Índice de Los nueve libros de la historia de Heródoto de HalicarnasoPresentación de Chantal López y Omar CortésSegunda parte del Libro PrimeroBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

CLÍO

Primera parte


Esta es la exposición de las investigaciones de Heródoto de Halicarnaso, para que no se desvanezcan con el tiempo los hechos de los hombres, y para que no queden sin gloria grandes y maravillosas obras, así de los griegos como de los bárbaros, y, sobre todo, la causa por la que se hicieron guerra.



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Entre los persas, dicen los doctos que los fenicios fueron los autores de la discordia, porque, después de venir del mar Erítreo al nuestro, se establecieron en la misma región que hoy ocupan, y se dieron desde luego a largas navegaciones. Afirman que, transportando mercancías egipcias y sirias, llegaron, entre otros lugares a Argos (y en ese tiempo Argos sobresalía en todo entre las ciudades de la región que ahora llamamos Grecia); una vez llegados hicieron muestra de su carga; al quinto o sexto día de su llegada, vendido ya casi todo, concurrieron a la playa muchas mujeres, y entre ellas la hija del rey. Dicen que su nombre era el mismo que le dan los griegos: Ío, hija de Ínaco; que, mientras se hallaban las mujeres cerca de la popa de la nave, comprando las mercancías que más deseaban, los fenicios, exhortándose unos a otros, arremetieron contra ellas; la mayor parte escapó, pero Ío fue arrebatada con otras; la llevaron a la nave y partieron, haciéndose a la vela para Egipto.


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De este modo, y no como cuentan los griegos, dicen los persas, Ío llegó a Egipto, y éste fue el principio de los agravios. Cuentan que después, ciertos griegos (cuyo nombre no saben referir) aportaron a Tiro, en Fenicia, y robaron a la hija del rey, Europa: sin duda serían cretenses. Así quedaron a mano, pero después los griegos fueron los culpables del segundo agravio; porque, llegaron por mar en una nave larga hasta Ea, en la Cólquide, y el río Fasis, y allí, después de haber logrado los demás fines por lo~que habían venido, robaron a Medea, la hija del rey. El rey de los calcos envió a Grecia un heraldo para pedir satisfacción del rapto y reclamar a su hija. Los griegos contestaron que ni habían dado los asiáticos satisfacción del rapto de Ío, ni por consiguiente la darían ellos.


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Dicen que, en la segunda generación, enterado de estos agravios Alejandro, hijo de Príamo, quiso tener mujer raptada de Grecia, seguro de que no había de dar satisfacción, pues tampoco la habían dado aquéllos. En efecto, cuando robó a Helena, los griegos acordaron enviar primero embajadores para reclamar a Helena, y para pedir satisfacción del rapto; pero, al declarar su embajada, les echaron en cara el rapto de Medea y el que, sin haber dado satisfacción ni haber hecho devolución, reclamaban la mujer y querían que se les satisficiese.


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Dicen, pues, que hasta aquí no hubo más que raptos mutuos; pero que en lo sucesivo, los griegos tuvieron gran culpa, por haber empezado sus expediciones contra Asia primero que los persas contra Europa; que, en su opinión, robar mujeres es a la verdad cosa de hombres injustos, pero afanarse por vengar a las robadas es de necios, mientras no hacer ningún caso de éstas es propio de sabios, porque bien claro está que, si ellas no lo quisiesen, nunca las robarían. Los pueblos del Asia, añaden los persas, ninguna cuenta hicieron de estas mujeres raptadas, pero los griegos, a causa de una mujer lacedemonia, juntaron gran ejército, pasaron al Asia, y destruyeron el reino de Príamo. Desde entonces, siempre tuvieron por enemigos a los griegos, pues los persas miran como propias, al Asia y a las naciones bárbaras que la pueblan, y consideran a Europa y a los griegos como cosa aparte.


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Así pasaron las cosas, según cuentan los persas, y encuentran que la toma de Troya fue el origen de su odio para con los griegos. Pero, en cuanto a Ío, no están de acuerdo con ellos los fenicios, porque dicen que no la llevaron a Egipto por vía de rapto, que se unió en Argos con el patrón de la nave; y que cuando advirtió que estaba encinta, por vergüenza que sentía de sus padres, partió voluntariamente con los fenicios, para no quedar en descubierto.

Así lo cuentan al menos los persas y los fenicios. Yo no voy a decir si pasó de este o del otro modo. Pero, después de indicar quién fue, que yo sepa, el primero en cometer injusticias contra los griegos, llevaré adelante mi historia, reseñando del mismo modo los estados grandes y pequeños. Pues muchos que antiguamente fueron grandes han venido después a ser pequeños, y los que en mi tiempo eran grandes fueron antes pequeños. Persuadido, pues, de que la prosperidad humana jamás permanece en un mismo punto, haré mención igualmente de los unos y de los otros.


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Creso era de linaje lidio e hijo de Aliates, tirano de los pueblos que moran más acá del río Halis, el cual, corriendo desde el Mediodía entre los sirios y los paflagonios, va a desembocar en el mar llamado Euxino. Este Creso fue, que sepamos, el primero entre los bárbaros que sometió algunos pueblos griegos, haciéndolos tributarios, y que se ganó la amistad de otros. Sometió a los jonios, a los eolios y a los dorios del Asia, y se ganó la amistad de los lacedemonios. Antes del reinado de Creso todos los griegos eran libres, ya que la expedición de los cimerios que marchó contra la Jonia, anterior a Creso, no fue conquista de ciudades, sino pillaje con ocasión de correrías.


