EMILIANO ZAPATA
Y EL
AGRARISMO EN MÉXICO
General Gildardo Magaña
TOMO II
CAPÍTULO IX
CÓMO NACIÓ EN FRANCISCO VILLA LA SIMPATÍA POR EL GENERAL ZAPATA
Tres zapatistas en la penitenciaría
Durante el mes de julio se tuvieron informes procedentes del Norte, sobre las finalidades de Pascual Orozco hijo, ahora en abierta oposición con las expresadas en su plan al iniciar el movimiento rebelde, pues las clases conservadoras de Chihuahua habían logrado ejercer en su ánimo una fuerte influencia que lo distanció del señor licenciado Emilio Vázquez Gómez, quien tuvo necesidad de salir del territorio nacional porque peligraba su vida.
Abraham Martínez, Rodolfo Magaña y quien esto escribe, habíamos salido a mediados de junio hacia Chihuahua para conferenciar con el Jefe de la Revolución en el Norte; pero creímos conveniente hablar antes con el señor licenciado Vázquez Gómez, radicado en Texas, para tomar informes seguros de la situación.
Tuvimos la pena de oír de los labios del citado profesional y político, que Orozco, influído por los enemigos de la Revolución, estaba siguiendo una conducta completamente distinta de la que de él se esperaba y nos sugirió la conveniencia de no llevar adelante el propósito de entrevistar al guerrillero fronterizo.
En vista de los informes, que pudimos ratificar, pensamos que no tenía objeto alguno la conferencia con Orozco y decidimos emprender el regreso al Sur en los primeros días de julio, trayendo algo de parque proporcionado por dón Emilio, habiéndose hecho la conducción de acuerdo con uno de los empleados del carro pullman.
Desgraciadamente, al pasar por la capital de la República se nos hizo prisioneros y se recogió una parte del parque traído. Nuestro hermano Rodolfo no sufrió la detención, pues aunque estaba en el grupo, al jefe de los aprehensores le pareció inofensivo por su aspecto juvenil.
- ¡Qué zapatista va a ser ese escuintle, déjenlo! -expresó el mencionado jefe.
Rodolfo, aprovechando aquella brillante oportunidad, se retiró con toda violencia del lugar, por lo que, cuando los esbirros trataron de capturarlo por haberse cerciorado de que también era rebelde, ya el escuintle se hallaba en las estribaciones del Ajusco.
Abraham Martínez y nosotros permanecimos varios días en la Inspección General de Policía, de la que era jefe el mayor Emiliano López Figueroa. Se nos aseguró que seríamos conducidos a Morelos, donde sin duda se nos hubiera aplicado la ley de suspensión de garantías, al ponernos a disposición del sanguinario Juvencio Robles, para quien toda investigación salía sobrando y, cuando más humanamente procedía, ordenaba dar sepultura a los cadáveres de sus víctimas. El procedimiento más seguido era el de colgar de un árbol el cadáver de un ajusticiado.
Al fin, tras de innumerables gestiones, se logró que no fuéramos llevados a Morelos.
Por aquellos días fue aprehendido también Luis Méndez, líder obrerista y sincero simpatizador de la causa suriana a la que siempre ayudó en la forma que le fue posible. Su taller de sastrería era durante el día un centro de propaganda zapatista y por las noches parecía cuartel de los surianos, pues hubo vez en que no cupieran los que, procedentes del Sur, allí pernoctaban. En Luis Méndez siempre encontraron los zapatistas un amigo desinteresado y un leal correligionario.
Martínez, Méndez y nosotros, fuimos internados en la penitenciaría del Distrito Federal, en celdas de la crujía B, quedando rigurosamente incomunicados.
Al habla con Francisco Villa
En la misma crujía se encontraba también prisionero Francisco Villa, salvado de las manos de Huerta como ya dijimos.
Dos o tres días teníamos de recluídos en la celda, de la que no habíamos salido ni el corto tiempo que conforme al reglamento se concede a los presos pata tomar el sol, cuando una tarde, al oscurecer, de improviso, un hombre de recia complexión abrió la puerta de la celda, penetró a ella y volviendo a cerrarla, en tono marcadamente afable, acercándose hasta la cama nos dijo:
- Oiga, amiguito, ¿por qué lo guardaron? ¿Se le durmió el gallo?
- No, señor -le contestamos- no se me ha dormido ningún gallo, ni sé por qué me han traído aquí.
- Ande, ande, no se haga; si ya sé que usté es zapatista y por eso lo vengo a vesitar; yo soy Villa; quero que séanos amigos. ¿O no me mira cara de hombre? (No es nuestra intención la de ridiculizar al guerrillero fronterizo por su modo de expresión, que es general en los campesinos del Norte. Unicamente hemos querido dar toda la natUralidad a las conversaciones que reproducimos. Precisión del General Gildardo Magaña).
- Mucho gusto en conocerlo y mucha satisfacción en que seamos amigos-, le repusimos-; pero yo no sé la causa de mi detención.
- No empiece, amigo, no empiece; yo quero que me tenga confianza, no ve que a mí me tienen también enjaulao, todo por culpa de ese ... (y aquí soltó una frase un tanto candente con dedicatoria para Victoriano Huerta).
Villa se ponía furibundo al recordar cómo iba a ser fusilado por aquel mílite.
- Así es que ya le digo -agregó visiblemente contrariado por el recuerdo de su ex jefe- quero que séanos buenos amigos y que nos mírenos como compañeritos, al cabo ya ve que losemos de cárcel. Bueno, ya me voy; ay. vendré mañana pa´que échenos la platicada. Que pase buena noche - terminó, y saliendo de la celda, se retiró a la suya.
No dejó de impresionarnos fuertemente la visita de aquel hombre, quien nos habló con ruda franqueza y a quien juzgamos sincero.
Al día siguiente, como a las diez de la mañana, el celador, que antes se había portado excesivamente enérgico, abrió la puerta de la celda para que penetrara un preso de los del orden común que servía de asistente al guerrillero.
- Aquí le manda esto el jefe Villa -dijo, y nos entregó un cajón que contenía galletas, dulces, puros, cigarros, aguas gaseosas, latas, etcétera. Parecía un envío para un estanquillo.
Tomamos un sifón y alguna otra cosa, e indicamos al portador que con eso era suficiente; que se llevara el resto y diese las gracias a su jefe; pero se opuso, contestando:
- ¡Qué va! ¡Qué me voy a llevar, al contrario, el jefe va a traerle algo más que encargó! Es rebuena gente, aquí todos lo queremos, los empleados y los compañeros.
Dos días después, Villa se presentó nuevamente en la celda.
- ¿Le trajieron un entrieguito que la mandé, amiguito?
- Sí; muy agradecido por él; pero usted me surtió como para un mes.
