Índice de Los nueve libros de la historia de Heródoto de Halicarnaso | Primera parte del Libro Primero | Tercera parte del Libro Primero | Biblioteca Virtual Antorcha |
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LIBRO PRIMERO
CLÍO
Segunda parte
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Cuando Creso concluyó estos dones, los envió a Delfos juntamente con estos otros: dos tazas de gran tamaño, una de oro y otra de plata; la de oro estaba a mano derecha, al entrar en el templo, y la de plata a la izquierda, aunque también ellas después del incendio del templo mudaron de lugar, y la de oro, que pesa ocho talentos y medio y doce minas más, se guarda en el tesoro de los clazomenios; la de plata en el ángulo del vestíbulo; tiene seiscientas ánforas de capacidad, pues en ella mezclan los de Delfos el vino en la fiesta de las Teofanías. Dicen los de Delfos que es obra de Teodoro de Samo y yo lo creo, pues no me parece obra vulgar. Envió asimismo cuatro tinajas de plata, que están en el tesoro de los de Corinto; y consagró también dos aguamaniles, uno de oro y otro de plata. En el de oro hay una inscripción que dice que es una ofrenda de los lacedemonios, pero lo dice sin razón, porque también esto es de Creso, y puso la inscripción un hombre de Delfos (cuyo nombre conozco, aunque no lo manifestaré), queriendo halagar a los lacedemonios. El niño por cuya mano sale el agua, sí que es un don de los lacedemonios, no por cierto ninguno de los dos aguamaniles. Muchas otras dádivas envió Creso sin inscripción, entre ellas ciertos globos de plata fundida, y una estatua de oro de una mujer, alta de tres codos, que los delfios dicen ser la panadera de Creso. Consagró además los collares y los cinturones de su mujer.
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Todo esto envió a DeIfos, y a Anfiarao, informado Creso de su valor y de su desastrado fin, le ofreció un escudo todo de oro, y juntamente una lanza de oro macizo, con el asta del mismo metal. Entrambas ofrendas se conservaban todavía en mis tiempos en Tebas, en el templo de Apolo Ismenio.
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A los lidios que habían de llevar a los templos estos dones, encargó Creso que preguntasen a los oráculos si emprendería la guerra contra los persas, y si se haría de algún ejército aliado. Cuando llegaron a destino, los lidios depositaron las ofrendas e interrogaron a los oráculos de tal modo: Creso, rey de los lidios y de otros pueblos, seguro de que éstos son los dos únicos oráculos del mundo, os ofrece estas dádivas y os pregunta ahora si emprenderá la guerra contra los persas, y si se hará de algún ejército aliado. Así preguntaron ellos, y ambos oráculos convinieron en una misma respuesta, prediciendo a Creso que si emprendía la guerra contra los persas destruiría un gran imperio; y aconsejándole averiguase cuáles eran más poderosos entre los griegos, y se aliase con ellos.
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Cuando trajeron la respuesta y Creso se enteró de ella, se regocijó sobremanera con los oráculos. Enteramente confiado en destruir el imperio de Ciro, envió nuevos diputados a Delfos, y averiguado el número de sus moradores, regaló a cada uno dos stateres (monedas) de oro. A cambio de esto, los delfios dieron a Creso y a los lidias prerrogativa en las consultas, exención de impuestos, asiento de honor en los espectáculos y derecho perpetuo de ciudadanía a cualquier lidio que lo quisiera.
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Luego de obsequiar a Delfos, por tercera vez consultó Creso al oráculo, pues persuadido de su veracidad, no se hartaba de él. Preguntaba en su consulta si sería duradero su reinado, y la Pitia le profetizó de este modo:
Cuando un mulo sea rey de los medos, huye entonces,
lidio de pies delicados, junto al Hermo pedregoso;
no te quedes, ni te corras de mostrar tu cobardía.
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Cuando estos versos llegaron a oídos de Creso, se regocijó más con ellos que con todo, confiado en que nunca reinaría entre los medos un mulo en lugar de un hombre y que, por lo tanto, ni él ni sus descendientes cesarían jamás en el poder. Después cuidó de averiguar quiénes fuesen los más poderosos de los griegos, a fin de hacérselos amigos, y averiguándolo halló que sobresalían los lacedemonios y los atenienses: aquéllos en la raza dórica y éstos en la jónica. Éstas eran las naciones más distinguidas; antiguamente habían sido la una, nación pelásgica y la otra helénica; la una jamás salió de su tierra, y la otra fue muy errante. En tiempos del rey Deutalión, moraba en la Ftiótide, y en tiempos de Doro, hijo de Helen, en la región que está al pie del Osa y Olimpo, llamada Histieótide. Arrojada por los cadmeos de la Histieótide, estableció su morada en Pindo, con el nombre de Macedno. Desde allí pasó, otra vez, a la Driópide, y viniendo de la Driópide al Peloponeso, se llamó el pueblo dorio.
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Qué lengua hablaban los pelasgos, no puedo decirlo exactamente. Si he de hablar por conjetura de los pelasgos que todavía existen y habitan la ciudad de Crestón, situada más allá de los tirrenos (los cuales en lo antiguo fueron vecinos de los ahora llamados dorienses, y moraban entonces en la región que al presente se llama la Tesaliótide); de los pelasgos, que en el Helesponto fundaron a Placia y a la Escilaca (los cuales fueron antes vecinos de los atenienses y de todas las ciudades pequeñas que eran pelásgicas, y mudaron de nombre); si he de hablar por estas conjeturas, los pelasgos hablaban una lengua bárbara. Si pues todos los pelasgos hacían así, el pueblo ático, siendo pelasgo, a la vez que se incorporaba a los griegos, debió de aprender su lengua. Lo cierto es que ni los de Crestón tienen lengua semejante a la de ninguno de sus actuales vecinos, ni tampoco los de Placia, pero entre sí hablan una misma lengua, lo que demuestra que conservan el mismo tipo de lengua que habían traído cuando pasaron a estas regiones.
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Por el contrario, la nación helénica emplea siempre desde que nació el mismo idioma, según me parece. Débil al separarse de la pelásgica, empezó a crecer de pequeños principios hasta formar una muchedumbre de pueblos, mayormente cuando se unieron muchos pelasgos y otros pueblos bárbaros; pues antes, a mi parecer, mientras fue bárbaro, el pueblo pelásgico no aumentó considerablemente.
