EMILIANO ZAPATA
Y EL
AGRARISMO EN MÉXICO
General Gildardo Magaña
Colaboración del Profesor Carlos Pérez Guerrero
TOMO V
CAPÍTULO VI
Segunda parte
EL EJÉRCITO LIBERTADOR ENVIA COMISIONADOS A LA CONVENCIÓN
Antecedentes necesarios
Al extinguirse la ovación tributada a don Paulino Martínez prorrumpieron voces pidiendo que hablara el licenciado Antonio Díaz Soto y Gama. El presidente de la asamblea concedió la palabra al letrado potosino, quien pasó a la tribuna mientras le prodigaban un cariñoso y nutrido aplauso. Antes de reproducir la versión taquigráfica que del discurso tenemos, es conveniente hacer una explicación.
El año 1917, cuando fuimos llamados a formar parte del Cuartel General del Ejército Libertador, cuya residencia era Tlaltizapán, preguntamos al señor licenciado qué lo movió para su sensacional discurso y por qué abordó el tema de la enseña nacional. Nos hizo entonces una extensa narración que con la mayor fidelidad procuraremos extractar en los siguientes párrafos.
Cuando el general Zapata estaba designando a quienes debían ir a Aguascalientes, lo llamó para informarle que su nombre figuraba en la lista respectiva. Sin ánimo de negarse contestó que estaba enfermo; pero no bien lo había dicho cuando vió contrariedad en el general Zapata, por lo que se apresuró a añadir que iría, a pesar de todo, pues deseaba servir a la causa y a su jefe. Sabiendo éste que el abogado estaba dispuesto a integrar la comisión, le dió algunas instrucciones personales, a las que agregó la que otros elementos ya tenían: deseaba que se hiciera una visita al jefe de la División del Norte, pero no de simple cortesía, sino que la representación suriana hiciera las veces de una embajada de sincera amistad.
Conversación con el general Angeles
El tren en que viajaban los comisionados de la Convención y los del Ejército Libertador corría entre México y Zacatecas. Durante el trayecto, el entonces coronel Gildardo Magaña fue víctima de un cólico intestinal que proporcionó varias horas de vigilia a sus acompañantes. Entre las tres y las cuatro de la mañana, cuando ya todos se habían recogido, el general Angeles se acercó al licenciado Díaz Soto y Gama, con quien entabló la conversación que vamos a resumir. Le dijo haber hecho al general Zapata la sugestión de que incluyera al profesional entre los comisionados, pues era necesario que personas con dotes oratorias reforzaran a quienes desde la tribuna de la Convención se estaban enfrentando a las maniobras del grupo carrancista. Había la circunstancia favorable de que el señor licenciado contaba con simpatizadores entre los convencionistas, ya por Sus antecedentes liberales, ya por sus posteriores luchas obreristas, ya, en fin, por su agrarismo, que datando de algunos años, lo había acercado a quienes, con las armas en la mano, sostenían ese ideal.
Debemos decir que la sugestión del generro Angeles robusteció la ya tomada determinación de que el licenciado Díaz Soto y Gama figurase entre los comisionados. De ello estaba satisfecho aquel militar, pues amén del carácter combativo del profesional, había oído en su favor varias opiniones, como la de los señores generales Antonio I. Villarreal y Eugenio Aguirre Benavides, quienes reconocían que Díaz Soto y Gama no se había manchado con el huertismo.
La conversación giró en torno del apasionado medio en que se agitaba la Convención y de los problemas políticos que se estaban presentando. La División del Norte constaba sólo de treinta y siete delegados, mientras que el grupo carrancista estaba integrado por abrumadora mayoría, cuyas votaciones eran aplastantes. Como no le preocupaban los problemas sociales, sino lós políticos, se había hecho necesario actuar con discreción y habilidad para que el movimiento suriano estuviera representado e inyectara la corriente de sus principios, contrarrestando con ellos y sus votos la acción del grupo mayoritario.
La Convención se había declarado soberana con el fin de que su autoridad estuviera por encima de cualquiera otra, incluyendo la del Primer Jefe. La idea era inobjetable siempre que lealmente se hubiese tenido el propósito de concentrar en la asamblea la fuerza moral y la voluntad de la Revolución; pero las tendencias y el número de los adictos al señor Carranza obligaban a pensar en el naufragio de cuanto no estuviera acorde con los propósitos de su grupo.
Al declararse soberana la asamblea, y para que nadie desentonara, se había hecho que los convencionales firmaran en la bandera de la Convención su juramento de acatar las determinaciones, fueran cuales fuesen. De este modo, la mayoría aseguraba el éxito de su labor y la docilidad de sus adversarios. Al mismo general Villa se le había hecho firmar en el lienzo tricolor para que su palabra quedara formalmente comprometida y toda la División del Norte se sintiese atada, como con una fuerte cuerda, a la voluntad del grupo mayoritario.
Insospechable documento
Como puede suponerse que el general Angeles estaba equivocado en sus apreciaciones; que las había hecho con pasión partidaria; que había dolo en ellas o, cuando menos, exageración interesada, creemos que es oportuno verlas ratificadas plenamente por un documento insospechable, como es una carta enviada por el coronel Filiberto Sánchez a su representado en la Convención, general Jesús Agustín Castro, gobernador y comandante militar de Chiapas, quien por aquellos días estaba de paso en la ciudad de México. Dice la carta:
Aguascalientes, 16 de octubre de 1914.
Señor general Jesús Agustín Castro.
México, D. F.
Mi respetable general:
En extracto de los partidarios de Villa y Maytorena, como desconocen a Carranza como Primer Jefe del Ejército y Primer Magistrado interino de la nación, sostienen que hay que hacerlo renunciar de sus cargos que tiene; y todo el partido ha resuelto secretamente que hay que acceder a esto para evitar ya el derramamiento de sangre.
