Al mismo tiempo sugirió el señor Madero que se estudiase la candidatura del licenciado don Luis Cabrera. Hubo, con ese motivo, una discusión muy animada, porque las opiniones se dividieron, y habiéndose resuelto que el señor Cabrera fuera designado, se discutió si debería encargarse de la cartera de Gobernación o de alguna otra. Los pareceres se dividieron y habiendo tenido el señor Presidente la bondad de interrogarme para que expusiera mi parecer, como encargado accidental de la cartera de Gobernación, me limité a decirle que, en caso de designar al licenciado Cabrera como Secretario de ese ramo, se preparara a alterar toda su política, porque siendo el suyo un Gobierno de conciliación de partidos y siendo la Secretaría de Gobernación su principal agente para la administración interior y para la cuestión política, la presencia del licenciado Cabrera en tal puesto, significaría un cambio total de propósitos y de procedimientos; que, en cambio, si se designaba al licenciado Cabrera como Secretario de Fomento, tal como alguno de los Secretarios lo había propuesto, era seguro que el licenciado Cabrera se entregaría con gran energía a la resolución del problema agrario, sobre cuya existencia había unanimidad de pareceres; que podría, como un hábil movimiento político, entregar dicha Secretaría que tendría que servir de eje a la reforma, al jefe de los radicales de la Cámara de Diputados que precisamente estaban disgustados por la inactividad del Gobierno para efectuar las reformas que el país demandaba con apremio, y que si había dificultades insuperables, los mismos radicales se convencerían, en caso de que existieran, de que no era llano reducir a la realidad la reforma; mientras que por el contrario, si llegaba a hacerse algo práctico, su Gobierno se haría inmortal, por haber iniciado un problema tan viejo como el país. Dije, además, que en caso de que se iniciaran las reformas por la Secretaría de Fomento, bajo la dirección del licenciado Cabrera, éstas se irían realizando lentamente, por virtud de los obstáculos de carácter legal y constitucional, de manera que, aun suponiendo que ese cambio en el Gabinete lo llevara a una transformación radical, esa transformación no se haría de golpe. Apenas vió el señor Secretario de Fomento, don Rafael L. Hernández, que la discusión se llevaba a ese terreno y que la gran mayoría del Gabinete se inclinaba a que el señor Cabrera fuera nombrado Secretario de Fomento, interrumpió la discusión solicitando que se oyera el parecer del Secretario de Hacienda, don Ernesto Madero, que no había asistido al Consejo. El Presidente convino en ello, y a mediodía del siguiente me habló el señor Madero para noticiarme que había decidido no designar al licenciado Cabrera, sino que había determinado que el licenciado Hernández se hiciera cargo de la Secretaría de Gobernación y que el ingeniero don Manuel Bonilla pasara de la Secretaría de Comunicaciones a la de Fomento. Después supe que don Francisco padre, don Ernesto Madero, don Rafael L. Hernández y don Pedro Lascuráin, habían convencido al Presidente de que desistiera de llevar al seno del Gabinete al licenciado Cabrera. La causa probable fue la que expuso el señor Hernández en el Consejo, un tanto velada y en medio de otras varias: la Secretaría de Fomento, dijo, es la que tiene en sus manos la riqueza de la Nación, y ésta no puede aprovecharse sin el capital. Ahora bien, el capital veía un serio peligro en el licenciado Cábrera y era necesario evitar a todo trance que los ricos del extranjero y del país se alarmaran y declararan enemigos abiertos del Gobierno. En resumen, los capitalistas habían logrado su intento de impedir que un hombre independiente y verdaderamente revolucionario, iniciara la reforma social que el país estaba esperando después de siglos de inútiles esfuerzos (Tomado de Roa, González, El aspecto agrario de la Revolución Mexicana. Señalamiento del General Gildardo Magaña). Así fueron pasando los días y así fue preparándose la tragedia, fruto de la debilidad de carácter del señor Madero por una parte, de las influencias antirrevolucionarias en su Gobierno por otra, de las ambiciones y la deslealtad que atisbaban el momento propicio para clavar su garra. Un memorial al Presidente Poco después de los sucesos que con tantos e importantes derallés describe el señor licenciado González Roa, un grupo de partidarios del señor Madero le presentó un memorial llamándole la atención sobre su principal error y señalándole las consecuencias. Veamos algunos párrafos: La Revolución va a su ruina, arrastrando al Gobierno emanado de ella, sencillamente porque no ha gobernado con los revolucionarios. Las transacciones y complacencias con individuos del régimen político derrocado, son la causa eficiente de la situación inestable en que se encuentra el Gobierno emanado de la Revolución. Y es claro y, por otra parte, elemental. ¿Cómo es posible que personalidades que han desempeñado o que desempeñan actualmente altas funciones políticas o administrativas en el Gobierno de la Revolución, se empeñen en el triunfo de la causa revolucionaria, si no estuvieron, ni están, ni pueden estar identificados con ella, si no la sintieron, si no la pensaron, si no la amaron, ni la aman ni pueden amarla? De ahí que algunas de esas personalidades hubiesen pasado por las Secretarías de Estado sólo para aprovecharse de su alta posición oficial en fundar y acrecentar su personalidad política, sin curarse para nada del programa de la Revolución y aun llevando a cabo sordas maquinaciones contra el Gobierno de la misma. Y todo esto es fruto del error primero, de la funesta conciliación y del hibridismo deforme que parece adoptado como sistema de gobierno; error que; como hemos dicho, consiste en que la Revolución no ha gobernado ni gobierna aún con las revolucionarios. Las llaves de la Iglesia han sido puestas en manos de Lutero, en un supremo anhelo de fraternización que no ha sido comprendido patrióticamente. ¿Qué ha hecho el Gobierno de la Revolución para mantener incólume su prestigio, para conservar como en mejores días, sumisa y complacida la opinión pública? Nada, absolutamente nada. Este Gobierno parece suicidarse poco a poco porque ha consentido que se desarrolle desembarazadamente la insana labor que para desprestigiarlo han emprendido los enemigos naturales y jurados de la Revolución. Era ya muy tarde para corregir errores de fondo, cometidos desde el principio de la Administración. El memorial, copiado en parte y que nosotros consideramos de buena