Índice de Los nueve libros de la historia de Heródoto de Halicarnaso | Segunda parte del Libro Primero | Cuarta parte del Libro Primero | Biblioteca Virtual Antorcha |
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LIBRO PRIMERO
CLÍO
Tercera parte
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Deyoces unificó solamente el pueblo y reinó sobre él. La Media se componía de estas tribus: los busas, paretacenos, estrucates, arizantos, budios y magos. Éstas son, pues, las tribus de la Media.
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El hijo de Deyoces fue Fraortes, el cual, a la muerte de Deyoces, que reinó cincuenta y tres años, heredó el mando. Pero no le bastó lo heredado -reinar sólo sobre los medos-; marchó contra los persas, que fueron los primeros a quienes agregó a sus dominios, y los primeros a quienes hizo súbditos de los medos. Luego, dueño de dos naciones, ambas poderosas, fue conquistando una después de otra todas las demás del Asia, hasta que marchó contra los asirios, contra esos asirios que habitaban en Nínive y que antes dominaban a todos; a la sazón estaban desamparados, pues sus aliados les habían abandonado, mas no por eso dejaban de hallarse en estado floreciente. Contra ellos marchó Fraortes: pereció él mismo, después de haber reinado veintidós años y la mayor parte de su ejército.
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A la muerte de Fraortes le sucedió Ciaxares, su hijo, y nieto de Deyoces, de quien se dice que fue un príncipe mucho más valiente aun que sus antepasados. Fue el primero que dividió a los asiáticos en batallones, y el primero que separó los lanceros, los arqueros y los jinetes, pues antes todos iban al combate mezclados y en confusión. Él fue quien se encontraba luchando contra los lidios cuando el día se convirtió en noche durante la batalla y el que unió a sus dominios toda la parte de Asia que está más allá del río Halis. Juntó todas las tropas de su imperio y marchó contra Nínive en venganza de su padre y con deseo de tomar esta ciudad. Y había vencido en un encuentro a los asirios, pero cuando se hallaba sitiando la ciudad, vino sobre él un gran ejército de escitas, mandados por su rey Madies, hijo de Prototies. Estos escitas habían echado de Europa a los cimerios y persiguiéndoles en su fuga, llegaron de este modo a la región de Media.
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Desde la laguna Meotis hasta el río Fasis y el país de los colcos hay treinta días de camino para un viajero diligente; pero desde la Cólquide hasta la Media no hay mucho que andar, porque entre ambos hay un solo pueblo, los saspires, y pasando éste, se está en la Media. Los escitas, no obstante, no se lanzaron por este camino, sino se desviaron hacia el que está más al Norte, que es mucho más largo, dejando a su derecha el monte Cáucaso. Entonces los medos vinieron a las manos con los escitas; derrotados en la batalla, perdieron su imperio, y los escitas se adueñaron de toda el Asia.
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Desde allí se dirigieron al Egipto, y habiendo llegado a la Siria Palestina, salió a su encuentro Psamético, rey de Egipto, el cual con súplicas y regalos logró que no pasasen adelante. A la vuelta, cuando volvieron a llegar a Ascalón, ciudad de Siria, la mayor parte de los escitas pasó sin hacer daño alguno, pero unos pocos rezagados saquearon el templo de Afrodita Urania. Este templo, según hallo por mis noticias, es el más antiguo de cuantos tiene aquella diosa, pues de él procede el templo de Chipre, según declaran los mismos cipriotas; y los que levantaron el templo en Citera fueron fenicios originarios de esta parte de Siria. A los escitas que habían saqueado el templo y a todos sus descendientes la diosa envió cierta enfermedad mujeril. Lo cierto es que no sólo los escitas dicen que padecen tal enfermedaa por ese motivo, sino también todos los que van a la Escitia pueden ver por sus ojos cómo se encuentran aquellos a quienes los escitas llaman enarees.
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Los escitas dominaron en el Asia veintiocho años, y todo lo destruyeron por violencia y por descuido. Porque además de cobrar como tributo a cada pueblo lo que le imponían, además, pues, del tributo, robaban en sus correrías cuanto cada cual poseía. A la mayor parte de los escitas les dieron un convite Ciaxares y los medos, los embriagaron y los asesinaron. De esta manera recobraron los medos el imperio y dominaron a las mismas naciones que antes; también tomaron Nínive (en otra narración mostraré cómo la tomaron) y sometieron a los asirios, a excepción de la provincia de Babilonia. Después de esto murió Ciaxares, tras reinar cuarenta años, incluyendo los de la dominación de los escitas.
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Heredó el reino Astiages, hijo de Ciaxares, el cual tuvo una hija a quien puso de nombre Mandana. En sueños le pareció a Astiages que su hija orinaba tanto que llenaba la ciudad e inundaba toda el Asia. Dió cuenta de la visión a los magos, intérpretes de los sueños, e instruído de lo que cada detalle significaba se llenó de temor. Más tarde, cuando Mandana llegó a la edad de matrimonio, no la dió por mujer a ninguno de los medos dignos de emparentar con él, temeroso de su visión; y se la dió, en cambio, a cierto persa llamado Cambises, a quien hallaba hombre de buena familia y de carácter pacífico, aunque juzgándolo muy inferior a cualquier medo de mediana condición.
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Al primer año de casada Mandana con Cambises, tuvo Astiages otra visión; le pareció que del vientre de su hija salía una parra, y que la parra cubría toda el Asia. Después de dar cuenta de esto a los intérpretes de sueños, hizo venir de Persia a su hija, que estaba cercana al parto y cuando llegó, la tenía custodiada con el objeto de matar lo que diese a luz, porque los magos, intérpretes de sueños, le indicaban, apoyados en su visión, que la prole de su hija reinaría en su lugar. Queriendo Astiages guardarse de eso, luego que nació Ciro, llamó a Hárpago, uno de sus familiares, el más fiel de los medos, y encargado de todos sus negocios, y le habló de esta manera: Hárpago, no descuides en modo alguno el asunto que te encomiendo; por preferir a otros no me engañes a mí y, por último, a ti mismo te pierdas. Toma el niño que Mandana ha dado a luz, llévale a tu casa y mátale; después sepúltale como mejor te parezca. Respondió Hárpago: Rey, nunca viste en mí nada que pudiera disgustarte, y en lo sucesivo me guardaré bien de faltarte en nada. Si tu voluntad es que la cosa así se haga, debo hacer mi servicio puntualmente.