Han acordado, como dije antes, en secreto, dándonos a conocer solo a nosotros, que pará cubrir el interinato se nombrará al general Antonio I. Villarreal, lo que aceptará la División del Norte, y que una vez que se convoque a elecciones populares para elegir Presidente Constitucional, se nombrará al señor don Venustiano carranza.
Pregunté a los señores De los Santos, al general Mariel, al coronel Qsuna. y otros partidarios de Carranza que si al recibir el interinato el general Villarreal no se iría a trastornar el orden común de los Estados, que si éste iría a cambiar gobernadores o algunos otros empleados puestos por Carranza, y me contestaron que al contrario, que se respetaría todo lo dispuesto por el señor Carranza.
Que simplemente lo que se quiere es cambiar de forma para que estos descontentos queden conformes y no se derrame más sangre.
Que si acaso ellos proponen cualquier candidato por su parte, nunca pueden ganar al ponerse a votación por mayoría de votos, porque EL número de delegados por nuestra parte es completamente superior al de ellos. Ya seguiré informando.
Respetuosamente. Su subordinado.
El teniente coronel Filiberto Sánchez (Tomado textualmente del folleto intitulado El Veintiuno, del señor J. M. Márquez, pp. 134 y 135. Editado en Oaxaca de Juárez en 1916. Anotación del profesor Carlos Pérez Guerrero).
A continuación de la carta preinserta, en la página 135 del folleto a que nos referimos en la nota, se lee el siguiente párrafo:
El general Castro contestó al teniente coronel Filiberto Sánchez haber quedado debidamente impuesto de su carta y que en caso de que las instrucciones que tenía respecto al Primer Jefe no pudieran cumplirse, estaría de acuerdo también con el candidato general Antonio I. Villarrea1 para recibir la Primera Jefatura.
Ya estaban apareciendo las derivaciones políticas de que nos desentendimos en el capítulo anterior; pero sigamos nuestra narración necesariamente interrumpida.
Fácil es suponer que la imaginación del señor licenciado Díaz Soto y Gama quedó fuertemente impresionada, y al meditar en lo que estaba sucediendo y en lo que podía suceder surgieron las necesarias deducciones: si el grupo carrancista había aceptado trasladar la Convención a Aguascalientes seguramente que no había sido para que con el concurso de los villistas se resolvieran los problemas nacionales, sino para vencer en el terreno político a la militarmente poderosa División del Norte; así, al menos, lo demostraban los bien estudiados planes que se estaban desarrollando.
Era evidente que el juramento, estaba enderezado contra la minoría villista y tendía a cerrarle, cualquier resquicio; pero siendo artificioso el procedimiento, los mismos que lo habían ideado estarían dispuestos a quebrantarlo cuando así conviniera a sus intereses, lo que podía suceder si por alguna circunstancia la mayoría dejaba de serlo, o si recibía órdenes, pues la asamblea se llamaba Convención Militar y, como tal, estaba sujeta a las disposiciones que sus integrantes recibieran de los superiores.
Ahora venía a la mente del abogado potosino una observación hecha a su paso por la ciudad de México: las lujosas residencias de los magnates del porfirismo estaban ocupadas como alojamientos de los generales constitucionalistas que habían llegado a la capital. El hecho aislado podía no tener importancia y hasta justificarse como una compensación transitoria a los esfuerzos de los jefes militares; pero ligado a lo que ocurría en la Convención, en donde se estaba luchando no muy limpiamente para sacar a flote intereses de grupo, ese hecho era revelador de la tendencia a formar una nueva clase acomodada, la sucesora del criollismo oligarca, para la cual la gran masa campesina, la masa de indios, había trabajado siempre sumida en el embrutecimiento.
El contraste
En un tren que corría con destino a México viajaban, ahora de regreso, los comisionados surianos después de haber hecho al general Villa la visita por la que se había interesado el general Zapata. llegaron a la ciudad de Aguascalientes en las primeras horas del día y anduvieron mucho buscando alojamiento, que al fin hallaron en el salón de una escuela. Físicamente agotados por las dos noches consecutivas de vigilia, sólo descabezaron un sueño, porque necesitaban disponerse para estar en la Convención al principiar los trabajos.
Al acercarse al teatro Morelos, un hecho volvió a herir la imaginación del licenciado Díaz Soto y Gama: de un automóvil que se detuvo frente al vestíbulo descendió un señor delegado, a quien acompañaban varios ayudantes; luego se detuvo otro automóvil, que dejó a otro señor delegado con su séquito; después, otro automóvil, y otros más.
En aquella ciudad, en la que bien podían lqs convencionales hacer a pie el recorrido entre sus alojamientos y el recinto de la Convención, el uso y sostenimiento de automóviles resultaba una ostentación. Pero, además, los señores delegados iban envueltos en flamantes pelerinas, unos; luciendo uniformes de irreprochable corte, otros; los más, tocados con finísimos sombreros texanos, y no pocos llevaban en los dedos de sus manos finas piedras montadas en gruesos anillos de oro. Allí sobraba dinero.
Díaz Soto y Gama miró al grupo que formaban sus compañeros de comisión. En todos ellos encontró reflejada la extrema pobreza del sur. No le causó envidia la situación económica de los convencionales; le produjo tristeza la incomprensión de los esfuerzos, de los sacrificios y, sobre todo, del ideal que había podido sostener al Ejército Libertador en una lucha contra el enemigo, lucha desigual.
Sólo una causa de raigambres profundas había podido hacer que los hombres se sobrepusieran a la adversidad. Esa lucha había sido en el sur; allí, en donde un siglo antes otros hombres también se habían sobrepuesto a la adversidad para mantener encendida la tea revolucionaria de la Independencia; de la independencia que no pudo realizarse de acuerdo con el formidable pensamiento de Morelos, sino con las transacciones impuestas por la oligarquía criolla que escogió a Icurbide como caudillo para perpetuar el peor de los vicios de la colonia: la servidumbre del indio y la opulencia del amo, consecuencias extremas del régimen feudal.