- Pos quen sabe cuánto tiempo nos echaremos todavía en estas prisiones, amiguito -replicó Villa, agregando:
- Oiga, ora no me lo incuentro tan bronco como el otro día que vine; bueno; no nos conocíanos; pero ya verá cómo vamos a ser buenos amigos; yo también, ya mira, soy vítima de las injusticias; pero quera Dios que algún día sálganos de aquí siquera pa´poder trabajar en calma. Ya ve lo que dicen de mí, que soy muy malo, quel bandido Villa pa'cá, quel bandido Villa pa'llá y todo es no más porque no me queren. Yo no niego que haiga sido bandido, amigo, sí juí bandido, porque tUve que desfeñder la honra de mi hermana y en la lucha de hombre a hombre le tocó cái, al que quería burlarse de toda la familia, no más porque éramos probes; pero el probe siempre pierde. Si a mí me hubiera tocado morirme, el dijunto se hubiera burlao, con todo descaro de mi familia y a mí me hubiera echao de abono pa sus milpas; yo soy d'esa clase de bandidos, amigo; pero pa eso se necesita ser primero hombre. Cuando la Revolución, yo quiaque les había dado a las juerzas del Gobierno hasta por debajo de las muelas y juí el primero que le sonó a la Federación, antes que'l orejón de Orozco. Y ese desgraciado orejón me engañó cuando lo de Suidá Juárez, que quiso desconocer al Jefe; pero yo le ofrecí al siñor Madero que le sería fiel hasta que me muriera y se lo tengo que cumplir.
Interés de Villa por la actitud de Zapata
- Bueno, oiga -dijo súbitamente- ¿y el compañerito Zapata por qué anda levantao todavía contra el siñor Madero?, pos si eran rete buenos amigos. Dígame la verdá.
Le explicamos de manera sencilla la causa de que el general Zapata continuara en armas.
- En Morelos -le dijimos-, fue secundado el movimiento maderista, en la confianza de que el Caudillo cumpliría lo ofrecido de devolver las tierras que habían sido arrebatadas a los pueblos. Veintiuna familias, propietarias de treinta y ocho haciendas, tienen acaparada casi totalmente la tierra laborable, pues ese corto número de acaudalados posee el sesenta y dos por ciento de la superficie territorial del rico Estado. Los montes comunales de la parte Norte de Morelos, en su mayoría representan un veinte por ciento de su territorio y el dieciocho por ciento de lo restante, la parte urbanizada y la pequeña propiedad. Los ejidos de los pueblos fueron absorbidos por las haciendas, las que han tenido que ensancharse para poder abastecer de caña a las modernas maquinarias que se han establecido. Los pueblos, prácticamente; han quedado prisioneros dentro de aquéllas; la industria azucarera ha florecido, ciertamente; pero los campesinos han perdido sus tierras. En los pueblos de la parte Norte del Estado, la miseria proviene de que sus ricos montes son explotados inicuamente por unos cuantos favorecidos del Gobierno, sin quedar otro recurso a los empobrecidos moradores locales para subsistir, que el de servir de peones por un miserable jornal a los mismos que están destruyendo las propiedades que heredaron de sus mayores. Por eso la rebelión en ese sector del Estado ha asumido caracteres especiales que el Gobierno persiste en no reconocer. El deseo de corregir esos errores, de desbaratar esas injusticias, es el que impulsó al general Zapata y a los suyos a la lucha, acudiendo al llamado de Madero, con la firme creencia de que al triunfo de la Revolución, se haría cumplida justicia a los pueblos. Al ver que al derrocamiento de la Dictadura nada práctico se obtuvo en ese sentido, y que, a quienes reclamaban el cumplimiento de las promesas hechas, se les encarcelaba o se les perseguía, y que el triunfo de la causa se había reducido al simple cambio de unos cuantos hombres en el Poder, continuando los mismos viciados sistemas y procedimientos, al general Zapata, que quiere la implantación de reformas sociales y que mejoren las condiciones de vida de los campesinos, no le quedó otro recurso para lograr sus fines, que continuar en la lucha y por eso sigue levantado en armas.
Villa había escuchado con toda atención lo que dijimos, y dando muestras de convencimiento, contestó:
- Oiga, pos tiene razón, mire; no crea, también allá p'al Norte, hacen de las suyas esos diablos de ricos. El siñor Madero es de muy buen corazón, pero croque ya me lo envolvieron. ¡Caray!, amigo, ¿qué será bueno hacer p'arreglar estas cosas? No que ya ve, los enemigos tienen más garantías que uno. Yo, pos pa qué me las he de echar; pero ay están los jefes de las fuerzas del Gobierno que digan si no es cieno que siempre que se trata de sonarle al ... orejón, va siempre Villa a la manguardia, siempre por delantito, amigo, que lo digan ellos mesmos. ¿Quén si no yo, ha sido el paño de lágrimas del siñor Madero? ... por eso me quere; pero ¡ay amigo!, al probe chaparrito me lo tienen ciego. ¡Probecito! Quisiera hablar con él solito y decirle munchas cosas, munchas cosas que él no sabe, que no puede verlas porque no lo dejan los enemigos que lo rodean.
Después, Villa, con todos los detalles, contó la agitada vida prerrevolucionaria que llevó, habiéndolo orillado las injusticias de los de arriba; refirió después su actuación como revolucionario y los servicios prestados dentro de las fuerzas del Gobierno, bajo el mando de Huerta.
- Jué por una yegua muy bonita y fina -refirió- que ese ... pelón de Huena quería cogerse para él y que'ra de mi propiedá, porque yo había pagado su valor a sus dueños, por lo que m'iba a fusilar; no más porque no se la quise entriegar al primero que mandó con un recado. Pero ésta no se la perdono; quera Dios que algún día salga de aquí y nos tópenos de hombre a hombre. Mire, amigo, yo quisiera que a los dos nos soltaran o solitos a caballo en un llano, él armao y yo sin armas; y le aseguro, se lo juro por Dios que nos está óindo, que a puros incontronazos con mi caballo, lo mato. ¡Viejo jijo! ...
Las confidencias de Villa
Continuó haciéndonos diariamente sus visitas, y con el frecuente trato en el aislamiento de aquella prisión, se fue creando entre ambos ciérta simpatía que al fin nos hizo amigos, entre quienes ya no hubo secretos ni desconfianzas.
En otra de sus visitas, Villa nos dijo:
- Mire, amiguito, cuando quera algo, no más dígame, ya ve que con el dinero baila el perro; y yo me he mercado a todos los celaderos. Todos hacen lo que yo les diga; así es que lo que se le ofrezca, dígamelo.
Comprendido lo valioso de aquel ofrecimiento, lo aprovechamos desde luego, comunicándonos con nuestros familiares y haciendo llevar a la celda una colección de libros y algunas cosas que necesitábamos.
Habían transcurrido como unos veinte días desde que comenzamos a tratarnos; uno de ellos, como a la una. Villa nos hizo su habitual visita.
- ¡Qué sabroso le está dando a la muela, amigo! - nos dijo.
- Pase y hará lo mismo -le contestamos.
- Pos si alcanza, que yo croque sí, le agarro la palabra - repuso.
Y sentándose a un lado de la colgante cama de hierro, improvisada en mesa, comenzó a darle a la muela, como él decía. Al comer, comentó:
- ¡Qué sabroso le guisan en su casa, amigo! D'estas comidas son las que a mí me cuadran. A mí también me tráin un canasto como el suyo, no más que es de una fonda que dicen que es muy buena; pero la verdá no me acosrumbro a las comidas d'estos hoteles; yo dejo que me la sigan traindo, pero no me la como, oiga. porque sé que ese pelón ... (y aquí otro recuerdo cálido para el entonces jefe de las operaciones en Chihuahua), me quere enyerbar; yo me como la comida de otro siñor, y no más él y yo lo sabemos, y la canasta se las reparto a los probes de arriba. Pero oiga, si me quere pa compañero, voy a ser su cliente todos los días y acá vendré a darle a la muela.