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De esas naciones, oía decir Creso que el Atica se hallaba dividida, y oprimida por Pisístrato, hijo de Hipócrates, que a la sazón era tirano de los atenienses. A su padre Hipócrates, que asistía como particular a los juegos Olímpicos, le sucedió un gran prodigio: había sacrificado las víctimas, cuando los calderos de agua y de carne se pusieron a hervir sin fuego hasta rebosar. El lacedemonio Quilón, que casualmente se hallaba allí y presenció aquel portento, previno dos cosas a Hipócrates: la primera, que no tomase mujer que pudiese darle hijos: y la segunda, que si la tenía, la repudiase, y si tenía un hijo, lo desconociese. Cuentan que no quiso obedecer Hipócrates a estos consejos de Quilón y que le nació después Pisístrato, el cual, viendo que los atenienses de la costa dirigidos por Megacles, hijo de Alcmeón, estaban en discordia con los atenienses del llano, dirigidos por Licurgo, hijo de Aristoclaides, con la mira puesta en la tiranía, formó un tercer partido: reunió partidarios so pretexto de proteger a los montañeses, y urdió esta trama. Se hirió a sí mismo y a sus mulos, y condujo su carroza hacia la plaza como quien huía de sus enemigos, que le habían querido matar al ir al campo, y pidió al pueblo que le concediese una guardia personal, ya que él antes se había distinguido como general contra los megarenses, tomando a Nisea y ejecutando otras empresas. Engañado el pueblo de Atenas, le permitió escoger entre los ciudadanos trescientos hombres, que fueron no los lanceros sino los maceras de Pisístrato, pues lo escoltaban armados de mazas de madera. éstos se sublevaron junto con Pisfstrato y ocuparon la Acrópolis: y desde entonces Pisístrato se hizo dueño de los atenienses: pero sin alterar las magistraturas existentes ni mudar las leyes, antes gobernó la ciudad según la antigua constitución, ordenándola bien y cumplidamente.
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Poco tiempo después hicieron causa común los partidarios de Megacles y los de Licurgo y le echaron de Atenas. Así fue como Pisístrato se adueñó por primera vez de Atenas y no teniendo todavía bien arraigada su tiranía la perdió. Los que habían echado a Pisístrato volvieron de nuevo a estar en discordia consigo mismos. Megacles, tratado injuriosamente por su facción, propuso a Pisfstrato por medio de un heraldo, si quería tomar a su hija por mujer y tener en dote la tiranía. Admitida la proposición y otorgadas las condiciones, discurrieron para la vuelta de Pisístrato el artificio, en mi opinión, más extremadamente necio (ya que los griegos eran tenidos de muy antiguo por más astutos que los bárbaros y más alejados de toda necedad), si en verdad discurrieron entonces tal artificio entre los atenienses, reputados por los más sabios de los griegos.
En el demo de Peania había una mujer llamada Fía, de cuatro codos menos tres dedos de estatura, y hermosa además. Revistieron a esta mujer de una armadura completa, la hicieron subir a una carroza, le enseñaron qué actitud debía guardar para aparecer más majestuosa, y la llevaron a la ciudad. Habían despachado antes heraldos que al llegar a la ciudad pregonaban lo que se les había encargado, y decían: ¡Oh ateniensesl, recibid de buena voluntad a Pisístrato, a quien la misma Atenea restituye a su propia Acrópolis, honrándole más que a ningún hombre. Esto iban gritando por todas partes; muy en breve se extendió por los demos la fama de que Atenea restituía a Pisístrato; y los de la ciudad, convencidos de que aquella mujer era la diosa misma, le dirigían sus votos y recibieron a Pisístrato.
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Recobrada la tiranía del modo que acabamos de decir y de acuerdo con lo pactado con Megacles tomó Pisístrato por mujer a la hija de Megacles. Pero como tenía hijos crecidos y como los Alcmeónidas eran considerados como malditos, no queriendo que naciesen hijos de su nueva esposa, se unía con ella en forma no debida. Ella al principio tuvo la cosa oculta, pero después, ya fuese interrogada o no, la descubrió a su madre, y ésta a su marido. Éste llevó muy a mal que Pisístrato le deshonrara y en su cólera depuso inmediatamente el resentimiento que había tenido a los de su facción. Pisístrato, instruído de lo que pasaba, abandonó el país y se fue a Eretria, donde celebró consejo con sus hijos; Hipias impuso su dictamen -recobrar la tiranía-, y reunieron donativos de las ciudades que les tenían más obligación. Muchas ofrecieron grandes riquezas y los tebanos sobresalieron por su liberalidad. Luego, para decirlo en pocas palabras, pasó un tiempo y quedó todo preparado para el regreso. En efecto: habían venido del Peloponeso mercenarios argivos, y cierto Lígdamis, natural de Naxo, que se les había reunido voluntariamente, ponía mucho empeño trayendo hombres y dinero.
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Partieron de Eretria y volvieron al Ática a los once años. Primeramente se apoderaron de Maratón. Acampados en aquel punto, se les iban reuniendo no solamente los partidarios que tenían en la ciudad sino también acudían otros de los demos, a quienes agradaba más la tiranía que la libertad. Éstos, pues, se congregaban. Por su parte, los atenienses de la ciudad no hicieron caso todo el tiempo en que Pisístrato reunía dinero ni cuando después ocupó a Maratón; pero cuando oyeron que marchaba desde Maratón contra la ciudad, salieron por fin a resistirle. Marcharon éstos con todas sus fuerzas contra los desterrados, mientras los de Pisistrato, que habían partido de Maratón y marchaban contra la ciudad, yendo a su encuentro, llegaron al templo de Atenea de Palena, y tomaron posición frente a ellos. Entonces fue cuando Anfílito, el adivino de Acarnania, por inspiración divina, se presentó a Pisístrato y le vaticinó de este modo en verso hexámetro:
Mira, ya está echado el lance y desplegada la red,
y en esta noche de luna acudirán los atunes.
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Así profetizó el adivino poseído por el dios. Pisistrato comprendió el vaticinio, y diciendo que lo aceptaba, puso en movimiento su ejército. Los atenienses, que habían salido de la ciudad, estaban entonces tomando el desayuno; y después del desayuno, unos jugaban a los dados y otros dormían. Cayendo de repente sobre ellos las tropas de Pisístrato, los pusieron en fuga. Mientras huían, para que no se reuniesen más los atenienses y se mantuviesen dispersos, discurrió Pisístrato el ardid sutilísimo de enviar sus hijos a caballo; ellos alcanzaron a los fugitivos, y les dijeron lo que les había encargado Pisístrato, exhortándolos a que tuviesen buen ánimo y se retirasen cada uno a su casa.
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Obedecieron los atenienses, y así Pisístrato, dueño de Atenas por tercera vez, arraigó su tiranía con gran número de tropas auxiliares, y con la recaudación de rentas públicas, tanto del país mismo como las venidas del río Estrimón. Tomó en rehenes a los hijos de los atenienses que, sin entregarse en seguida a la fuga, le habían hecho frente, y los estableció en Naxo (pues Pisístrato también sometió por armas a esta isla, y la confió al gobierno de Lígdamis). Además, purificó la isla de Delo, obedeciendo a los oráculos, y la purificó de este modo: mandó desenterrar los cadáveres en todo el distrito que desde el templo se podía alcanzar con la vista, y transportarlos a otro lugar de Delo. Pisístrato, pues, era tirano de Atenas; y de los atenienses algunos habían muerto en la guerra y otros estaban desterrados; fuera de su patria, junto con los Alcmeónidas.