La comisión suriana había pasado al interior del teatro y allí presenciaba el desarrollo de los trabajos. De pronto se oyó una voz imperiosa: ¡Firmes! Era el anuncio de que la bandera de la Convención llegaba a la sala de sesiones. Escoltada por convencionales a quienes correspondía hacerlo en esa vez, apareció ia enseña tricolor conducida por uno de dichos señores, a quien temblaban los brazos, dando la impresión de que estaba muy emocionado.
Nada extraño había en que una asamblea militar tributara honores a la bandera nacional; era natural que lo hiciese; pero a fuerza de ser aparatosos los honores resultaban insinceros. La bandera, además, estaba maculada con las firmas en ella escritas por manos poco expertas. Extendida la tinta de las firmas, afectaba diversas figuras, y ya no había en la insignia la limpidez que objetivamente la hace aparecer impoluta, como impoluto se desea conservar el sujeto que simboliza. Todo parecía, menos el emblema de la patria.
Seguramente que no daba esa impresión a muchos de los señores delegados que de buena fe habían puesto sus firmas. Seguramente que la repugnancia con que el licenciado Díaz Soto y Gama miraba las manchas, provenía de la repulsión que le causó la maniobra política, parte de la cual eran los honores espectaculares que estaba presenciando, y que delataban la intención de recordar a los convencionales el compromiso adquirido. Eran la renovación espiritual de la firma, tendenciosamente obtenida En el torbellino de emociones e ideas que aquella escena despertó en el licenciado Díaz Soto y Gama se destacaba la lucha del sur, tendente a la liberación del indio empobrecido, ignorante y siervo; la liberación del indio, frustrada hacía un siglo por la intervención del criollismo capitaneado por Iturbide; la tendencia a formar ahora la nueva clase acomodada; las maniobras políticas que para salvar intereses de grupo estaban apuntalando la caduca estructura social, con total olvido de los hondos problemas nacionales; los honores espectaculares al símbolo doblemente maculado con las firmas y con el pensamiento de doblegar a los más recios espíritus, y atar las voluntades como con una fuerte cuerda.
Díaz Soto y Gama, en la tribuna
Por todo ello, al oír el señor licenciado que se le pedía hablar, lo hizo con cuanto bullía en su mente y estaba a flor de labio. Comenzó así:
Señores delegados, público de las galerías:
Nunca en mi vida había vacilado tanto como al subir a esta tribuna, porque es la tribuna del país, es la tribuna de la nación mexicana que, habiéndose portado heroicamente; ha puesto toda su sangre, todo su amor, toda su grande alma al servicio de la causa más noble que puede haber, que es la causa de los oprimidos, que es la causa de los desheredados, que es la causa del mayor número, eternamente olvidado en este país. No es justo que esta nación, esta gran nación que el mundo admira y contempla, vaya a ser víctima de la última y de la más grande de las desilusiones, del más triste desengaño: el de que los hombres que encabezaron esta Revolución, los jefes que la llevaron al combate, vengan a dividirse en esta asamblea, vengan a determinar el rompimiento frente al enemigo que está detrás de los confesonarios, que está detrás del Jockey Club y lucha detrás de todos los palacios para venir a ahogarnos y a destruir, de una vez por todas, la grande obra revolucionaria que ha costado tanta sangre y tantos esfuerzos.
Los del sur venimos, primero que nada, a hacer obra de unión, teniendo por delante y por encima de todo los principios. Cuando alguien en esta asamblea dijo, con una inconsciencia que asombra: Aquí, al entrar en esta asamblea, se prescinde de todo plan, se prescinde del Plan de Ayala lo mismo que del Plan de Guadalupe, yo me pregunté si venía a una asamblea reaccionaria o a una asamblea de locos o a una ásamblea que tenga el deseo de llamarse, no Convención Militar, como la ha nombrado infamemente la prensa al servicio de Carranza., sino la Gran Convención Revolucionaria, la Convención heredera de lós principios de 1910 y, en consecuencia, la Revolución reedificada en las montañas del sur por la intuición del general Zapata y de todos sus hombres, y aprobada tácitamente por esta asamblea que, yo os aseguro, sabrá a su tiempo adherirse al Plan de Ayala en su ataque al hombre discutido, a don Francisco I. Madero, ante cuya memoria de valiente yo me inclino, sino a los grandes principios del Plan de Ayala que quieren decir: ¡Guerra a los opresores! ¡Vamos al triunfo y a la gloria! (Aplausos).
Primero que nada es la opinión; cuando se viene a esta asamblea no se es constitucionalista, ni villista, ni zapatista; se es mexicano (Aplausos. ¡Bravo!).
Digo más: se es hijo del pueblo, se es representante del pueblo; no viene uno a hablar aquí con las ideas que cada quien trae en la cabeza; viene uno a saber, viene uno a pedir al pueblo que lo ilumine; y por eso yo, faltando a toda práctica parlamentaria, que detesto, me he dirigido a ese pueblo, que es más grande que toda la asamblea; al pueblo de las galerías, en el cual veo al pueblo mexicano (Nutridos aplausos).
Yo no vengo a dirigir ataques; vengo a excitar el patriotismo, vengo a excitar la vergüenza, vengo a excitar el honor de todos los miembros de esta asamblea: para que tengan el valor de romper toda liga con Carranza y con Villa y que en todos los debates obren nada más con el corazón ... (Aplausos y bravos) ... En nuestro país casi todos los triunfadores abjuran de sus principios y de sus doctrinas. Por eso es necesario que se prescinda de fórmulas parlamentarias, de pactos que segregan; es necesario elevarnos a la altura de nuestro deber; es necesario que las sesiones sean públicas; es necesario que la Convención se llame como debe llamarse; es necesario que se invoquen símbolos que sean respetables; pero temo mucho que no se lleve en el alma el patriotismo, cuando parece necesario recurrir todos los días a las farsas que mucho se semejan a, las ceremonias de la iglesia (Aplausos).