Y así fue desde aquel día. Villa nos regaló una cuchara de plata, igual a otra que él usaba, para saber, según decía, cuándo la comida tenía algún veneno. En una ocasión comentó:
- Oiga, amigo, ¿cómo será bueno hacer pa que nos echen juera d' esta prisión? Porque si no nos echan, aquí nos vamos a hacer viejos, amigo, como los compadres que gritan allá arriba todas las noches.
En efecto, como a eso de las seis y media de la tarde, cuando el ruido del ajetreo diurno iba cediendo al silencio que llegaba con la oscuridad de la noche y cuando apenas si se oía el murmullo de alguna canción que salía de la garganta de algún melancólico presidiario, con una exactitud cronométrica que no llegó a fallar durante el tiempo en que fuimos huéspedes de aquel encierro, dos reos del orden común, en voz alta que oían los del orden político de la planta baja de la crujía, sosrenían el siguiente diálogo:
- ¿Qué tal compaíto Lucas?
- Bien compaíto Juan. ¿Y usted qué tal? Un día menos ...
- Sí compaíto, un día menos. Ya no más ocho años, seis meses y cuatro días.
- Y yo, no más diez años, tres meses y veintinueve días, compaíto. Para 1923, si Dios quiere, ya andaré por Lagos. Buenas noches compaíto.
- Que así se las dé Dios, compaíto. Buenas noches.
Después de ese diálogo diario y a distancia, el silencio más profundo reinaba en el encierro, silencio solamente interrumpido por el ruido monótono del servicio de vigilancia.
- Sí, amigo -insistió Villa- necesitamos buscar la forma en que nos echen juera o de que nos sálganos, porque no es justo que estenos aquí encerrados; si no semos creminales como esos compañeros de arriba. A mí me queren todos ellos y hacen lo que yo les diga, y está bueno ir pensando cómo le hemos de hacer pa irnos preparando. Oiga, ¿y en cuántos días podemos llegar onde anda el compañero Zapata?
- En dos o tres días lo encontraríamos después de salir de aquí. La salida está verde; la entrada es fácil.
- No crea, amigo, no creá; ya verá -dijo Villa-; lo que yo no quero es peliar contra el siñor Madero, porque yo le di mi palabra de hombre de que le sería fiel hasta que me muriera; pero tampoco quero morir antes de tiempo.
Interés por ilustrarse
Una vez, al estar comiendo (ya para entonces había mesa, sillas, y otros muebles que Villa había hecho llevar a la celda), el guerrillero con marcada curiosidad, miró los libros que allí había y preguntó:
- Oiga, ¿y pa qué quer tanto librote colorao?
- Para leer -le contestamos.
- Pero todos son iguales.
- Así parece; pero no lo son. Todos son distintos y juntos forman la Historia de México escrita por Niceto de Zamacois.
- A ver, a ver, cómo está eso de la historia, barájemela despacio pa que le entienda. Usté me quere decir quen esos libros está todo dende el prencipio? ¿Usté sabe cómo vino México al mundo? ¿Ya sabe lo que dicen esos libros?
- Sí, en la historia figura todo de cuanto, respecto a México, se tiene conocimiento.
Villa suspendió la comida, dejó su asiento, tomó uno de aquellos libros y suspirando lo hojeó. Dijo luego:
- Por lo que miro, amiguito, usté es muy cultivao.
Sentándose de nuevo, colocó el libro sobre la mesa y súbitamente preguntó:
- Oiga amigo, ¿qué también las tarugadas que uno hace las apuntan esos siñores en la historia?
- Naturalmente; cuando un hombre se destaca prestando servicios a su país, la historia se ocupa de su actuación como también señala los errores que comete.
- Mire no más, quén había de dicir que también lo malo que uno hace lo tenían que apuntar ... yo creiba que no más lo bueno, pos malo, todos lo hacemos.
- Pero acabe usted de comer -le dijimos.
- No, amigo, qué comida ni qué nada; esto es más interesante. Oiga -agregó- ¿usté no es amigo del que escribe esos libros?, porque mire, estaba bueno echarle una platicada, ya ve que yo he sido vítima de munchas calunias. ¡Hum! amigo; si yo tuviera la mitá del cultivo que usté tiene, en lugar d' estar en estas ... prisiones, estaría sentao en la silla del Gobierno de Chihuahua. Uno, el primer enemigo que tiene, es su inorancia, yo casi no sé ler ni escrebir, yo no sé más que pintar mi nombre -dijo modestamente-, y cuando lo pongo en un papel, no sé si pido mi sentencia de muerte. Oiga, ¿qué es muy trabajoso enseñarse a ler y escrebir bien?
- No, hombre, ¡qué trabajoso va a ser! Todo es que usted se proponga y aprenderá con facilidad.
- ¿De veras amigo? ¿Me quere usté enseñar? ¿Cuánto me quita por enseñarme?
- No le quitaré a usted sino el tiempo que sea necesario para que aprenda.
- No, amigo, no le dé mortificación; no es justo que usté me inf!ite a la muela todos los días y hasta me enseñe a ler y escrebir bien y no quera que me cueste. No crea que lo quero apapachar con centavos, yo sé que usté es mi amigo; pero mire, aquí todos me sangran, croque hasta por rirme me cobran; pero no li hace, me los traigo al trote a todos. ¡Ay, amigo, si yo me llegara a cultivar! ...
- Todo es que usted quiera.
- Pos si pa luego es tarde, amiguito.
Ese día recibió la primera lección (A pesar de que cuanto decimos es la verdad y de que el general Villa expuso en sus memorias confiadas al doctor Ramón Puente, lo que aquí dejamos asentado, creemos oportuno expresar que nuestra intención no ha sido vallagloriarnos por esre pequeño servicio, producto de las circunstancias. Sin conocimientos didácticos, emprendimos la tarea de hacer que Villa mejorase sus conocimientos, porque resultó una distracción para ambos en aquellas tediosas y largas horas de encierro. Para no aparecer jactanciosos quisiéramos haber expuesto las cosas de otro modo; pero nos habríamos apartado de la verdad. Apreciación del General Gildardo Magaña).
Tomó el estudio con cariño
- Yo quero que me enseñe a pintar bien las otras letras que no están en mi nombre, porque esas sí, las pinto regular; pero yo quero enseñarme a ler y a escrebir bien, amigo, onque le pague lo que sea; quero cultivarme pa poder tener cevilización, porque mire, ya cevilizado uno, puede exegir sus derechos, no que aquí me tienen estos abogaditos no más como burro, y que ora, y que mañana y que hágale p'acá, y que hágale p'allá y suelte los tlacos; y ya cultivao no se rinde uno amigo.
Villa tomó el estudio con verdadero cariño, puede decirse que no se ocupaba de otra cosa. En su ehtusiasmo, casi llegó a olvidarse de que estaba preso; y su deseo antes incontenible de silir de aquel encierro en cualquier forma, no volvió a externarlo durante un lapso de cincuenta días que dedicó a sus ejercicios.
