EMILIANO ZAPATA
Y EL
AGRARISMO EN MÉXICO
General Gildardo Magaña
Colaboración del Profesor Carlos Pérez Guerrero
TOMO IV
CAPÍTULO VIII
LA OCUPACIÓN DE VERACRUZ POR LOS NORTEAMERICANOS
Uno de los más penosos incidentes que por aquellos días se presentaron fue el de la ocupación del puerto de Veracruz. por fuerzas de la marina de los Estados Unidos.
El gobierno de ese país explicó que el acto no estaba enderezado contra la nación mexicana. Sin embargo, fue intrínsecamente serio y pudo arrastrarnos a una guerra internacional pues Victoriano Huerta, despechado como estaba porque el gobierno de los Estados Unidos no lo había reconocido como Presidente de México, hizo cuanto pudo para devolver el golpe.
El 21 de abril, a las once de la mañana, las fuerzas de la escuadra norteamericana al mando del almirante Fletcher desembarcaron en el puerto jarocho, protegidas por el fuego de sus cañones. Era comandante de la plaza el general federal Gustavo Mass, quien recibió órdenes de no ofrecer resistencia y retirarse; pero el pueblo, y con él el teniente coronel Albino Cerrillo y la Escuela Naval, encabezada por su director, el comodoro Manuel Azueta, estimaron de su deber enfrentarse a los norteamericanos, ofrendando su sangre en defensa del suelo patrio. Unas de las primeras víctimas fueron el cadete Uribe y el teniente de artillería José Azueta.
Al recibirse en la ciudad de México las primeras noticias sobre la ocupación de Veracruz, los periódicos lanzaron ediciones especiales con las que se propusieron, y lograron, enardecer los ánimos. Nada extraño ni inconveniente hubo en ello, a no ser porque en este delicado asunto, como en muchos otros, la prensa recibió y obedeció ciegamente la insincera consigna del usurpador. Bien sabía éste que el incidente no era el principio de una guerra entre México y los Estados Unidos; mas la ocasión era propicia para sus sueños de grandeza y quiso aprovecharla para convertirse en caudillo nacional.
Por una parte, enfocó toda la fuerza de la publicidad para que la nación lo viera como al hombre necesario. Por otra, intentó desorganizar a la Revolución, pues suponiendo que muchos de sus componentes estaban menos bien informados que él, hizo cuanto pudo para que depusieran las armas. Si lograba atraerse a la opinión pública y al mayor número de jefes revolucionarios, podría al mismo tiempo dominar al enemigo interno y presentar al exterior el espectáculo de que los mexicanos ofrecíamos un solo frente al invasor, o, mejor dicho, al Presidente de los Estados Unidos, Mr. Woodrow Wilson.
Las noticias y comentarios de la prensa hicieron que espontáneamente se formaran manifestaciones populares, encabezadas por animosos elementos independientes que sintieron herido el amor patrio. Con especialidad, grupos de estudiantes recorrieron las calles, los mercados, las escuelas, los teatros, las fábricas y demás lugares en que podían encontrar auditorios a los que arengar con la vehemencia y la sinceridad de la" juventud y excitar a que cuanto antes ocuparan el lugar que les correspondía en la defensa de la patria.
Las arengas tuvieron como tema el hecho consumado de la presencia de las fuerzas extranjeras en suelo patrio, el ultraje que con ello había recibido la nación y la seguridad de que las fuerzas avanzarían al interior del país, teniendo la capital como objetivo. Claro está que se calificó de artero el golpe y se deploró la situación del pueblo mexicano, desangrado por la guerra civil. Los políticos huertistas que habían entrado en acción supieron explotar todas las circunstancias. Un testigo presencial nos narró cómo el licenciado José María Lozano, mostrando a la multitud una bandera nacional -cuyo escudo estaba substituído por una imagen de la Virgen de Guadalupe-, en uno de los períodos más vivos de su discurso aseguraba el triunfo de la nación mexicana puesto que en su enseña llevaba nada menos que a la Reina del Cielo. No es nuestra intención, al referir el hecho, hacer burla de las creencias religiosas hábilmente explotadas por el tribuno en aquellos momentos, sino señalar uno de los recursos político-oratorios a que apeló para exaltar el patriotismo de sus oyentes.
Para mantener la tensión producida por el suceso se fundó en la ciudad de México un periódico que llevó el nombre de Churubusco, el cual aparecía hacia las doce horas con las más sobresalientes noticias y con artículos candentes. Se comprenderá que el nombre del periódico fue escogido tendenciosamente, pues con él se quiso avivar el recuerdo de la épica jornada del 20 de agosto de 1847, en que el general mexicano Pedro María Anaya dió su lapidaria contestación al general norteamericano Mr. Twings.
Los demás periódicos metropolitanos tuvieron amplios motivos para sus artículos de fondo, y en cuanto a sus informaciones, en las que casi siempre falsearon la verdad, ahora daban. como cierta, la actitud que Huerta hubiera querido que asumieran los jefes revolucionarios en distintos puntos de la República. Se les atribuía la inmediata suspensión de hostilidades, la fraternización con las tropas federales y la sumisión incondicional tan pronto como se habían enterado de la presencia de las fuerzas extranjeras en Veracruz.
Así como hubo manifestaciones sinceras y manifestantes patriotas que procedieron serenamente dentro de la gravedad del caso, así también hubo exaltados que provocaron graves incidentes. No faltó Jorge Huerta, hijo del usurpador, quien al frente de un grupo se dirigió a la calle de Londres, en donde se encuentra la estatua de Jorge Washington, y pretendió derribarla. De regreso de su frustrada hazaña, al pasar por un establecimiento comercial de la avenida San Francisco, por avenida Madero, vió un fragmento de bandera de los Estados Unidos, del que se apoderó e hizo quemar en la vía pública, entre los gritos de la turba. Más tarde, al hacerse la investigación del hecho, el propietario del establecimiento declaró que no había sido precisamente una bandera de la Unión Americana de la que Jorge Huerta se había apoderado, sino parte de un lienzo, casi destruído por la intemperie, que había tenido los colores de esa insignia, pero que por un olvido quedó en aquel lugar después de una fiesta.