fe, deja la penosa impresión de querer apuntalar un edificio que por todas partes se estaba derrumbando. Era ya muy tarde para enmendar las equivocaciones y, por otra parte, no había la necesaria disposición de ánimo. Los sucesos venían atropellándose y la garra de la traición estaba en alto. LA DECENA TRAGICA Vamos a reproducir la versión del periodista Guillermo Mellado, considerada como una de las más verídicas, sobre los sucesos sangrientos originados por el cuartelazo de Félix Díaz. Dice el señor Mellado: Madero no creyó en un cuartelazo Era entonces Inspector General de Policía el mayor don Emiliano López Figueroa, que tenía como jefe de los servidos confidenciales al célebre, detective don Antonio Villavicencio. Este era quien había descubierto el complot que se tramaba. Cuando ya estuvo seguro de la información, rindió un parte por escrito al mayor López Figueroa y éste, con la prontitud que el caso requería, fue al Palacio Nacional para comunicar lo investigado al señor Madero. Más de una hora estuvo cambiando impresiones. Al final, el señor Presidente le indicó que le parecían exagerados los datos y que no creía en un levantamiento por parte del Ejército. Contrariado salió de Palacio el mayor López Figueroa. Recuerdo que esa ñoche, cuando nos recibió a Agustín Páez y a mí, al preguntarle por qué había dejado su buen humor, nos contestó: - Esto es a mis dos amigos, no a los periodistas. Se trama algo contra el señor Madero; la cosa es seria, pues hay de por medio varios generales y desgraciadamente el señor Presidente, cuando le he dado mis informaciones, no las ha creído. - Don Emiliano -le dije-, felizmente nos toca usted el punto. Desde hace días nosotros sabemos lo que se prepara, lo hemos investigado y no habíamos querido decir a usted nada, porque nuestra labor de periodistas es una y la de la policía es otra. - Ya sabía que ustedes andaban investigando esre asunto. Villavicencio me lo dijo, tanto que en un principio supuso que ustedes estaban de acuerdo con el general Mondragón, pero franco como es, me avisó después que era al contrario, que hasta a él lo habían vigilado ustedes. Yo les agradezco esto y voy a procurar que hablen con el señor Presidente. Entiendo que usted es buen amigo de él -terminó dirigiéndose a mí. - Cuando usted quiera. - Y ojalá que los escuche y los crea. El señor Presidente confía en el Ejército; pero por desgracia hay elementos que se han dejado corromper. - Tendríamos verdadero gusto en ir con usted. - Pues mañana, a las once, los espero aquí y nos iremos a Palacio. Fuimos puntuales y ya el mayor don Emiliano López Figueroa nos esperaba, y sin más, abordamos su coche y nos dirigimos al Palacio Nacional. Llegamos sin dificultades y poco después hacíamos una relación, lo más amplia posible, al señor Presidente, de todo lo que se estaba tramando contra su Gobierno. El optimismo del señor Madero era desconcertante. - Los he escuchado con atención, estoy convencido de las buenas intenciones que los animan al decirme estas cosas, pero no creo que sea así. Quizás dentro de la imaginación viva de todo periodista, vean las cosas bajo un prisma de tragedia. - Señor Presidente, le hemos dicho a usted la verdad. - No he dudado de ustedes; ya también el mayor López Figueroa, de cuya lealtad y cariño para mí estoy convencido, me había hablado del asunto. Ustedes no crean que a Francisco I. Madero sea el Ejército quien le dé un cuartelazo. Conversamos de otras cosas y nos retiramos con la seguridad de que el señor Madero no tomaría en cuenta nuestros datos. Su secretario particular, don Juan Sánchez Azcona, también le había dado importantes detalles, que tampoco tomó en consideración. Ya en la calle, el mayor López Figueroa nos decía: - Ojalá y haya quien haga ver al señor Madero el peligro en que está su Gobierno y hasta quizá su misma persona. Estos federales, de los que me avergüenzo de ser compañero, son capaces de todo. Sueñan en la dictadura ya derruída. Demasíada confianza del Presidente Era el 6 de febrero de 1913. El golpe había fallado; se preparaba para el día 5, pero la no asistencia del licenciado Pino Suárez a la ceremonia en recuerdo de la Constitución, hizo posponer la fecha entre los conjurados que habían pensado en apresar al señor Madero y al licenciado Pino Suárez. Los periodistas ya sabíamos esto. La tarde del 6 de febrero, Páez y yo caminábamos por el Paseo de la Reforma, cuando encontramos a nuestro paso al señor Presidente, al que acompañaban otras personas. Iba a pie y muy cerca lo seguía su coche. Fuimos a saludarlo y, afable como siempre, nos tendió la mano. De improviso y después de algunas palabras, nos dijo: - ¿Continúan ustedes suponiendo que hay levantamientos por parte del Ejército en contra de mi Gobierno? - Ahora más que antes, señor Presidente. Día a día se acentúa ese movimiento y ya los militares que están comprometidos hablan de él sin reticencias, casi a orgullo tienen el decir que derrocarán a usted. - Amigos periodistas, continúan ustedes mirando las cosas bajo el mismo prisma. Mi buen amigo Juanito Sánchez Azcona, también está contagiado de lo que ustedes me dicen. Van a ver cómo no pasa nada. Nos despedimos del señor Presidente. Era la última vez que habiamos de verlo. Estalla el movimiento Estábamos enterados en los diarios de que el regimiento de Artillería de Tacubaya, la Escuela de Aspirantes y otros elementos del Ejército se pronunciarían a la medianoche del sábado 8 de febrero de 1913. Los directores de los diarios El Imparcial y El Diaro nos habían encargado a Páez y a mí, lo mismo que a los demás reporteros, que estuviéramos pendientes de la llegada de las tropas. Para matar el tiempo, pasamos las primeras horas de la noche en el Teatro Principal. Después, a eso de las once, nos dedicamos a recorrer los cuarteles, así como a vigilar las entradas, tanto la del camino de Tlalpan como la de Tacubaya. A eso de la una y media de la madrugada del domingo 9, nos dirigimos a la Plaza de Santiago, pues sabíamos que llegarían allí para libertar al general Bernardo Reyes y después ir a la penitenciaría a libertar al general Félix Díaz. Mientras nosotros fuimos a este último punto, dos amigos nuestros se quedaron en la entrada de San Antonio Abad y en la calzada de Chapultepec, y dejaron aviso telefónico a José García Mayeya, el simpático mozo del restaurante del Teatro Principal. Volvimos a este sitio después de las 2 de la mañana. No había novedad, y al fin, a las tres, avisamos a nuestras redacciones que aún no había estallado el movimiento, recibiendo