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El poder, que era de los Heraclidas, pasó a la familia de Creso, llamada de los Mérmnadas, de este modo. Era tirano de Sardes Candaules, a quien los griegos llaman Mirsilo, descendiente de Alceo, hijo de Heracles. En efecto: Agrón, hijo de Nino, hijo de Belo, hijo de Aleeo, fue el primero de los Heraclidas que llegó a ser rey de Sardes; y Candaules, hijo de Mirso, el último. Los que reinaban en ese país antes de Agrón eran descendientes de Lido, hijo de Atis; por lo cual todo ese pueblo se llamó lidio, llamándose antes meonio. De éstos recibieron el mando por un oráculo los Heraclidas, descendientes de Heracles y de una esclava de Jardano. Reinaron durante veintidós generaciones, por quinientos cinco años, sucediendo el hijo al padre hasta Candaules, hijo de Mirso.


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Este Candaules, pues, estaba enamorado de su propia esposa y, como enamorado, pensaba poseer con mucho la mujer más hermosa del mundo. Pensando así -y como entre sus guardias Giges, hijo de Dáscilo, era muy su privado-, Candaules, que confiaba a este Giges sus más serios negocios, le solía alabar desmedidamente la belleza de su mujer. No mucho tiempo después, Candaules (a quien había de sucederle una desgracia) dijo a Giges estas palabras: Giges, me parece que no te convences cuando hablo de la belleza de mi mujer, porque los hombres dan menos crédito a los oídos que a los ojos. Así, pues, haz por verla desnuda. Giges, dando una gran voz, respondió: Señor, ¿qué discurso tan poco cuerdo dices?, ¿me mandas que ponga los ojos en mi señora? Al despojarse una mujer de su vestido, con él se despoja de su recato. Hace tiempo han hallado los hombres las normas cabales que debemos aprender y entre ellas se cncuentra ésta: mirar cada cual lo suyo. Yo estoy convencido de que ella es la más hermosa de todas las mujeres, y te pido que no me pidas cosa fuera de ley.


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Con tales términos se resistía Giges, temeroso de que de ese caso le sobreviniera algún mal, pero Candaules le replicó así: Ten buen ánimo, Giges, y no me temas a mí pensando que te digo esas palabras para probarte, ni a mi mujer, pensando que pueda nacerte de ella daño alguno, porque, por empezar, yo lo dispondré todo de manera que ni aún advierta que tú la has visto. Yo te llevaré a la alcoba en que dormimos, y te colocaré detrás de la puerta. En seguida de entrar yo, vendrá a acostarse mi mujer. Junto a la entrada hay un sillón; y en éste pondrá una por una sus ropas, a medida que se las quita, y te dará lugar para que la mires muy despacio. Luego que ella venga del sillón a la cama y quedes tú a su espalda, preocúpate entonces de que no te vea cruzar la puerta.


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Viendo, pues, Giges que no podía escapar, se mostró dispuesto. Cuando Candaules juzgó que era hora de acostarse, llevó a Giges a la alcoba, y bien pronto compareció la reina. Después de entrar, mientras iba dejando sus vestidos, Giges la contemplaba; cuando quedó a su espalda, por dirigirse a la cama, Giges dejó su escondite y salió, pero ella le vió salir. Al advertir lo ejecutado por su marido, ni dió voces, avergonzada, ni demostró haber advertido nada, con intención de vengarse de Candaules: porque entre los lidios, y entre casi todos los bárbaros, es grande infamia, aun para el varón, dejarse ver desnudo.


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Entre tanto, sin demostrar nada, se estuvo quieta; pero así que rayó el día, previno a los criados que sabía más leales a su persona, e hizo llamar a Giges. Éste, sin pensar que supiese nada de lo sucedido, acudió al llamado porque también antes solía acudir cuando le llamaba la reina. Luego que llegó, ella le habló de esta manera: Giges, de los dos caminos que hay te doy a escoger cuál quieres seguir: o matas a Candaules y me posees a mí y al reino de los lidios, o tienes que morir al momento, para que en adelante no obedezcas en todo a Candaules, ni mires lo que no debes. Así, pues, o ha de perecer quien tal ordenó o tú, que me miraste desnuda y obraste contra las normas. Por un instante quedó maravillado Giges ante sus palabras y luego le suplicó que no le obligase por la fuerza a hacer semejante elección. Pero no pudo disuadirla, y vió que en verdad tenía ante sí la necesidad de dar la muerte a su señor o de recibirla él mismo de otras manos. Eligió quedar con vida, y la interrogó en estos términos: Puesto que me obligas a matar a mi señor contra mi voluntad, también quiero escuchar de qué modo le acometeremos. Ella respondió: El ataque partirá del mismo lugar en que aquél me mostró desnuda; y le acometerás mientras duerma.


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Concertada así la asechanza, cuando llegó la noche, Giges, que ni podía librarse ni tenía escape, obligado a matar a Candaules, o a morir, siguió a la reina a su aposento; ella le dió una daga y lo ocultó detrás de la misma puerta. Luego, cuando Candaules reposaba, salió de allí Giges, le mató y se apoderó de su mujer y del reino juntamente. De Giges hizo mención Arquíloco de Paro, que vivió hacia la misma época, en un trimetro yámbico.