Los más conocidos miembros de la numerosa colonia americana en México se refugiaron en las legaciones de diversos países, temiendo ser víctimas de Huerta; los menos conocidos apelaron al procedimiento de colocar en parte visible de sus trajes una pequeña bandera de Inglaterra.
La versión oficial en los Estados Unidos
Sabido es que una escuadra de la armada americana trataba de impedir el desembarco de armas y municiones que un convoy traía procedente de Alemania para el gobierno de Huerta; pero la noticia de la ocupación de Veracruz se publicó en todos los periódicos de los Estados Unidos conforme a la versión oficial que se dió del suceso. Según esa versión, marinos de la escuadra habían tenido que hacer una maniobra cerca de la aduana, y algunos particulares jarochos, así como elementos de la Escuela Naval, abrieron el fuego al que aquéllos tuvieron que contestar, y fue necesario posesionarse del puerto tras un combate en el que hubo bajas por ambas partes (Esta versión contrasta terriblemente con la verdad histórica expresada por Ricardo Flores Magón en una serie de artículos que al respecto escribio en su vocero Regeneración. Véase, aquí, en nuestra Biblioteca Virtual Antorcha, Flores Magón, Ricardo, 1914: La intervención americana en México, recopilación de textos realizada por Chantal López y Omar Cortés, editada en papel en Ediciones Antorcha. Anotación de Chantal López y Omar Cortés). En cuanto a las fuerzas mexicaqas de línea, se habían retirado sin combatir, por órdenes de Huerta.
El Departamento de Estado hizo declaraciones en el sentido de que las fuerzas ocupantes de Veracruz no habían recibido órdenes ni el gobierno tenía intenciones de que avanzaran hacia el interior de la República Mexicana, sino que permanecerían en la plaza ocupada para evacuarla tan pronto como se estableciera en México un gobierno responsable y capaz que pidiese la desocupación.
Actitud de Huerta
El usurpador tuvo conocimiento inmediatO de la versión publicada por la prensa de los Estados Unidos y de las declaraciones del Departamento de Estado; pero impidió que se dieran a conocer en México porque resultaban demasiado peligrosas. En efecto, esas declaraciones, sin restarles gravedad, cambiaban el aspecto del incidente, que ya no podía considerarse como un conflicto entre nación y nación, sino como un acto personal (equivocado, si se quiere) del Presidente de los Estados Unidos en contra de quien ocupaba la Presidencia de la República Mexicána.
Si se hacía público que las fuerzas de ocupación se limitarían a permanecer en el puerto, era tanto como decir que no habría lucha ni necesidad del sacrificio que se estaba pidiendo a todos los mexicanos, pues quedaba expedito el camino para gestionar por los medios más decorosos, pero no violentos, la salida de las fuerzas y para exigir las reparaciones del caso.
Si se hubieran dado a conocer las intenciones del gobierno americano, de evacuar y entregar la plaza al gobierno mexicano responsable y capaz que se estableciera y gestionase la desocupación, habría sido tanto como hacer que todos volviesen la vista hacia los campos revolucionarios y apoyaran su acción, puesto que de ellos surgiría el hombre que hatía salir -y cuanto antes, mejor- a los invasores.
Sabiendo Huerta que la ocupación de Veracruz no significaba el principio de una guerra entre México y los Estados Unidos, a menos que un nuevo incidente la provocara, aprovechó la oportunidad para intensificar el reclutamiento de los numerosos voluntarios que se ofrecían para combatir al invasor. Así quedó momentáneamente substituída la odiosa leva por otro procedimiento más perverso, con el que se intentó cubrir las numerosas bajas del Ejército Federal.
Para debilitar las filas revolucionarias, Huerta lanzó un decreto en el que ofreció reconocer los grados de quienes se sometieran a su gobierno en el plazo de quince días. Con extraordinaria urgencia envió emisarios a los campamentos, aparentando el papel de un gran patriota que, obsesionado por la gravedad de la situación, lo pospone todo para hacer frente a la necesaria defensa del honor nacional.
La noticia, en los campos revolucionarios
La noticia de la ocupación de Veracruz llegó a los campos revolucionarios surianos y produjo indignación en los primeros momentos; pero al conocerse las declaraciones del Departamento de Estado de los Estados Unidos se examinó la situación en sus verdaderas proporciones.
A ningún jefe pareció bien la presencia de fuerzas extranjeras en suelo patrio; pero nadie creyó que debía suspenderse la lucha contra el régimen huertista para enfrentarse al invasor, pues el incidente, grave, serio, penoso, indeseable; tenía la solución anunciada por e! gobierno americano al triunfo de las armas revolucionarias.
Se hacía, pues, necesario avivar la contienda, acortar su duración, toda vez que mientras Huerta estuviera en el poder no sólo sufriría la nación un mal gobierno, sino la presencia de una fuerza extranjera.
Esa consideración determinó un recrudecimiento de la lucha; pero quienes no alcanzaban a comprender el porqué no cesaba la contienda civil para hacer frente al problema internacional, comenzaron a llamar antipatriotas a los revolucionarios. Faltándoles datos para juzgar de la situación y de la actitud de los rebeldes, debió parecerles muy condenable la lucha entre mexicanos.
Mediación del A.B.C.
Mientras tanto, la amistad de las Repúblicas americanas se dejó sentir, pues e! 25 de abril las potencias del A.B.C., o sean Argentina, Brasil y Chile, ofrecieron sus buenos oficios a los gobiernos de México y de los Estados Unidos para solucionar satisfactoriamente el conflicto. Aceptada en principio la amigable mediación por ambos gobiernos, el de Huerta designó a los señores licenciados Emilio Rabasa, Luis Elguero y Agustín Rodríguez como sus representantes, y se convino en llevar a cabo las pláticas en Niagara Falls, ciudad perteneciente al Dominio del Canadá.