entonces instrucciones de retirarnos. A las ocho de la mañana la sirviente se presentó diciendo que habían libertado al general Reyes y que las tropas iban a la penitenciaría. Rápidamente dejé el lecho y me encaminé al centro, cuando al llegar a la segunda calle de Santo Domingo, escuché una descarga cerrada de fusilería, a la que siguieron otras. Quise continuar, pero las tropas ya no me dejaron seguir adelante. Permanecí en espera de continuar a la Plaza de la Constitución, lo que efectué después de las diez y pude aún ver en los prados del atrio de la Catedral y del Zócalo, varios cadáveres. Las cruces se habían entregado a una ruda labor. Supe que había ido el general Mondragón a atacar la Ciudadela y para este lugar encaminaba mis pasos, cuando me encontré a un compañero de El Diario, Delgado, quien me indicó que él iría a la Ciudadela y que se había dispuesto que yo fuera a la Prisión de Santiago. En la Plaza de Santiago la sangre corría, los presos habían incendiado la prisión, se habían ido sobre la guardia y buscaban a todo trance la libertad, aprovechándose de las circunstancias anormales. Algunos soldados que habían permanecido fIeles, disparaban sus armas contra los prófugos que caían heridos o muertos, mientras el coronel Díaz, parapetado en una azotea de la casa situada en la esquina de Santiago y lo que ahora es de Allende, disparaba su mausser. Sus fuegos eran certeros: reo que salía, reo que caía muerto o herido. Algunos soldados que habían desarmado a sus compañeros y que se habían unido a los fugitivos, disparaban sus armas contra las fuerzas leales y, en esa forma, hombres del pueblo y mujeres no combatientes, eran víctimas de las circunstancias. Pasé aquellos momentos tirado bajo una de las bancas del jardín, y muy cerca de mi vi morir a una pobre anciana, que a pesar de mis instancias para que se escondiera como yo, quería contemplar cómo mataban pelones. Repentinamente cesaron los fuegos; poco a poco salieron los curiosos y recogieron a los heridos, muchos de los cuales fueron curados por estudiantes de medicina, llamados por alguien. Salí de mi escondite y me encaminé al centro, sabiendo ya que la Ciudadela se encontraba en poder de las tropas rebeldes. Con dificultades pudo escribirse aquel día el número de El Diario, ya que algunos obreros no se presentaron. Al fin se hizo el tiraje y, justo es decirlo, publicó la información más amplia y oportuna, ya que a cada uno de los reporteros nos había tocado estar en diversos escenarios de la tragedia. Los diez días de fuego, de muerte y de traición He aquí las efemérides de aquellos diez días, que a pesar de su laconismo, dan idea de los acontecimientos. Febrero 9, Se inició el movimiento armado, simultáneo entre las tropas de artillería de Tacubaya y la Escuela de Aspirantes. Después de libertar a los generales Bernardo Reyes y Félix Díaz, se dirigieron al Palacio Nacional, donde las tropas al mando del general Lauro Villar, comandante militar de la Plaza, hacen resistencia, entablándose un nutrido fuego por ambas partes y muriendo centenares de personas, entre éstas, muchas no combatientes. En los momentos en que el general Gregorio Ruiz entraba a Palacio, fue capturado y poco después fusilado en unión de varios aspirantes, en el jardín que está a uno de los costados del despacho del Ejecutivo. Hecha la calma, llegó al Palacio Nacional el señor Presidente, don Francisco I. Madero, dándole escolta alumnos del Colegio Militar, sus partidarios, amigos y altos empleados del Gobierno. La tarde de ese día, el señor Madero salió para Cuernavaca. Día 10. La ciudad amanece de duelo, las casas comerciales están cerradas; por todas partes se miran tropas y los automóviles de las cruces. Se habla de que la situación es muy delicada y que las hostilidades se romperán nuevamente de un momento a otro. Día 11: La ciudad es declarada en estado de sitio. Se nombra al general Victoriano Huerta comandante militar de la plaza y jefe supremo de las fuerzas que están con el Gobierno. A las diez y quince minutos comienza un ataque. sobre la Ciudadela, que dura ocho horas. Las posiciones de los felicistas comprenden todos tos edificios que rodean la Ciudadela, llegando hasta la Asociación Cristiana de Jóvenes. Día 12. Continúa el combate. Una de las fases más interesantes es la recuperación del edificio de la Sexta Comisaria por las fuerzas del Gobierno. Los felicistas, al hacer funcionar sus cañones hacia el Sur, abren una brecha en los muros de la Cárcel de Belén, dando esto margen a que los presos se fuguen; muchos fueron
muertos, y algunos, los más, se pasaron a las filas de los felicistas. Día 13. En este día se registra el más terrible bombardeo, que no cesó ni en la noche. Los felicistas intentaron apoderarse de la torre de la iglesia del Campo Florido, siendo rechazados con grandes pérdidas por las tropas leales. Al mediodía una bomba lanzada desde la Ciudadela cae en la puerta Mariana del Palacio Nacional, causando destrozos y matando varios soldados. Día 14. Se entablan por ambas partes negociaciones de paz, que no dieron el resultado que se buscaba. Día 15. El bombardeo de la Ciudadela es más violento y tenaz; sigue su obra de muerte y se comienza a criticar a Huerta, por unos, mientras que otros prevén la traición. Por la noche la ciudad presenta un aspecto lúgubre. Sólo se miran soldados y fogatas en las esquinas. Día 16. Desde la víspera se habla de que se concertaría un armisticio. Efectivamente éste quedó arreglado y se contaba con la suspensión de hostilidades, desde las dos de la mañana hasta veinticuatro horas después. Los habitantes de la ciudad, al saberlo, abandonaron sus hogares y la mayoría se acercaba hasta los sitios donde se encontraban fuerzas de una y otra parte. Las negociaciones que se habían entablado fracasaron, y a las dos de la tarde se dejó escuchar nuevamente el tronar de los cañones y de las ametralladoras. Hubo varias personas heridas que confiaban en que ese día no se dispararía un tiro. Día 17. El fuego. continúa como la víspera, y solamehte a intervalos se suspende. Las calles presentan un aspecto desastroso. Cadáveres de personas y animales y montones de basura en las esquinas. Día 18. Desde las primeras horas de la mañana se oyen las piezas de artillería en tal forma, que todo hace presumir que por ambas partes se está jugando la última carta. A partir de las doce, el fuego se hace menos intenso. Sucesos trascendentales vendrían poco después. A eso de las tres de la tarde, el Ejército que había permanecido