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Giges se apoderó del reino, y quedó confirmado en él por el oráculo de Delfos. Porque como los lidios llevaron muy a mal la desgracia de Candaules, y tomaron las armas, convinieron los partidarios de Giges y el resto de los lidios que si el oráculo le declaraba rey de los lidios, reinase enhorabuena, pero si no, que restituyese el mando a los Heraclidas. Pero el oráculo le declaró y así fué rey Giges. La Pitia declaró, no obstante, que a los Heraclidas les llegaría su venganza en tiempos del quinto descendiente de Giges. De este vaticinio ni los lidios ni sus reyes hicieron caso alguno, hasta que se cumplió.


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De tal manera tuvieron los Mérmnadas el poder y se lo quitaron a los Heraclidas. El nuevo soberano envió a Delfos no pocas ofrendas, pues en cuanto a ofrendas de plata, hay muchísimas suyas en Delfos; aparte la plata, ofrendó inmensa cantidad de oro y entre otras, lo que merece particular memoria, consagró seis crateras de oro; están colocadas en el tesoro de los corintios y tienen treinta talentos de peso. (A decir verdad, no es este tesoro de la comunidad, sino de Cípselo, el hijo de Eeción).

De todos los bárbaros, este Giges, fue, que sepamos, el primero que consagró ofrendas a Delfos después de Midas, hijo de Gordias, rey de Frigia. Pues Midas había consagrado el trono real en el que se sentaba para administrar justicia, pieza digna de verse. Está dicho trono en el mismo lugar en que las crateras de Giges. Este oro y plata que ofrendó el rey de Lidia, lo llaman los de DeHos gigadas por el nombre del donante.


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Luego que asumió el mando, también él lanzó su ejército contra Mileto y contra Esmirna y tomó la plaza de Colofón. Pero como en los treinta y ocho años de su reinado ninguna otra hazaña hizo, contentos con lo recordado le dejaremos, y mencionaremos a Ardis, hijo de Ardis, que reinó después. Éste tomó a Priena e invadió a Mileto. Mientras reinaba en Sardes, los cimerios, arrojados de su comarca por los escitas nómadas, pasaron al Asia y tomaron a Sardes, si bien no la ciudadela.


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Después de"reinar Ardis cuarenta y nueve años, recibió el mando su hijo Sadiates y reinó doce años; Aliates sucedió a Sadiates. Éste hizo la guerra a Ciaxares, descendiente de Deyoces, y a los medos; arrojó del Asia a los cimerios, tomó a Esmima, colonia fundada por Colofón, e invadió a Clazómenas. De esta expedición no salió como quería, sino con gran descalabro. Durante su reinado llevó a cabo estas otras empresas, muy dignas de referirse.


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Combatió contra los milesios en guerra heredada de su padre. Atacó y sitió a Mileto del siguiente modo: cuando en los campos la cosecha estaba en sazón, entonces lanzaba su ejército al son de zampoñas, harpas y flautas de tono agudo y grave. Cuando llegaba a Mileto ni derribaba los caseríos ni los quemaba, ni arrancaba las puertas, sino que dejaba todo en su lugar, y, en cuanto devastaba los árboles y la cosecha de los campos se retiraba. Pues los milesios dominaban el mar, de modo que no era preciso que el ejército les sitiase; y no derribaba el lidio las casas, para que los milesios, conservando donde guarecerse, sembrasen y cultivasen los campos, y gracias al trabajo de ellos pudiese él talar sus frutos cuando les invadía.


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De esta manera guerreó once años, durante los cuales los milesios sufrieron dos grandes desastres combatiendo en Limenio, lugar de sus tierras y en la llanura del Meandro. Durante seis años de los once, Sadiates, hijo de Ardis, era todavía rey de Lidia, y era quien entonces invadía con sus tropas el territorio milesio, pues éste era quien había comenzado la guerra. En los cinco años que siguieron a esos seis, combatió Aliates, quien, como he indicado antes, heredó de su padre la guerra y se aplicó a ella con ahinco. Ninguno de los jonios ayudó a los milesios en esta guerra sino sólo los de Quío; éstos les socorrieron devolviéndoles el mismo servicio, pues, en efecto, los milesios habían socorrido antes a los de Quío en la guerra contra los eritreos.


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A los doce años, mientras ardía la mies encendida por el enemigo, llegó a suceder esto: en cuanto se incendió, la mies, arrebatada por el viento, prendió el templo de Atenea, por sobrenombre Asesia, y el templo prendido se quemó. Por de pronto nada se dijo de este suceso; pero luego que las tropas volvieron a Sardes, cayó enfermo Aliates. Como la enfermedad se alargaba, despachó diputados a Delfos, ora que alguno se lo aconsejase, ora que él mismo decidiese consultar al dios acerca de su enfermedad. Llegaron los embajadores a Delfos, y les declaró la Pitia que no obtendrían respuesta antes de restaurar el templo de Atenea que habían quemado en Aseso, en la comarca de Mileto.