Muy justo es decir que don Venustiano Carranza asumió una actitud serena y patriótica. Habiendo protestado por la ocupación de Veracruz recib!ó, por conducto de! cónsul Carothers, una explicación del incidente y las seguridades de que el gobierno americano sabía distinguir entre el usurpador Huerta y el pueblo mexicano. El señor Carranza contestó razonablemente y pidió la desocupación del puerto.
Los reos políticos, en libertad
Cerca de las once de la mañana del 23 de abril, los procesados políticos que estaban en la penitenciaría del Distrito Federal fueron llamados a la dirección del establecimiento y se les hizo saber que para ellos quedaban abiertas las rejas de la prisión, pues un decreto del Ejecutivo mandaba sobreseer sus procesos en virtud de que fuerzas norteamericanas habían invadido el suelo patrio y el gobierno había creído conveniente liquidar las diferencias políticas para que todos los mexicanos, agrupados en torno de la bandera nacional, hicieran frente a la situación.
Todos prorrumpieron en aplausos, no por el gesto del usurpador, que nada de generoso tenía, ni, muchísimo menos, por la existencia del conflicto, sino porque había llegado el momento de la ansiada libertad. Entre quienes la obtuvieron estaban los señores diputados que Huerta mandó encarcelar cuando disolvió el Congreso de la Unión, hecho del que nos ocupamos en el tomo anterior. También quedaron libres Juan M. Banderas (a) El Agachado, quien procedía de Sinaloa y figuró luego en las filas del Sur; Jesús Morales (a) El Tuerto, de quien nos ocupamos, igualmente, en el tomo anterior, y el coronel Santiago Rodríguez, quien, como recordaremos, salió hacia los campos revolucionarios del norte en compañía del iniciador de esta obra y de Alvarez Roaro.
Refiere don Santiago Rodríguez que salió de la penitenciaría con los señores Alfonso y Rafael Cabrera, hermanos del señor licenciado Luis Cabrera. Con don Rafael había hecho buena amistad en la prisión, y en sus conversaciones, éste le había manifestado deseos de ir al Estado de Morelos, cuando las circunstancias lo permitieran, para conocer personalmente al general Zapata, cuya actitud revolucionaria encomiaba el señor Cabrera.
Convinieron en verse al día siguiente, es decir, el 24, para fijar la fecha de salida hacia el sur, y señalaron como lugar de la entrevista el domicilio de los familiares del señor Rodríguez, en la calle del Estanco de Hombres, número 8; pero le fue imposible esperarlo debido a una circunstancia imprevista. Veámosla.
Tan pronto como el coronel Rodríguez estuvo en la vía pública se comunicó telefónicamente con el señor licenciado Antonio Díaz Soto y Gama, quien por ese tiempo. residía en Tacubaya. Tras los parabienes por la libertad obtenida, el profesional le indicó la conveniencia de pasar a verlo cuanto antes en su domicilio para hablar sobre un asunto de mucha importancia.
Así lo hizo el señor Rodríguez horas más tarde y fue urgido para salir cuanto antes hacia el sur, pues el licenciado Díaz Soto había obtenido datos precisos que deseaba hacer llegar cuanto antes, y por conducto absolutamente seguro, al general Zapata. Esos datos se relacionaban con la ocupación de Veracruz, las intenciones que decía tener el gobierno americano y las rápidas providencias que estaba tomando Huerta para explotar, en su personal provecho, el penoso incidente.
Se informa de la situación al general Zapata
Don Santiago Rodríguez -Santiaguito, como hasta la fecha le decimos sus viejos camaradas- era una persona de absoluta confianza del señor licenciado Díaz Soto y Gama; también era conocido del general Zapata, y, por consiguiente, resultaba el insubstituible portador de los informes. El señor Rodríguez salió de México esa misma tarde hacia Puente Sierra, en donde se puso al habla con Miguel Martínez, quien le informó que por la noche llegaría el jefe Vicente Navarro, perteneciente a las fuerzas del general Francisco V. Pacheco.
Efectivamente, llegó, y después de cenar se dirigieron Navarro y Rodríguez hacia el lugar en que el primero había dejado una pequeña escolta; luego se encaminaron hacia El Capulín, en donde se encontraba el general Pacheco. De allí fue enviado un correo al Cuartel General del Ejército Libertador llevando un pliego en que a grandes rasgos informaba el coronel Rodríguez al general Zapata del objeto de su viaje y ofreció ampliar los datos, pues el envío del correo se había hecho para ganar tiempo.
Al día siguiente salieron el general Pacheco y Santiago Rodríguez hacia el cerro de Quila, en donde el primero tenía su campamento. Ya habían llegado emisarios de Huerta con la comisión de invitar a los jefes revolucionarios a rendirse en vista de la situación, que describían con los más negros colores; pero también estaba enterado el general Pacheco de los informes que enviaba el licenciado Díaz Soto y Gama al general Zapata, por lo que procedió como convenía, aun cuando no hubiese recibido instrucciones del Cuartel General. Rafael Cal y Mayor, que estaba al lado del general Pacheco, apoyó la opinión del señor Rodríguez, que era la de aprovechar la actitud de los engañados federales para desarmar a cuantos se pudiera. Así se recogieron armas, municiones y caballos ensillados, no sin que el procedimiento provocara estupefacción primero, y luego la ira de los huertistas, quienes lanzaron la amenaza de enviar sobre el campamento del general Pacheco los cuatro mil federales que en la región había; pero la amenaza no llegó a convertirse en realidad.
Con toda la rapidez que reclamaban las circunstancias; Santiago Rodríguez prosiguió su camino hacia Tlaltizapán, adonde arribó sin contratiempo, para ampliar y confirmar los informe; que al general Zapata habían llegado por distintos conductos.
La afirmación hecha en líneas anteriores de que el señor Rodríguez era conocido del general Zapata, y la circunstancia de que el señor licenciado Díaz Soto y Gama hubiera enviado por su conducto las informaciones recogidas, son dos puntos que merecen explicación. Vamos a darla, y de paso volveremos a ver a un elemento del que nos ocupamos al hablar de los revolucionarios en el Estado de Michoacán.