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Hárpago dió esta respuesta y cuando le entregaron el niño adornado para ir a la muerte, se fue llorando a su casa y comunicó a su mujer lo que había dicho Astiages. Ella le dijo: Y ahora ¿qué piensas hacer? Él replicó: No lo que ordenó Astiages, aunque delire y se ponga más loco de lo que ya está, nunca me adheriré a su opinión ni le serviré en semejante crimen. Tengo muchos motivos para no matar al niño: es mi pariente, Astiages es viejo y no tiene hijos varones; si cuando muera el señorío ha de pasar a Mandana, cuyo hijo me ordena matar ahora ¿no me aguarda el mayor peligro? Mi seguridad exige que este niño perezca, pero conviene que sea el matador alguno de la casa de Astiages y no de la mía.
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Dicho esto, envió sin dilación un mensajero a uno de los pastores de Astiages, de quien sabía que apacentaba sus rebaños en abundantísimos pastos, en unas montañas pobladas de fieras. Su nombre era Mitradates y vivía con él una consierva suya. La mujer que vivía con él tenía por nombre Cino (perra en lengua griega y Espaco en la meda, pues los medos llaman a la perra espaca). Las faldas de los montes donde aquel vaquero tenía sus pasturas están al norte de Ecbátana en dirección al ponto Euxino. En esta parte del lado de los saspires, la Media es sobremanera montuosa, alta y llena de bosques; lo restante de la Media es una llanura continuada.
Acudió el pastor con la mayor presteza al llamado, y Hárpago le habló de este modo: Astiages te manda tomar este niño y abandonarle en el paraje más desierto de tus montañas para que perezca lo más pronto posible, y me ordenó que agregara esto: si en lugar de matarle lo salvas de cualquier modo, morirás en el más horrendo suplicio; yo estoy encargado de ver expuesto al niño.
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El vaquero, al oír esta orden, tomó al niño, y por el mismo camino que había venido se volvió a su cabaña. Su propia mujer se hallaba todo el día con dolores de parto, y entonces, quizá por obra divina, dió a luz cuando el pastor se había ido a la ciudad. Estaban los dos llenos de zozobra el uno por el otro; el marido solícito por el parto de su mujer, y ésta porque, fuera de costumbre, Hárpago había llamado a su marido. Así, pues, cuando le vió aparecer de vuelta inesperadamente, se anticipó a preguntarle por qué motivo le había llamado con tanta prisa Hárpago. El pastor respondió: Mujer, cuando llegué a la ciudad vi y oí cosas que ojalá jamás hubiese visto ni hubiesen sucedido a nuestros amos. La casa de Hárpago estaba en llanto; yo entré asustado; apenas entré vi en el medio a un niño recién nacido que se agitaba y lloraba, estaba adornado de oro y de vestidos de varios colores. Luego que Hárpago me ve, al punto me ordena que tome aquel niño, me vaya con él y le exponga en la parte de los montes donde haya más fieras, diciéndome que Astiages era quien lo mandaba, y dirigiéndome las mayores amenazas si no lo cumplía. Yo tomé el niño y me venía con él, imaginando fuese de alguno de sus criados, pues nunca hubiera sospechado de quiénes era. Sin embargo, me pasmaba de verle ataviado con oro y preciosos vestidos, y además del llanto manifiesto que hacian en la casa de Hárpago. Pero bien pronto supe en el camino de boca de un criado, que me condujo fuera de la ciudad y me entregó el niño, que éste era hijo de Mandana, hija de Astiages, y de Cambises, hijo de Ciro, y que Astiages ordenaba matarle. Ahora aquí lo tienes.
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Diciendo esto le descubrió y enseñó. Ella, viéndole tan robusto y hermoso, se echó a los pies de su marido y le rogó llorando que por ningún motivo le expusiera. Él repuso que no podía menos de hacerlo así porque vendrían espías de parte de Hárpago para verle, y que perecería desastrosamente si no lo ejecutaba. La mujer entonces, no pudiendo vencer a su marido, le dice de nuevo: Ya que no puedo convencerte de que no le expongas y es indispensable que le vean expuesto, haz lo que voy a decirte. Yo también he parido, y he parido un niño muerto. A éste le puedes exponer, y nosotros criaremos el de la hija de Astiages como si fuese nuestro. Así no corres el peligro de ser castigado por desobediencia al rey, ni nosotros habremos cometido una mala acción. El muerto además logrará una sepultura regia, y el que sobrevive conservará la vida.
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Parecióle al pastor que, según las circunstancias presentes, hablaba muy bien su mujer y al punto así lo hizo. El niño que traía para darle muerte, le entregó a su mujer, tomó el suyo difunto y le metió en la misma canasta en que había llevado al otro, adornándole con todas sus galas; se fue con él y le expuso en lo más solitario de los montes. Al tercer día de exponer al niño, se marchó el vaquero a la ciudad, habiendo dejado en su lugar por centinela a uno de sus zagales, y llegando a casa de Hárpago dijo que estaba pronto para mostrar el cadáver del niño. Hárpago despachó los más fieles de sus guardias y por medio de ellos se cercioró y dió sepultura al hijo del pastor. Quedó sepultado éste, y al otro, a quien con el tiempo se dió el nombre de Ciro, le tomó la mujer del vaquero y le crió, poniéndole un nombre cualquiera, pero no el de Ciro.
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Cuando el niño llegó a los diez años le aconteció un hecho que le descubrió. Estaba jugando en la aldea donde se hallaban los rebaños y jugaba en el camino con otros muchachos de su edad. Los niños en el juego escogieron por rey al que era llamado hijo del vaquero, y él mandó a unos que le fabricasen su palacio, a otros que le sirviesen de guardias, nombró, supongo, a éste, ojo del rey, al otro le dió cargo de introducirle los recados, y a cada uno distribuyó su empleo. Uno de los muchachos que jugaban era hijo de Artembares, hombre principal entre los medos, y como este niño no obedeciese a lo que Ciro le mandaba, ordenó a los demás que le prendiesen; obedecieron ellos y Ciro le trató muy ásperamente. pues le hizo azotar. Luego que estuvo suelto el muchacho, llevando muy a mal aquel tratamiento. que consideraba indigno de su persona, se fue a la ciudad y se quejó a su padre de lo que había tenido que sufrir de parte de Ciro, pero sin llamarle Ciro (que no era todavía éste su nombre), sino el muchacho hijo del vaquero de Astiages. Enfurecido Artembares, se fue a ver al rey, llevando consigo a su hijo, y declaró la indignidad que había sufrido: Rey. mira cómo nos ha insultado tu esclavo, el hijo del vaquero, y descubrió las espaldas de su hijo.