leal, con el general Huerta a la cabeza, desconoce al Gobierno y se une a los felicistas. Poco después son aprehendidos, en el Palacio Nacional, los señores Presidente y Vicepresidente por el general Blanquet, así como varios ministros a quienes se pone más tarde en libertad, disponiéndose que los señores Madero y Pino Suárez queden en la Intendencia en calidad de prisioneros. Como a las cuatro de la tarde, las campanas de la Catedral y de todos los templos son echadas a vuelo y los habitantes salen de sus hogares para informarse de las nuevas. Hubo indignación por la traición de Huerta. Reflejos en el Sur de lo que sucedía en México Oigamos ahora la narración que hace el profesor Carlos Pérez Guerrero, acerca de algunas repercusiones que tuvo en Morelos el cuartelazo de la Ciudadela: Era el domingo 9 de febrero. Vivía en Cuautla, en una de las casas de la viuda de Cardoso, en las calles del Dos de Mayo y era vecino mío, don Bernardino de Jesús Quirós, maestro en receso. Como a las cinco de la tarde, mi vecino fue a decirme que la gente estaba saliendo del teatro y me invitó a presenciar la salida. Hasta entonces me enteré de que había habido unas peleas de gallos que atrajeron a muchas personas, a falta de otra diversión. Entre quienes salieron iban el doctor Hurtado y Miguel Hidalgo; éste era entonces administrador de rentas del distrito. Cuando ambos pasaron frente a nosotros, el segundo me dijo: - ¿No sabe usted lo que está sucediendo? Unos arrieros que vinieron de Ozumba aseguran que allí se tuvo conocimiento de que hoy estalló un cuartelazo en la ciudad de México y que se está combatiendo en las calles. No sabía más. Decidimos ir en busca de algunos detalles que nadie pudo darnos, a excepción del dato de que el cuartelazo era de carácter felicista; pero el lunes nos enteramos de lo que había pasado en la capital, pues llegaron periódicos reducidos a su mínima expresión, que se vendieron a peso el ejemplar, porque fueron llevados como se pudo, en virtud de que no corrieron los trenes. Una explosión felicista Se tuvieron noticias de que un núcleo zapatista había llegado a la Villa de Ayala, con el objeto de atacar la ciudad de Cuautla; pero como ese día pasó sin novedad, al siguiente salió a batirlos una columna con elementos de las tres armas. A nadie halló la columna, pues los rebeldes abandonaron Ayala. Los federales regresaron a Cuautla y a su paso por la hacienda de Coahuixtla, se detuvieron para comer y beber. Hicieron esto último en exceso, pasaron en la hacienda toda la tarde y, ya enardecidos por el alcohol, decidieron los oficiales tomar desde luego el partido felicista. Serían las siete de la noche cuando el señor Quirós fue a decirme que llamado violentamente al teléfono, le había comunicado su hijo, empleado de la hacienda, que los federales acababan de saiir al grito de ¡Viva Félix Díaz!. La noticia, pasada también a la jefatura de la guarnición, había trascendido al público, por lo que las calles estaban casi desiertas. Al dirigirnos a nuestros domicilios y llegar al crucero de las calles de Guerrero y Dos de Mayo, vimos a un oficial con un grupo de soldados instalando una ametralladora en medio del arroyo, tras un improvisado parapeto; doblamos a la izquierda, y al llegar a nuestras casas, dominados por la curiosidad, permanecimos fuera, observando lo que hacían los soldados de quien nos separaba una distancia como de quince metros. lá hija de don Bernardino y mi madre, al principio muy alarmadas, salieron a hacernos compañía, en vista de lo inútil de sus ruegos para que pasásemos al interior y convencidas a medias de que no había peligro, pues la dirección del fuego sería normal a la calle en que estábamos. Pocos minutos habían pasado cuando oímos un grito contestado por muchas voces y algunos tiros provenientes de la columna que -supongo- había llegado a la altura del templo del Señor del Pueblo. El fuego fue contestado por los soldados que se hallaban en la torre del templo parroquial. Un disparo del oficial que estaba con la ametralladora, apagó el foco que bañaba con su luz al grupo y se vieron las ráfagas de lumbre de lá máquina de guerra. Frente a nosotros pasaron dos militares al galope de sus caballos y se detuvieron bruscamente antes de llegar a la esquina. Uno de ellos, dijo imperiosamente: - ¡Capitán, cese el fuego! - Mi teniente coronel -dijo enérgicamente el aludido-, recibí la consigna de impedir el paso de los que se han rebelado contra el Supremo Gobierno y de no acatar otras órdenes. En ese momento nuevas ráfagas iluminaron el escenario. - ¡Cese el fuego! - volvió a ordenar el primero. - ¡No obedezco! -repuso con firmeza el oficial. Mas por el lado opuesto llegó otro militar, dió alguna orden que no pudimos oír, fue retirada la ametralladora y el paso quedó expedito para los felicistas, que poco después entraron en desorden, dirigiéndose a sus cuarteles, y todo quedó en calma. Se dijo que el coronel Pacheco, jefe de la guarnición y que había dado órdenes para resistir a los felicistas, las retiró después, pensando que todo se debía a los humos del alcohol; pero también se dijo que el mencionado coronel estaba dispuesto a secundar la actitud y sólo quería hacerlo con todas las fuerzas a su mando. Nada extraordinario se notó al día siguíente, excepto la llegada del coronel Dávila -no recuerdo su nombre de pila-, con su regimiento que estaba guarneciendo la plaza de Jonacatepec. Sobre el motivo que llevó al coronel Dávila diré, sin asegurarlo, que se supo que había querido evitar que los surianos lo atacaran con éxito, aprovechando las condiciones en que se encontraban las tropas federales en el Estado, pues con motivo de los sucesos de México había desconfianza entre ellas mismas, y el general Angeles, jefe de la campaña, había salido hacia la metrópoli con algunos elementos que debilitaron diversas guarniciones. Un enviado de Félix Díaz El jueves por la tarde recibí un recado de Feliciano M. Palacios, diciendo que me esperaba en la casa, pues tenía un asunto importante de qué hablarme. Explicaré que Palacios era entonces director de la escuela primaria de varones de la Villa de Ayala; con alguna frecuencia iba a Cuautla y yo sabía que las más veces lo llevaban comisiones del campo zapatista; pero siempre procedía con cautela, pues los federales no ignoraban su parentesco con algunos revolucionarios y su cariño para don Otilio, E. Montaño, de quien había sido discípulo (Feliciano M. Palacios, tomó después las armas y llegó al grado de coronel en las fuerzas del Sur. Fue asesinado