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Yo sé que sucedió así por habérselo oído a los de Delfos. A esto añaden los milesios que Periandro, hijo de Cípselo, amigo íntimo de Trasibulo, que a la sazón era señor de Mileto, tuvo noticia de la respuesta dada a Aliates, y por medio de un mensajero, la reveló a Trasibulo para que, prevenido, tomase alguna medida oportuna.


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Cuando Aliates recibió el mensaje, despachó en seguida un heraldo a Mileto, deseando hacer treguas con Trasibulo y los milesios por todo el tiempo durante el cual se construyese el templo. El enviado se dirigió a Mileto, pero Trasibulo, que estaba enterado de antemano de toda la historia y sabía lo que quería hacer Aliates, discurrió lo siguiente: juntó en la plaza cuanto trigo había en la ciudad, así el suyo como el de los particulares, y ordenó a los milesios que cuando él les diese la señal, todos ellos bebiesen y se agasajasen unos a otros con festines.


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Esto hacia y ordenaba Trasibulo con la mira de que el heraldo de Sardes, viendo por una parte los montones esparcidos de trigo, y por otra el pueblo entregado a regocijos, diese cuenta de todo a Aliates. Así sucedió efectivamente, pues cuando el heraldo vió aquello y comunicó a Trasibulo los mandatos del lidio, volvió a Sardes. Y según lo que yo he oído, por ningún otro motivo se concluyó la paz, ya que esperando Aliates que hubiese en Mileto la mayor carestía, y que los habitantes estuviesen reducidos a la última miseria, oyó a la vuelta de su mensajero todo lo contrario de lo que suponía. Después de esto concertaron la paz, con pacto de que las dos naciones fuesen amigas y aliadas. Aliates edificó dos templos en Aseso a Atenea en lugar de uno y curó de su enfermedad. Así le fue a Aliates en la guerra contra Trasibulo y los milesios.


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Periandro, el que reveló a Trasibulo la respuesta del oráculo, era hijo de Cípselo y tirano de Corinto. Dicen los corintios, y concuerdan con ellos los lesbios, que acaeció en sus tiempos la mayor maravilla: la de Arión, natural de Metimna, cuando fue llevado a Ténaro sobre un delfín. Este Arión era un citaredo, sin segundo entre todos los de su tiempo, y el primer poeta, que sepamos, que compuso el ditirambo, le dió su nombre y lo hizo ejecutar en Corinto.


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Cuentan que Arión pasaba lo más de su vida en la corte de Periandro, que tuvo deseo de hacer un viaje a Italia y a Sicilia; y después de ganar grandes riquezas quiso volverse a Corinto. Partió de Tarento y, como de nadie se fiaba tanto como de los corintios, fletó un barco corintio. Pero los marineros, en alta mar, tramaron echarle al agua y apoderarse de sus riquezas. Arión, que lo entendió, les suplicó que le salvasen la vida, y él les dejaría sus bienes. Pero no les persuadió con tales ruegos, y los marineros le ordenaron que se matara con sus propias manos y así lograría sepultura en tierra o que se arrojara inmediatamente al mar. Acorralado Arión en tal apremio, les pidió, ya que así resolvían, le permitieran ataviarse con todas sus galas y cantar sobre la cubierta de la nave, y les prometió matarse luego de cantar. Y ellos, encantados con la idea de escuchar al mejor músico de su tiempo, dejaron todos la popa y se vinieron a oírle en medio del barco. Arión, revestido de todas sus galas y con la cítara en la mano, de pie en la cubierta, cantó el nomo ortio, y habiéndolo concluido, se arrojó al mar tal como se hallaba, con todas sus galas. Los marineros navegaron a Corinto, y entre tanto un delfín (según cuentan) recogió al cantor y lo trajo a Ténaro. Arión desembarcó y se fue a Corinto vestido con el mismo atavío, y refirió todo lo sucedido. Periandro, sin darle crédito, le hizo custodiar, sin dejarle en libertad y aguardó celosamente a los marineros. Cuando llegaron, los mandó llamar y les preguntó si podían darle alguna noticia de Arión. Ellos respondieron que se hallaba bueno en Tarento. Al decir esto, se les apareció Arión con el mismo traje con que se había lanzado al mar; aturdidos ellos, no pudieron negar ya el hecho y quedaron convictos de su crimen. Esto es lo que cuentan corintios y lesbios; y en Tarento hay una ofrenda de Arión, en bronce, no grande, que representa un hombre cabalgando sobre un delfín.


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Aliates el lidio, el que había hecho guerra contra los milesios, murió luego después de cincuenta y siete años de reinado. Por haber salido de su enfermedad, consagró en Delfos (siendo en esto el segundo de su familia) un gran vaso de plata con su vasera de hierro soldado, ofrenda la más digna de verse de cuantas hay en Delfos, y obra de Glauco de Quío, el único que entre todos los hombres inventó la soldadura del hierro.


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A la muerte de Aliates heredó el trono Creso, hijo de Aliates, que tenía treinta y cinco años de edad, quien, de todos los griegos, acometió primero a los efesios. Entonces fue cuando los efesios, sitiados por él, consagraron su ciudad a Ártemis, atando desde su templo una cuerda hasta la muralla; la distancia entre la ciudad vieja, que a la sazón estaba sitiada, y el templo es de siete estadios. Éstos fueron los primeros a quienes atacó Creso, y luego sucesivamente, y uno por uno, a los jonios y a los eolios, acusándoles de diferentes cargos, e inventándolos graves contra aquellos a quienes podía culpar gravemente, pero acusando a otros con frívolos pretextos.