- A ver, amigo -dijo un día-, ora sí écheme uno de esos libritos coloraos a ver si le podemos hacér la lucha.
- ¡Ora sí podré saber cómo se hizo México -exclamó lleno de alegría y se llevó a su celda el primer tomo de la Historia de México.
Durante horas y horas, encerrado en su cuarto, permanecía dedicado empeñosamente a la lectura y cuando la luz del día acababa, hacía uso de velas de parafina, leyendo hasta la una o dos de la mañana, para levantarse a las cinco. De cada nuevo capítulo que leía, solicitaba una explicación; y continuaba leyendo.
Cuando hubo leído el primer tomo, pidió el segundo, el tercero luego y así hasta terminar de leer todos. Se habían abierto para él nuevos horizontes.
- ¡Quén había de dicir -comentaba un día- que la politiquiada juera tan buena! Ya ve cómo ese siñor don Hernando Cortés en Cholula, si no hubiera sido por la politiquiada que les hizo lo hubieran almorzado allí; pero haciéndoles crer que no sabía lo que le querían hacer, se conquistó hasta los que estaban en su contra y salió al fin triunfante dándoles un golpe mozo. Era valiente el siñor Cortés; pero también era muy buen politiquero.
Y refiriéndose a la época de la guerra de independencia, en otra ocasión comentaba:
- ¡Caray!, mire no más, amigo, quén había de crer que un curita como el siñor Morelos había de ser tan valiente y tan bueno pa guerriar. No diga, si eso de las sorpresas da muy buenos resultados; a mí me los ha dao y si Dios quere, me los tiene que dar mejores.
Terminada la lectura de la Historia de México, empezó a renacer su ansia de libertad.
- Dicen los licenciaos -nos contó sonriendo un día, frotándose las manos-, que antes de diez días me arreglan. A ver si es cierto. Ya no les quero crer nada, ¡tanto me han dicho, amigo! Si se me hace, yo le voy a demostrar cómo sé ser amigo; yo me comprometo a sacarlo de aquí. Verá qué buen licenciao soy estando ajuera. No crea que me vaya a olvidar de todo lo que ha hecho por mí. ¡Ay, amigo! Yo quisiera que el reló caminara de carrerita pa que se cumplieran esos diez días de los términos de las pruebas y de quen sabe qué más que dicen esos amigos. Ya les advertí que me cobren lo que queran, pero que me saquen de aquí y que si llega ese plazo y no me han echao, que ya no se me vuelvan a parar enfrente, porque no es justo que yo esté encerrao. Si luego se mi hace que como yo soy su vaca lechera, y no más me están ordeñando, no queren que salga pa que no me les valla. Yo les dije a estos abogaos que se parecen a un dotor de allá de mi tierra que yo conozco; no era de esos dotores de levita, no curaba luego, no más cultivaba de enfermedá de sus clientes pa poderles espremir y así a ratos se mi hace que están haciendo conmigo.
Villa, impaciente porque el tiempo no transcurría con la velocidad que deseaba, aprovechó los días para leer Don Quijote, que le llamó poderosamente la atención, sugiriéndole algunas curiosas y originales reflexiones.
LA EVASION DE FRANCISCO VILLA
¡No trato con bandidos!
Llegó el plazo esperado y, como en los fijados anteriormente, todo se redujo a promesas, nuevos ofrecimientos, esperanzas y gastos.
Villa, intranquilo, decidió enviar una carta directamente al Secretario de Guerra, que lo era el general García Peña. Le hacía ver el guerrillero la injusticia cometida con su detención, sus servicios prestados y le suplicaba que influyera cerca del señor Presidente para que ordenase su libertad.
El funcionario recibió la carta de manos del enviado, se enteró de ella y regresándola, por toda cOntestación le dijo:
- ¡Yo no trato con bandidos!
Cuando Villa recibió la respuesta injuriosa, montado en cólera fue a vernos y nos dijo:
- Amigo, esto no tiene remedio; necesitamos huir. ¿Qué cre que me contestó ese ... de García Peña? ¡Que no quere tratar con bandidos! ¿Qué dice, amigo, nos fuyimos?
- Yo qué más quisiera -le repusimos-; pero está difícil la salida.
- Ni tanto, amigo; ni tanto; mire -dijo sacando del bolsillo del pantalón unas llaves- ¿ya ve?, tengo todas las llaves para salirnos, si usté quere, nos vamos una d' estas noches, al fin que ya me enamoré a todos y hasta el jefe del retén está conmigo. Ya me los merqué, amigo, con esto -agregó sacando un grueso fajo de billetes de banco que importaban varios de miles pesos- se ablandan todos, ¿qué quere?, es el aceite pa mover las máquinas. Conque usté dice.
- Como usted sabe -le respondimos- yo tampoco tengo esperanza de salir de aquí; si usted cree -que podemos jugarnos el albur con relátivas seguridades, vámonos, le ofrezco seguirlo.
- Hum, amigo, usté no me conoce, ya m'irá conociendo, ya verá quén es Pancho Villa ajuera de la cárcel Mire -agregó señalando con la mano izquierda una cicatriz que tenía en la parte superior de la frente-, este portillo me lo hicieron una vez que con una sospresa me rodearon las juerzas del Gobierno en el cuarto onde yo estaba y tUve que salir entre ellos a punta de bala. Aquí se cuenta con todos, como le digo; pero si alguno se pusiera roñoso, éstos no aguantan, amigo, con un arrejuntón se abren y ya a diez pasos afuera de la cárcel, yo le aseguro que no nos vuelven a agarrar vivos, y mire, nos vamos pal Norte; yo lo pongo en Chihuahua caminando de noche y parado onde haiga agua. No más nos llevamos nuestros buenos cuetes, un buen cuchillo pa la carne y nuestra bolsa de sal, y ya verá, amigo, cómo ajuera semos otros. Yo quero que nos quéramos como buenos amigos; usté se va de mi secretario y ya verá, yo lo hago rico pa que después no tenga por qué mortificarse. ¡Ay, amigo! yo quisiera hacer una revolución; pero no contra el siñor Madero; yo lo quero, mire, porque es bueno; yo quisiera hacer en el Norte no un zapatismo, sino hartos zapatismos juntos pa acabar con las injusticias d'estos diablos de ricos, y o'verá amigo, no más que sálganos, si mejor se puede, usté me saca pa Morelos que al fin el compañerito Zapata tiene patas de buen gallo y tiene tanta razón en lo que desfiende, tenemos que hacer buenas migas. Allí nos organizamos, amigo, al cabo hay con qué, y luego le hacemos pa Chihuahua ya con elementos, y ya verá. Ya se mi hace que los periódicos, esos desgraciados periódicos, que sólo queren a los federales, se sueltan diciendo: ya anda el bandido de Villa dando guerra por Chihuahua, y que Casas Grandes, y San Andrés, y que ya anda por Suidá Juárez, y que le quere hacer cosquillas a Chihuahua. ¡Ay, amigo! yo quisiera acabar con esta raza de los Vitorianos y cuando le haiga limpiao de enemigos al Gobierno del siñor Madero, ir a dicirle al Palacio con mi sombrero en la mano: mire siñor Madero, yo le quité a sus enemigos, a los que me metieron en la cárcel; aquí está mi carabina con que desfendí a su Gobierno; si usté quere meterme en la cárcel o fusilarme, ándele; pero que sea usté quén lo haga, no los enemigos de la Revolución. Y ya vería, amigo, cómo el siñor Presidente me abrazaba por lo que yo había hecho onque juera derramando sangre enemiga, había sido por hacer la felicidá de mis hermanos de raza.