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Tal era el estado en que, según oyó decir Creso, entonces se hallaban los atenienses; y en cuanto a los lacedemonios averiguó que, libres ya de grandes apuros, llevaban ventaja en la guerra contra los de Tegea. Porque en el reinado de León y Hegesicles, en Esparta, los lacedemonios hablan salido bien en las demás guerras, pero sólo en la que sostenlan contra los de Tegea fracasaban. Antes de estos reyes, los lacedemonios se gobernaban por las peores leyes de toda Grecia, tanto en lo interno como con los extranjeros, con quienes eran insociables. Y pasaron a tener buenas leyes del siguiente modo: Licurgo, hombre acreditado entre los espartanos, fue a Delfos para consultar el oráculo, y al entrar en el templo le dijo la Pitia inmediatamente:
¡Oh Licurgo! Has venido a mi opulenta morada,
Licurgo, amado de Zeus y de todos los olímpicos.
Dudo si llamarte hombre o predecirte deidad;
pero deidad, no lo dudes, deidad te creo, Licurgo.
También afirman algunos que la Pitia le enseñó el orden ahora establecido entre los espartanos; pero los lacedemonios mismos dicen que lo trajo de Creta, siendo tutor de su sobrino Leobotas, rey de los espartanos. En efecto, apenas se encargó de la tutela. mudó todas las leyes y cuidó de que nadie las transgrediera. Después estableció lo referente a la guerra, las unidades militares, los cuerpos de treinta, las comidas en común, y además los éforos y los ancianos.
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De ese modo pasaron los lacedemonios a tener buenas leyes, y cuando murió Licurgo le alzaron un templo y le tienen en la mayor veneración. Establecidos en un buen país y contando con no pequeña población, muy en breve progresaron y prosperaron con lo cual, no pudiendo ya quedarse en sosiego, y teniéndose por mejores que los árcades, interrogaron al oráculo de Delfos acerca de toda la Arcadia. La Pitia respondió así:
¿Conque me pides la Arcadia? Mucho pides, no la doy.
Hay en Arcadia gran hueste de hombres que comen bellota
y te apartarán. Empero, no la niego por envidia;
te permitiré que dances en la ruidosa Tegea
y que su hermosa llanura midas con cordel de junco.
Cuando la respuesta llegó a oídos de los lacedemonios, se abstuvieron de los demás árcades, y marcharon contra los de Tegea, llevando consigo grillos, confiados en aquel oráculo engañoso, como si en efecto hubiesen de esclavizar a los de Tegea. Pero fueron derrotados en el encuentro, y todos los que quedaron cautivos cultivaban la llanura de Tegea atados con los mismos grillos que habían traído, y luego de medirla con cordel. Los grillos con que estuvieron atados se conservaban aún en mis tiempos en Tegea, colgados alrededor del templo de Atenea Alea.
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En la primera guerra, pues, los lacedemonios pelearon siempre con desgracia, pero en tiempo de Creso, y siendo reyes de Lacedemonia Anaxándridas y Aristón, adquirieron ventaja del modo siguiente: como siempre eran derrotados por los de Tegea, enviaron comisionados a Delfos para saber a qué dios debían propiciarse para ganar ventaja a sus enemigos. La Pitia respondió que lo lograrían si recobraban los huesos de Orestes, hijo de Agamenón. Y como no podían encontrar la tumba de Orestes, enviaron de nuevo al dios mensajeros que le preguntasen en qué lugar yacía Orestes. A la pregunta de los mensajeros, la Pitia respondió en estos términos:
En un lugar despejado de la Arcadia está Tegea;
dos vientos soplan alli bajo fuerza rigurosa;
golpe y contragolpe suena, y sobre el daño está el daño.
Cubre a Orestes esa tierra, engendradora de vida,
y si a tu patria lo traes, serás campeón de Tegea.
Oída también esta respuesta, los lacedemonios no estaban menos lejos de hallar lo que buscaban, aunque lo investigaban todo, hasta que lo halló Licas, uno de los espartanos llamados beneméritos. Los beneméritos son los ciudadanos de más edad que egresan de la caballería, cinco por año, y el año en que egresan de la caballería es su deber servir sin tregua al común de los espartanos en embajadas a distintos puntos.
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Licas, pues, uno de los beneméritos, hizo el hallazgo gracias a su suerte y a su ingenio. Como en ese tiempo mantenían relaciones con los tegeatas, entró Licas en una fragua y contemplaba cómo forjaban el hierro, maravillándose de la maniobra. Al verle maravillado, suspendió el herrero su trabajo y le dijo: A fe mía, forastero de Lacedemonia, que si hubieses visto lo que yo, te maravillarías sobremanera, ya que ahora muestras tanta admiración por el trabajo del hierro; porque queriendo abrir un pozo en este patio, cavé y tropecé con un ataúd de siete codos; y como nunca creí que hubiese hombres más grandes que los de ahora, lo abrí y vi un cadáver tan grande como el ataúd. Lo medí y lo volví a cubrir. Así contaba el herrero lo que había visto, y Licas, meditando sobre lo que decía, conjeturó que, conforme al oráculo, ese muerto era Orestes, y lo conjeturó así: halló que los dos fuelles del herrero, eran los dos vientos; el yunque y el martillo, el golpe y el contragolpe; el hierro forjado, el daño sobre el daño, en virtud de cierta semejanza, ya que el hierro ha sido descubierto para daño del hombre. Con estas conjeturas se volvió a Esparta y dió cuenta de todo a los lacedemonios. Ellos, con un fingido pretexto le hicieron una acusación, y le condenaron a destierro. Licas se vino a Tegea, contó al herrero su desventura, le quiso arrendar el patio, y si bien él se oponía, al cabo le persuadió; se estableció alli, abrió el sepulcro, recogió los huesos y se fue con ellos a Esparta. Desde aquel tiempo, siempre que venían a las manos las dos ciudades, quedaban con gran ventaja los lacedemonios, y ya tenían sometida la mayor parte del Peloponeso.
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Cuando Creso se enteró de todo esto, despachó a Esparta sus enviados con regalos, para solicitar alianza, y les previno lo que habían de decir. Luego de llegar, dijeron: Nos ha enviado Creso, rey de los lidios y de otros pueblos, con este mensaje: lacedemonios, como el oráculo del dios me aconsejó contraer amistad con el pueblo griego, y me entero de que vosotros estáis a la cabeza de Grecia, a vosotros invito, pues, conforme al oráculo, y quiero ser vuestro amigo y aliado, sin fraude ni engaño. Esto les propuso Creso por medio de sus enviados. Los lacedemonios, que ya tenían noticia de la respuesta del oráculo, complacido con la venida de los lidios, hicieron juramento de amistad y alianza. Ya estaban obligados a Creso por algunos beneficios que de él antes habían recibido. Porque habiendo enviado a Sardes a comprar el oro que querían emplear en la estatua de Apolo que hoy está colocada en Tórnax de Laconia, Creso les dió el oro de regalo.