El portador de un pliego del general Villa
Dijimos en el tomo anterior que durante la permanencia del iniciador de esta obra en Chihuahua, el general Villa envió dos cartas al general Zapata. Una de ellas se encomendó al señor Rodríguez; pero éste no pudo emprender el viaje sino hasta después del combate de Tierra Blanca.
De Ciudad Juárez salió el comisionado hacia El Paso, Texas; de allí siguió a San Antonio, en donde se puso al habla con el coronel Roque González Garza, pues le llevó órdenes del general Villa para que lo ayudase en lo que fuera necésario. De San Antonio continuó a Nueva Orleans, y de allí tomó pasaje hasta Frontera, pues a ese puerto mexicano se dirigía el primer barcó que zarpó, el cual lo dejó en Veracruz. Durante la travesía aprendió el señor Rodríguez que era necesario contestar al interrogatorio a que se sujetaba a los inmigrantes, detestando de la Revolución.
De Veracruz continuó el viaje a la ciudad de México, en donde visitó al señor licenciado Díaz Soto y Gama, por habérsele dicho que el profesional estaba en constante comunicación con el general Zapata y, por lo mismo, podía decir al señor Rodríguez cómo llegar a los campamentos morelenses, no siendo difícil que lo acompañara algún revolucionario suriano de los que frecuentemente se presentaban al licenciado Díaz Soto.
El señor Rodríguez recibió, entre otras, la indicación de ponerse en contacto, una vez que estuviera en los campamentos surianos, con Rodolfo Magaña y Serafín M. Robles. A este último entregó la carta que el general Villa le había confiado, y por su conducto llegó rápidamente a manos del general Zapata. Rodolfo Magaña, a quien felizmente encontró en los límites de Morelos con el Estado de México, lo condujo hasta el Cuartel General, que estaba en Pozo Colorado; mas al pasar por Ocuituco encontraron a Eusebio Jáuregui, en cuya compañía hicieron el recorrido desde esa población.
El general Zapata ya había recibido la carta del general Villa, la dió a conocer a varios jefes que estaban en el Cuartel General y la contestó en los términos más amigables, felicitándose de haber encontrado en el guerrillero norteño la comprensión que tanto anhelaba entre todos los revolucionarios.
Estaba en Pozo Colorado el general Guillermo García Aragón, quien había llegado para informar sobre su actuación en Michoacán. Se recordará que el general Zapata lo envió para extender el movimiento revolucionario en esa entidad; pero la abandonó tras la derrota que a sus fuerzas infligieron las huertistas del coronel Paliza. Dejó, sin embargo, el recuerdo, digno de mención, de que se le incorporara el joven Lázaro Cárdenas, quien entonces contaba diecisiete años de edad.
No estaba presente el general García Aragón cuando el general Zapata dió a conocer la carta del general Villa; mas aprovechando la circunstancia de que el primero tenía que marchar a Ocuituco le ordenó que llevara en su compañía al coronel Santiago Rodríguez, recomendándole que le procurase las mayores seguridades. La recomendación despertó curiosidad en el general García Aragón, quien interrogó al señor Rodríguez cuál era la comisión que llevaba.
Al enterarse de que había sido portador de una cartal del general Villa y de que ahora regresaba con la respuesta, el general García Aragón le pidió pormenores de los atrevidos golpes mlitares del general Villa y multitud de datos sobre las condiciones de la lucha en el norte. De cuanto pudo informarlo el coronel Rodríguez recibió el general García Aragón amplia respuesta. Llegaron ambos a Ocuituco, desde donde Eusebio Jáuregui acompañó al señor Rodríguez hasta Tlalama; allí lo recomendó al agente municipal, quien personálmente lo llevó a Ozumba, donde tomó pasaje para la ciudad de México.
Por instrucciones del general Zapata volvió el señor Rodríguez a visitar al licenciado Díaz Soto y Gama para que le procurase los medios de regresar al norte y poner en manos del general Villa el pliego de que era portador. El profesional ofreció reunir la cantidad necesaria entre algunos amigos y simpatizadores de la Revolución, contando entre ellos a don Federico Cabrera; pero sobrevino un penoso incidente, que vamos a relatar.
Tan pronto como se ausentó el señor Rodríguez, el general García Aragón abandonó Ocuituco y dejó allí las fuerzas que encabezaba; más tarde se supo que durante algunos días estuvo escondido en la Villa de Guadalupe. A su vez, el capitán Sebastián Miranda, subalterno de García Aragón, siguió el ejemplo de su jefe, se dirigió a la ciudad de México y se presentó a las autoridades militares huertistas, ante las que se rindió, ofreciendo, además, entregar al coronel Santiago Rodríguez, de quien informó que era portador de muy importantes documentos. Debió de proceder con gran actividad en la busca del señor Rodríguez, pues no tardó en encontrarlo. Zalameramente le habló de haber hecho el viaje para recoger dos cajas de parque entre amigos de confianza; pero como necesitaba llevarlo a Ocuituco, pidió que lo presentara a los integrantes de la junta revolucionaria para que lo ayudasen en la empresa.
Al señor Rodríguez le pareció sospechosa la actitud de Miranda, por lo que le dijo que ignoraba la existencia de la junta revolucionaria; pero queriendo saber lo que se proponía lo citó para el día siguiente, a las seis de la tarde, en el callejón de La Vaquita. El señor Rodríguez informó al licenciado Díaz Soto de lo sucedido y recibió la indicación de esconderse por algunos días.
Como primera providencia puso en manos de uno de sus familiares la carta del general Zapata, con encargo de llevarla a su destino si a él le era imposible hacerlo; después cambió sus ropas por otras, que constituyeron un verdadero disfraz, y más tarde, a la hora convenida, acudió al lugar de la cita para observar lo que Miranda hacía. Este, puntual, llegó acompañado de dos personas, una de las cuales se situó en el cruce de la calle de Comonfort, y la otra, en la calle del Organo. El señor Rodríguez vió cómo Sebastián Miranda, impaciente, iba de uno a otro extremo para hablar con quienes había apostado, y allí los dejó bien entrada la noche.