- Pero eso no podría ser -le argüimos-, al hacer armas en contra de las fuerzas que sostiene al Gobierno, lo tomarían como rebelde, como enemigo de la Administración.
- Eso ya lo arreglaremos ajuera, amigo; lo que urge es salir y ya después veremos. Yo al siñor Madero sí lo quero, pero a los changos (así les decía a los federales), no los quero nada.
- Mire, amigo -nos dijo otro día mostráñdonos un papel escrito por su puño- ya le digo a mi hermano Antonio que se venga pa que nos espere por aquí ajuerita.
Efectivamente, en el documento aquel -que conservamos después por mera curiosidad, pues Villa entonces no tenía significación destacada y menos en las circunstancias en que se encontraba- el guerrillero ordenaba a su hermano Antonio que saliese rumbo a México, acompañado de veinte hombres de los más graneados, bien montados y armados, y que cuando estuviera a una jornada de la cárcel, se detuviese, avisando su llegada para dejarle instrucciones.
- Y ese documento -inquirimos- ¿lo va a mandar usted con algún enviado?
- No, amigo -repuso-, ¿qué no mira?; es telegrama, lo voy a mandar por telégrafo pa que llegue luego.
Le advertimos la inconveniencia de proceder así, con lo que sólo obtendría que le retiraran las consideraciones de que gozaba.
- Mire. amigo, pos de veras pa bruto no se estudia; y eso que ya estoy medio cultivao.
Proyectos de evasión
El deseo de salir de la prisión en cualquier forma, era intensísimo. Cada día tenía un nuevo proyecto que, según él, le aconsejaba la almohada; pero todos tendían a recuperar cuanto antes la libertad.
- Me siento como águila enjaulada, amigo -nos dijo en una ocasión-; no puedo abrir las alas; quén sabe por qué Dios y el chaparritO me tengan aquí; yo necesito juir, juir como quera que sea, tengo que hacer muncho todavía por mis hermanos de sangre y de raza. Yo quero que la historia diga de mí lo malo que he hecho y todo lo bueno que tengo que hacer. O verá amigo, una d'estas noches nos juyimos, usté es amigo y le miro cara de hombre -añadió como penetrando con la mirada nuestro ánimo-; yo a estos rotos (se refería a algunos detenidos de otra crujía) nos les miro cara de hombres, por eso a usté le hablo con el corazón.
Todos los días, unos más desesperadamente que otros, era la misma insistente plática: necesitamos juir.
Una noche, casi a las doce, cuando nos dimos cuenta, el guerrillero había ya penetrado a la celda sin ser sentido y no dejó de sorprendemos cuando, al despertar por la presión que hacía con la mano en la que empuñaba una pistola, nos dijo:
- Recuerde, amigo, recuede, no se espante, soy yo.
- ¿Qué le pasa? -le interrogamos.
- No me pasa nada, amigo; ya es hora.
- ¿Hora de qué?
- Pos de juir, ¿de qué ha de ser? Andele, párese, tenga -y nos entregó otra pistola que sin funda, llevaba entre el pantalón y la camisa.
- Déjeme sacar unos papeles que tengo aquí y que no deben quedarse -le dijimos, vistiéndonos rápidamente y tomando la caja de cerillos de la cabecera de la cama, para encender la vela.
- No prienda vela, amigo, aquí está esta lamparita -un pequeño aparato eléctrico a cuya luz localizamos los papeles.
- Ora agarre sus zapatos como yo -él los llevaba en la mano- y no más nos vamos con calcetines pa no hacer ruido y sígame, ándele.
Diciendo y haciendo, Villa abandonó la celda seguido por nosotros, descalzo, con los zapatos en la izquierda y la pistola en la mano derecha. Avanzamos replegándonos a la pared de enfrente de la celda, hasta la puerta de la crujía que debería darnos acceso. al polígono.
Sin hablar, sin hacer ruido, llegamos hasta la puerta de la crujía. Villa, sacando la llave y haciendo con la mano una señal para que esperásemos cerca de la pared, avanzó hasta la puerta que intentó abrir.
Confiados en lo que nos había dicho, de que tenía mercados a todos, inclusive al jefe que hacía el servicio de vigilancia, estábamos en la seguridad de que sería fácil la evasión, y no correríamos gran peligro, por lo que relativamente íbamos tranquilos.
Unas voces del grupo que hacía el servicio de vigilancia y que fueron oídas claramente por los dos, hicieron desistir a Villa de su intento y, regresando donde estábamos, nos indicó seguir hasta su celda a la que se internó. Suponiendo nosotros, todavía, que contaba con la ayuda de quienes el guerrillero nos había indicado, le dijimos:
- ¿Qué pasó?, ¿para esto fue usted a despertarme? ¡Vámonos!
- ¡Mire, mire! ¿Pos qué no ve que los changos están dispiertos y nos clarean? Yo tengo más experencia que usté, espérese, vamos a arreglar esto mejor.
Hasta entonces nos dimos cuenta del peligro que habíamos corrido.
El afecto hacia su compañero
Efectivamente, Villa tenía de su parte a uno de los oficiales que hacían el servicio de vigilancia, pero no esos días se encontraba ausente de México; mas con esa calada, como él llamaba a nuestra actitud, nos siguió estimando más, en la creencia de que era valor, lo que en realidad no fue otra cosa que el desconocimiento del peligro corrido en aquel acto llevado a cabo por la desesperación del guerrillero. El resto de aquella noche la pasamos en la celda de Villa.
Después fueron mayores las atenciones que Villa tuvo para con nosotros.
- Dígame no más qué quere, al cabo que yo ya sé que usté no se espanta como quera. Yo creiba que se me´iba a rajar, amiguito.
Y pensábamos: ¡No sabes que si te acompañé fue porque creía que efectivamente contabas con todos!
- Pero ya verá, en la otra sí se nos hace.
Así transcurrieron aquellos largos, interminables días de prisión, sin que hubiera otra esperanza de salir sino jugándonos la vida al intentar la evasión que tanto deseaba Villa.
Un día, inesperadamente, el juez que conoció de la mayoría de las causas de los presos políticos, el licenciado Manuel Nagore, disgustado con alguno de los personajes de la Administraci6n maderista, procedió a conceder la libertad caucional a varios detenidos y pudimos obtener la nuestra en esa forma.
Juan Andrew Almazán, quien estaba alojado en la crujía A, había salido libre poco antes. En esa misma crujía y en la C, se encontraban muchos revolucionarios, todos ellos antiguos maderistas que en cualquier forma habían manifestado su desacuerdo al quedar trunca la obra de la Revolución. Recordamos, entre ellos, a los señores licenciado Andrés Molina Enríquez, Cándido Navarro, Alberto Carrera Torres, Juan M. Banderas, Angel Barrios, Guillermo Castillo Tapia, Enrique Adame Macías, Gonzalo Vázquez Ortiz y Juan Torices Mercado. Varios de ellos, desde su cautiverio, se comunicaron con el general Zapata, enviándole su adhesión.