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Conquistados ya los griegos del Asia y óbligados a pagarle tributo, proyectó entonces construir una escuadra y atacar a los isleños. Tenía todos los materiales a punto para la construcción, cuando llegó a Sardes Biante de Priena, según dicen algunos, o según otros, Pítaco de Mitilena. Creso le preguntó si en Grecia había algo nuevo, y cuentan que con la siguiente respuesta detuvo la construcción: Rey, los isleños reclutan diez mil jinetes resueltos a emprender una expedición contra Sardes y contra ti. Creyendo Creso que decía la verdad, exclamó: ¡Ojalá los dioses inspirasen a los isleños la idea de atacar a caballo a los hijos de los lidios! Aquél respondió: Rey, me parece que deseas ansiosamente sorprender en tierra firme a los jinetes isleños, como es razón. Pues, ¿qué otra cosa piensas que desean los isleños, oyendo que vas a construir esas naves contra ellos, sino atrapar a los lidios en alta mar, y vengar en ti a los griegos del continente, a quienes has esclavizado? Dicen que la conclusión agradó mucho a Creso y juzgando que su huésped hablaba muy al caso, obedeció y suspendió la fábrica de sus naves; y que de este modo concluyó con los jonios que moran las islas un tratado de amistad.


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Andando el tiempo, casi todos los pueblos que moran más acá del río Halis, estaban sometidos; pues a excepción de los cilicios y de los licios, a todos los demás había sometido Creso y los tenía bajo su mando; esto es: los lidios, frigios, misios, mariandinos, cálibes, paflagonios, tracios, tinios y bitinios, carios, jonios, doríos, eolios y panfilios.


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Cuando quedaron sometidos esos pueblos y Creso agregaba nuevos dominios a los lidios, Sardes se hallaba en la mayor opulencia. Todos los sabios de Grecia que vivían en aquel tiempo acudían a ella. cada cual por sus motivos, y entre ellos el ateniense Solón; el cual después de haber compuesto leyes por orden de sus ciudadanos, se ausentó por diez años, haciéndose a la vela so pretexto de contemplar el mundo, pero en realidad, por no tener que abrogar ninguna ley de las que dejaba establecidas, ya que los atenienses no podían hacerlo por sí mismos, porque se habían obligado con los más solemnes juramentos a observar durante diez años las que les había dado Solón.


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Por estos motivos y por el deseo de contemplar el mundo, partió Solón de su patria y fue a visitar al rey Amasis en Egipto, y al rey Creso en Sardes. Creso le hospedó en su palacio, y al tercer o cuarto día de su llegada, de orden del rey, los servidores condujeron a Solón por las cámaras del tesoro y le mostraron todas las riquezas y grandezas que allí se encontraban. Luego que las hubo visto y observado todas por el tiempo que quiso, Creso le interrogó así: Huésped de Atenas: como es grande la fama que de ti me ha llegado, a causa de tu sabiduría y de tu peregrinaje -ya que como filósofo has recorrido muchas tierras para contemplar el mundo-, por eso se ha apoderado de mí el deseo de interrogarte si has visto ya al hombre más feliz de todos. Esto preguntaba esperando ser él el más feliz de los hombres. Salón, sin la menor lisonja, y diciendo la verdad, le respondió: Sí, rey: Telo de Atenas. Maravillado por la respuesta, el rey preguntó vivamente: ¿Y por qué motivo juzgas que sea Telo el más feliz? Y aquél replicó: Porque en una ciudad afortunada tuvo hijos hermosos y buenos, vió nacer hijos de todos sus hijos, y quedar todos en vida; y porque siendo afortunado, según juzgamos nosotros, le cupo el fin más glorioso: en la batalla de Eleusis, que dieron los atenienses contra los fronterizos, ayudando a los suyos y poniendo en fuga a los enemigos, murió de hermosísima muerte, y los atenienses le dieron pública sepultura en el mismo sitio en que había caído, y le hicieron grandes honras.


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Como Salón ponderó mucho la felicidad de Telo, Creso, excitado le preguntó a quién consideraba segundo después de aquél, no dudando que al menos se llevaría el segundo puesto. Pero Solón le respondió: A Cléobis y Bitón. Eran éstos argivos, poseían hacienda suficiente y tal vigor físico que ambos a la par habían triunfado en los juegos. También se refiere de ellos esta historia: como en una fiesta que los argivos hacían a Hera había absoluta necesidad de que su madre fuera llevada al templo en un carro tirado por bueyes, y éstos no hubiesen llegado del campo a la hora precisa, los dos mancebos, al verse excluídos por la falta de tiempo, se uncieron al yugo y arrastraron el carro, el carro en que su madre venía, y lo llevaron cuarenta y cinco estadios hasta llegar al templo. Después que la concurrencia les vió cumplir tal hazaña, tuvieron el mejor fin y mostró en ellos Dios que es mejor para el hombre morir que vivir. Porque como los argivos, rodeando a los dos jóvenes, celebrasen SU vigor, y las argivas felicitasen a la madre por los hijos que había tenido, ella muy gozosa por la hazaña y por el aplauso, de pie ante la estatua pidió para sus hijos Cléobis y Bitón, en premio de haberla honrado tanto, que la diosa les diese lo mejor que puede alcanzar el hombre. Hecha esta súplica, después del sacrificio y del banquete, los dos jóvenes se fueron a dormir en el santuario mismo, y nunca más despertaron. Éste fue su fin. Los argivos hicieron hacer sus retratos y los dedicaron en Delfos, considerándolos varones esclarecidos.