No esperaba que hubieran localizado su alojamiento; pero a la mañana siguiente, cuando salía a la calle, ya sin el disfraz de la víspera, fue aprehendido por agentes de la policía reservada, quienes lo llevaron a las oficinas de la tercera demarcación. Al recibir al detenido, quien actuaba de jefe dijo al comisario en turno que el preso era muy peligroso.
Fue un acierto el no haber conservado el disfraz, pues el señor Rodríguez pudo protestar por su detención, que atribuyó a que se le confundía con otra persona. Como a las once se presentó uno de los aprehensores para conducido a la Inspección de Policía, que estaba entonces en la calle de Humboldt. Contra lo que esperaba el señor Rodríguez, su custodio lo trató con gran comedimiento, si bien durante el trayecto le hizo numerosas preguntas que el interrogado, aparentando asombro, contestó negativamente. El policía trataba de saber en poder de quién estaban los documentos que el señor Rodríguez había recibido del general Zapata y, además, dónde se había alojado un general zapatista que con él había llegado a México.
Llegaron a la calle de Iturbide. El policía, siempre atento, invitó al señor Rodríguez a pasar a la cantina Royalty para que tomara y comiese algo. Ya en el interior reanudó sus preguntas, y al obtener las mismas respuestas negativas pasaba del tono persuasivo al amenazador, asegurando que se tenían todos los datos sobre su estancia en las campamentos rebeldes y del camino recorrido en compañía del general zapatista que lo había escoltado.
Bien sabía el señor Rodríguez que se trataba del general Guillermo García Aragón; pero ignoraba que éste se hallara en la capital. No le cabía duda de que la denuncia la había hecho Sebastián Miranda; pero, aferrado en su negativa, seguía diciendo que se trataba de una ruin venganza o de una lamentable confusión, quizá por algún parecido con la persona de quien se tenían los informes.
Convencido el agente policíaco de que nada podía obtener del señor Rodríguez, lo condujo a la Inspección, donde se le puso en un separo al que se llevó un catre de campaña que ocupó el chofer de Francisco Chávez. En las horas en que el chofer se ausentaba, lo substituían agentes de la policía; pero no se le dejó un solo momento en los seis largos días en que allí estuvo recluído.
Se le llamó varias veces para interrogarlo. En una de ellas se le puso frente a Sebastián Miranda, quien repitió con lujo de detalles los informes que había dado sobre la estancia del señor Rodríguez en Pozo Colorado, sus conversaciones con el general Zapata y el viaje a Ocuituco escoltado por García Aragón.
Comprendiendo que habían cateado la casa de sus familiares sin encontrar la carta del general Zapata ni documento alguno que pudiera comprometerlo; dándose cuenta de que la acción de la policía se basaba en la sola denuncia de Miranda, decidió cargar sobre éste, y lo hizo con tal vehemencia que dejó, primero, sorprendido al delator por la audaz negativa, y luego hizo que vacilara, porque el denunciado pidió que se llamara a diversas personas con cuyo testimonio deseaba probar que él no había salido de la ciudad de México. Estaba interesado en probar su inculpabilidad, ya que nada tenia que ver con lo relatado por su acusador, cuya versión bien podía ser ficticia, puesto que no aportaba prueba alguna. Después de la diligencia, que le dejó la convicción de haber establecido la duda en el ánimo de las autoridades policíacas, fue llamado por Francisco Chávez, quien le manifestó que lo había consignado a las autoridades judiciales para el esclarecimiento de la denuncia.
Y así quedó a disposición del juez primero de Distrito en el Distrito Federal, que lo era el licenciado Néstor González. Ya sabemos cómo obtuvo su libertad.
Invitación al general De la O para rendirse
Veamos ahora la actividad desplegada por Victoriano Huerta cerca de algunos jefes revolucionarios.
Ya dijimos que cuando llegaron el general Pacheco y el coronel Rodríguez al campamento del primero, en el cerro de Quila, encontraron emisarios que propusieron la rendición de las fuerzas en vista de los acontecimientos. Dijimos también cuáles fueron los resultados, que en gran parte se debieron a la oportuna presencia del coronel Rodríguez.
En otro campamento sucedía algo semejante. Vamos a narrarlo, advirtiendo que los datos que se refieren al general De la O esrán tomados de su diario, en el que fue asentando sus acciones con toda fidelidad, pues lo mismo aparecen descritas sus derrotas que sus triunfos.
El 22 de abril, a las dos de la tarde, llegó al campamento de El Tepeite el coronel Eulalio Terán para dar cuenta al general De la O de una invitación hecha por el jefe del destacamento en Las Trincheras. Deseaba este señor llevar a cabo pláticas con los revolucionarios para enterarlos de la invasión del territorio nacional por fuerzas norteamericanas; de las providencias que con tal motivo estaba tomando el gobierno de Huerta, y, por último, para invitarlos a deponer su actitud, a fin de combatir todos juntos al invasor.
El general De la O, quien no tenía aún conocimiento de los sucesos de Veracruz ni había recibido instrucciones del Cuartel General, ordenó al coronel Terán que reuniera al mayor número de sus hombres y que con ellos marchara hacia las inmediaciones de la posición enemiga ya mencionada, tomando las precauciones del caso por si se trataba de un ardid; que oyera lbs informes y proposiciones del jefe huertista, sin resolver ni comprometerse en absoluto. Con esas instrucciones salió el coronel Terán en las primeras horas del día 23 hacia Las Trincheras.
El 24, a las dos de la tarde, el general De la O, acompañado del coronel Marcos Pérez y de algunos miembros de su Estado Mayor, salió de su campamento hacia Las Trincheras y se detuvo en el lugar conocido por Cerro de la Mina, en donde esperó el parte del coronel Terán.