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Astiages, que tal cosa oía y veía, queriendo vengar al niño por respeto a Artembares, envió por el vaquero y su hijo. Luego que ambos se presentaron, vueltos los ojos a Ciro, le dijo Astiages: ¿Cómo tú, hijo de quien eres, has tenido la osadía de tratar con tanta ignominia a este niño, hijo de una persona de las primeras de mi corte? Ciro le respondió: Señor, tuve razón en tratarle así. Los muchachos de la aldea, entre los cuales estaba ése, mientras jugábamos me aliaron por rey, pues les pareció que era yo el más capaz de serlo. Todos los otros niños obedecían mis órdenes; éste no me hacia caso ni quería obedecer hasta que recibió su merecido. Si por ello soy digno de castigo, aquí me tienes.
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Mientras Ciro hablaba de esta suerte, Astiages fue reconociéndole; le pareció que las facciones de su rostro eran semejantes a las suyas, que su respuesta era más liberal de lo que correspondía a su condición, y que el tiempo en que le mandó exponer parecía coincidir con la edad del muchacho. Fasinado con todo esto, estuvo un rato sin decir palabra; vuelto en sí, a duras penas, dijo con intento de despedir a Artembares para coger a solas al pastor e interrogarle: Artembares, yo haré que tú y tu hijo no tengáis motivo de queja. Despidió, pues, a Artembares, mientras los criados, por orden suya, llevaban adentro a Ciro. Después de quedar a solas con el vaquero, le pregunto Astiages de donde había recibido aquel muchacho, y quién se lo había entregado. Contesto el otro que era hijo suyo y que todavía vivía la mujer que le había dado a luz. Astiages le dijo que no era discreto su prop6sito de exponerse a grandes suplicios, y al tiempo que decía esto hizo a los guardias señal de tomarlo. Llevado al suplicio, reveló al fin la exacta historia; contó todo conforme a la verdad desde el comienzo, acogiéndose por último a las súplicas y pidiendo que le perdonase.
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Astiages, después de que el vaquero reveló la verdad, hizo menos caso de él, pero muy quejoso de Harpago, ordenó a sus guardias llamarle. Luego que vino, le preguntó Astiages: Dime, Hárpago, ¿con qué género de muerte hiciste perecer al hijo de mi hija, que puse en tus manos? Como Hárpago viese que estaba allí el pastor, no echó por un camino falso, para que no se le cogiese y refutase, antes dijo así: Rey, luego que recibí el niño, me puse a pensar cómo podría ejecutar tus órdenes sin cometer falta contra ti y sin ser asesino para ti ni para tu hija. Hice así: llamé a este vaquero y entregué la criatura, diciendo que tú eras quien mandaba matarle; y en esto ciertamente dije la verdad, pues tú lo mandaste así. Y le entregué la criatura con orden de exponerla en, un monte solitario y de quedarse vigilando hasta que muriese, amenazándole con todos los castigos si no lo ejecutaba puntualmente. Después de que éste cumplió mis órdenes y el niño murió, envié los eunucos de más confianza y por medio de ellos lo vi y le di sepultura. Así sucedió, señor, este hecho y de esta manera pereció el niño.
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Hárpago, pues, contó la verdadera historia; Astiages, ocultando el enojo que le guardaba por lo sucedido, le refirió primeramente el caso tal como el vaquero lo había contado, y concluyó diciendo que, puesto que el niño vivía lo daba todo por bien hecho; porque, añadió, me pesaba en extremo lo que había ejecutado con aquella criatura, y no podía sufrir la idea de estar malquisto con mi hija. Pero ya que la fortuna ha cambiado para bien, envía a tu hijo para que haga compañía al recién llegado, y tú ven a comer conmigo; porque voy a hacer un sacrificio a los dioses, a quienes debemos honrar por la salvación del niño.
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Hárpago, después de hacer al rey la reverencia, se marchó a su casa, lleno de gozo por haberle salido bien su desobediencia y por la invitación al banquete en honor de esa buena fortuna. Así que entró, envió a palacio al hijo único que tenía, de trece años de edad, encargándole que fuese al palacio de Astiages e hiciese todo lo que le ordenase; y lleno de alegría, dió parte a su esposa de toda la ventura. Astiages, luego que llegó el hijo de Hárpago, mandó degollarle, le hizo pedazos, asó unos, coció otros, los aderezó bien, y lo tuvo todo pronto. Llegada ya la hora de comer y reunidos los demás convidados y Hárpago, se pusieron para el rey y los demás, mesas llenas de carne de cordero; y a Hárpago, una mesa llena con la carne de su hijo, todo salvo la cabeza, pies y manos; éstas estaban aparte escondidas en un canasto. Cuando Hárpago daba muestras de estar satisfecho, le preguntó Astiages si le había gustado el convite; y como él respondiese que le había gustado mucho, ciertos criados ya prevenidos, le presentaron cubierta la canasta donde estaba la cabeza de su hijo con las manos y los pies, y acercándose a Hárpago, le invitaron a descubrirla y tomar lo que quisiera. Obedeció Hárpago, descubrió la canasta y viólos restos de su hijo, pero sin desconcertarse permaneció dueño de sí mismo; Astiages le preguntó si conocía de qué venado era la carne que había comido: él respondió que sí, y que le agradaba cuanto hiciera el rey. Y con esta respuesta, recogió el resto de las carnes, y se volvió a su casa. Luego, según me parece, debió reunir el todo y sepultarlo.