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Por este motivo y porque Creso los escogía por amigos anteponiéndolos a todos los griegos, aceptaron los lacedemonios la alianza, y no sólo estaban dispuestos a acudir a su llamado, sino también mandaron labrar una taza de bronce, llena de figuras por defuera alrededor del borde y de trescientas ánforas de capacidad, y se la llevaron con la intención de devolverle el regalo a Creso. Esta taza no llegó a Sardes, por causas que se cuentan de dos maneras. Los laccdemonios dicen que cuando llevaban la taza a Sardes y estaban cerca de Samo, los samios se enteraron, los atacaron con sus naves largas y la robaron. Pero los samios dicen que, como los lacedemonios encargados de conducir la taza se retardaron, y oyeron que Sardes y Creso habían caído en poder del enemigo, vendieron la taza en Samo, y los particulares que la acompañaron la dedicaron en el templo de Hera; y que tal vez los que la habían vendido, de vuelta a Esparta, dijeran que los samios se la habían quitado.
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Esto fue lo que pasó con la taza. Creso, equivocándose sobre el oráculo y con la esperanza de destruir a Ciro y el poderío de los persas, estaba haciendo una expedición contra Capadocia. Y mientras preparaba la expedición contra los persas, cierto lidio llamado Sandanis, respetado ya por su sabiduría y célebre después entre los lidios por el consejo que entonces dió a Creso, le habló de esta manera: Rey, preparas una expedición contra unos hombres que tienen bragas de cuero, y de cuero todo su vestido; que no comen lo que quieren sino lo que tienen porque viven en una región fragosa. Además, no beben vino sino agua, no tienen higos que comer ni manjar alguno delicado. Si los vencieres, ¿qué quitarás a los que nada poseen? Pero si fueres vencido advierte lo mucho que perderás. Si llegan a gustar de nuestras delicias, quedarán tan prendados que no podremos ahuyentarlos. Por mi parte, yo doy gracias a los dioses que no inspiran a los persas el pensamiento de marchar contra los lidios. No persuadió a Creso este discurso; y, en efecto, antes de la conquista de los lidios, no poseían los persas nada bueno ni delicado.
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A los capadocios llaman los griegos sirios. Esos sirios habían sido súbditos de los medos antes que dominasen los persas, y lo eran entonces de Ciro. Porque el límite entre el imperio de los medos y el de los lidios era el río Halis; el cual, desde los montes Armenios corre por la Cilicia y desde allí tiene en su curso a los macienos a la derecha y a los frigios a la izquierda. Después de dejar a estos pueblos, se remonta hacia el viento Norte y desde allí separa por una parte a siro-capadocios y por la izquierda a los paflagonios. De este modo el río Halis corta casi toda el Asia inferior, desde el mar que está frente a Chipre hasta el ponto Euxino; ésta es como la cerviz de toda la región. Un hombre diligente gasta en su trayecto cinco días de camino.
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Marchaba Creso contra Capadocia por estas razones: con deseo de la tierra, pues quería añadir a sus dominios aquella porción, pero sobre todo confiado en el oráculo y deseoso de vengar a Astiages de Ciro. Porque Ciro tenía prisionero a Astiages, hijo de Ciaxares, pariente de Creso y rey de los medos, después de haberle vencido. Astiages llegó a emparentar con Creso del modo siguiente: Una partida de escitas nómades, después de una sublevación, huyó al territorio de los medos. Reinaba en ese tiempo Ciaxares, hijo de Fraortes, hijo de Deyoces. Al principio los trató bien como a sus suplicantes; y teniéndoles en gran aprecio les confió ciertos mancebos para que les enseñasen su lengua y el manejo del arco. Pasado algún tiempo, aunque ellos siempre iban de caza, y siempre volvían con algo, un día sucedió que no cazaron nada. Vueltos con las manos vacías, Ciaxares (que, como lo demostró, era dado a la ira), los trató muy ásperamente y los llenó de insultos. Ellos, después de recibir estas injurias de Ciaxares, y creyendo recibirlas inmerecidamente, determinaron hacer pedazos a uno de los jóvenes, sus discípulos; aderezarlo del mismo modo que solían aderezar la caza, dárselo a Ciaxares como si lo trajesen de caza, y al punto refugiarse a toda prisa en Sardes, junto a Aliates, hijo de Sadiates. Y así sucedió: tanto Ciaxares como lós convidados que tenía a su mesa comieron de esas carnes, y después de ejecutar tal venganza, los escitas se pusieron bajo la protección de Aliates.
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Después, como Aliates no entregaba los escitas a pesar de las reclamaciones de Ciaxares, se originó entre lidias y medos una guerra que duró cinco años, en los cuales muchas veces los medos vencieron a los lidios, y muchas veces los lidios a los medos y hasta hubo una batalla nocturna. Pues a los seis años de la guerra, que proseguían con igual fortuna, se produjo un encuentro, y en medio de la batalla misma, de repente, el día se les volvió noche. Tales de Mileto había predicho a los jonios que habría tal mutación del día, fijando su término en aquel mismo año en que el cambio sucedió. Entonces, lidios y medos, viendo el día convertido en noche, no sólo dejaron la batalla, sino que tanto los unos como los otros se apresuraron a hacer la paz. Los reconciliadores fueron Siénnesis de Cilicia y Labineto de Babilonia; los cuales se apresuraron a tomar los juramentos y a concertar bodas mutuas; pues decidieron que Aliates diese su hija Arienis por mujer a Astiages, el hijo de Ciaxares, porque sin un estrecho parentesco los tratados no suelen permanecer firmes. Estos pueblos hacen sus juras como los griegos, pero además se hacen en los brazos una ligera incisión y se lamen la sangre unos a otros.
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A este Astiages, pues, había vencido Ciro, y aunque era su abuelo materno, le tenía prisionero por el motivo que señalaré. Eso reprochaba Creso a Ciro cuando enviaba a preguntar a los oráculos si emprendería la guerra contra los persas; y cuando, llegada ya la respuesta engañosa, y con la esperanza de que el oráculo era favorable a sus intentos, emprendía la expedición contra el territorio persa.
Luego que llegó Creso al río Halis, pasó su ejército por los puentes que, según mi opinión, allí mismo había; pero según la versión general de los griegos fue Tales de Mileto quien lo hizo pasar. Pues se cuenta que, no sabiendo Creso cómo haría para que sus tropas atravesasen el río (por no existir en aquel tiempo esos puentes), Tales, que se hallaba en el campamento, hizo que el río, que corría a mano izquierda del ejército, corriese también a la derecha, y lo hizo de este modo: más arriba del campo hizo abrir un cauce profundo en forma de semicírculo, para que el río desviado de su antiguo curso, cogiese al campamento por la espalda, y volviendo a pasar frente al campamento, se echase en su antiguo cauce; así que se dividió el río a toda prisa y quedaron ambas corrientes igualmente vadeables. Y aun hay quienes digan que la antigua quedó del todo seca; pero yo no lo admito, porque cuando marchaban de vuelta ¿cómo hubieran atravesado el río?