Aquí venimos honradamente. Creo que vale más la palabra de honor que la firma estampada en este estandarte, este estandarte que al final de cuentas, no es más (toca la bandera) que el triunfo de la reacción clerical encabezada por Iturbide ... (Voces, ¡no, no!) Yo, señores, jamás firmaré sobre esta bandera. Estamos haciendo una gran Revolución que va expresámente contra la mentira histórica, y hay que exponer la mentira histórica que está en esta bandera. Lo que se llama nuestra Independencia no fue la independencia del indígena; fue la independencia de la raza criolla y de los herederos de la conquista, para seguir infamemente burlando ... (Voces de protesta porque vuelve a tocar la bandera) ... para seguir infamemente burlando al oprimido y al indígena ... (Nuevas voces, siseos, una moción de orden).
En ese momento se produce el desorden. Hay voces airadas de protesta y el orador suspende su discurso. El general Eulalio Gutiérrez, desde su asiento, dice:
- ¡Más respeto a la bandera! ¡Es usted un traidor!
Un delegado, también desde su asiento, grita:
- Nosotros, los aquí reunidos, hemos firmado y protestado cumplir las palabras que hemos estampado allí.
El desorden crece. Exaltadas voces dicen:
¡Abajo! ¡Abajo de la tribuna! ¡Mal mexicano! ¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ...
Sigue el desorden. Se oyen nuevas voces insistiendo en que el orador abandone la tribuna. Se dirigen amenazas e insultos al orador; pero también hay otras voces que dicen:
¡No, no! ¡Déjenlo que hable! ¡Orden, señores, orden! ¡Tengan calma! ¡Serenidad, compañeros! Nadie atiende el llamamiento que hace la presidencia.
Algunos delegados desenfundan sus pistolas, cuya mira dirigen al orador. La delegación suriana se pone en pie y se apresta a la defensa de su compañero que, sereno y con los brazos cruzados sobre el pecho, espera que se le deje continuar su discurso. El desorden continúa y la presidencia es impotente para contenerlo.
El licenciado Díaz Soto y Gama contempla desde la tribuna la escena y no da la más ligera señal de retirarse. Continúa con los brazos cruzados. Hay en esos momentos una interrupción de la luz y se acentúa el desorden. Entre los delegados se cambian expresiones y todo hace suponer que el primer disparo será funesto.
Algunos convencionales abandonan el salón y tratan de salir del edificio; pero el jefe de la guardia, capitán Adalberto Hernández Loyola, lo impide enérgicamente.
- ¡Somos delegados! -explican quienes desean salir.
- ¡No importa! -responde el jefe de la guardia- ¡tengo órdenes de no permitir la salida de nadie!
Insisten los señores convencionales y manda el jefe de guardia a sus soldados cortar cartucho. Ante esa inesperada actitud, vuelven los señores convencionales al salón de sesiones, en donde continúa el desorden. Se ilumina el recinto y el secretario Marciano González, dice:
Varios delegados piden la palabra; otros sisean fuertemente para dominar las voces y establecer el silencio. Siguen pidiendo la palabra y que deje el orador la tribuna; pero las pistolas de los delegados han vuelto a sus fundas. El general Hay, haciendo ademán de que desea ser oído, logra decir:
- Hagamos silencio ... señores, para poder contestar ...; Como patriotas, les suplico que guarden orden ... orden ...
El secretario Santos toma la bandera, y llevándola hacia el extremo opuesto en que está el licenciado Díaz Soto y Gama, dice:
- Retiremos, por nuestro honor, la bandera y hagan el favor de dejar hablar a los oradores. Yo respondo de esta bandera.
La actitud del delegado Santos produce encontradas demostraciones, pues mientras que unos aplauden otros sisean; los más gritan y algunos piden orden. El general Hay hace un esfuerzo para que se atienda lo que va a decir. Sin dominar el barullo, dice:
- Tendremos manera de contestar, señores; entre tanto tengamos patriotismo, conservemos el orden, dejemos hablar al orador, que después hablaremos nosotros.
Lo dicho no convence, pues algunos delegados sólo desean que el orador abandone la tribuna. El desorden continúa. El secretario Mateo Almanza, levantando la voz tuanto puede, dice:
- Calma, un poco de calma para poder escuchar los argumentos del señor Soto y Gama. Esos argumentos se contestan con otros, no con injurias.
Parece que la asamblea va serenándose, y por ello el licenciado Díaz Soto y Gama dice en un intento de reanudar su discurso:
- Nunca creí ...
Pero el presidente lo interrumpe; se dirige primero al orador y luego a los delegados:
- ¡Un momento! Espero del civismo de la asamblea que permita al orador continuar su argumentación. Luego se le contestará; pero que no se dé aquí el espectáculo de que se priva del uso de la palabra a quien desea hacerse oír. Se ha permitido a los comisionados del Sur que vengan a expresar lo que sienten y lo que piensan; hagamos el propósito de oírlos y después quedará la tribuna a disposición de todos los que deseen contestar.
El delegado Serrano pide la palabra para una aclaración; se le concede, y dice:
- El ultraje a nuestra bandera no podemos destruirlo con argumentos.
El delegado Berlanga pide hablar, y expone:
- Yo creo que podríamos entablar una discusión; pero prefiero que baje el orador y que se acabe todo.
El delegado Zertuche pide se le permita hacer una aclaración.
- Debemos oír todos los errores -dice- que quiera decir el señor.
El presidente de la asamblea vuelve a hablar. Trata de que su voz sea lo más persuasiva posible:
- La mejor prueba de civismo que demos en estos momentos -dice- será la de permitir al orador que hable lo que guste.
Los ánimos se van serenando. Hay todavía un murmullo en el salón; pero el licenciado Díaz Soto y Gama lo domina.