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Éste fue el castigo que impuso Astiages a Hárpago. Deliberando sobre Ciro llamó a los mismos magos que le habían interpretado de ese modo el sueño, y cuando llegaron les preguntó de qué modo habían interpretado su visión. Ellos repitieron lo mismo, diciendo que el niño hubiera debido reinar si hubiese sobrevivido y no muerto antes. Astiages les respondió: El niño vive y sobrevive y mientras se hallaba en el campo los muchachos de la aldea le han hecho rey, y él ha ejecutado cuanto en verdad realiza un rey, pues designó sus guardias, porteros, mensajeros y todos los demás cargos. ¿A dónde, en vuestra opinión, l!eva esto? Repusieron los magos: Si el niño vive y ha reinado sin ninguna premeditación, quédate tranquilo en cuanto a él y ten buen ánimo, pues no reinará segunda vez. Porque algunas de nuestras predicciones suelen tener resultados de poco momento, y los sueños que se realizan perfectamente vienen a parar en algún hecho insignificante. Astiages les respondió: También yo, magos, soy de esta opinión, que el sueño se ha verificado ya, puesto que el niño fue llamado rey, y que ya nada debo temer de él. Sin embargo, os encargo que lo miréis bien y me aconsejéis lo que sea más seguro para mi casa y para vosotros. A esto dijeron los magos: Rey, a nosotros nos importa infinito que tu autoridad se mantenga, porque de otro modo, si pasa a ese niño, que es persa, se nos hace ajena, y nosotros, que somos medos, seremos esclavos y como extranjeros ninguna cuenta de nosotros harían los persas. Pero reinando tú, que eres nuestro compatriota, tenemos parte en el mando y recibimos de ti grandes honores. Así, pues, nos interesa mirar en todo por ti y por tu reinado. Al menor peligro que viésemos te lo manifestaremos todo, mas, ya que el sueño se ha convertido en algo insignificante, quedamos por nuestra parte llenos de confianza y te exhortamos a otro tanto. A ese niño aléjale de tu vista y envía le a Persia a casa de sus padres.
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Alegróse el rey al oír esas palabras y llamando a Ciro, le dijo: Hijo, inducido por la visión poco sincera de un sueño, te hice una sinrazón; pero tu propio destino te ha salvado. Vete, pues, gozoso a Persia, yo te mandaré con una escolta, y cuando llegues encontrarás allí un padre y una madre de muy otra condición que Mitradates, el vaquero, y su mujer.
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Dicho esto despachó Astiages a Ciro. Llegado a casa de Cambises, le recibieron sus padres, y cuando después de recibirle se enteraron del caso, le agasajaron sobremanera como quienes estaban en la persuasión de que había muerto poco después de nacer. Preguntáronle de qué modo se había salvado y él les dijo que al principio nada sabía y había vivido en completo engaño; pero que había averiguado todo su infortunio, porque antes se creía hijo del vaquero de Astiages, pero por el camino supo toda su historia por sus acompañantes. Dijo que le había criado la mujer del vaquero, y no cesaba de alabarla y toda su historia giraba alrededor de Ciro. Sus padres recogieron el nombre y esparcieron la voz de que al quedar expuesto Ciro, una perra le había criado, con el objeto de que su salvación pareciese a los persas más prodigiosa. De ahí partió esa fábula.
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Cuando Ciro se hacía hombre, y era el más valiente y querido entre los de su edad, Hárpago le solicitó enviándole regalos, con intención de vengarse de Astiages. Siendo él mismo particular, no veía cómo lograr venganza de Astiages, y al ver que Ciro crecía, trataba de hacerle su aliado, equiparando los infortunios de Ciro a los suyos propios. Ya de antemano había realizado esto: como Astiages era duro con los medos, Hárpago, conversando con cada uno de los sujetos principales, trataba de persuadirles que debían deponer a Astiages y colocar en su lugar a Ciro.
Realizado esto, y estando todo pronto, Hárpago determinó manifestar su intención a Ciro, que vivía en Persia; pero no teniendo ningún otro medio conveniente, por estar guardados los caminos, se valió de esta traza. Preparó una liebre, le abrió el vientre, y sin quitarle nada del pelo, tal como estaba, metió dentro una carta, en la cual iba escrito lo que le pareció, y después cosió el vientre de la liebre y se la dió al criado de su mayor confianza, con unas redes como si fuera un cazador, y lo despachó a Persia, con el encargo de entregar la liebre a Ciro y de decirle de viva voz que debía abrirla por sus propias manos, sin que nadie se hallase presente.
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Así se ejecutó. Ciro recibió la liebre y la abrió, y encontrándose dentro de ella la carta, la tomó y la leyó. La carta decía así: Hijo de Cambises: los dioses te protegen, pues si no, jamás hubieses llegado a tanta fortuna. Véngate, pues, de Astiages, tu asesino; por su intención hubieras muerto, gracias a los dioses y a mí, sobrevives. No dudo que hace tiempo estarás enterado de cuanto hizo contigo y de cuanto he sufrido yo mismo por mano de Astiages, porque en lugar de matarte te entregué al vaquero. Tú, si quieres escucharme, reinarás en todo el territorio sobre el que reina Astiages. Persuade a los persas a la rebelión y marcha contra los medos. Si Astiages me nombra general contra ti, en tus manos tienes lo que quieras, y lo mismo si elige otro de los medos principales, pues serán los primeros en separarse de Astiages y pasarse a tu partido, para procurar derribarlo. Aquí, a lo menos, todo lo tenemos dispuesto; haz lo que digo y hazlo cuanto antes.
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Al oír esto Ciro, reflexionó cuál sería el medio más acertado para inducir a los persas a la rebelión; y reflexionando encontró que éste era el más oportuno, y en efecto lo ejecutó: Escribió en una carta lo que le pareció, reunió a los persas en una junta y en ella abrió la carta y leyéndola dijo que Astiages le nombraba general de los persas: Y ahora, persas, les dijo, ordeno que cada uno de vosotros se presente armado de su hoz. Así ordenó Ciro. Los persas son una nación compuesta de muchas tribus, parte de las cuales juntó Ciro y las decidió a rebelarse contra los medos. Eran éstas las tribus de quienes dependen todos los demás persas: los pasargadas, los marafios y los maspios. De ellos, los pasargadas eran los mejores, y entre éstos se cuenta la familia de los aqueménidas, de donde vienen los reyes perseidas. Los otros persas son: los pantialeos, los derusieos y los germanios; todos ésos son labradores, y estos otros son nómades: los daos, los mardos, los drópicos y los sagarcios.