Cuando Villa supo que lo abandonábamos, sintió contrariedad; reflexionó después y nos dijo:
- Ya ajuera, me podrá ayudar usté mejor. Tengo la seguridá de que no se olvidará de mí, porque yo, como le he dicho, cuando quero sé querer y cuando soy enemigo de cualquera, más le valiera no haberme conocido.
La amistad comenzada con aquel compañero de prisión, víctima de las intrigas, tenía toda la apariencia de sincera; pero el tiempo y los acontecimientos bien podían hacerla variar. Por ello dijimos a Villa:
- Le voy a contar un cuento.
- A ver, dígalo -nos contestó con viveza.
- Por un camino pasaba un individuo, cuando de improviso oyó una voz que parecía venir de un lugar distante. La angustia que revelaba la voz, hizo que el viajero se detuviese para prestar toda su atenci6n y pudo percibir claramente que, en tono lastimero, alguien decía:
- ¡Caminante, caminante, auxilio!
Atraído por aquel lamento, más que petición de ayuda, el viajero se acercó al lugar del que la voz salía. Era una oquedad, un pozo, en el cual un hombre había caído y no podía salir sin el concurso de alguna otra persona. Cansado de gritar, desesperado porque nadie acudía a su llamado ...
- ¡Ese soy yo! -interrumpió Villa.
- ... Había concluído por sentarse sobre una piedra que se hallaba en el fondo del pozo. Inesperadamente oyó que alguien le hablaba desde lo alto, dispuesto a prestarle ayuda ...
- ¡Ese es usté, amiguito, que ya se va! -dijo Villa, volviendo a interrumpir la narración.
- ... Al darse cuenta de que alguien acudía al fin a su reclamo, se irguió arrogante sobre la piedra que se movió por no estar bien fija en el suelo, y mirándola exclamó:
- ¡No tiembles, tierra, que nada te haré! Luego, clavando la mirada en su salvador, le dijo:
- ¡Sácame de aquí y te perdono la vida!
- ¡Ese ya no soy yo! -dijo rápidamente Villa-. Lo que yo quise decirle es que cuando quero, quero, y cuando soy enemigo, lo sé ser hasta que me muera.
Con efusivo abrazo terminó la narración y nos despedimos quienes por un tiempo, que aún nos parece una eternidad, fuimos compañeros de prisión.
Todos los días visitábamos a Villa, unas veces en el departamento de lavandería, otras en su misma celda; pero la conversación indefectiblemente recaía sobre el mismo tema: su evasión.
- Ya estoy cansado de tanta entriega, amigo -nos dijo un día- ya quero jugármela al salirme. Hoy le mando sus libros y todas su cosas pa ir arreglando todo y hágame favor de ponerle un sobre a este recadito y echarlo al correo, pa que mi hermano Antonio venga luego, porque aquí me hace falta.
Villa se desesperaba cada día más. Una vez nos confió que había resuelto armar a unos veinte hombres de los del orden común, a quienes miraba cara de hombres y salirse matando a cuantos se opusieran a su paso. Contaba ya con algunos elementos de combate; tenía en un cajón -que estaba y se quedó al fin enterrado en el jardín de la penitenciaría-, varias pistolas, algunas bombas de dinamita y parque en abundancia. Un detalle muy curioso y que resultaría muy largo narrar aquí, evitó que en esa ocasión hubiera una carnicería dentro de la prision, al intentar Villa fugarse a plena luz del sol.
En otra vez, y siempre planeando la mejor manera de evadirse con las mayores probabilidades de éxito, al hablar sobre el mismo tema sugerimos a Villa la conveniencia de solicitar su cambio a la prisión militar de Santiago Tlaltelolco, de donde supusimos menos peligrosa la fuga.
- Pero allí -objetó Villa- es menester mercar nuevamente a los celadores y lo de menos es el dinero, amigo, al fin que, d'so pos Dios nos ha socorrido y hay; el dinero no importa, pero si algún celadero se raja, va de por medio el cuero; el dinero va y viene; pero la zalea no; usté que anda ajuera, estudie bien el asunto y si cré que se pueda juir mejor de allá, nos cambiamos, amigo, a ver si nos dejan.
Opinión de Félix Díaz sobre Villa
El día 16 de octubre, al sublevarse Félix Díaz en contra del Gobierno del señor Madero, se apoderó del puerto de Veracruz, desde donde lanzó un manifiesto a la Nación y, entre los cargos que hizo al Presidente, figuró el de haber improvisado generales arrancados de las gradas del patíbulo, con el desdoro y en detrimento del buen nombre del glorioso Ejército Federal. Este párrafo llevaba clara dedicatoria para el guerrillero preso en la penitenciaría, a quien, poco antes de ser arrestado por órdenes de Huerta, se le había ofrecido ascenderlo á general honorario.
En la visita que hicimos a Villa, lo encontramos un tanto nervioso. Estaba tomando el sol y tras el saludo, nos dijo:
~ No quero que platíquemos nada orita, amigo; hablaremos de otras cosas y luego nos vamos pa la lavandería.
Ya en este lugar, el guerrillero se expresó así:
- Ora sí, amigo, la cosa ha de andar que arde porque si viera lo que me acaban de contar ... la verdá eso de Félix Díaz no me cuadra nada; aquí, mire -subrayó tocándose suavemente con la mano el pecho, siento lo que queren hacer esos hombres con el siñor Madero; pero no quere entender el chaparrito, amigo, allá se lo haiga. Yo lo que no quero es ser vítima de estos hombres, porque aquí me asesinan.
- Yo le traigo una noticia -le dijimos.
- ¿Buena, amigo?
~ Regular, ya verá. Es un saludo que, desde Veracruz, le manda Félix Díaz.
- ¿A mí? -inquirió con curiosidad.
- Sí; va usted a oírlo ...
Y sacando del bolsillo el manifiesto, le dimos lectura. Con toda atención oyó Villa; pero cuando leímos el párrafo que se refería a los generales improvisados arrancados de las gradas del patíbulo, no pudo contenerse; violentamente se levantó de la silla y quiso decir tanto, que con la garganta hecha un nudo, no podía emitir palabra.
Desesperadamente paseó de un lado a otro del amplio departamento.
- No haga caso -le dijimos-; las cosas se toman como de quien vienen.
- Pero no mira -decía con sus ojos enrojecidos de cólera, dilatándosele y recogiéndose notablemente las pupilas, igual que como se observa en los nictálopes y dando la impresión de que aquéllas giraban-. ¿No mira que aquí se me hace vítima sin siquera jugármela? Yo nunca he pedido las charreteras de birgadier, ni las necesito, ni las quero, al cabo que no son las charreteras las que hacen a los hombres. Dios ha de querer ayudarme pa salir de aquí y les voy a probar a estos pelones jijos ..., que sin charreteras, no más con mis pantalones, soy más hombre y más soldao que ellos. ¡Soldaditos de chocolate! Oiga, ¿y del viejo pelón de Huerta, qué dice el papel?- A ver, empréstemelo pa lerlo.
Tomando el manifiesto, lo extendió sobre una de las máquinas de lavar y ya un tanto calmado, procedió a su lectura en voz baja, sin hacer comentario alguno.