Señores -dice-: es verdaderamente lamentable que esta asamblea no me haya comprendido. He empezado a hablar y he seguido hablando en nombre de México y en nombre de la patria. A lo que me he opuesto es a que ese nombre sagrado, a que ese nombre sagrado de patria y México, lo utilicen como una simple farsa para maquinaciones políticas. Los del sur hemos visto claramente en esas firmas sobre la bandera, el deseo de arrancar, por sorpresa y de antemano, un compromiso quizá contrario a los intereses nacionales, a todos los delegados aquí reunidos ... (Voces: ¡No, no!).
Lo que yo vengo a señalar aquí es que no son lo mismo la patria que el símbolo, como no es lo mismo Dios, para los que creen en El, que la imagen de madera que ponen en los altares; como no es lo mismo la patria que el lienzo que con fines lícitos o ilícitos se presenta como símbolo de aquélla. Vengo a hacer presente la diferencia que hay entre los símbolos y la realidad; vengo a hacer presente que aquí todos somos mexicanos, y todos somos patriotas. Nadie más que los patriotas del sur, que precisamente se creen burlados por la llamada Independencia de 1821, que naufragó en el triunfo de la reacción clerical, que naufragó en el triunfo de Iturbide, que estuvo muy lejos de representar el sentimiento popular; y ustedes, señores, no me han dejado acabar de exponer mi pensamiento, no me han permitido hacer un análisis de la historia nacional. Y si yo cometí un error al decir esa es la bandera que representa el triunfo de Iturbide, a nosotros, que somos patriotas del sur y que por eso nos dicen traidores, nos será imposible hablar en esta tribuna, y será necesario ir otra vez a las montañas del sur a quejarnos de que Iturbide, que enarboló esta bandera, haya sido el que traicionó a Hidalgo y el que otra vez estableció la tutela de los hacendados, de los criollos y de los descendientes de españoles, en nombre del símbolo, que por otra parte, debemos respetar en lo que vale. Pero es permitido discutir; todo se discute; hasta Dios se discute en pleno socialismo, y no he venido a discutir esta bandera; yo lo haría en otra parte. Me gusta respetar, como el que más, las ideas ajenas; pero no vengo a discutir la noción de patria, vengo simplemente a precisar una cosa: se necesita libertad plena. Era el hilo de mi discurso, era el hilo que se me cortó. Respeto absolutamente el patriotismo; si es preciso que se respeten las palabras sagradas, seré el primero en respetarlas porque dije: no venimos a hablar con nuestras propias ideas, venimos a traer las ideas del pueblo mexicano.
El pueblo mexicano respeta este estandarte, y yo lo respeto; pero que no se utilice aquí como un velo, como un trapo que sirva para cubrir ciertas maquinaciones políticas, maquinaciones de ambiciosos, a las que yo debo ser absolutamente ajeno; maquinaciones que yo he querido combatir en esta asamblea, desde su origen en México.
Yo creo que puedo hablar con toda libertad, porque si no lo hiciera en esta tribuna, ¿qué valdría esta asamblea si vamos a sujetarnos a un cartabón, a un dique como el de Porfirio Díaz; si vamos a estar oprimidos por la bota de Huerta o por los de la mayoría? Aquí se ha discutido la historia del país, que no está hecha y que probablemente muchos de los señores no la han comprendido; quizá el señor Gutiérrez ignora hasta la historia de su país, pues no sabe que Iturbide no independizó a la raza indígena, por la que él ha luchado; y precisamente por eso, señores, vengo a decir en esta asamblea que su deber es defender a esa raza oprimida y no olvidar que esa raza no está emancipada, no olvidar que la verdadera revolución no es la de la raza blanca aquí reunida. Nosotros somos los aficionados de la política, los dilettanti de la Revolución, y los verdaderos hombres que han hecho la Revolución y para quienes la Revolución se ha hecho, son tan esclavos como antes del Plan de Iguala. Esa es mi tesis. Esa es mi afirmación.
Si esa bandera se ha santificado después con la gloriosa derrota del 47 y con los gloriosos triunfos de la intervención francesa, yo la respeto, yo me inclino ante sus tres colores; pero quise referirme a la bandera histórica y también al escarnio que de esa bandera se quiere hacer al tomarla como un instrumento de ciertas intrigas que están muy claras y que quiero exhibir (Aplausos). Si se me permite en esas condiciones la palabra, volveré a hablar (Voces: ¡Que continúe!).
Decía, señores, que lo primero que se nota en el ambiente de esta asamblea, o más bien dicho, en las fórmulas de esta asamblea, es algo artificioso en lo que no se soñó cuando en el Plan de Ayala se precisó, y en el acta de Torreón se previno, que debía celebrarse una Gran Convención Revolucionaria. ¿Quién no recuerda que primero se reunieron en junta los generales y jefes en México, en donde tenía que dominar el Primer Jefe porque era el que nombraba a los gobernadores y daba los grados? Allí está un manifiesto del general Villa, en el que se precisa este punto; porque esa Convención no era la genuina, sino la peligrosa, desde el momento en que podía facilitar al señor Carranza imponer su mayoría. Viene después una maniobra política perfectamente conocida, perfectamente dirigida, porque debemos tener en cuenta, señores, que aquí, con toda su fuerza militar, con todos los representantes que tengan todos los revolucionarios de la República, estamos siendo, no los jueces, sino al contrario, los acusados en el banquillo ante la opinión nacional, y absolutamente nadie tiene derecho de sustraerse al fallo de la opinión nacional. Esta Convención tendrá el derecho de llamarse soberana cuando represente e interprete los sentimientos y justos anhelos de la nación, y siempre que busque la paz aprovechando todos los elementos revolucionarios.
Yo vengo a hablar con toda libertad a que me dan derecho mis ideas y todo el espíritu revolucionario al que yo acudo.