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Luego que todos los persas se presentaron con sus hoces, mandóles Ciro que desmontasen en un día cierto paraje lleno de espinas, que tendría en todo dieciocho o veinte estadios. Cuando los persas concluyeron la faena, les mandó por segunda vez que al día siguiente compareciesen aseados. Entre tanto, juntó en un mismo sitio todos los rebaños de cabras, ovejas y bueyes de su padre, los degolló y se aparejó como para dar un convite al ejército de los persas, y al día siguiente, cuando llegaron los persas, los hizo recostar en un prado, y los regaló con vino y con los más exquisitos manjares. Después del banquete les preguntó Ciro qué preferían, si lo qúe habían tenido la víspera o lo de ese día. Ellos le respondieron que era grande la diferencia pues en el día anterior habían tenido puro afán, y en el presente puro descanso. Entonces Ciro, tomándose de sus palabras, les descubrió todo el proyecto y les dijo: Persas, tal es vuestra situación; si queréis obedecerme tenéis estos bienes y otros infinitos, sin ningún trabajo servil; pero si no queréis obedecerme tenéis innumerables trabajos como los de ayer. Obedecedme, pues, y hacéos libres. Yo pienso que he nacido con el feliz destino de poner mano a esta empresa, y no os considero inferiores a los medos, ni en la guerra ni en ninguna otra cosa. Siendo esto así, rebeláos contra Astiages sin perder momento.
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Los persas, que ya mucho tiempo antes sufrían con disgusto la dominación de los medos, así que se vieron con tal jefe, se empeñaron de buena voluntad en su independencia. Luego que supo Astiages lo que Ciro hacía, le despachó un mensajero para llamarle, y Ciro mandó al mensajero anunciase a Astiages que le haría una visita antes de lo que él mismo quisiera. Cuando esto oyó Astiages, armó a todos los medos, y como hombre extraviado por los dioses, nombró general a Hárpago, olvidando lo que le había hecho. Cuando los medos se pusieron en campaña y llegaron a las manos con los persas, unos, a quienes no se había dado parte del designio, combatían; otros se pasaban a los persas, y la mayor parte se conducía mal de intento y huía.
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Disperso vergonzosamente el ejército medo, en cuanto lo supo Astiages, dijo amenazando a Ciro: Ni aún así se alegrará Ciro. Así dijo, y ante todo empaló a los magos intérpretes de sueños, que le habían aconsejado dejase libre a Ciro, y luego armó a todos los medos jóvenes y viejos que habían quedado en la ciudad; los sacó a campaña, entró en acción con los persas y fue vencido, y no sólo fue hecho prisionero, sino también perdió todas las tropas que había sacado.
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Hallándose Astiages prisionero se le acercó Hárpago muy alegre, y le insultó con denuestos que pudieran afligirle, y en particular en cuanto a aquel convite en que le dió a comer las carnes de su mismo hijo, y le preguntó qué le parecía ser esclavo en lugar de rey. Astiages, fijando en él los ojos. le preguntó a su vez si reconocía por suya aquella acción de Ciro. Hárpago respondió que pues él había escrito aquel mensaje, la hazaña era con razón suya. Entonces le demostró Astiages con su discurso que era el más necio y más injusto de los hombres; el más necio porque habiendo tenido en su mano hacerse rey, si era verdad que él era el autor de lo que pasaba, había procurado para otro la autoridad; y el más injusto porque a causa de aquel convite había esclavizado a los medos, cuando, si era preciso que otro y no él ciñese corona, más justo hubiera sido confiar ese honor a un medo y no a un persa; y que ahora los medos, sin culpa alguna, de señores se habían convertido en esclavos y los persas, antes esclavos, se habían convertido en señores.
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De este modo, pues, Astiages, después de reinar treinta y cinco años, fue depuesto del trono, y por su crueldad los medos cayeron bajo el dominio de los persas, habiendo dominado el Asia que se halla más allá del río Halis, por ciento veintiocho años, fuera del tiempo en que mandaron los escitas. Andando el tiempo se arrepintieron de haber hecho esto, y se rebelaron contra Darío, pero después fueron vencidos en batalla y nuevamente sometidos. Por entonces, en el reinado de Astiages, los persas y Ciro, a consecuencia de esta sublevación, comenzaron a dominar el Asia. Ciro mantuvo junto a sí a Astiages hasta que murió, sin hacerle otro mal. Así nació y así se crió Ciro y llegó a ser rey. Más adelante, según llevo ya referido, venció a Creso, quien se había adelantado a atacarle, y habiéndole sometido, vino de este modo a ser señor de toda el Asia.
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Sé que los persas observan los siguientes usos: no acostumbran erigir estatuas, ni templos, ni altares y tienen por insensatos a los que lo hacen; porque, a mi juicio, no piensan como los griegos que los dioses tengan figura humana. Acostumbran hacer sacrificios a Zeus, llamando así a todo el ámbito del cielo; subidos a los montes más altos sacrifican también al sol, a la luna, a la tierra, al agua y a los vientos; éstos son los únicos dioses a los que sacrifican desde un comienzo; pero después han aprendido de los asirios y de los árabes a sacrificar a Afrodita Urania; a Afrodita los asirios llaman Milita. los árabes Alilat y los persas Mitra.
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Sacrifican los persas a los dioses indicados del modo siguiente: no levantan altares ni encienden fuego cuando se disponen a sacrificar, ni emplean libaciones, ni flautas, ni coronas, ni granos de cebada. Cuando alguien quiere sacrificar a cualquiera de estos dioses, conduce la res a un lugar puro, y llevando la tiara ceñida las más veces con mirto, invoca al dios; no le está permitido al que sacrifica implorar bienes en particular para sí mismo; se ruega por la dicha de todos los persas y del rey, porque en el número de los persas está comprendido él mismo. Después de cortar la carne, hace un lecho de la hierba más suave, y especialmente de trébol, y pone sobre él todas las carnes. Una vez que las ha colocado, un mago entona allí una teogonía -tal, según dicen, es el canto- pues su usanza es no hacer sacrificios si no hay un mago. Después de unos instantes, se lleva el sacrificante la carne, y hace de ella lo que le agrada.
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Acostumbran a celebrar de preferencia a todos el dia del nacimiento. En ese dia creen justo servir una comida más abundante que en los otros; los ricos sirven un buey, un caballo, un camello y un asno enteros asados en el horno, y los pobres sirven reses menores. Usan pocos platos fuertes, pero si muchos postres, y no juntos. Por eso dicen los persas que los griegos cuando están comiendo se levantan con hambre, puesto que, después de la comida nada se sirve que merezca la pena, pero si se sirviera no dejarían de comer. Son muy aficionados al vino. No está permitido vomitar ni orinar delante de otro. Ésas, pues, son las normas que observan. Acostumbran deliberar sobre los negocios más grandes cuando están borrachos. Lo que entonces les parece bien lo proponen al dia siguiente, cuando están sobrios, al amo de la casa en que están deliberando, y si lo acordado también les parece bien cuando sobrios, lo ponen en ejecución; y si no, lo desechan. Y lo que hubieran resuelto estando sobrios, lo deciden de nuevo hallándose borrachos.