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A éstos daba Solón el segundo premio entre los felices; y Creso exclamó irritado: Huésped de Atenas, ¿tan en poco tienes mi prosperidad que ni siquiera me equiparas con hombres del vulgo? Y Solón replicó: Creso, a mí que sé que la divinidad toda es envidiosa y turbulenta, me interrogas acerca de las fortunas humanas. Al cabo de largo tiempo, muchas cosas es dado ver que uno no quisiera, y muchas también le es dado sufrir. Yo fijo en setenta años el término de la vida humana. Estos años dan veinticuatro mil doscientos días, sin contar ningún mes intercalar. Pero si queremos añadir un mes cada dos años, para que las estaciones vengan a su debido tiempo, resultarán treinta y cinco meses intercalares, y por ellos mil y cincuenta días más. Pues en todos estos días de que constan los setenta años, que son veintiséis mil doscientos y cincuenta, no hay uno solo que traiga sucesos enteramente idénticos a los otros. Así, pues, Creso, el hombre es todo azar. Bien veo que tienes grandes riquezas y reinas sobre muchos pueblos, pero no puedo responder todavía a lo que me preguntas antes de saber que has acabado felizmente tu existencia. El hombre muy rico no es más feliz que el que vive al día, si la fortuna no le acompaña hasta acabar la vida en toda su prosperidad. Muchos hombres opulentos son desdichados, y muchos que tienen hacienda moderada son dichosos. El que es muy rico pero infeliz, en dos cosas aventaja solamente al que es feliz, pero no rico, mientras éste aventaja a aquél en muchas. Es más capaz de satisfacer sus deseos y de hacer frente a una gran calamidad. Pero el otro le aventaja en muchas cosas: si no es tan capaz frente al deseo y a la calamidad, su fortuna se los aparta; no tiene achaques ni enfermedades, está libre de males, es dichoso en sus hijos, es hermoso. Si además termina bien su vida, he aquí el hombre que buscas, el que merece llamarse feliz; pero antes de que llegue a su fin, suspende el juicio y no le llames feliz sino afortunado.

Es imposible que siendo mortal reúna nadie todos estos bienes; porque así como ningún país produce cuanto necesita, antes abunda en unas cosas y carece de otras, y se tiene por mejor aquel que en más abunda, del mismo modo no hay hombre alguno que de todo lo bueno se halle provisto (que unas cosas tiene y otras le faltan); y cualquiera que constantemente hubiese reunido la mayor parte de aquellos bienes, si después acaba agradablemente la vida, éste, rey, es para mí quien merece con justicia el nombre de dichoso. En toda cosa hay que examinar el fin y acabamiento, pues a muchos a quienes Dios había hecho entrever la felicidad, los destruyó de raíz.


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Estas palabras no agradaron nada a Creso, y sin hacer ningún caso de Salón, le despidió, teniéndole por un ignorante que desdeñaba los bienes presentes y le invitaba a mirar el fin de todas las cosas.


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Después de la partida de Salón, gran castigo divino cayó sobre Creso, a lo que parece por haberse creído el más dichoso de los hombres. Muy luego, mientras dormía, tuvo un sueño que le reveló de verdad las desgracias que habían de sucederle por su hijo. Tenía Creso dos hijos, uno de ellos defectuoso, pues era sordomudo; el otro era en todo el más sobresaliente de los jóvenes de su edad; su nombre era Atis. El sueño indicó a Creso que este Atis perecería traspasado por una punta de hierro. Cuando Creso despertó, meditó a solas y lleno de horror casó a su hijo y, aunque acostumbraba mandar las tropas lidias, no le enviaba ya a ninguna parte con tal cargo; hizo retirar además los dardos, lanzas y todas las armas semejantes que sirven para la guerra, de las habitaciones de los hombres y amontonadas en los almacenes, no fuese que algún arma colgada pudiese caer sobre su hijo.


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Mientras Creso tenía entre manos las bodas de su hijo, llegó a Sardes un hombre envuelto en desgracia, y de manos no puras; era frigío de nación y de linaje real. Pasó a la casa de CreolO y le pidió que le purificase, según los ritos del país, y Creso le purificó. La purificación es semejante entre los lidias y entre los griegos. Concluída la ceremonia, Creso le preguntó en estos términos quién era y de dónde venía: ¿Quién eres? ¿De qué parte de Frigia vienes a mi hogar? ¿Y qué hombre o mujer mataste? Y aquél respondió: Rey, soy hijo de Midas, hijo de Gordias: me llamo Adrasto; maté sin querer a mi propio hermano: arrojado por mi padre y privado de todo, aquí vengo. Creso le respondió: Eres hijo de amigos y estás entre amigos; si te quedas con nosotros, nada te faltará. Cuanto más resignadamente sobrelleves esta desgracia, más ganarás.