Este dijo en su informe que el capitán primero federal Antonio Balmore, del 10° cuerpo irregular de infantería, destacado en Las Trincheras, tan pronto como se dió cuenta de la presencia de las fuerzas revolucionarias, mandó a un emisario con bandera blanca para invitar al coronel Terán a que tuvieran la conferencia en un punto equidistante de las posiciones de ambas fuerzas, y aceptada la proposición, el capitán Balmore designó al capitán segundo Samuel García Monasterio y al subteniente Benito Pérez, quienes, acompañados de sus asistentes, se presentaron en el lugar convenido. En la conferencia dijeron los oficiales que fuerzas de los Estados Unidos habían invadido el territorio nacional y que de Veracruz, en donde estaban, avanzarían hacia la ciudad de México; que en vista de este hecho, invitaban a los revolucionarios al mando del general De la O a que se sometieran al gobierno del general Huerta para luchar contra el invasor, a cambio de lo cual se les ofrecía el inmediato reconocimiento de los grados que ostentaban.
El coronel Terán pidió algunas informaciones complementarias sobre la invasión; mas como no las tenían los oficiales, les manifestó que el caso le parecía demasiado grave, y que como no estaba autorizado para resolver iba a dar cuenta al general Genovevo de la O; sin embargo, opinaba que los revolucionarios estarían dispuestos a unificarse, mas no a rendirse. El general De la O aprobó en todas sus partes lo hecho por el coronel Terán, envió al Cuartel General del Ejército Libertador un informe y pidió instrucciones. Inmediatamente después regresaron todos a sus campamentos.
Estando el general Antonio Barona cerca de Tejalpa el día 26, se le presentó una comisión integrada por Miguel O. de Mendizábal, Luis Contreras, Jorge Prieto Laurens y José A. Indán, quienes le informaron sobre la ocupación de Veracruz y le propusieron unirse al gobierno de Huerta para combatir al invasor. El general Barona resolvió pedir instrucciones al general Zapata.
El mismo día 26 llegaron al Tepeite el general Joaquín Miranda, su hijo del mismo nombre y un individuo apellidado Reyes, a quien acompañaba un joven que dijo ser estudiante. Todos ellos procedían de la ciudad de México. El primero, en nombre del gobierno de Huerta, del que dijo ser enviado, propuso al general De la O su rendición inmediata y la de sus fuerzas, pues seguramente que no pensaría en continuar la lucha en aquellos momentos difíciles para la nación.
El general De la O dispuso que inmediatamente quedaran detenidos los dos señores Miranda, pues se trataba de personas que habían jurado sostener el Plan de Ayala y se pasaban al huertismo con los hombres y pertrechos que la Revolución les había encomendado. Con un inventario de los documentos y objetos que se recogieron a los señores Miranda, se les remitió al Cuartel General. En cuanto a Reyes, ordenó que el secretario del coronel Terán lo condujese hasta el campo enemigo.
Hábil era el señor Reyes, pues durante el camino convenció al secretario del coronel Terán de que lo acompañara hasta Cuernavaca para hablar con el gobernador, general Agustín Bretón. Por la tarde regresaron; pero el expresado secretario dejó al señor Reyes en el lugar conocido por Tepetzala. Comprendiendo que había hecho mal al acompañar al señor Reyes hasta Cuernavaca, se presentó al campamento y nada dijo a su jefe. Reyes, según se supo después, permaneció en Tepetzala hasta el día siguiente, en que emprendió su regreso a la capital.
Don Genovevo de la O estuvo a la expectativa hasta el 30 de abril, dispuesto a entrar en combate, pues supuso que los federales, convencidos de que no rendiría las armas, lo atacarían por distintos puntos. En esa fecha ya había recibido los informes que le envió el general Francisco V. Pacheco, y también las instrucciones precisas del Cuartel General.
El 1° de mayo ordenó que todos sus elementos volvieran a los lugares de su procedencia y que solamente el coronel Terán con su fuerza se presentara en El Tepeite, lo que hizo el día 4. Determinó entonces dar una contestación elocuente a Huerta, pues siendo el día siguiente una fecha histórica marchó sobre Las Trincheras, que atacó a las nueve de la mañana. La acción duró hasta las tres de la tarde, hora en que se retiró don Genovevo, pues desde el momento en que comenzó el combate el enemigo pidió refuerzos a Cuernavaca.
En el campamento del general Mendoza
Simultáneamente estaban ocurriendo hechos análogos en toodos los campamentos surianos. Huerta no tuvo confianza en la acción única cerca del general Zapata, y comprendiendo que era mucho jugar en una sola carta emprendió una acción múltiple, sin hacer a un lado al caudillo.
Algunos jóvenes metropolitanos -entre ellos Enrique Delhumeau, Luis Rodríguez y Ezequiel Rios-, siguiendo el impulso de su patriotismo, pero pésimamente informados, aceptaron el papel de emisarios ante los jefes surianos. No nos parece condenable su actitud puesto que, siendo ajenos a las perversas intenciones del usurpador, creyeron de buena fe que se aproximaban días de una cruenta lucha internacional; pálidos debieron de parecerles los problemas internos; necesaria, la terminación de la guerra civil.
Al campamento del general Francisco Mendoza, que estaba en San Miguel Ixtlilco, llegaron varios emisarios, entre los que se encontraban Jesús Morales, quien acababa de salir de la penitenciaría del Distrito Federal, como hemos dicho. Sorprendido quedó el general Mendoza con la presencia de Morales y con la misión que llevaba, pues le pareció imposible que aquel hombre hubiese olvidado tan pronto su encarcelamiento por orden de Huerta en recompensa de haberse unido a su gobierno. Despidió a los comisionados con una rotunda negativa y ordenó que Morales quedara prisionero y a disposición del Cuartel General, bajo el cargo de traición a la causa.
Invitación al general Zapata
Creemos innecesario mencionar a otros jefes además de los señores Genovevo de la O, Francisco V. Pacheco, Francisco Mendoza y Antonio Barona, pues basta decir que las invitaciones de rendición no dieron resultado alguno. En cuanto a las invitaciones que se hicieron directamente al general Zapata, veamos cómo y por quiénes fueron hechas algunas de ellas.