por Guajardo momentos antes que el general Zapata. Precisión del General Gildardo Magaña). Acudí a su llamado y me enteré de que por indicación de algunos jefes rebeldes que se hallaban en las inmediaciones de la Villa de Ayala, iba a tomar informes sobre la situación de los federales que guarnesían Cuautla; en atención a los sucesos del martes y la presencia de las fuerzas del coronel Dávila. Don Bernardino de Jesús Quirós me dió un interesante informe; había llegado ese día, procedente de México, don Juan Martínez Apáez, y sus amigos lo asediaron a preguntas que no quiso contestar, diciendo que solamente hablaría después de tener una conferencia con los jefes y oficiales de la guarnición, esa misma noche. El señor Quirós suponía que era enviado de Félix Díaz. Era de todo punto necesario, para la comisión de Palacios, saber lo que iba a tratarse en la junta que se había citado para las ocho de la noche en el hotel San Diego, adonde Martínez Apáez había enviado varias cajas de sidra. Sin mostrar mucho interés en el asunto, entrevisté en sus oficinas al presidente
municipal don Teófanes Jiménez, y obtuve la ratificación de los informes, con el detalle importante de que, aun cuando se le había comunicado que iba a celebrarse la junta, no se le invitó a ella, pues era deseo de don Juan Martinez Apáez que sólo asistieran militares. Pero Ignacio Arriaga, secretario del Ayuntamiento, ardía en curiosidad y había dado instrucciones al jefe de la policía para cuidar el orden, reservándose disponer lo conducente en el mismo hotel. Aproveché la oportunidad y fuí con Arriaga al lugar de la reunión. Como llegamos mucho antes de la hora fijada, Arriaga distribuyó sus policías en la calle, en el patio y a la entrada del hotel. Llegó después un oficial con unos soldados y al enterarse de lo que había hecho Arriaga, substituyó con una pareja a los policías que estaban en la entrada y puso otra en la puerta del cuarto en que iba a celebrarse la junta. De alguien recibio órdenes, pues dijo a Arriaga que agradecía su intervención; pero que le suplicaba no pasar al lugar en que iba a celebrarse la conferencia. Nada dijo respecto a los policías, quienes quedaron en el patio y en la calle. A la hora en punto se presentó Martínez Apáez y se dieron órdenes de no dejar pasar a nadie, cerraron las puertas de la habitación y se oyó el tronar de los tapones. Tanto cuanto nos fue posible, nos acercamos a la puerta y pudimos oír claramente la lectura de un documento de que era portador MartÍnez Apáez. Estaba fechado en la Ciudadela, en México, firmado por Félix Díaz y se le autorizaba para acercarse a los jefes y oficiales de guarnición en diversas plazas de Morelos, e invitarlos a secundar el movimiento. Hubo una breve exposición, siguieron algunas preguntas, y el consentimiento de los presentes para adherirse al cuartelazo. Surgió el problema de si el coronel Pacheco -quien no había asistido- aceptaría la determinación. Uno de los concurrentes propuso que fuera una comisión, que se nombró, a notificarle el acuerdo, y con la promesa de verse más tarde y de actuar como fuera necesario, se despidieron tOdos. Debo hacer constar que ninguno de los subalternos del coronel Dávila concurrió a la reunión; pero ignoro si se les invitó. Feliciano M. Palacios me esperaba con impaciencia; le narré cuanto había visto y oído, y salió en el acto para la Villa de Ayala. Digna actitud El coronel Dávila, según supe después, fue llamado a las oficinas de su colega Pacheco, quien le hizo saber que sus oficiales habían acordado secundar el movimiento de la Ciudadela y lo invitó para que con sus fuerzas hiciera lo mismo. Dicen los que presenciaron la entrevista que Dávila, poniéndose de pie, repuso violentamente: - ¿Y quién manda aquí; usted o sus oficiales? - Yo tengo el mando -repuso Pacheco-; pero la oficialidad ha tomado un acuerdo conforme a las circunstancias. - Pues yo no soy un muñeco de sus oficiales -respondió Dávila, v!siblemente contrariado. Queriendo imponerse, Pacheco levantó la voz y dijo: - ¡Está usted preso, compañero! Pero Dávila desenfundó su pistola y casi gritó: - Yo no soy un traidor y usted es incapaz de aprehenderme. ¡Inténtelo si quiere! Pistola en mano y andando hacia atrás, salió de las oficinas de la guarnición. Lo acompañaban dos oficiales que imitaron su ejemplo y los tres se dirigieron a su acuartelamiento, que estaba en la estación del Ferrocarril Interocéanico, en lo que fue templo de San Diego. Dávila mandó tocar reunión y media hora despues salió con sus tropas rumbo a Jonacatepec. El sacrificio del enviado La viril actitud del coronel Dávila desconcertó a Pacheco y la violenta salioa de las fuerzas del primero enfrió los entusiasmos de la oficialidad comprometida a secundar el cuartelazo. Al día siguiente, Pacheco pidió a la hacienda de El Hospital que le facilitaran un carruaje, pues necesitaba hacer un recorrido en él. Al mismo tiempo invitó a Martínez Apáez para que lo acompañase, pues deseaba tratar ampliamente y sin testigos lo relativo al acuerdo tenido entre él y sus oficiales. A media mañana sálieron ambos en el carruaje y, seguido de una escolta de diez dragones, tomaron el camino de la hacienda mencionada. Al llegar a un sitio que Pacheco creyó conveniente, habló al cochero para que se detuviese, suplicó a Martínez Apáez que lo dispensara por tener que bajar a una necesidad y tan luego como puso pie en tierra, la escolta disparó sobre el carruaje, dejando muerto a don Juan Martínez Apáez. El cochero -quien después fue asistente del general Otilio E. Montaño- me refirió más tarde que, como ignoraba lo que iba a suceder, recibió tremendo susto al oír los disparos y al encabritarse las mulas que difícilmente pudo refrenar. Los mismos hombres de la escolta sacaron el cadáver del carruaje, lo pasaron detrás del tecorral (cerca de piedra); cavaron una fosa de poca profundidad y después de haber echado allí a la víctima, volvieron con su jefe a la ciudad, por el mismo camino que habían traído. El cochero fue amenazado de muerte si contaba algo de lo que había presenciado y, para mayor seguridad, se le detuvo en las oficinas de la guarnición. El coche no fue devuelto a la hacienda, sino que permaneció en el patio de la casa que ocupaban las mencionadas oficinas. Pero Pacheco no contaba con que alguien había visto su hazaña, pues cuando regresó a Cuautla, ya se sabía y se comentaba acremente. Más tarde, ya triunfante el movimiento de la Ciudadela, se exhumó el cadáver de don Juan Martínez Apáez, y el juez de primera