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Creso, luego de pasar el Halis con sus tropas, llegó a la comarca de Capadocia llamada Pteria, que es la parte más fuerte de todo el país, y la más próxima a Sinope, ciudad situada sobre el ponto Euxino. Allí acampó, taló las heredades de los sirios, tomó la ciudad de los de Pteria, a quienes hizo esclavos, tomó asimismo todas las ciudades de su contorno, y arrojó de su tierra a los sirios, que no tenían culpa de nada. Entre tanto, Ciro reunió sus fuerzas, tomó consigo todos los habitantes de las tierras intermedias y salió al encuentro de Creso. Antes de lanzar el ejército al ataque, envió sus heraldos a los jonios con el intento de apartarlos de Creso, pero los jonios no accedieron. En cuanto Ciro llegó y acampó frente a Creso, ambos probaron sus fuerzas en Pteria. Se trabó una recia batalla en la que cayeron muchos de una y otra parte, hasta que por último se separaron al llegar la noche sin que ninguno de los dos hubiese vencido.
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De este modo pelearon ambos ejércitos. Creso, descontento del número de sus tropas -pues las fuerzas que habían combatido eran muy inferiores a las de Ciro-, descontento por este motivo, y como al día siguiente Ciro no trataba de atacarle, se volvió a Sardes con intento de llamar a los egipcios, de acuerdo con lo jurado (pues había pactado también alianza con Amasis, rey de Egipto, antes que con los lacedemonios), de hacer venir asimismo a los babilonios (de quienes entonces era soberano Labineto, y con los cuales también había hecho alianza), y asimismo de requerir a los lacedemonios que compareciesen al tiempo señalado. Reunidos estos aliados y congregadas sus propias tropas, tenía intención de dejar pasar el invierno y marchar contra los persas al comenzar la primavera. Con este objeto, así que lIegó a Sardes, despachó mensajeros a cada uno de sus aliados para prevenirles que a los cinco meses se juntasen en Sardes. En cuanto al ejército que tenía consigo y que había luchado contra los persas, despidió y dispersó todas las tropas mercenarias, bien lejos de imaginar que Ciro, tras una batalla tan sin ventaja, marchase contra Sardes.
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Mientras Creso hacía estos proyectos, todos los arrabales de Sardes se llenaron de sierpes; y cuando aparecieron, los caballos, dejando su pasto, las siguieron y comieron. Al ver esto Creso lo tuvo por portento, como en efecto lo era, y envió inmediatamente unos comisionados para los intérpretes de Telmeso. Llegaron allá los comisionados, y comprendieron gracias a los de Telmeso lo que quería decir aquel portento, pero no les fue posible comunicárselo a Creso, pues antes de volver por mar a Sardes, había sido hecho prisionero. Lo que opinaron los de Telmeso fue que no tardaría en venir contra la tierra de Creso un ejército extranjero que al llegar sometería a los naturales; pues decían que la sierpe era hija de la tierra, y el caballo guerrero y advenedizo. Así respondieron los de Telmeso a Creso, cuando ya había sido hecho prisionero, sin saber nada de cuanto pasaba en Sardes ni de cuanto pasaba con el mismo Creso.
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Cuando, después de la batalla de Pteria, Creso retrocedía, Ciro tuvo noticia de que luego de retroceder iría a dispersar sus tropas; tomó acuerdo y halló que lo que debía hacer era marchar cuanto antes contra Sardes, antes que por segunda vez se juntasen las tropas lidias. No bien adoptó esta decisión la ejecutó a toda prisa, ya que lanzó su ejército a la Lidia y llegó ante Creso como mensajero de sí mismo. Entonces se vió Creso en el mayor apuro, pues las cosas le habían salido al revés de lo que había presumido, pero con todo sacó los lidios al combate. En aquel tiempo no había en toda el Asia nación más varonil ni esforzada que la Lidia; su modo de pelear era a caballo, llevaban grandes lanzas, y eran hábiles jinetes.
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Vinieron a las manos en un llano que hay delante de la ciudad de Sardes, llano amplio y despejado. Por él corren, entre otros ríos, el Hilo, y todos van a parar al mayor, llamado Hermo, el cual baja del monte sagrado de la madre Dindimene y desagua en el mar, cerca de la ciudad de Focea. Cuándo Ciro vió a los lidios formados en orden de batalla en ese llano, temiendo mucho la caballería enemiga, hizo lo que sigue, por consejo del medo Hárpago. Reunió cuantos camellos seguían a su ejército cargados de víveres y bagajes, les quitó la carga e hizo montar en ellos unos hombres vestidos con traje de jinetes. Después de aderezarlos así, ordenó que se adelantasen al resto del ejército contra la caballería de Creso; mandó que la infantería siguiese a los camellos y detrás de la infantería alineó toda la caballería. Cuando todos estuvieron alineados, les exhortó a no dar cuartel a ninguno de los lidios, y a matar a todo el que se pusiese delante, pero no a Creso, aunque se defendiese cuando le tomasen. Así les exhortó. Formó los camellos frente a la caballería enemiga por esta causa: el caballo teme al camello, y no soporta ver su figura ni sentir su olor. Por eso se trazó aquel ardid para inutilizar la caballería de Creso, con la que el lidio contaba cubrirse de gloria. En efecto, en cuanto comenzó la pelea y los caballos olieron y vieron a los camellos, retrocedierQn y dieron en tierra con todas las esperanzas de Creso. Mas no por esto se acobardaron los lidios; ásí que advirtieron lo sucedido, saltaron de sus caballos y se batieron a pie con los persas. Al cabo, después de caer muchos de una y otra parte. los lidios retrocedieron y, encerrados dentro del muro, fueron sitiados por los persas.
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Así, pues, se vieron sitiados. Creso, creyendo que el sitio duraría largo tiempo, envió desde la ciudad nuevos mensajeros a sus aliados. Los de antes habían sido enviados para prevenirles que a los cinco meses se juntasen en Sardes; a éstos los envió para pedir socorriesen a toda prisa a Creso, que se hallaba sitiado; a todos los aliados se dirigió y principalmente a los lacedemonios.
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Coincidía que en aquella sazón los mismos lacedemonios estaban en contienda con los argivos acerca del territorio llamado Tirea. Pues a pesar de ser esta Tirea una parte de la Argólide, los lacedemonios la habían separado y la ocupaban. Por lo demás, toda la comarca que mira a poniente hasta Malea, también era de los argivos, tanto la tierra firme como la isla de Citera y las demás islas. Habiendo, pues, salido los argivos en socorro del territorio que habían separado los lacedemonios, se reunieron allí en coloquio, y convinieron que peleasen trescientos de cada parte, y que el lugar quedase por los vencedores; y que el grueso de uno y otro ejército se retirase a su tierra, y no acompañase a los combatientes, no fuese que presentes los dos ejércitos, y testigo el uno de ellos de la pérdida de los suyos, fuese a socorrerles.