En la junta, de México, la maniobra política a que me refiero consistió en que Luis Cabrera, cuando ya estaba aceptada la renuncia del señor Carranza -que es el estorbo único para la pacificación, que es el hombre funesto que ha impedido que la Revolución llegue a su fin matando a la reacción-, entonces, Luis Cabrera, con una argucia muy propia de los hombres de bufete, de los hombres de leyes, repentinamente los obligó a dar su voto al señor Carranza, y ya amarrados con esta cuerda, los trae a la Convención, los quiere atar con otra cuerda -y esto significa un ultraje a la bandera-, una cuerda para amarrar a todos en grupo, a fin de que sigan cometiendo la gran locura que juzgará la patria mexicana: la de poner a un hombre por encima de la Revolución; la de hacer creer que sin Carranza se sacrifica. todo; la de hacer creer que el señor Carranza personifica la Revolúción; la de hacer creer que sin Carranza no existe la Revolución; la de hacer creer que sin el Plan de Guadalupe se sacrifica a la patria.
Contra eso es contra lo que yo vengo a protestar. Se está jugando con la palabra patria; primero la patria fue Díaz; después la patria fue Huerta; actualmente la patria es Carranza. Allí están los editoriales de El Liberal, allí están los artículos de Heriberco Barrón, allí está cómo, a cada momento y a cada paso, se invoca el nombre de la patria. Se cree que Carranza identifica la idea revolucionaria y que sin él no existe la Revolución, porque Carranza personifica a todos los revolucionarios, cuando lo que ha hecho es establecer una dictadura militar de tipo personalista. No estableció el período preconstitucional de represalias contra la reacción y, sobre todo, de inmediata amplitud. en cuanto a la reaiización del principio agrario, y en lugar de implantar ese principio protegiendo al pueblo de los campos, da a los jefes, varios de los cuales están aquí, palacios, prebendas, mucho dinero, mucho oro, para que esos revolucionarios vengan aquí, o a otra parte, a hacerle propaganda, a hacerle reclame.
Yo creo, señores, que eso no es la Revolución; que eso es falsificación de la Revolución; y como los hombres del sur, por poco que valgamos, venimos a hablar en nombre de la Revolución, y ustedes, aunque sean jefes, si no son indígenas -y uno de los pocos que están en este caso es el general Calixto Contreras-, si no están identificados con los indígenas, no pueden hablar con las propias ideas de éstos. La fuente histórica en el sur es Morelos, es Guerrero, es el lugar en donde prosperó la insurrección de 1812, continuación del movimiento de Hidalgo, el lugar en donde Morelos y Guerrero se sacrificaron y en donde se han sacrificado los hombres de Zapata. Por eso los hombres del sur venimos a expresar, a interpretar las ideas de la Revolución. Está ella naufragando y el pueblo de Morelos teme mucho por su suerte y también por su propia tierra, por su elevación al rango, no de ciudadanos, sino de hombres libres que quieren una vida independiente. La Revolución declara terminantemente, como ya lo dijo por boca del señor Martínez, que no cesará si los hombres del norte, muchos de ellos de raza blanca, no sienten y no hacen suyos los anhelos del pueblo indígena. El Plan de Ayala para el pueblo de Morelos, para todos los oprimidos, significa ampliamente la iniciación de su vida de libertad económica, la consumación de sus ansias, la verdadera consagración de su bandera -sin farsas y sin mentiras de falso patriotismo-, de esa bandera que ya no es la de Iguala, de esa bandera que es la de Hidalgo, la bandera de la emancipación, la bandera de la legalidad, la bandera gloriosa del progreso, la bandera que impulse a México, a otro México que sepa dar a los oprimidos y a los infelices lo que hasta hoy no se les ha dado. Hay que dejar atrás a los triunfadores, postergar los entorchados, levantar al hombre de trabajo, al hombre de acción, al indígena que se muere de hambre. Y si cuando él se levante enarbolando una bandera de justicia -el Plan de Ayala- se le contesta que es inconsciente, que esa bandera nada vale, ¿qué sucederá?; que será substituída por un mediocre programa de gobierno, fruto de la inteligencia de los aprovechados, de los vencedores del día, de los que se sientan a la mesa del festín, en donde el único soberano que tiene derecho a entrar y a repartirse todos los manjares y no sólo las migajas, es el pueblo de México.
Por el pueblo mexicano, por el pueblo del sur y por el honor de esta bandera que hay que saber enarbolar, con mano leal y firme, no con mano hipócrita; por esa bandera, por la bandera nacional de la que si algo debe surgir es esta frase: Plan de Ayala, emancipación, justicia para los humildes; por esa bandera, por los principios del Plan de Ayala, venimos a luchar los hombres del sur (Prolongados aplausos).
La forma del discurso que acabamos de reproducir tiene para nosotros una explicación clara: la presencia del orador en la tribuna fue fortuita; no había tenido tiempo de preparar su exposición y a ello hay que agregar la tensión nerviosa por las muchas horas pasadas en vigilia. Invitado a que hablara, tuvo que hacerlo exponiendo las ideas que bullían en su mente; ideas despertadas por las informaciones que había recibido y por las observaciones directas que había hecho, entre las cuales estaba el contraste del medio revolucionario suriano y el de la Convención. Por eso las ideas tuvieron que salir a borbollones y que causar consecuencias de impactos.
En el fondo del discurso encontramos dos aspectos: el político y el histórico.
Por lo que respecta al primero, no cabe duda de que el orador obtuvo un triunfo al descorrer el velo que cubría la maniobra de atrapar a la minoría convencional, con detrimento de los altos fines de la Revolución. Fue natural que provocara las iras de quienes tal maniobra habían preparado, así como que hiriese los sentimientos sinceramente patrióticos de quienes, sin estar coludidos, habían participado de buena fe en lo hecho.
Pero cuando estos últimos se dieron cuenta del alcance del discurso, no pocos felicitaron al orador por su entereza y por haber salido airoso de aquel trance que pudo ser de tremendas consecuencias, dado que estaba entre militares que llevaban en las manos, frescos aún, los laureles de sus victorias.