Cuando se hubo enterado de todo, nos dijo:
- ¿Qué opina d'esto, amiguito? ¿El siñor Madero tiene la culpa por su buen corazón; lo van a hacer vítima -y se rascaba la cabeza, ante la imposibilidad de hacer algo práctico en su favor-. Necesito juir como quera, antes que sea tarde y que no se pueda hacer nada. Mire, hágame favor de venir todos los días en la mañana y en la tarde.
Traslado a Santiago Tlaltelolco
La actitud de Félix Díaz, en mucho ayudó a que el guerrillero se convenciera de la conveniencia de su traslado a la prisión militar de Santiago Tlaltelolco, traslado que se obtuvo con relativa facilidad, debido a las gestiones hechas por uno de sus defensores.
Abandonó la penitenciaría el 7 de noviembre de 1912.
Ya en Santiago, continuamos visitándolo, aunque no con la frecuencia acostumbrada porque en la nueva prisión se tropezaba con algunas dificultades.
- Acá hay puras caras nuevas, amigo -nos dijo Villa-; voy a ver a quén d'estos me enamoro; ya anduve vesitando todo este departamento, sólo al otro no he ido porque allí está ese diablo de José de la Luz y no lo quero ni él tampoco me quere. Ando no más olfatiando como toro en corral nuevo. Sí le sé dicir una cosa, que'sta jaulita, me cuadra más que l'otra. Tenía usté razón -y bajando la voz, agregó-: de aquí es más fácil volar.
Antonio su hermano quien tan pronto como recibió la carta en la que se le llamaba emprendió el viaje a la capital, visitaba también al prisionero, con la frecuencia que le era dable. Antonio y nosotros compramos una pistola y una fina segueta que fácilmente llegaron al interior de la prisión.
Cada día que pasaba el guerrillero tenía mayor confianza, porque iba conociendo mejor el terreno, como decía. En una ocasión conversábamos en su cuarto, cuando sé presentó un joven, empleado de uno de los juzgados, que había ido a verlo con algún asunto de poca importancia y que se retiró en seguida. Era Carlos Jáuregui.
- ¿Ya vido a este güero? -dijo Villa-, es impliado de acá y le miro cara de amigo y capaz de hacer una hombrada. Voy a ver si me lo enamoro; pero hay que irse poco a poquito.
- También con ese viejito -se refería al general Bernardo Reyes, quien estaba detenido en la prisión y que en esos momentos paseaba frente al cuarto- echamos harto la platicada todos los días. Yo me li hago el dormido, el gatito manso, amigo, así conviene; tiene muncho cultivo; pero no quere al siñor Madero.
La evasión
El 26 de diciembre recibimos una invitación de Villa para pasar a verlo en la prisión. Al llegar a ésta, como de costumbre y al subir la escalera, nos encontramos a un ordenanza que nos conocía y que, con dos botes vacíos, bajaba a llenarlos de agua en la fuente que entonces existía en el patio.
- ¿Viene a ver a Villa? -nos preguntó con toda naturalidad.
-Sí -le contestamos.
- Acaba de entrar al juzgado -repuso el ordenanza.
Nos dirigimos al punto indicado y con sorpresa vimos que la puerta estaba cerrada por dentro.
Tocamos y nadie contestó; empujamos y parecía estar atrancada. Insistimos tocando más fuerte y no hubo contestación alguna. Entonces supusimos lo que en verdad ocurría: en esos precisos momentos Villa se fugaba.
Regresó el ordenanza con lbs botes llenos de agua y preguntó:
- ¿Ya le habló?
- No, debe estar declarando ...
- Pero está cerrada la puerta -observó el ordenanza; y dejando los botes en el suelo, se acercó, empujó y se sorprendió de no poder abrir, así como de que nadie contestara por dentro.
Entonces dijo:
- ¡Qué raro está esto!
Con el ruido que hizo al tocar, llamó la atención del coronel Mayol, director del establecimiento, quien paseaba por el corredor, como a unos veinte metros del juzgado, hacia donde se encaminó, saliendo a su encuentro el ordenanza al que dijo algo que no pudimos oír.
El director, al llegar a la puerta del juzgado, hizo lo que nosotros: tocó, empujó la puerta fuerte e inútilmente, después de lo cual en tono muy enérgico nos preguntó:
- ¿Usted buscaba al bandido?
- ¿A cuál bandido, señor?
- ¡A Villa!, no se haga ...
- Sí, señor, venía a hablar con el señor Villa; pero no hay razón para que usted se incomode.
- Todos se hacen ... ¿Y tiene usted autorización para entrar? -agregó, mandando al ordenanza que llamara al oficial de guardia, y sin esperar nuestra respuesta, nos dijo:
- ¡Aquí espéreme! -y se dirigió al cuarto de baño.
Como se nos había indicado, permanecimos frente a la puerta del juzgado; mientras tanto, el oficial de guardia subió al llamado del director y después de recibir instrucciones, bajó por la escalera. Hubo en seguida movimiento de tropa que se dirigió a la calle. Aún no se persuadían de que Villa se había fugado. Impulsados por el temor de que se cercioraran de que Villa se había fugado y de que nos atribuyeran alguna participación en lo acontecido, bajamos la escalera, al pie de la cual estaba el oficial de guardia, quien nos miró fijamente. Por instantes pensamos regresar a donde se nos había indicado que esperásemos; pero instintivamente continuamos hasta el sitio en que estaba el oficial y, suponiendo que el director le había ordenado una estricta vigilancia, le dijimos:
- ¿Qué no ordenó el jefe que nadie saliera?
- Si nadie ha salido -contestó, pero no nos detuvo, y pudimos pasar entre la misma tropa que, momentos después, rodeaba totalmente el edificio de la prisión.
En esos momentos el guerrillero abordaba un poderoso automóvil que en compañía de Carlos Jáuregui lo condujo fuera de la ciudad.
Un año más tarde -acababa Villa de apoderarse de Ciudad Juárez, a fines de 1913-, llegamos a dicha plaza fronteriza. No estaba allí el Jefe de la División del Norte; había salido por algún asunto urgente del servicio; pero tuvimos la oportunidad de hablar con el diligente y talentoso Jefe de su Estado Mayor, el entonces coronel Juan N. Medina. Allí todo era actividad, órdenes que se giraban, movimiento de tropas. No fue posible entrevistar al aguerrido general, sino hasta el siguiente día; pero con toda satisfacción vimos que ya estaba llevando a la realidad lo que un año antes sólo habían sido sueños.
Al ver Villa al antiguo compañero de prisión y al abrazarnos cariñosamente, nos dijo:
- ¿Pos que pasó con usté, amiguito, que a la mera hora no lo vide?
- ¡Qué había de pasar! -le contestamos- que por poco le estropeo su fuga el día que la llevó a cabo.
- ¡Ay amigo!, si un momento antes llega, los tres no salemos o a los tres nos friegan.
Después nos refirió con todos sus pormenores cómo había efectuado su evasión, nos relató su odisea larga y peligrosa hasta llegar a la frontera; lo macho que se portó Jáuregui, tanto en el instante de la fuga como durante el viaje, y nos dijo la agradecido que le estaba, pues fue el único que le ayudó en su salida.