Hecho este convenio se retiraron y los soldados escogidos de una y otra parte se acometieron. Como combatieron con igual fortuna, de seiscientos hombres quedaron solamente tres: de los argivos, Alcenor y Cromio, y de los lacedemonios Otríades; y aún éstos quedaron vivos por haber sobrevenido la noche. Los dos argivos, como ya vencedores, corrieron a Argos. Pero Otríades, el único de los lacedemonios, despojó a los cadáveres de los argivos, llevó las armas a su campo y se quedó en su puesto. Al otro día, se presentaron ambas naciones para saber el resultado. Por un tiempo pretendió cada cual haber vencido diciendo la una que eran más los sobrevivientes suyos y demostrando la otra, que habían huído y que el de ella había quedado en su puesto y despojado a los cadáveres del enemigo. Por último, después de discutir vinieron a las manos, y tras de caer muchos de una y de otra parte, vencieron los lacedemonios. Desde entonces los argivos, que antes por norma se dejaban crecer el pelo, se lo cortaron y establecieron una ley y una imprecación para que ningún argivo se lo dejase crecer, y ninguna mujer llevase alhajas de oro hasta que hubiesen recóbrado a Tirea. Los lacedemonios establecieron una ley contraria, pues antes no traían el cabello largo, y lo trajeron desde entonces. De Otríades, el único sobreviviente de los trescientos, se dice que, avergonzado de volver a Esparta quedando muertos todos sus compañeros de batalla, se quitó la vida allí mismo en Tirea.
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Tales asuntos tenían entre manos los espartanos cuando llegó el heraldo de Sardes a pedir les socorriesen a Creso, ya sitiado. Ellos, a pesar de su situación, en cuanto oyeron al heraldo se dispusieron a socorrerle. Pero cuando ya se estaban preparando y tenían las naves prontas, recibieron otra noticia: que había sido tomada la plaza de los lidios y Creso había caído prisionero. Así, llenos de pesar, suspendieron sus preparativos.
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Sardes fue tomada de esta manera: a los catorce días de sitio, Ciro previno a todo el ejército, por medio de unos jinetes, que daría regalos al que escalase las murallas. Tras esta proclamación, el ejército intentó escalarlas, pero como no lo lograra y desistieran los demás de la empresa, un mardo, por nombre Hiréades, intentó subir por la parte de la acrópolis, que se hallaba sin guardia: no se temía que fuese tomada nunca por allí porque por esa parte la acrópolis es escarpada e inatacable; ni tampoco Meles, antiguo rey de Sardes, había hecho pasar por aquella sola parte al león que le había dado a luz su concubina, cuando los de Telmeso habían juzgado que si se pasaba al león por los muros, Sardes sería inexpugnable. Meles le condujo por toda la muralla de la acrópolis que era atacable, pero descuidó esta parte considerándola escarpada e inatacable. Es la parte de la ciudad que mira al monte Tmolo. Pero este Hiréades, el mardo, habiendo visto la víspera que un lidio bajaba por aquel lado de la acrópolis a recoger un morrión que había rodado desde arriba y volvía a subir, observó esto y lo guardó en su ánimo; y entonces dió el asalto y tras él subieron los persas; como el número era grande, fue así tomada Sardes y toda la ciudad entregada al saqueo.
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En cuanto a Creso, sucedió lo siguiente: tenía un hijo a quien mencioné antes, bien dotado en todo, pero mudo. Durante su prosperidad, Creso había hecho todo por él, y entre las otras cosas que había discurrido, había enviado a consultar a Delfos. La Pitia le respondió así:
Lidio, rey de muchas gentes, Creso, recio entre los recios,
¡así no oigas de tu hijo la voz por que tanto imploras!
Más vale que tu deseo lejos esté de cumplirse.
Desdichado será el día en que hable por vez primera.
Cuando fue tomada la plaza, uno de los persas, sin reconocer a Creso se lanzó contra él como para matarle; y Creso, viendo que iba a atacarle, abrumado por su presente desgracia, no se cuidaba ni le importaba morir a sus manos. Pero este hijo suyo mudo. viendo al persa en ademán de atacar, por el temor y la angustia rompió a hablar y dijo: - Hombre, no mates a Creso. Ésta fue la primera vez que habló, y después conservó la voz todo el tiempo de su vida.
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Los persas se apoderaron de Sardes y cautivaron a Creso, quien tras reinar catorce años y sufrir catorce días de sitio, acabó, conforme al oráculo, con un gran imperio: el suyo. Los persas le tomaron y llevaron a presencia de Ciro. Éste hizo levantar una gran pira y mandó que subiese a ella Creso cargado de cadenas y a su lado catorce mancebos lidios, ya fuese con ánimo de sacrificarles a alguno de los dioses como primicias, ya para cumplir algún voto, o quizá, habiendo oído que Creso era religioso, le hizo subir a la pira para saber si alguna deidad le libraba de ser quemado vivo. Cuentan que así procedió Ciro, y que Creso a pesar de hallarse en la pira y en tamaña desgracia, pensó que el dicho de Solón que ninguno de los mortales era feliz, era un aviso del cielo. Cuando le vino este pensamiento suspiró y gimió después de un largo silencio y nombró por tres veces a Solón. Ciro, al oírlo, mandó a los intérpretes le preguntasen quién era aquel a quien invocaba y ellos se acercaron y le intrrogaron. Creso, durante un tiempo guardó silencio, y luego forzado a responder, dijo: Es aquel que yo, a cualquier precio, desearía que tratasen todos los cortesanos. Como les decía palabras incomprensibles, le volvieron a interrogar; y él, molesto por su insistencia les dijo al fin que un tiempo el ateniense Solón había venido a Sardes, y después de haber contemplado toda su opulencia, la tuvo en poco, y le dijo tal y tal cosa, que todo le había salido conforme se lo había dicho Solón, el cual no se había dirigido a él solo, sino a todo el género humano, y muy particularmente a aquellos que se consideran felices. Esto contaba Creso, y entre tanto la pira ya prendida, comenzaba a arder en sus bordes; pero Ciro, luego que oyó a los intérpretes lo que había dicho Creso, mudó de resolución y pensó que siendo él hombre, no debía quemar vivo a otro hombre, que no le había sido inferior en grandeza. Temiendo además la venganza divina y juzgando que no había entre los hombres cosa firme, mandó apagar el fuego inmediatamente y bajar a Creso y a los que con él estaban; pero por más que lo procuraron, ya no podían vencer las llamas.
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Entonces Creso, según cuentan los lidios, advirtiendo el arrepentimiento de Ciro y viendo que todos los presentes hacian esfuerzos para apagar el fuego, invocó en alta voz a Apolo, pidiéndole que si alguna de sus ofrendas le había sido agradable, le socorriese y le librase de la desgracia presente. Apenas invocó al dios llorando cuando en el cielo sereno y claro se aglomeraron de repente las nubes, estalló la tempestad, cayó una lluvia muy recia, y se apagó la hoguera. Enterado Ciro de que era Creso caro a los dioses y hombre de bien, le hizo bajar de la hoguera y le interrogó de este modo: Creso, ¿quién te indujo a emprender una expedición, contra mi tierra, y a mostrarte enemigo en lugar de amigo mío? Creso respondió: Rey, yo lo hice movido por tu dicha y mi desdicha. De todo tiene la culpa el dios de los griegos que me impulsó a atacarte. Porque nadie es tan necio que prefiera la guerra a la paz: en ésta los hijos entierran a sus padres, y en aquélla los padres a los hijos. Pero quizá los dioses quisieron que así sucediese.