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Así, pues, Adrasto moraba en casa de Creso. Hacia el mismo tiempo apareció un jabali enorme en el monte Olimpo de Misia; que, lanzándose desde el monte devastaba los campos de los misios; muchas veces los misios habían salido contra él pero en lugar de causarle daño, lo sufrían. Por último, los mensajeros de los misios comparecieron ante Creso y le dijeron así: Rey, un jabalí enorme se nos apareció en la comarca, el cual devasta nuestros campos. Aunque deseamos cogerlo, no podemos. Ahora, pues, te rogamos que envíes con nosotros a tu hijo, algunos mozos escogidos y perros para que lo ahuyentemos del país. Así le pedían, y Creso, acordándose de su sueño, les dijo estas palabras: No penséis más en mi hijo: no le enviaré con vosotros porque está recién casado y otros cuidados le ocupan ahora; os daré, empero, mozos escogidos y todos mis cazadores con sus perros, encargándoles hagan con vosotros los mayores esfuerzos para ahuyentar de vuestro país la fiera.


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Así respondió. Los misios quedaron satisfechos con esta respuesta, cuando llegó el hijo de Creso que había oído lo que pedían. Y como Creso se negaba a enviar con ellos a su hijo, le dijo el joven: Padre, antes lo más hermoso y lo más noble para mí era concurrir a guerras y cacerías para ganar fama, pero ahora me tienes apartado de ambos ejercicios, sin haber visto en mí flojedad ni cobardía. ¿Con qué cara me mostraré ahora al ir y volver de la plaza pública? ¿Qué pensarán de mí los ciudadanos? ¿Qué pensará de mí la mujer con quien acabo de casarme? ¿Con qué hombre creerá que vive? Permíteme, pues, ir a la caza, o persuádeme con razones que lo que haces es más conveniente para mí.


38

Creso respondió en estos términos: Hijo, no hago esto por haber visto en ti cobardía, ni otra cosa que pudiera desagradarme. Pero una visión me anunció en sueños que tendrías corta vida, pues perecerías traspasado por una punta de hierro. A causa de esa visión aceleré tus bodas, y no te envío a las expediciones que emprendo por ver si logró, mientras viva, hurtarte a la muerte. Tú eres mi único hijo, pues al otro, con el oído estropeado, me hago de cuenta que no lo tengo.


39

El joven repuso así: En verdad, padre, es perdonable la custodia en que me has tenido después de semejante sueño, pero hay algo que no comprendes, y en que se te oculta el sentido del sueño: justo es que yo te lo explique. Dices que el sueño te anunció que yo había de morir por una punta de hierro. Pero, ¿qué manos tiene un jabalí?, ¿qué punta de hierro como la que tú temes? Si hubiera dicho el sueño que yo había de morir por los colmillos del jabalí o algo semejante, había de hacerse lo que haces. Pero habló de una punta de hierro. Ya que no tenemos que combatir contra hombres, déjame marchar.


40

Responde Creso: Hijo, al explicar mi sueño, has vencido, en cierto modo, mi parecer. Y como vencido por ti, mudo de parecer y te permito ir a la caza.


41

Dichas esas palabras envió por Adrasto, el frigio, y cuando llegó le dijo: Cuando estabas herido por un ingrato infortunio que no te reprocho, yo te purifiqué y te acogí en mi casa, acudiendo a todas tus necesidades. Ahora, ya que debes retribuirme con bondades las bondades que te hice primero, te pido que seas custodio de mi hijo en la cacería que emprende, no sea que en el camino salgan ladrones criminales a atacaros. A ti, además, te conviene ir a una expedición en que brillarás por tus hazañas: así lo acostumbraron tus mayores y tienes también la fuerza necesaria.


42

Responde Adrasto: Rey, en otras circunstancias yo no entraría en esta partida, pues desdice de la desgracia en que me veo andar con los jóvenes afortunados, ni tampoco tengo voluntad, y por muchos otros motivos me hubiera abstenido. Ahora, pues tú te empeñas y es preciso mostrarte agradecimiento, ya que debo retribuirte con bondades, estoy pronto a ejecutar tu orden, y confía en que tu hijo, que me mandas custodiar, volverá sano y salvo, por lo que a su custodio toca.


43

Después de responder así a Creso, partieron acompañados de mozos escogidos y de perros. Llegados al monte Olimpo, buscaron la fiera; cuando la hallaron, lanzaron venablos contra ella. Entonces fue cuando ese mismo huésped purificado por Creso de su homicidio, y llamado Adrasto (inevitable), al lanzar su venablo contra el jabalí, no le acierta y da en el hijo de Creso que, traspasado con aquella punta, cumplió la predicción del sueño. Alguien corrió a anunciar a Creso lo acaecido, y llegado a Sardes, le dió cuenta del combate y de la fatalidad de su hijo.


44

Creso, trastornado por la muerte de su hijo, más se afligía porque hubiese sido el matador aquel a quien él mismo había purificado de homicidio. En el arrebato de su dolor invocaba a Zeus purificador tomándole como testigo del mal que había recibido de su huésped; invocaba a Zeus que preside el hogar y la amistad, llamando con estos nombres al mismo dios: con el uno porque había acogido en su casa a un huésped, sin saber que estaba alimentando al asesino de su hijo; y con el otro porque en aquel a quien había enviado como custodio de su hijo había encontrado su mayor enemigo.