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Cuando se encuentran dos por los caminos, puede conocerse si son de una misma clase los que se epcuentran por esto: en lugar de saludarse de palabra, se besan en la boca; si el uno de ellos fuese de condición algo inferior, se besan en la mejilla; pero si el uno fuese mucho más noble, se postra y reverencia al otro. Estiman entre todos, después de ellos mismos, a los que viven más cerca; en segundo lugar, a los que siguen a éstos; y después proporcionalmente a medida que se alejan, y tienen en el más bajo concepto a los que viven más lejos de ellos; creen ser ellos mismos, con mucho, los hombres más excelentes del mundo en todo sentido, y que los demás participan de virtud en la proporción dicha, siendo los peores los que viven más lejos de ellos. Cuando dominaban los medos, unos pueblos mandaban a los otros; y los medos mandaban sobre todos y sobre los que vivian más cerca; éstos a su vez sobre los limitrofes; éstos sobre sus vecinos inmediatos, en la misma proporción que observan los persas; pues asi cada pueblo a medida que se alejaba, dependia del uno y mandaba al otro.
135
De todos los hombres los persas son los que más adoptan las costumbres extranjeras. En efecto, llevan el traje medo, teniéndolo por más hermoso que el suyo, y para la guerra el peto egipcio; se entregan a toda clase de deleites que llegan a su noticia; y así de los griegos aprendieron a tener amores con muchachos. Cada cual toma muchas esposas legitimas y mantiene muchas más concubinas.
136
El mérito de un persa, después del valor militar, consiste en tener muchos hijos; y todos los años el rey envía regalos al que presenta más, porque consideran que la cantidad hace fuerza. Enseñan a sus hijos, desde los cinco hasta los veinte años, sólo tres cosas: montar a caballo, tirar al arco y decir la verdad. El niño no se presenta a la vista de su padre antes de tener cinco años, vive entre las mujeres de la casa; y esto se hace con la mira de que, si el niño muriese durante su crianza, ningún disgusto cause a su padre.
137
Alabo, en verdad, esa costumbre, y alabo también, en verdad, esta otra: por una sola falta, ni el mismo rey impone la pena de muerte, ni otro alguno de los persas castiga a sus familiares con pena irreparable por una sola falta, sino que, si después de calcular halla que los delitos son más y mayores que los servicios, cede a su cólera. Dicen que nadie hasta ahora ha dado muerte a su padre ni a su madre, y que cuantas veces sucedió tal cosa si se la hubiese investigado resultaría de toda necesidad que los hijos eran supuestos o adulterinos; porque, afirman, no es verosímil que los verdaderos padres mueran a manos de su propio hijo.
138
Lo que entre ellos no es lícito hacer, tampoco es lícito decirlo. Tienen por la mayor infamia el mentir; y en segundo término, contraer deudas, por muchas razones, y principalmente porque dicen que necesariamente ha de ser mentiroso el que esté adeudado. El ciudadano que tuviese lepra o albarazos, no se acerca a la ciudad ni tiene comunicación con los otros persas, y dicen que tiene ese mal por haber pecado contra el sol. A todo extranjero que la padece le echan del país, y también a las palomas blancas, alegando el mismo motivo. En los ríos ni orinan ni escupen, ni se lavan las manos en ellos, ni permiten que nadie lo haga, antes los veneran en extremo.
139
Otra cosa les acontece que se les ha escapado a los persas, pero no a mí: los nombres corresponden a las personas y a sus nobles prendas, y terminan todos con una misma letra, que es la que los dorios llaman san y los jonios sigma. Si lo averiguas, hallarás que todos los nombres de los persas y no unos sí y otros no, acaban de la misma manera.
140
Lo que he dicho hasta aquí sobre los persas puedo decirIo exactamente y a ciencia cierta. Lo que sigue está dicho como cosa escondida y sin certeza, a saber que no se entierra el cadáver de ningún persa antes de que haya sido arrastrado por un ave de rapiña o por un perro. Sé con certeza que los magos lo acostumbran porque lo hacen públicamente. Los persas cubren primero de cera el cadáver, y después lo entierran. Los magos se apartan mucho del resto de los hombres y en particular de los sacerdotes de Egipto. Éstos ponen su santidad en no matar animal alguno, fuera de los que sacrifican; los magos, al contrario, con sus propias manos los matan todos, salvo al perro y al hombre, y contienden por hacerlo, matando no menos a las hormigas que a las sierpes, así como a los reptiles y a las aves. Pero en cuanto a esta usanza, siga tal como ha sido instituída en un comienzo; vuelvo a la primera historia.
141
Así que los lidios fueron conquistados por los persas, los jonios y los eolios enviaron a Sardes embajadores ante Ciro, pues querían ser sus súbditos en las mismas condiciones en que lo eran antes de Creso. Oyó Ciro la pretensión y les contó esta fábula: Un flautista, viendo peces en el mar, tocaba la flauta pensando que saldrían a tierra. Como le falló la esperanza, tomó la red barredera, cogió una muchedumbre de peces, los retiró del mar, y al verlos palpitar les dijo: Basta de baile, ya que cuando yo tocaba la flauta ni siquiera queríais salir del agua.
Ciro contó esa fábula a los jonios y a los eolios, porque antes, cuando él les pidió por sus mensajeros que se rebelasen contra Creso, los jonios no le dieron oídos, y entonces concluido ya el asunto, se mostraban prontos a obedecerle. Enojado, pues, contra ellos, les dijo aquello; y los jonios en cuanto lo oyeron, se volvieron a sus ciudades, fortificaron sus murallas en cada ciudad y se congregaron en el Panjonio todos menos los milesios, porque con esos solos Ciro había concluido un tratado, en las mismas condiciones que el lidio. Los demás jonios determinaron de común acuerdo enviar embajadores a Esparta, para pedir que defendiesen a los jonios.