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Así dijo Creso; Ciro le quitó las cadenas, le hizo sentar a su lado y le trató con el mayor aprecio, mirándole él mismo y los de su comitiva con admiración. Creso, entregado a la meditación, guardaba silencio; luego se volvió, y viendo que los persas estaban saqueando la ciudad de los lidios, dijo: Rey, ¿he de decir ahora lo que siento o he de callar? Ciro le invitó a que dijese con confianza cuanto quisiera y entonces Creso preguntó: ¿En qué se ocupa con tanta diligencia toda esa muchedumbre de gente? Ciro respondió: Está saqueando tu ciudad y repartiéndose tus riquezas. Creso replicó: No saquean mi ciudad ni mis tesoros, ya nada tengo que ver en ello. Tuyo es lo que sacan y llevan.
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Este discurso hizo mella en Ciro; mandó retirar a los presentes y preguntó a Creso qué veía de perjudicial en lo que sucedía. Creso replicó: Puesto que los dioses me han hecho siervo tuyo, si veo algo más que tú considero justo .señalártelo. Los persas son violentos por naturaleza y pobres. Si los dejas saquear y poseer muchos bienes, es probable que te suceda esto: aquel que se haya apoderado de más riquezas es de esperar se rebele contra ti. Si te parece bien lo que digo, obra de este modo: coloca en todas las puertas de la ciudad guardias de tu séquito que quiten las presas a los saqueadores y les digan que es su deber de ofrecer a Zeus el diezmo. No incurrirás en el odio de los soldados por quitarles el botín a la fuerza, y reconociendo que obras con rectitud, te l0 cederán gustosos.
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Al oír tales razones, Ciro se llenó de alegría, pues le pareció que le habla aconsejado bien. Lo alabó sobremanera, y mandó a sus guardias ejecutasen lo que había aconsejado Creso. Después le dijo: Ya que tú, un rey, estás dispuesto a obrar y a hablar sabiamente, pídeme al momento, la gracia que quieras obtener. Aquél respondió: Señor, te quedaré muy agradecido si me permites enviar estos grillos al dios de los griegos a quien yo había honrado más que a todos los dioses, y preguntarle si le parece justo engañar a los que le hacen beneficios. Ciro preguntó de qué se quejaba y qué era lo que pedía, y Creso le refirió todos sus designios, las respuestas de los oráculos, y especialmente sus ofrendas y cómo había hecho la guerra contra los persas incitado por el oráculo; y diciendo esto, de nuevo suplicaba le permitiese reprochar al dios. Ciro se echó a reir y le dijo: Creso, te daré permiso para esto y para todo lo que me pidieres. Al oír esto, Creso envió a Delfos algunos lidios y les encargó pusiesen sus grillos en el umbral del templo, y preguntasen a Apolo si no se avergonzaba de haberlo incitado con sus oráculos a la guerra contra los persas, dándole a entender que pondría fin al imperio de Ciro, de quien, señalando sus grillos, dirían que provenían tales primicias. Así les ordenó que preguntasen también si los dioses griegos tenían por ley ser desagradecidos.
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Cuando los lidias llegaron y dijeron lo que se les había mandado, se dice que la Pitia les contestó así: Lo dispuesto por el hado ni un dios puede evitarlo. Creso paga el delito que cometió su quinto antepasado, el cual siendo guardia de los Heraclidas, cedió a la perfidia de una mujer, mató a su señor y se apoderó de su imperio, que no le pertenecía. Loxias ha procurado que la ruina de Sardes se verificase en tiempos de los hijos de Creso y no en los de Creso mismo, pero no le ha sido posible desviar los hados. Todo lo que éstos permitieron lo realizó y otorgó: en efecto, por tres años retardó la toma de Sardes: y sepa Creso que ha sido hecho prisionero todos estos años después del tiempo fijado por el destino y que además, le socorrió cuando estaba en las llamas. Por lo que hace al oráculo no tiene Creso razón de quejarse. Loxias le predijo que, si hacia la guerra a los persas, destruiría un gran imperio. Ante tal respuesta, si había de resolverse sabiamente, debía enviar a preguntar de cuál de los dos imperios se trataba, si el suyo o el de Ciro. Si no comprendió la respuesta ni quiso volver a preguntar, échese la culpa a sí mismo. Tampoco entendió lo que le dijo Loxias acerca del mulo la última vez que le consultó, pues este mulo era cabalmente Ciro: el cual nació de padres de diferente nación, siendo su madre meda, hija del rey de los medos, Astiages, y su padre, persa, súbdito de aquéllos, y un hombre que siendo en todo inferior, casó con su señora.
Así respondió la Pitia a los lidios, quienes trajeron la noticia a Sardes y la comunicaron a Creso. Al oírla, Creso confesó que la culpa era suya, y no del dios.
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Esto fue lo que sucedió con el imperio de Creso y con la primera conquista de la jonia. Creso tiene muchas otras ofrendas en Grecia, no solamente las referidas. En Tebas de Beocia, un trípode de oro que consagró a Apolo Ismenio: en Efeso las vacas de oro y la mayor parte de las columnas: en el vestíbulo del templo de Delfos, un gran escudo de oro. Muchas de estas ofrendas se conservaban hasta mis tiempos, otras han desaparecido. Según he oído decir, las ofrendas de Creso para el santuario de los Bránquidas, en Mileto, eran semejantes y del mismo peso que las de Delfos. Las ofrendas que dedicó en Delfos y en el templo de Anfiarao, fueron de sus propios bienes, primicias de la herencia paterna; pero los otros provenían de la hacienda de un enemigo suyo, que antes de subir Creso al trono había formado contra él un partido, con el objeto de que el reino de Lidia recayese en Pantaleón. Era Pantaleón hijo de Aliates y hermano de Creso, pero no de la misma madre, pues éste había nacido de una mujer caria y aquél de una jonia. Cuando, por merced de su padre, Creso asumió el poder, hizo morir al hombre que le había resistido, despedazándole con peines de cardar, y sus bienes, que ya antes había prometido a los dioses, los consagró del modo dicho. Sobre las ofrendas de Creso baste lo dicho.
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La Lidia no ofrece a la descripción muchas maravillas, como otros países, a no ser las pepitas de oro que bajan del Tmolo. Presenta un solo monumento, el mayor de cuantos hay, aparte los egipcios y babilonios. En ella está el sepulcro de Aliates, padre de Creso; su base está hecha de grandes piedras, y lo demás es un montículo de tierra. La obra se hizo a costa de los traficantes, de los artesanos y de las mozas cortesanas. En el túmulo se veían aún en mis tiempos cinco términos en los cuales había inscripciones que indicaban la parte hecha por cada gremio, y según las medidas, resultó ser mayor la parte de las mozas; porque en el pueblo de Lidia todas las hijas se prostituyen ganándose su dote, y hacen esto hasta que se casan, y se buscan marido por sí mismas. El ámbito del túmulo es de seis estadios y dos pletros, y la anchura de trece pletros. Cerca del sepulcro hay un gran lago que según los lidias es perenne y se llama lago de Giges.