instancia, licenciado José María Vidaña, se avocó al conocimiento del crimen. LA TRAICION Por qué fue nombrado Huerta Comandante Militar Extraño pareció a todos el nombramiento de Victoriano Huerta como Comandante Militar de la plaza de México, en substitución del general Lauro Villar, quien quedó fuera de combate el primer día de la decena trágica; pero la explicación la tenemos en lo que a este respecto dice don Manuel Bonilla Jr., en su libro titulado El régimen maderista: Yo he hecho una investigación tan completa como me ha sido posible -dice el señor Bonilla-, acerca de este tan debatido y obscuro punto del nombramiento de Huerta para substituir al general Villar. Ninguno de los ministros del señor Madero, con excepción del general García Peña, ha podido precisarme de una manera clara algún dato sobre el particular, limitándose a expresar la creencia de que fue el ministro de la Guerra el autor del desacertado nombramiento. El señor general García Peña, a quien no he comunicado las opiniones de las personas a quienes he consultado, se sirvió decirme cuando le hice igual pregunta, lo que en otro lugar de este libro transcribo acerca de su opinión sobre Huerta, y me hizo la revelación de la destitución de éste del mando de la división del norte. Agrega el general García Peña, al referirse al nombramiento del 9 de febrero, para comandante militar, lo siguiente: Usted calculará qué impresión me causó el que todos los familiares del señor Madero proclamaran la lealtad de Huerta y lo nombraran comandante militar, en sucesión de Villar, que había resultado herido el propio día 9. Cuando el señor Presidente me dió la orden, yo le puse en sus manos mi renuncia, que siempre cargaba en la bolsa, y el Presidente me dijo: No puedo creer que un valiente, como usted lo ha demostrado ser, hoy me abandone. Y yo le contesté: No lo abandono. Nómbreme su jefe de Estado Mayor, pero quíteme el cargo de ministro que sale sobrando, desde el momento en que, olvidando usted el brindis de Huerta en Paso del Norte (Ciudad Juárez), le dispensa su confianza. Y entonces me dijo: ¿Y qué quiere usted que haga, si así lo quieren mi papacito y Gustavo? Ya estaba Huerta en las condiciones propicias para realizar, su sueño, sólo hacía falta convertir a los autores del cuartelazo en tributarios suyos y que el movimiento, llevado a cabo con otros fines, se desviara en favor de sus ambiciones. Pudo aniquilar, como todos lo esperaban, a quienes se habían refugiado en la Ciudadela; pero no lo hizo porque el resultado hubiera sido el triunfo del Gobierno. Cuando el general Felipe Angeles, llevado de Morelos por el señor Madero, apuntaba sus cañones hacia el reducto de los felicistas, con la posibilidad de destruirlo, Huerta ordenó que no disparase y el general Angeles, contrariado, tuvo que obedecer aquella inexplicable orden. La Embajada Americana en acción Para darnos una idea de como estaba preparando Huerta su golpe y la participación que la Embajada Americana estaba tomando, reproduciremos la narración que hace el coronel Rubén Morales (Esta narración fue publicada en el periódico oaxaqueño El Estandarte, en el mes de diciembre de 1917): Bajamos juntos por el elevador presidencial -dice el coronel Morales-, y al salir de él acudió a nuestro encuentro el capitán Posada Ortiz, ayudante de don Victoriano, y le dijo que en sus oficinas le esperaban los miembros de la Embajada Americana y que le suplicaban acudiera el intérprete de confianza de que habían hablado. Huerta mandó a Posada Ortiz que buscara por los corredores al licenciado Emeterio de la Garza, que servía de intérprete, y que lo llevara a sus oficinas, y los dos continuamos al departamento de la Comandancia Militar, donde Huerta despachaba. Me vi precisado a acudir a Huerta en demanda de su firma; pero al pretender entrar en sus oficinas, me impidió el paso un soldado americano que resguardaba la puerta por el interior, diciéndome en inglés que le habían ordenado que no dejara entrar a nadie, pues el general conferenciaba con la Embajada. La presencia de aquel centinela americano en una dependencia del Palacio Nacional me causó honda extrañeza y me propuse entrar empujando la puerta, diciendo a aquel individuo que era yo del Estado Mayor Presidencial. Una vez franqueado el paso, llegué hasta el escritorio donde Huerta, sin advertir mi proximidad, hería una carpeta con una plegadera, sumido en la más profunda abstracción. En un ángulo de la habitación, y muy próximo a don Victoriano, conferenciaban en inglés los miembros de la Embajada Americana y Emeterio de la Garza. Algo oí referente a la actitud del Senado, mentándose nombres de seguidores hostiles al señor Madero, y cuando más me interesaba la conversación, Huerta levantó la cabeza preguntándome rápidamente lo que deseaba. Le indiqué que iba a recoger su firma; pero como la conversación de los otros continuaba, el general tomó apresuradamente una gran torta compuesta que tenía en una charola y dijo en voz alta, dirigiéndose a De la Garza: Bachimba, Bachimba. Escuchar esto e interrumpir Emeterio de la Garza la plática, todo fue uno, diciendo en inglés a los de la Embajada: Dice el señor general que únicamente esto comían en Bachimba. ¡Oh, yes! - dijeron los místeres aquellos y celebraron con estruendosas carcajadas el chiste del generál. Obtuve la firma y me despedí con una ceremonia. Asesinato de don Gustavo A. Madero Hemos dicho que don Gustavo A. Madero intentó un acercamiento entre el Presidente y los revolucionarios del Sur. Cualesquiera que hayan sido sus errores políticos, el hecho apuntado mueve nuestro reconocimiento y hace que nos impresionen más los detalles de su asesinato. Huerta había preparado su plan en todos los detalles: aprehendería a los señores Madero y Pino Suárez, quiénes se hallaban siguiendo el curso de los acontecimientos en el Palacio Nacional; los haría firmar sus renuncias que enviaría al Congreso, y suponiendo que desde luego fueran aceptadas, se llamaría al licenciado don Pedro Lascuráin para encargarlo del Poder Ejecutivo de la Unión por ministerio de la ley, en virtud de estar desempeñando la Secretaría de Relaciones Exteriores; pero tan pronto como otorgara la protesta como Presidente de la República, sus actos debían consistir únicamente en nombrar a Victoriano Huerta Secretario de Gobernación, comunicar el nombramiento al Congreso y presentar al mismo tiempo su renuncia para que Huerta asumiese el elevado cargo. Para la realización de esta etapa, era necesario contar con la sumisión de los senadores y