Por lo que se refiere al aspecto histórico, es evidente que el señor licenciado Antonio Díaz Soto y Gama en otras condiciones habría desarrollado con método el vasto tema que le dieron las circunstancias, pues, como hemos visto en su discurso, era su tendencia poner de manifiesto las condiciones en que el pueblo mexicano quedó al ser consumada la lucha de Independencia por los criollos y los españoles mismos, capitaneados por Iturbide.
Nadie que conozca historia podrá negar que la conquista, al desalojar a los pueblos de la tierra que poseían, creó la esclavitud rural. Por eso la Independencia fue un grito de reivindicación de los indios, cuya vida era una dolorosa realidad. Pero hay más: al régimen rural de esclavitud debe sumarse la economía centrífuga de la colonia, que creó monstruosas desigualdades que afectaron vitalmente al mestizaje; por ello también la Independencia fue un movimiento de solidaridad de los mestizos, entre quienes descuella don José María Morelos.
Pero al consumar los criollos y los españoles la Independencia torcieron las finalidades reivindicadoras, por lo cual quedó en pie la causa eficiente que más tarde produjo otro movimiento revolucionario, la Reforma, que desde el punto de vista económico fue un nuevo intento reivindicador. Mas he aquí que los criollos, aprovechando los errores del Partido Liberal, dan un sesgo político a la Reforma, con lo que volvió a quedar la causa eficiente en pie e hizo necesaria una nueva lucha de finalidades concretas, tendente a realizar el pensamiento fundamental de los dos anteriores y grandes fenómenos históricos.
Porque los revolucionarios surianos hemos interpretado así la historia, es por lo que creemos que el señor licenciado Díaz Soto y Gama pretendía seguir ese camino en su discurso.
Refutación del general Hay
Continuaremos narrando el desarrollo de la sesión. Para contestar al licenciado Díaz Soto y Gama pidió la palabra el general Hay, quien besó unciosamente la bandera y dió principio a su discurso.
Hay algo muy doloroso, y es no poder decir todo lo que se siente; no poder expresar todos los sufrimientos que se tienen en momentos como éste. Nosotros, debido a un exceso de fuerza de voluntad, debido a un exceso de patriotismo, nos hemos mantenido calmados en los momentos críticos por los que hemos atravesado, y permitidme, señores, que en nombre de la nación entera os haga el elogio que merecéis: habéis sido caballeros y habéis sido patriotas; habéis sabido tener calma en momentos críticos y habéis demostrado al mundo entero y a la nación que puede haber aquí elementos armados que están con la pistola al cinto y que no son capaces de disparar un tiro mientras no sea en defensa de la patria. No se debe disparar un tiro para atacar a un individuo, aun cuando ese individuo insulte a otros; una cosa son los insultos personales y otra cosa son los insultos a la patria; lo que ha pasado aquí ha sido un desvío completo del orador que me precedió.
En cuanto a su apreciación sobre nuestra bandera sagrada, nosotros, por caballerosidad, tenemos la obligación de oírlo, y os hago el elogio nuevamente. Nosotros personalmente no somos los que debemos juzgar, sino que la nación entera señalará con el dedo a aquel que no ha sabido apreciar la insignia de la patria.
Ahora ya estoy tranquilo, ya estoy calmado; hemos pasado por la crisis más terrible y hemos salido de ella con honra, debido a nuestro patriotismo; ahora puede venir cualquiera otra cosa, y yo estoy seguro de que nunca saldrá de aquí un tiro y sí razones que salvarán a la patria.
¿Qué ha pasado? El señor Soto y Gama nos dice: Esta bandera es la bandera que enarboló la reacción de Iturbide. Quiero aceptarlo; pero señor Soto y Gama, esta bandera es la que todos los mexicanos defendemos; esta es la bandera por la cual todos los mexicanos estamos dispuestos a derramar haSta la última gota de nuestra sangre; esta bandera fue la que se enarboló en contra de todos los invasores; esta bandera es la que se desprendió de Chapultepec envuelta al cuerpo de un hombre que supo sacrificarse con ella al arrojarse al despeñadero del castillo, por ser el último defensor de ella y no querer que cayera en las manos del enemigo ... (Estruendosos aplausos).
Sigue diciendo que como ése hay muchos actos en la historia, y que a todos ellos los recuerda y representa la enseña. Variando de tema, se refiere a los acontecimientos del Estado de Morelos, cuando el señor Madero fue a conferenciar con el general Zapata, y dice que en esos acontecimientos fue actor y testigo presencial.
Alude a la no aceptación de la renuncia presentada por el señor Carranza y dice que no fue un golpe político; que no implicó un voto de confianza al Primer Jefe ni fue una ratificación del cargo, sino que se dió ese paso sencillamente porque no estaban representados todos los revolucionarios de la República. Termina asegurando que las firmas en el lienzo tricolor no significan una añagaza, como opina el licenciado Díaz Soto y Gama, sino el compromiso de los convencionales de laborar por el bien del pueblo mexicano.
Habla González Garza
El coronel González Garza va a la tribuna y comienza diciendo que está conforme con lo expuesto por el licenciado Díaz Soto y Gama, y que, en su concepto, el incidente que acaba de pasar carece de importancia. La asamblea no es de la misma opinión, pues mientras que unos delegados aplauden, otros sisean.
Al terminar las demostraciones, el orador dice en nombre de su representado, el general Villa, que la División del Norte acepta en principio el Plan de Ayala.
Los delegados villistas aplauden; pero el general Obregón, desde su asiento, interrumpe:
- Para interpelar a los señores jefes de la División del Norte se sirvan declarar si están representados por el compañero González Garza, o solamente el señor general Villa.
El general Felipe Angeles, también desde su asiento, contesta rápidamente la interpelación:
- Voy a satisfacer los deseos del señor general Obregón -dice-. Por mi parte, hago la aclaración de que el señor coronel González Garza ha hablado en nombre de su representado; pero si hay duda alguna sobre el particular, declaro personalmente que me adhiero a los principios del Plan de Ayala.