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Los lidias tienen costumbres parecidas a las de los griegos, salvo que prostituyen a todas sus hijas. Fueron los primeros, que sepamos, que acuñaron moneda de oro y plata, y los primeros que tuvieron comercio al menudeo. Afirman los mismos lidias que también fueron invento suyo los juegos que practican ellos y los griegos; cuentan que los inventaron al mismo tiempo que colonizaron a Tirrenia; y lo refieren de este modo:
En el reinado de Atis, hijo de Manes, hubo en la Lidia una gran penuria de víveres; por algún tiempo los lidios lo pasaron con mucho trabajo; pero, como no cesaba, buscaron remedios y cada cual discurría otra cosa. Entonces se inventaron los dados, la taba, la pelota y todas las otras especies de juegos, menos el de damas, pues la invención de este último no se apropian los lidias. Como habían inventado los juegos contra el hambre, hacían así: jugaban un día entero a fin de no pensar en comer, y al día siguiente se alimentaban descansando del juego, y de este modo vivieron hasta dieciocho años. Pero no cediendo el mal, antes bien agravándose cada vez más, el rey dividió en dos partes a todos los lidias, y echó suertes para que la una se quedase y para que la otra saliese del país. El mismo rey se puso al frente de la parte a la que tocó quedarse en su patria, y puso a su hijo al frente de la parte que debía emigrar; su nombre era Tirreno. Aquellos a quienes había tOcado salir del país bajaron a Esmirna, construyeron naves y embarcaron en ellas todos sus bienes muebles, navegaron en busca de sustento y morada, hasta que pasando por muchos pueblos llegaron a los umbrios; allí levantaron ciudades que pueblan hasta hoy. Cambiaron su nombre de lidios por el que tenía el hijo del rey que los condujo, llamándose por él tirrenos. Así, pues, los lidios quedaron sometidos a los persas.
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Desde aquí exige mi historia que digamos quién fue aquel Ciro que postró el imperio de Creso; y de qué manera los persas llegaron a adueñarse del Asia. Escribiré siguiendo a aquellos persas que no quieren engrandecer la historia de Ciro, sino decir la verdad, aunque acerca de Ciro sé contar otras tres versiones de su historia.
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Reinando los asirios en el Asia oriental por espacio de quinientos veinte años, los medos fueron los que empezaron a sublevarse contra ellos, y como peleaban por su libertad, se mostraron valerosos, rechazaron la servidumbre y se hicieron independientes. Después de ellos las demás naciones hicieron lo mismo.
Libres, pues, todas las naciones del continente, volvieron otra vez a caer en tiranía de este modo: hubo entre los medos un sabio varón llamado Deyoces, hijo de Fraortes. Este Deyoces, prendado de la tiranía, hizo lo siguiente: vivían los medos en diversos pueblos; Deyoces, conocido ya en el suyo por persona respetable, puso el mayor esmero en practicar la justicia, y esto lo hacía en un tiempo en que la licencia dominaba en toda la Media, sabiendo que la injusticia es enemiga de la justicia. Los medos de su mismo pueblo, viendo su modo de proceder, le eligieron juez y él con la idea de apoderarse del mando se manifest6 recto y justo. Granje6se de esta manera no pequeña fama entre sus conciudadanos, de tal modo que, oyendo los de los otros pueblos que solamente Deyoces administraba bien la justicia, acudían a él gustosos de decidir sus pleitos todos los que habían sufrido sentencias injustas, hasta que por fin a ningún otro se cOnfiaron ya los negocios.
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Creciendo cada día el número de los concurrentes, porque todos oían decir que allí se juzgaba con rectitud, y viendo Deyoces que ya todo pendía de su arbitrio, no quiso sentarse más en el lugar donde antes daba audiencia, y se negó a continuar juzgando, porque, alegaba, no le convenía desatender a sus propios negocios por juzgar todo el día los del prójimo. Como los hurtos y la injusticia eran por los pueblos todavía más grandes que antes, se juntaron los medos en un mismo lugar para cambiar opiniones; hablaron de la situación presente (y según me parece hablaron sobre todo los amigos de Deyoces): Ya que no es posible que vivamos en el país en la condición actual, ea, alcemos por rey a uno de nosotros; así, el país estará bien regido, y nosotros nos dedicaremos a nuestros trabajos y no pereceremos por el desorden. Con estas palabras se persuadieron a someterse a un rey.
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Al punto propusieron a quién alzar por rey y todos proponían y elogiaban a Deyoces, hasta que convinieron en que fuese rey. Entonces mandó se le edificase un palacio digno de su autoridad real y se consolidase su poder con una guardia. Así lo hicieron los medos; le edificaron un palacio grande y fortificado en el sitio que él señaló, y le permitieron elegir guardias entre todos los medos. Deyoces, así que se apoderó del mando, obligó a los medos a formar una sola ciudad y a guarnecerla, cuidando menos de las otras. Obedeciéndole también en esto los medos, construyó una fortaleza grande y fuerte, esta que ahora se llama Ecbátana, formada de murallas concéntricas. La plaza está ideada de suerte que un cerco sobrepasa al otro sólo en la altura de las almenas. Les favoreció, hasta cierto punto el sitio mismo, que es una colina redonda, pero más todavía el artificio, porque siendo en total siete cercos, en el último se halla colocado el palacio y el tesoro. La muralla más grande tiene más o menos el mismo circuito que los muros de Atenas. Las almenas del primer cerco son blancas, las del segundo negras, las del tercero rojas, las del cuarto azules, y las del quinto anaranjadas, de suerte que todas ellas están pintadas de colores; pero los dos últimos cercos tienen el uno almenas plateadas y el otro doradas.
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Así, pues, Deyoces levantó esas murallas para sí mismo, y en torno de su propio palacio, y ordenó que el resto del pueblo viviese alrededor de la muralla. Levantadas todas estas construcciones, fue Deyoces el primero que estableció este ceremonial: que nadie entrase donde estuviese el rey, ni éste fuese visto de nadie, que todo se tratase por medio de mensajeros y además que en su presencia a todos estuviese prohibido escupir ni reírse; Trataba, así, de hacerse majestuoso con el objeto de que muchos medos de su misma edad, criados con él y no inferiores por su valor y linaje, si seguían viéndole se disgustarían y le pondrían asechanzas, mientras que, no viéndole, podrían creerle un hombre de naturaleza distinta.
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Después que ordenó este aparato y consolidó su situación con el ejercicio del poder, se mostró severo en mantener la justicia. Escribíanse los litigios y se los remitían al interior del palacio; él juzgaba las causas remitidas y las despachaba. Esto en lo que concierne a los pleitos; lo demás lo tenía arreglado de esta suerte: si llegaba a su noticia que alguno se desmandaba, le hacía llamar para castigarle según el delito; y tenía por todo el territorio sobre el que reinaba agentes encargados de verlo y escucharlo todo.
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