142
Estos jonios, a quienes pertenece el Panjonio, de todos los hombres que sepamos son los que han fundado sus ciudades bajo el mejor cielo y el mejor clima. Porque ni la región situada al Norte ni la situada al Sur iguala a la Jonia, ni la que mira al Levante ni la que mira al Poniente, ya que unas sufren los rigores del frío y de la humedad, y otras los del calor y de la sequía. No emplean todos los jonios una misma lengua, sino cuatro maneras diferentes. Mileto, la primera de sus ciudades, cae hacia Mediodía, y después siguen Miunte y Priena. Las treses~tán situadas en la Caria y usan de la misma lengua. En la Lidia están las siguientes: tfeso, Colofón, Lébedo, Teos, Clazómenas y Focea; estas ciudades hablan una lengua misma, en todo distinta de la que usan las tres ciudades arriba mencionadas. Quedan todavía tres ciudades más de Jonia, dos de ellas en las islas de Samo y de Quio, y la otra, Eritras, se levanta en el continente. Los quíos y los eritreos tienen el mismo dialecto; pero los samios usan otro particular suyo. Éstos son los cuatro tipos de lengua.
143
De estos pueblos jonios, los milesios se hallaban a cubierto del peligro por su tratado con Ciro, y los isleños nada tenían que temer, porque los fenicios todavía no eran súbditos de los persas, y los persas mismos no eran gente de mar. Los milesios se habían separado de los demás jonios, no por otra causa sino porque siendo débil todo el cuerpo de los griegos, eran en especial los jonios el pueblo más desvalido y de menor consideración. Fuera de la ciudad de Atenas, ninguna otra había respetable. Los demás jonios y los atenienses rehuían su nombre, no queriendo llamarse jonios; y aún ahora me parece que muchos de ellos se avergüenzan de semejante nombre. Pero aquellas doce ciudades se preciaban de llevarle, y levantaron para si mismas un templo al que pusieron el nombre de Panjonio, y resolvieron no admitir en él a ningún otro de los jonios, si bien nadie pretendió la admisión salvo los esmirneos.
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Cosa igual hacen los dorios de la región llamada ahora Pantápolis, y antes Hexápolis, quienes se guardan rigurosamente de admitir a ninguno de los otros doríos vecinos en su templo Triópico, y llegaron a excluir de su comunión a aquellos de sus propios ciudadanos que habían violado sus leyes. Porque en los juegos que celebraban en honor de Apolo Triopio, antiguamente adjudicaban a los vencedores unos trípodes de bronce, y los que los recibían no debían llevárselos, sino ofrecerlos al dios. Pues cierto hombre de Halicarnaso, de nombre Agasicles, declarado vencedor, desdeñó esta ley, se llevó el trípode y lo clavó en la pared de su misma casa. Por esta causa las cinco ciudades, Lindo, Yaliso, Camiro, Cos y Cnido, excluyeron de su comunión a Halicarnaso, la sexta ciudad. Tal fue el castigo que impusieron a los de Halicarnaso.
145
Me parece que los jonios formaron doce ciudades sin querer admitir más, porque también cuando moraban en el Peloponeso estaban distribuídos en doce distritos; así como lo están ahora los aqueos, que los echaron del país. El primero es Pelena, inmediato a Sición; después sigue Egira y Egas, donde se halla el Cratis, río perenne, del cual tomó su nombre el río de Italia; y luego Bura, Hélica, adonde se refugiaron los jonios vencidos en batalla por los aqueos, y Egio, Ripes, Patras, Faras y Óleno, donde está el gran río Piro; y por último, Dima y Triteas, único de estos pueblos que mora tierra adentro.
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Éstos son ahora los doce distritos de los aqueos que antes eran de los jonios. Por eso los jonios forman doce ciudades, pues decir que éstos son más jonios que los otros jonios o que tienen más noble origen, es gran necedad; ya que son parte no pequeña de ellos los abantes de la Eubea, los cuales ni aun el nombre tienen de común con la Jonia, y además se hallan mezclados los minias de Orcómeno, los cadmeos, driopes, los colonos focenses, los molosos, los árcades pelasgos, los doríos epidaurios y otras muchas naciones se hallan mezcladas. Los colonos que, por haber partido del Pritaneo de los atenienses, piensan ser los más nobles de los jonios, ésos no se llevaron mujeres para su colonia y tomaron carias, a cuyos padres habían quitado la vida; por tal crimen, estas mujeres, juramentadas entre sí, se impusieron una ley, que transmitieron a sus hijas, de no comer jamás con sus maridos, ni de llamarles por su nombre puesto que habían asesinado a sus padres, maridos e hijos, y después de cometer tales crímenes vivían con ellas: todo lo cual sucedió en Mileto.
147
Estos colonos atenienses alzaron por reyes, unos a los lidos oriundos de Glauco, hijo de Hipóloco; otros a los caucones pilios, descendientes de Codro, hijo de Melanto; y algunos a entrambos. Pero ya que aprecian más que los restantes el nombre de jonios y ciertamente lo son, concédaseles que son los jonios de limpio linaje. En verdad, son jonios cuantos proceden de Atenas y celebran la fiesta llamada Apaturias, y la celebran todos salvo los efesios y colofonios. Éstos son los únicos jonios que, en consideración de cierto crimen, no celebran las Apaturias.
148
El Panjonio es un lugar sagrado que hay en Mícala, hacia el Norte, dedicado en común por los jonios a Posidón Heliconio. Mícala es un promontorio de tierra firme, que mira hacia el viento Norte, frente a Samo. En él se reunían los jonios de las ciudades y solían celebrar una fiesta a la que pusieron el nombre de Panjonia. Y no sólo las fiestas de los jonios tienen esa peculiaridad, sino también las de todos los griegos acaban uniformemente en una misma letra, como los nombres de los persas.
149
Aquéllas son las ciudades jonias; éstas las eolias: Cima, la llamada Fricónide, Larisa, Neontico, Temno, Cila, Nicio, Egiroesa, Pitana, Egeas, Mirina, Grinea. Éstas son las once ciudades antiguas de los eolios; a una de ellas, Esmirna, la separaron los jonios, pues las ciudades eolias de tierra firme eran también doce. Los eolios se establecieron en tierra mejor que la de los jonios, si bien no en cuanto al clima.
150
Los eolios perdieron a Esmirna del modo siguiente: habían acogido a unos colofonios, derrotados en una sedición y arrojados de su patria. Más tarde, estos desterrados de Colofón aguardaron el día que los esmirneos celebraban extramuros una fiesta en honor de Dioniso, cerraron las puertas y se apoderaron de la ciudad. Acudieron todos los eolios al socorro, y se llegó a un acuerdo: los jonios devolverían los bienes muebles a los eolios, que abandonarían Esmirna. Así lo hicieron; y las once ciudades eolias los distribuyeron entre sí y los admitieron por ciudadanos suyos.