diputados y, para tal cosa, estorbaban algunos elementos. Había dos grupos no antagónicos en la Cámara de Diputados, numeroso el uno y minoritario el otro; el de la mayoría lo encabezaba don Gustavo A. Madero y el de los radicales estaba capitaneado por el señor licenciado Luis Cabrera, quien había salido en aquellos días de la capital. El grupo mayoritario tenía a su jefe en plena actividad, cerca del Presidente, y era clarísimo que alguna resistencia iba a ofrecer. Si sé eliminaba a don Gústavo, la resistencia se reduciría al mínimo y el plan de Huerta se desenvolvería sin grandes tropiezos. Félix Díaz, por su parte, quería proceder con plena seguridad, por lo que es de suponerse que entre él y Huerta convinieron en la desaparición de don Gustavo. Huerta mandó preparar una comida en el restaurante Gambrinus e invitó a don Gustavo, anunciándole que esa misma tarde sería tomada la Ciudadela, pero que deseaba que antes comieran juntos en unión de algunos oficiales y personas de confianza. La comida dió principio sin el menor indicio de lo que iba a ocurrir; en un momento dado, Huerta dijo a los comensales: - Vuelvo en seguida, no se preocupen por mí. Salió del comedor, y entonces los militares se arrojaron sobre don Gustavo, lo golpearon y amordazaron, lo subieron a un coche y lo llevaron a la Ciudadela, donde Félix Díaz lo esperaba y se dijo que aun cuando iba herido, lo injurió de palabra y lo golpeó. Siguieron el ejemplo quienes estaban cerca; lo desnudaron haciéndole jirones la ropa; uno de los aprehensores le saltó con la punta de la espada el ojo sano, y, ya ciego, le punzaron el cuerpo con bayonetas, haciendo que en sus movimientos de defensa tropezara con los muros, los muebles y los hombres que lo rodeaban. Lo remataron y alguien, más cruel que todos juntos, le mutiló el miembro que colocó en los labios de don Gustavo. Entre burlas sangrientas le extrajeron de la órbita su ojo de esmalte que circuló de mano en mano, provocando las risotadas de los asesinos que prorrumpieron en el insulto postrero: - ¡Nos echamos a Ojo Parado! (Ojo parado era el mote que el periódico El País había puesto a don Gustavo A. Madero, por la inmovilidad de su ojo artificial. Apreciación del General Gildardo Magaña). Cómo fue la aprehensión del señor Madero Al asesinato de don Gustavo A. Madero, siguió la aprehensión del Presidente. Oigamos lo que refiere el coronel Rubén Morales, testigo presencial de los hechos: El 29 batallón, que había llegado en abierta hostilidad a Tacubaya y que se negó a ocupar el puesto en la línea del sitio que de antemano se le había indicado, ocupó el Palacio Nacional, después de algunas conferencias celebradas entre Blanquet su jefe, y Huerta. Al efectuar esa ocupación cerraron puertas y establecieron fuertes retenes en todo el edificio. El martes 18 de febrero, como a las once de la mañana, acudí a Palacio y en uno de los salones del mismo me encontré al general don Salvador Herrera y Cairo que, cuando era mayor, había sido mi jefe en la Compañía de Ametralladoras y nos profesábamos especial estimación. Me dijo que el Presidente ya estaba preso, pues que Blanquet había ocupado Palacio únicámente con ese objeto y me indicó que observara la actitud de los oficiales y tropa del 29 batallón. Herrera y Cairo lamentaba tener que esperar allí los acontecimientos, pero insistía amigablemente en que yo me pusiera a salvo. Todos aquellos detalles y conjeturas me decidieron a llamar al Presidente su atención sobre el particular, por más que Herrera y Cairo lo estimaba inútil, pues ya en rigor nos encontrábamos presos. Esto no obstante penetré resueltamente al salón de acuerdos e indiqué al señor Madero que me urgía hablarle; pero en aquellos momentos llegó una comisión del Senado a la que tuvo que recibir. Entonces aproveché hablar con don Gustavo; le expresé mis temores y me dijo que eso se decía; pero que me cuidara yo de andarlo propalando, y más de que me oyera el Presidente, pues me podía hacer acreedor a un castigo por verter aquellas especies que atacaban directamente el honor del general Huerta. La comisión del Senado había ido con el objeto de pedir que renunciara el señor Presidente. Nuevamente pretendi hablar con don Gustavo para que él tratara de advertir al señor Madero nuestra situación; pero en aquellos momentos tomaba el elevador con Huerta, Rubio Navarrete y algunos otros para ir a comer al restaurante Gambrinus, pues ya el general se sentía con mucho apetito. Con los temores que don Gustavo me había despertado al hablarme de la posibilidád de hacerme acreedor a una reprimenda por atacar la honorabilidad del general Huerta, no me fue posible hablar abiertamente con el general Rodríguez Malpica. Y cuando apenas comenzaba a entrar en materia, advertí que por la puerta que da al otro lado del salón de espera y de allí a los corredores, penetraba un grupo como de 30 so1dados con sus armas terciadas y encabezados por Riveroll e Izquierdo. Inmediatamente brinqué a la puerta que conduce rumbo al salón de acuerdos donde se encontraba el Presidente, y cuando llegaron a mí, pregunté lo que deseaban. Me dijeron que les urgía hablar con el Presidente de la República; y como yo pretendiera pedirles más explicaciones, me hicieron a un lado violentamente diciendo que no tenían tiempo que perder y que les urgía ver al Presidente porque les estaban tirando los rurales ... pero como no supieron a punto fijo dónde el Presidente estaba, tomaron por la derecha para entrar al salón verde. Marcos Hernández, al ver mi excitación, decidió entrar conmigo a hablar al Presidente, mientras el general de la Vega continuaba sonriendo irónicamente mascando su puro. Llegamos hasta él antes que los soldados lo hubieran encontrado. Marcos Hernández le dijo de qué se trataba, colocándose a su derecha. Todos se pusieron de pie mientras yo le daba la noticia a González Garza y a otros. Marcos Hernández trataba de convencer al señor Madero del peligro en que nos encontrábamos. El Presidente manifestaba que no podían dar ese paso los soldados e insistía en que no era verdad lo que asegurábamos. Pero en aquellos momentos, por el lado opuesto al que nos hallábamos, penetraron al salón los aprehensores, llegando hasta frente al señor Madero. Jamás traté a Riveroll ni a Izquierdo y en aqúellos momentos ni siquiera sabía sus nombres. Por tal motivo no puedo precisar quién fue de ellos el único que llegó a la presencia del señor Madero al frente de la escolta. Ese individuo manifestó al señor Madero que llevaba la penosa misión de aprehenderlo, pues