Entre los comisionados para hablar con el jefe suriano debemos mencionar a los señores Alberto Gómez y Rafael Barrales. El señor Gómez, tras de algunos esfuerzos logró entrevistarse con el general Zapata en Pala, población del Estado de Morelos. Marcharon al Tepehuaje, en donde el enviado expuso Con amplitud las proposiciones, que inmediatamente fueron rechazadas en lo que se refiere a deponer la acritud rebelde; pero no así en lo concerniente a combatir al invasor. El general Zapata pidió informes exactos sobre los movimientos que estuvieran haciendo las fuerzas norteamericanas una vez que habían ocupado el puerto. Nada sabía el señor Gómez, y, por lo tanto, el general Zapata dijo que la situación, por grave, hacía necesario convocar a una junta de jefes, así como enterarse detenidamente de los informes que, sin duda, habrían llegado al Cuartel General.
Don Rafael Barrales, con menos suerte que el señor Gómez, no logró entrevistarse con el general Zapata; sólo pudo acercarse al general Maurilio Mejía, a qdien pidió que hiciera saber a su jefe y familiar el deseo de verlo cuanto antes para cumplir una comisión relacionada con los sucesos que ya conocemos. El general Mejía nos ha referido que tuvo en sus manos los documentos que acreditaban al señor Barrales como enviado del gobierno de Huerta ante el general Zapata, documentos en los que se le daban amplias facultades.
Dice el mismo general Mejía que ofreció comunicarse con el general Zapata; pero que estimó conveniente informar al señor Barrales que otras personas lo habían entrevistado con resultados negativos. Asombrado por lo que acababa de oír, le preguntó:
- Pero, ¿es posible? ¿No se rendirá el general Zapata?
- Parece que no.
- ¡Esa conducta es antipatriótica!
- No puedo calificarla; sólo me corresponde acatar las órdenes que se me den.
- Va a ser un borrón indeleble no sólo para el general y cuantos lo secundan, sino también para el Estado de Morelos.
- Puede que así sea -repuso calmado Mejía-; pero yo espero órdenes.
Y dió por terminada la entrevista, de la que informó al Cuartel General.
Invitación por conducto militar
El 26 de abril, y por medio de un correo propio, se dirigió el teniente coronel federal Fernando Hernández, quien estaba de guarnición en Jojutla, al coronel revolucionario Eutimio Rodríguez, quien con sus fuerzas ocupaba la vecina población de Tlaquiltenango. Le suplicó transmitiera al general Zapata la invitación que le hacía por órdenes superiores para que ambos tuvieran una conferencia en el lugar que señalara, conferencia preliminar de otra en Cuernavaca con el general Bretón, sobre la necesidad de unirse las fuerzas revolucionarias a las federales para combatir al invasor.
No estaba el general Zapata en Tlaltizapán, residencia del Cuartel General; pero don Manuel Palafox autorizó al coronel Rodríguez para hablar con el teniente coronel Hernández y para ir a Cuernavaca en caso necesario, y solamente para oír las proposiciones. Además, le recomendó que, si le era posible, hiciese comprender a los federales que ellos debían unirse a la Revolución, dada la justicia de su causa.
En el desempeño de su comisión, el coronel Rodríguez pasó a Jojutla, en donde fue objeto de inesperadas atenciones. Se le dieron informes de lo que sucedía, según la versión huertista, y se pretendió convencerlo de los beneficios que traería al país la unión de las fuerzas revolucionarias a las del gobierno. Ya en amigable plática, el teniente coronel Hernández dijo que innegablemente, la razón y la fuerza estaban de parte de la Revolución, que consideraba que el gobierno de Huerta tenía contados sus días, y que si no abandonaba las filas y se unía al movimiento suriano era porque deseaba cumplir con sus deberes de militar. Lo que dejamos subrayado consta en el extenso informe que el coronel Rodríguez rindió al Cuartel General.
Se la llevó a Cuernavaca. El teniente coronel Hernández lo presentó a otros jefes y oficiales, en quienes pudo notar cierto desaliento a pesar de que fueron muy pocos y discretos los comentarios que se hicieron en su presencia, todos ellos relacionados con las noticias que aparecían en la prensa capitalina. Pensaban los federales que la guerra internacional era inevitable a pesar de la mediación del A.B.C.; pero se hallaban dispuestos a arrostrar todos los peligros. Suponían que la invitación a los revolucionarios encontraría eco y que la situación en que iban a quedar les daría la oportunidad de acelerar el derrocamiento de Huerta.
El coronel Eutimio Rodríguez regresó de su comisión admirado de las atenciones que se le prodigaron y, con su informe, envió el siguiente documento:
En la ciudad de Cuernavaca, Morelos, a los veintiséis días del mes de abril de mil novecientos catorce, reunidos a la una y quince minutos de la tarde en el Palaciq de Cortés, por una parte el ciudadano general de división Agustín Bretón, gobernador de Morelos y jefe de la División del Sur y de Guerrero, asociado a su secretario general de gobierno, licenciado Juan Crisóstomo Bonilla; Eutimio Rodríguez, coronel de las fuerzas que hacen la revolución en los Estados de Morelos y Guerrero, a quien acompaña el teniente coronel Fernando Hernández, del séptimo regimiento de infantería, se dió principio a la junta concertada con el único propósito de procurar la unión de todos los mexicanos para que, como un solo hombre, se apresten a la defensa de la soberanía y territorio nacionales, hollado de manera tan injusta por los hijos de la nación norteamericana.