- Lo quero como a un hijo -agregó, refiriéndose a Jáuregui-; pero oiga, si hubieran tratado de agarrarnos en el camino, el primero que se hubiera muerto, y hubiera sido injustamente, habría sido él, porque yo podía crer que me intriegaba; pero ya ve, amigo, aquí estamos ora y lo único que siento es que haigan matado al siñor Madero.
En seguida hablamos sobre asuntos del Sur y acerca de otros trascendentales de la Revolución en general; mas para no anticiparnos a los acontecimientos, dejaremos esos tópicos para tratarlos en su oportunidad, lamentando haber tenido que extendernos demasiado en este capítulo, que creímos necesario, por el papel tan importante que con respecto al movimiento del Sur jugó el general Villa, quien al frente de la arrolladora División del Norte, aniquiló a cuantos elementos le puso enfrente el gobierno de la usurpación.
A los dos días se libró la batalla de Tierra Blanca, en la que se cubrieron de gloria las armas de la Revolución y tomaron triunfalmente la ofensiva contra los enemigos de la causa popular; y después de hacerle cosquillas a Chihuahua y de aniquilar a Mercado en Ojinaga, formó aquella cadena de triunfos que parecía interminable: Torreón, San Pedro de las Colonias, Paredón, Zcatecas ...
Desde 1912 simpatizó con Zapata
Años después el general Villa confió sus memorias al doctor Ramón Puente, quien les dió forma al narrárselas el propio Jefe de la División del Norte. El expresado señor Puente las publicó en Los Angeles, Cal., Estados Unidos, en un libro que intituló Vida de Francisco Villa contada por él mismo. Copiamos a continuación algunos párrafos de la citada obra:
Las órdenes subsecuentes del Presidente Madero, fueron que bajo la estricta responsabilidad de Huerta, se me remitiera a la ciudad de México, para qee allá se me juzgara. Pocas horas después se me ponía en un tren convenientemente escoltado para marchar rumbo a la capital, donde fuí internado, desde luego, en la penitenciaría, primero en una celda y más tarde en el Departamento que llaman de presos distinguidos.
Una vez en aquel encierro que al principio mé parecía una de las cosas más insoportables, acabé por resignarme con mi suerte y me dispuse a sacar las mayores ventajas de aquella triste situación. Por fin, se me iba a presentar la oportuni>dad de aprender a leer y con ese gusto, ni de la libertad, que es la cosa más querida para el hombre, me volví a preocupar: casi todas las horas del día me las pasaba estudiando y haciendo ejercicios para pintar letras, que cuando pude juntar, me recompensaron de todas mis fatigas.
En el establecimiento había escuela para los presos, pero yo tuve la buena fortuna de encontrarme entre los compañeros de prisión con un joven coronel de las fuerzas del general Emiliano Zapata, llamado Gildardo Magaña, que siendo persona instruída y de buena voluntad para trasmitir sus conocimientos, se tomó todo empeño en enseñarme y no se limitaba a una simple lección, sino que me leía en varios de sus libros y después, por horas y horas, me platicaba sobre muchos asuntos y satisfacía todas mis dudas. Por él conocí algunos trozos del libro Don Quijote, que me gustaba porque me hacía ver las cosas de una manera palpable, como si fueran retratos de la vida, y cuando mé decía que aquel libro había sido escrito en una cárcel y que su autor, a más de un hombre de letras, había sido un soldado de corazón, a mí me cabía cierto consuelo al pensar que aquel hombre tan ingenioso, orgullo de nuestra raza, hubiera sido desgraciado también; pero lo que más me gustaba que me explicara, y donde estaba tOdo mi interés, era en la historia de México, y él me la relataba con una paciencia que no me cansaré de agradecerle, desde los tiempos más antiguos. Me decía lo que fueron los pueblos indios de donde venimos; la sabiduría que tenía sus leyes, sus virtudes, sus defectos, el notable adelanto que alcanzaron algunas industrias y su gran valor indomable; lo que hizo la conquista por nosotros y lo que deprimió también, con su despotismo, a las razas indígenas. Y me hacía ver cómo el espíritu lejano e inquebrantable del indio, había renacido en dos de nuestros hombres más notables, en el cura Morelos y en Benito Juárez.
Le interesaban nuestras guerras
Cuando llegamos al relato de nuestras guerras, le suplicaba que me repitiera la descripción de las batallas más impprtantes y que me puntualizara despacio los detalles de una campaña. Y así me contó con mucho orden y de modo que yo les tomara sabor, los principales hechos de la historia de México. Y el sentido que yo sacaba de esas lecturas explicadas, era que nuestro pueblo hacía muchos años que luchaba por su libertad, que nuestros hombres patriotas se habían sacrificado por darnos buenas leyes para ser gobernados, pero que el egoísmo de los enemigos del pueblo, unas veces el clero, otras nuestros ricos y casi siempre nuestros militares a quienes no les gustaba tampoco trabajar sino vivir del despojo, les ayudaban a todos los tiranos para que en México sólo hubiera una paz forzada y una constante explotación de la ignorancia de los pobres.
Veía yo la riqueza nacional, pera como me la figuraba de grande, casi ociosa y en manos de unos cuantos dueños avaros y rutinarios, y se me presentaban las parvadas del pobrerío hambriento, casi desnudo y ciego, como yo, de toda ilustración, y no podía convenir en la injusticia de que hubiera hombres tan malvados, que por ruindad o por dejo, no trabajaran con espíritu más liberal la tierra y le dieran al labriego la justa retribución del sudor de su frente.
Veía los años de paz porfiriana blanqueando de huesos los caminos, de todos los que mató la ley fuga so pretexto de bandidaje y que obligaron a ser bandidos a muchos infelices porque él no les dió la justicia más que a unos cuantos ricos y a los extranjeros, a los que, por temor o por conveniencia, les entregaba junto con las grandes concesiones, a toda la peonada para que la trataran a lo que su propia inhumanidad les aconsejaba. ¿A dónde estaban las escuelas y los hospitales para la gente de campo y los operarios de tantas minas? ... Para el pobre no había más que vicios, explotación y cárcel, porque la misma gente del gobierno estaba interesada en la venta del mezcal y algunos participaban, con los ricos de las haciendas magueyeras, en la ganancia del pulque embrutecedor. Y el orgullo de algunos Estados era tener una penitenciaría que costara muchos miles de pesos porque se tenía la pretensión de regenerar a los pobres que internaban en ella, como si las prisiones no fueran más centros de vicio y de perdición que las mismas tabernas; y de allí de esas cárceles donde los hombres acababan de perder la poca vergüenza que les queda y adquirir peores vicios que en la calle, sacaban forzados, a los soldados que formaban el Ejército Federal, de los cuales la mayor parte no sabían leer y a diario también se volvían locos por la mariguana ... y ese era el Ejército que se iba a oponer al pueblo, cuando se levantara indignado para vengar todas sus lágrimas.
Por Gildardo Magaña conocí también cuáles eran los pensamientos de los revolucionarios del Sur, a los que encabezaba el general Emiliano Zapata, y lo que me contaron de los abusos cometidos por los terratenientes de Morelos y de la manera esclavista cómo se había tratado a aquella gente, me hicieron comprender desde entonces la justicia que había en su rebelión y simpatizar, con toda mi alma, con aquel Caudillo al que los periódicos de México pintaban como un monstruo de crueldad y le achacaban los más grandes errores.