el Ejército ya estaba cansado con tantos días de lucha infructuosa y que aquellas órdenes se las había transmitido el general Blanquet, de acuerdo con el general Victoriano Huerta. El señor Madero discutía con ese jefe sobre quién era Blanquet para ordenar la aprehensión del Presidente de la República y queriéndole hacer ver que faltaba a sus más sagradas obligaciones. El jefe de referencia manifestó que él no tenía más que cumplir con las órdenes que le había dado su superior ... y pretendió asir al Presidente de la mano derecha. Quiero hacer constar que el señor Madero no portaba habitualmente pistola y sobre todo que en aquellos momentos no la extrajo, y si no fue Marcos Hernández el que mató al jefe de la escolta, probablemente los dos fueron heridos por los disparos de la tropa, pues el referido jefe se encontraba entre Marcos Hernández y ella, siendo indudable que aquél fue muerto por los disparos de los fusiles. El señor Madero, con una serenidad a toda prueba, indicó que no se siguiera disparando, y los soldados, al verse sin jefe y ante el Presidente de la República, se alinearon respetuosamente y empezaron a presentar armas. Muchos aconsejamos al señor Madero que aprovechara aquel momento para ponerse a salvo; pero él se obstinó en ir en busca de Blanquet para ver lo que acontecía. Aquella temeridad disgustó a todos los que nos encontrábamos a su lado. Los disparos en los salones presidenciales alarmaron grandemente a los rurales que guarnecían las afueras de Palacio y muchos de ellos se aglomeraron frente a la puerta Mariana, gritando hasta los balcones, preguntando qué pasaba y pidiendo que se abrieran las puertas para cuidar la persona del Primer Magistrado. Todavía el señor Madero salió a los balcones y los arengó, diciéndoles que perdieran cuidado, pues había pasado ya aquel incidente, indicándoles que volvieran a sus puestos. Cuando hablaba por teléfono al Ministerio de la Guerra acudió Garmendia a mí, preguntándome dónde se encontraba el Presidente y juntos decidimos ir a buscarlo, tomando por la escalera que momentos antes le había indicado al licenciado Pino Suárez. En los momentos en que llegábamos al patio, vimos que salian del elevador el señor Madero, Sánchez Azcona y otros que vitoreaban al general Blanquet que, al frente de su batallón, apareció por bajo de los portales que están frente a la oficina de la Mayoría de Ordenes. Mutuamente marcharon a encontrarse, el señor Madero y los que lo acompañaban gritando vivas al general Blanquet y al 29 batallón; y el general mudo, al frente de sus tropas, con la pistola en la mano. En los momentos en que el señor Madero probablemepte iba a abrazar a Blanquet, éste le dijo que se diera preso; y como el señor Madero quisiera llamarlo al orden, el general puso la pistola en la sien izquierda del Presidente, diciéndole que no le obligara a más y que se diera preso. A la vez todo el batallón apuntó sobre nosotros. El señor Madero contestó: También es usted traidor, general Blanquet, y pidiendo que se respetara la vida de los demás, se entregó preso, habiendo sido encerrado en la prevención de la guardia de honor, que tiene puerta junto al nicho donde se guardaba la bandera. Cablegrama de la Embajada Presos ya los señores Madero y Pino Suárez, el Embajador Americano Mr.
Henry lane Wilson dirigió al Departamento de Estado de lós Estados Unidos el siguiente cablegrama fechado el 19 de febrero: El Presidente de la República y el Vicepresidente han renunciado, y sus renuncias se presentarán ante el Congreso, el cual naturalmente las aceptará. Por ministerio de ley el Poder Ejecutivo recaerá en el señor Lascuráin, quien no ha tenido oportunidad de renunciar. Este asumirá el cargo durante pocos momentos y después el general Huerta será proclamado Presidente Provisional y anunciará inmediatamente el siguiente Gabinete: Relaciones Exteriores: De la Barra. Fuí a ver al general Huerta esta tarde para obtener garantías para el orden público y para conocer la situación exacta. Me dió seguridades satisfactorias y explicó que Gustavo Madero fue muerto por soldados que carecían de órdenes. El general Huerta dijo que el Presidente y Gustavo Madero habían tratado de asesinarlo en dos ocasiones y que lo tuvieron prisionero durante un día. El solicitó mi consejo acerca de si sería mejor mandar al ex Presidente fuera del país o internarlo en un asilo para locos. Yo le contesté que debería hacer lo que fuera mejor para la paz del país. Wilson (Este telegrama fue tomado por el General Gildardo Magaña de la página 223, Expediente 81200/6271 de la publicación oficial del Departamento de Estado de Washington del año 1913. Precisión de Chantal López y Omar Cortés). No necesita camentario alguno este documento que por sí sólo demuestra la camplicidad del Embajador. Tan es así, que el Departamento de Estado de los Estados Unidos se vió precisado a llamarle la atención sobre su proceder, si bien dentro de la forma comedida de la diplomacia. He aquí el cablegrama del Secretario de Estado, que tiene fecha 20 de febrero: Aun cuando es un deber general de este Gobierno conservar la influencia que posee, para usarla en favor de sus ciudadanos y sus intereses nacionales, la consulta que le hizo el general Huerta respecto al tratamiento que había de dársele a Madero, tiende a dar a usted cierta responsabilidad en el caso. Además, es obvio decir que un tratamiento cruel para el ex Presidente dañaría ante las ojos del mundo la reputación de la nación mexicana, y este Gobierno seriamente espera no oír de ningún tratamiento de esa naturaleza y espera saber que ha sido tratado en una forma compatible con la paz y con la humanidad. Sin asumir ninguna responsabilidad, puede usted usar, a su discreción, estas ideas en su conversación con el general Huerta. Knox. Claramente se ve que el Departamento de Estado del Gobierno Americano desaprobó la conducta seguida por su representante en México, pues le marcó el
sentido en que debía emitir sus opiniones. Menos aún hubiera aprobado, si los hubiese conocido, los procedimientos del Embajador en su directa participación que tomó en nuestros asuntos interiores. Nos complace subrayar este hecho porque es justo hacer constar que si la Embajada traspasó los límites de su papel, no fue por instrucciones de su Gobierno, sino por los impulsos personales del Embajador.
Hacienda: Toribio Obregón.
Guerra:' General Mandragón.
Fomento: Robles Gil.
Gobernación: García Granados.
Justicia: Rodolfo Reyes.
Instrucción: Vera Estañol.
Comunicaciones: De la Fuente.