Haciendo uso de la palabra, el coronel Eutimio Rodríguez dijo que el señor M. Palafox, secretario del general don Emiliano Zapata, en nombre de este mismo señor general, le dió instrucciones verbales al exponente para entrar en pláticas con el teniente coronel Fernando Hernández, antes nombrado, jefe de la guarnición federal de Jojutla, encaminadas a lograr la unión de todos los mexicanos con motivo de la invasión extranjera, que como consecuencia de esas pláticas, vino el arreglo de la conferencia que en estos momentos se verifica, en la que desea oír la voz del señor gobernador general Bretón, las proposiciones bajo las cuales debe realizarse el concierto de todos los hijos de la República Mexicana, para hacerlo del conocimiento de su general Zapata. El señor general Bretón expresó que como base cardinal de todos. los arreglos, es la más absoluta lealtad de parte del Gobierno Federal del que tiene las más amplias instrucciones, hace honor a esas mismas bases, que son las siguientes:
Primera: es exacta en todos sus términos la expedición del decreto de amnistía por el Presidente de la República, concediendo quince días para que los revolucionarios depongan su actitud y hagan la guerra contra el extranjero, de acuerdo con el propio gobierno.
Segunda: es exacto también el reconocimiento, por parte del Gobierno Federal, de los grados de los jefes de la revolución que se acojan a la amnistía.
Tercera: firmaron quienes intervinieron en la junta, haciéndose constar que se ministraron al coronel Rodríguez copias del decreto de amnistía y de los demás impresos publicados con motivo de la intervención.
El General Gobernador y Jefe de la División del Sur y de Guerrero, Agustín Bretón.
El coronel Eutimio Rodríguez.
El teniente coronel jefe del 7° Regimiento de Infantería, Fernando Hernández.
Juan Crisóstomo Bonilla.
El general Zapata se enteró detenidamente del informe del coronel Eutimio Rodríguez, así como de los anexos que llevaba, y dispuso que no se volvieran a tener conferencias con los federales. Igualmente dispuso atacar la plaza de Jojutla el 19 de mayo, lo cual se llevó a cabo con los resultados que vimos en páginas anteriores.
El sentir del general Zapata
Mientras tanto, el coronel Santiago Rodríguez llegó a Tlaltizapán y de viva voz amplió el informe enviado desde Quila. Terminó diciendo que el licenciado Díaz Soto y Gama le había hecho salir urgentemente de México para que el general Zapata conociera la situación y los enviados de Huerta no pudieran sorprenderlo.
- No, Santiaguito -dijo con viveza el general-; cuando supe lo de Veracruz sentí que la sangre me hervía; pero no pensé en unirme a Huerta, sino en que los pelones combatieran por su lado y nosotros por el nuestro, hasta que todos los revolucionarios pudiéramos ponemos de acuerdo para designar al Presidente de la República.
Hizo luego que don Santiago le narrara pormenores de su aprehensión, y terminó diciendo:
- El licenciado me informó de tu aprehensión y de que no te encontraron la carta para el general Villa, sino que siguió su destino. Me alegré por ti, pues te hubieran quebrado si la encuentran. Ya le envié un correo dándole las gracias por sus informes, que llegaron a tiempo, y para decirle que cuanto antes emprenda la salida de México, pues corre mucho peligro. También otros amigos me enviaron informes. Ya no saldrás a otra comisión, sino que permanecerás aquí hasta el triunfo, que está muy cercano.
Fusilamiento de los señores Miranda y Morales
El día anterior a la llegada de don Santiago a Tlaltizapán terminó sus labores el consejo de guerra extraordinario que, presidido por don Manuel Palafox, se encargó de juzgar a los señores Joaquín Miranda, padre e hijo, por el delito de traición a la causa, y los condenó a sufrir la pena capital. Fueron fusilados veinticuatro horas después, sin que hubieran interpuesto recurso alguno, pues sabían que el general Zapata no perdonaba la traición.
El mismo consejo de guerra conoció la acusación que pesaba sobre un joven de apellido Cisneros, a quien remitió el general Valentín Reyes bajo el cargo de agente huertista, pues le había propuesto la sumisión al gobierno usurpador. Este joven quedó absuelto, pues el consejo tuvo en cuenta que su proceder había sido sincero, aunque equivocado. Durante el interrogatorio manifestó parecerle extraño que los revolucionarios estuvieran mejor enterados de la situación que los metropolitanos.
Un día después llegó Jesús Morales, procedente del campamento del general Mendoza. El consejo de guerra que lo juzgó estuvo presidido por don Manuel Palafox e integrado por los generales Modesto Lozano, Emigdio Marmolejo, Pioquinto Galis y el coronel Santiago Rodríguez. Fungió como agente del Ministerio Público Luis Castell Blanch.
Al iniciar sus labores, el consejo notificó al acusado que tenía derecho de nombrar defensor, a lo que contestó que no podía hacerlo por carecer de dinero para cubrir los honorarios. Se le dijo que no era preciso que pagara al defensor, pues podía nombrársele uno de oficio. Designó entonces al coronel Rodríguez, por haberlo conocido en la penitenciaría durante la estancia de ambos; mas como tenía el cargo de vocal del consejo, éste deliberó, consultó el caso y, hecha la substitución, el coronel Rodríguez tomó a su cargo la defensa e hizo que también Se nombrara al estudiante Cisneros.
Morales alegó que al unirse a Huerta lo había hecho con el fin de obtener elementos pecuniarios y de combate para proseguir la lucha en favor del Plan de Ayala, del que era firmante; pero se le demostró que había procedido sin anuencia superior, y se le recordó su actuación en Chietla, completamente hostil al movimiento revolucionario, hecho del que se ocupa el licenciado Jacobo Ramos Martínez en la carta que dimos a conocer en el tomo anterior. Al preguntársele por qué había aceptado la comisión de proponer a los jefes revolucionarios surianos que se sometieran al gobierno usurpador, contestó que por estar la nación invadida por fuerzas extranjeras y porque la comisión lo acercaba a los surianos, a cuyo lado quería luchar. Dijo que si el fallo del consejo le era adverso, pedía que su cabeza fuera colocada como señal de un lindero en algún ejido, pues moriría sintiéndose agrarista.
La defensa hizo cuanto pudo en favor del acusado; pero el consejo de guerra lo declaró culpable de traición a la causa y lo sentenció a sufrir la pena capital. Justo es decir que, al ejecutarse la sentencia, Jesús Morales murió como un valiente.
Ese saldo dejó la tentativa huertista de atraer a jefes surianos, de quienes no obtuvo una sola adhesión.