45

Se presentaron luego los lidios trayendo el cadáver; detrás seguía el matador, el cual, de pie ante el cadáver, se entregó a Creso y, con las manos tendidas, le pidió que le sacrificara sobre el cuerpo de su hijo, renovando la memoria de su primera desventura, y diciendo que no podía vivir después de haber causado la desgracia de su mismo purificador. Al oír esto Creso, a pesar de hallarse en tal infortunio doméstico, se compadeció de Adrasto y le dijo: Huésped, tengo de tu parte toda la satisfacción posible, pues tú mismo te condenas a muerte. Pero no eres tú el culpable de esta desgracia, salvo en cuanto fuiste su involuntario ejecutor, sino alguno de los dioses que hace tiempo me pronosticó lo que había de suceder. Creso dió sepultura a su hijo con las honras debidas. Adrasto, hijo de Midas, hijo de Gordias, ese que fue homicida de su propio hermano y homicida del hijo de su purificador, cuando vió quieto y solitario el lugar del sepulcro, tediéndose a sí mismo por el más desdichado de los hombres, se degolló sobre la tumba.


46

Creso, privado de su hijo, permaneció dos años entregado a su gran dolor; luego la destrucción del imperio de Astiages, hijo de Ciaxares, por Ciro, hijo de Cambises, y la prosperidad creciente de los penas, suspendió su duelo y le indujo a cavilar si de algún modo podría abatir a los persas antes que aumentase su poderío. Con esta idea, puso a prueba la verdad de los oráculos, tanto de Grecia como de la Libia, y despachó diferentes comisionados a Delfos, a Abas, en la Fócide y a Dodona; también despachó comisionados a los oráculos de Anfiarao y de Trofonio, y al de los Bránquidas en el territorio de Mileto. Éstos fueron los oráculos griegos que Creso envió a interrogar y mandó otros consultantes al templo de Ammón en la Libia. Los enviaba para poner a prueba lo que sabían los oráculos, y caso de hallar que sabían la verdad, para preguntarles con una nueva embajada si emprendería la guerra contra los persas.


47

Al despachar a los lidios para la prueba de los oráculos, les encargó que contasen el tiempo desde el día que partiesen de Sardes y que a los cien días preguntasen a los oráculos qué estaba haciendo Creso, hijo de Aliates, rey de Lidia; que anotaran cuanto profetizase cada oráculo y se lo trajesen. Nadie refiere lo que los demás oráculos profetizaron; pero en Delfos, en seguida que los lidios entraron en el templo para consultar al dios e hicieron la pregunta que se les había mandado, respondió la Pitia en verso hexámetro:

Sé el número de la arena y la medida del mar,
al sordomudo comprendo, y oigo la voz del que calla.
Olor me vino a las mientes de acorazada tortuga
que con carnes de cordero se cuece en olla de bronce;
bronce tiene por debajo y toda la cubre bronce
.


48

Pronunciado que hubo la Pitia este oráculo, los lidios lo pusieron por escrito y se volvieron a Sardes. Cuando también estuvieron presentes los otros enviados, trayendo sus oráculos, Creso abrió cada uno de los escritos, y los examinó. Ninguno de ellos aprobó. Pero así que oyó el de Delfos, lo acogió y recibió con veneración, y juzgó que el de Delfos era el único oráculo, pues había descubierto lo que él había hecho. En efecto: luego de despachar sus enviados a los oráculos, observó el día fijado, y discurrió lo siguiente: imaginando una ocupación difícil de adivinar, partió en varios pedazos una tortuga y un cordero, y se puso a cocerlos en un caldero de bronce, tapándolo con una cobertera de bronce.


49

Tal fue la respuesta que dió Delfos a Creso. La que dió el oráculo de Anfiarao a los lidios que le consultaron después de ejecutar las ceremonias usadas en aquel templo, no puedo decir cuál fuera, pues tampoco se cuenta nada de ella, sino que juzgó que también Ailfiarao poseía un oráculo verídico.


50

Después de esto procuró Creso conciliarse al dios de Delfos, a fuerza de grandes sacrificios, pues por una parte sacrificó tres mil reses de todos los ganados que se ofrecen en sacrificio, y por otra levantó una gran pira de lechos dorados y plateados, de copas de oro, de vestidos y túnicas de púrpura, y le pegó fuego, en la esperanza de ganarse aun más al dios con tales ofrendas; y ordenó también a todos los lidios que cada uno sacrificase cuanto le fuera posible. Hecho esto, mandó fundir una inmensa cantidad de oro, y labrar con ella medios ladrillos, de los cuales el lado más largo tenía seis palmos, el más corto tres, y la altura uno, en número de ciento diecisiete. Entre ellos había cuatro de oro acrisolado, que pesaba cada uno dos talentos y medio; los demás ladrillos eran de oro blanco y pesaban dos talentos. También mandó hacer la estatua de un león de oro acrisolado y de diez talentos de peso. Este león, cuando se quemó el templo de Delfos, cayó de los medios ladrillos sobre los cuales estaba levantado y ahora se halla en el tesoro de los corintios, y pesa seis talentos y medio, pues se fundieron tres y medio.

Índice de Los nueve libros de la historia de Heródoto de HalicarnasoPresentación de Chantal López y Omar CortésSegunda parte del Libro PrimeroBiblioteca Virtual Antorcha