Aplausos y bravos siguen a las palabras del general Angeles. El coronel González Garza continúa:
- Voy a satisfacer ampliamente las dudas del señor general Obregón. Sírvanse los señores generales de la División del Norte, o los representantes de ellos, quedarse sentados los que no comulguen con los principios del Plan de Ayala.
Inmediatamente los aludidos se ponen en pie y aplauden. En vista de que la demostración es unánime, el orador se dirige a la delegación suriana, y con especialidad a su presidente, para que le diga si los hermanos del sur están dispuestps a colaborar en la asamblea. La contestación del señor Martínez es pronta y precisa:
- Cuando la Convención se adhiera a los principios del Plan de Ayala -dice-, los del sur no tendremos ningún inconveniente en colaborar con todos los revolucionarios.
El coronel González, habla
El coronel Marciano González se coloca en medio del escenario y se le aplaude. Luego dice:
- Vengo a contestar al señor Soto y Gama las alusiones a nuestra bandera ... (Voces: ¡No, no! Hay algunos siseos). Tengo obligación ... (Nuevamente las voces: ¡No! ¡Sí! Déjenlo que hable).
Visiblemente contrariado, el orador levanta la voz y dice:
- Señores: ya que se pretende que no conteste, levantemos un arco y que bajo la bóveda de ese arco pasen triunfadores los representantes de Atila, y allá, en el cimborrio del arco, ¿qué ponemos, si no tenemos bandera?
Siseos y algunos silbidos responden a ia pregunta. Luego, voces pidiendo que se le deje hablar. Lo hace. Su tema es un elogio a la bandera nacional: cuyos colores -dice- destellan más que un sol e iluminan más que un dios. Esta parte de su discurso termina así:
- Y que nos lo diga Genovevo de la 0, que lo diga El Agachado (El general Juan M. Banderas era de Sinaloa, Huerta lo hizo prisionero, como a muchos maderistas; pero cuando recobró su libertád se unió a las fuerzas del sur. Era corpulento y cargado de espaldas. A esto se debió su apodo. Precisión del profesor Carlos Pérez Guerrero) que lo diga Banderas, que lo digan todos ellos ...
El general Juan M. Banderas, a quien ha aludido con el apodo, que se halla muy cerca y a la derecha del orador, le lanza una frase candente que lo hace titubear.
Prosigue tras breve pausa:
Debe prescindirse de los hombres y defender únicamente los principios.
Expresa su conformidad en abandonar al general Villa y al señor Carranza; pero exige que también se abandone al general Zapata. Para finalizar, dice que acepta los principios del Plan de Ayala. Se comprende muy bien, aunque no lo dice, que no puede negar importancia social a esos principios admitidos ya por una abrumadora mayoría de los convencionales, a juzgar por sus demostraciones.
Otro orador: Castillo Tapia
Corresponde hablar al delegado Castillo Tapia. En resumen, dice que al visitar al general Zapata en compañía de la comisión de la asamblea dijo el suriano, en presencia de muchas personas, que cualquier integrante del Ejército Libertador podía ejecutarlo si había dado o daba un paso para conquistar un puesto público, aun cuando fuera de elección popular.
Oradores a granel
El coronel González Garza propuso que se nombrara una comisión para estudiar con detenimiento el Plan de Ayala. El general Lugo pidió que se diera leCtura a la contestación del general Zapata. El delegado Paniagua hizo muchas interpelaciones al licenciado Díaz Soto y Gama, quien con visible enfado contestó algunas. El coronel García Vigil pronunció un largo discurso, en el que hizo grandes elogios del señor Carranza; impugnó el Plan de Ayala, el de Guadalupe y el manifiesto del general Villa. Terminó diciendo que sentía repugnancia por el primero de esos planes.
Ha llegado un momento en que el auditorio manifiesta cansancio por la continuidad del tema, por la repetición de las mismas palabras, porque todos piden hablar, con frecuencia interrumpen a los oradores y se entablan dialogos impertinentes. El desorden va enseñoreándose de la asamblea. La presidencia dispone que se dé lectura a la contestación del general Zapata, con lo que se termina por donde debía haberse principiado. El primer secretario lee:
En contestación a su atenta comunicación de fecha 15 de los corrientes, en la que invita al Ejército Libertador para que concurra por medio de sus delegados a dicha Convención, he tenido a bien nombrar a los Cc. generales Otilio E. Montaño (No acudió a Aguascalientes por enfermedad. Anotación del profesor Carlos Pérez Guerrero), Enrique S. Villa, Juan M. Banderas, Samuel Fernández y Leobardo Galván; coroneles Paulino Martínez, licenciado Antonio Díaz Soto y Gama, Leopoldo Reynoso Díaz, doctor Alfredo Cuarón, doctor Aurelio Briones, Jenaro Amezcua, Manuel N. Robles, Gildardo Magaña, Manuel M. Vega, Rutilo Zamora, Miguel C. Zamora, Rodolfo Magaña, Herminio ChavarrÍa, José Aguilera, Rafael Cal y Mayor, Juan Ledesma; tenientes coroneles Amador Cortés Estrada, Reynaldo Lecona, Salvador Tafolla; mayor Porfirio Hinojosa, y capitán Miguel Cortés Ordóñez, para que asistan a la expresada Convención en representación del Ejército Liberta40r, a fin de que expongan de viva voz los motivos por los cuales no es posible desde luego enviar a los jefes o delegados que los representen.
Asimismo, en nombre del Ejército Libertador, me permito solicitar de esa honorable asamblea se conceda a mis comisionados voz y voto en las deliberaciones que surjan con motivo del desempeño de su mandato, a fin de que la Convención no retarde sus labores y pueda continuar.
Lo que hago saber a ustedes para su inteligencia y fines consiguientes.
Reforma, Libertad, Justicia y Ley
Cuartel General en Cuernavaca, Morelos, 22 de octubre de 1914.
El General en Jefe del Ejército Libertador de la República, Emiliano Zapata.