151
Éstas son, pues, las ciudades eolias de tierra firme, fuera de las del monte Ida, que están aparte. En cuanto a las situadas en las islas, cinco se hallan en Lesbo (porque a la sexta, de las que había en Lesbo, Arisba, la esclavizaron los metimneos, aunque eran de la misma sangre), en Ténedo hay una sola ciudad y otra en las llamadas Cien Islas. Los de Lesbo y Ténedo, lo mismo que los jonios de las islas, nada tenían que temer; pero las demás ciudades decidieron seguir en común a los jonios adonde los condujesen.
152
Luego que llegaron a Esparta los enviados de los jonios y de los eolios -pues se ocupaban en ello a toda prisa-, escogieron para que hablase por todos al enviado de Focea, cuyo nombre era Pitermo; el cual vistió un manto de púrpura para que cuando se enterasen de ello los espartanos, concurriese el mayor número, se puso en pie y con una larga arenga les pidió socorro. Los lacedemonios le escucharon y resolvieron no socorrer a los jonios. Los enviados se retiraron. Sin embargo, aunque habían rechazado a los delegados jonios, despacharon hombres en un navío de cincuenta remos para observar, a mi parecer, el estado de las cosas de Ciro y de la Jonia. Luego que éstos llegaron a Focea, enviaron a Sardes al que de ellos era hombre de mayor consideración, llamado Lacrines, para intimar a Ciro que no causase daño a ninguna ciudad de Grecia, porque no lo mirarían con indiferencia.
153
Dícese que después de hablar así el heraldo, Ciro preguntó a los griegos que estaban en su presencia, qué especie de hombres eran los lacedemonios, y cuántos en número, para hacerle semejante declaración; e informado, respondió al orador: -Nunca temí a unos hombres que tienen en medio de sus ciudades un lugar donde se reúnen para engañarse unos a otros con sus juramentos; si tengo salud, no serán las desgracias de los jonios tema de parlería sino las suyas propias. Esas palabras lanzó contra todos los griegos porque tienen mercados, mientras los persas no acostumbran tenerlos, ni poseen siquiera lugares para ellos. Después de esto, Ciro confió Sardes al persa Tábalo, al lidio Paccias el transporte del oro de Creso y de los otros lidios, y partió para Ecbátana, llevando consigo a Creso, sin hacer el menor caso de los jonios, al comienzo. Quienes le creaban dificultades eran Babilonia y el pueblo bactrio, los sacas y los egipcios, contra los cuales se proponía marchar en persona, enviando contra los jonios otro general.
154
Apenas Ciro había salido de Sardes, cuando Paccias sublevó a los lidios contra Tábalo y contra Ciro y, habiendo bajado a la costa del mar, como tenía todo el oro de Sardes, tomó a sueldo auxiliares, y persuadió a la gente de la costa que se alistase con él. Marchó, pues, contra Sardes, y sitió a Tábalo en la acrópolis.
155
Ciro, enterado de esto en el camino, dijo a Creso: ¿Cuál será, Creso, el fin de estas cosas que me suceden? Ya está visto que los lidios nunca me dejarán en paz ni vivirán en paz. Pienso si no seria lo mejor reducidos a esclavitud. Ahora veo que he hecho lo mismo que quien mata al padre y perdona a los hijos. Así también yo te he tomado prisionero y te llevo conmigo a ti que eras más que padre de los lidios, y dejé en sus manos la ciudad, y luego me maravillo de que se rebelen. Expresaba Ciro lo que sentía, y Creso, temeroso de la total ruina de Sardes, le respondió: Rey, tienes mucha razón, pero no te dejes dominar en todo del enojo, ni destruyas una ciudad antigua que es inocente de lo pasado y de lo que ahora sucede. De lo pasado fui yo el autor y en mi cabeza llevo el castigo; de lo que ahora sucede es culpable Paccias, a quien confiaste Sardes: que él te dé satisfacción. Pero a los lidios, perdónales y, para que no se rebelen otra vez ni te den qué temer, ordénales lo siguiente: enviales prohibición de poseer armas de guerra, y mándales que lleven túnica debajo del manto, que calcen coturnos; ordénales que aprendan a tocar la citara y tañer instrumentos con plectro y a cantar, y que enseñen a sus hijos a comerciar. En breve, rey, los verás convertidos de hombres en mujeres, y cesará todo temor de que se rebelen otra vez.
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Creso aconsejaba esas medidas teniéndolas por preferibles para los lidias, que no el ser vendidos por esclavos; bien sabía que, de no proponer un pretexto especioso, no persuadiría al rey a mudar de resolución, y por otra parte recelaba que si los lidios escapaban del peligro actual se rebelasen más tarde contra los persas y pereciesen. Ciro, complacido con el consejo, desistió de su enojo, y dijo a Creso que le obedecería. Llamó al medo Mazares, le mandó que intimase a los lidias lo que le habia aconsejado Creso; y además que redujese a esclavitud a todos los demás que habian marchado contra Sardes, y que de todos modos le trajesen vivo al mismo Paccias.
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Dadas estas órdenes de camino, avanzó Ciro hacia las comarcas de Persia. Paccias, informado de que estaba cerca el ejército que venia contra él, se llenó de pavor, y huyó a Cima. El medo Mazares, que al frente de una parte del ejército de Ciro -la que tenia a su mando- marchaba contra Sardes, cuando vió que ya no se encontraban alli las tropas de Paccias, ante todo obligó a los lidias a ejecutar las órdenes de Ciro y desde esta ordenación mudaron los lidias todo su régimen de vida. Después Mazares envió mensajeros a Cima, ordenando le entregasen a Paccias. Los cimeos acordaron remitirse para su decisión al dios de los Bránquidas. Había allí un oráculo establecido de antiguo, que acostumbraban consultar todos los jonios y los eolios. Este lugar está en el territorio de Mileto, pasando el puerto de Panormo.
158
Los cimeos, pues, enviaron sus diputados a los Bránquidas, y preguntaron qué deberían hacer con Paccias, para dar gusto a los dioses. La respuesta a esta pregunta fue que entregasen Paccias a los persas. Cuando llegó la respuesta y la escucharon los cimeos, se dispusieron a entregarle. En esta disposición se hallaba la mayoría, cuando Aristódico, hijo de Heraclides, sujeto de consideración entre sus conciudadanos, detuvo a los cimeos para que no lo ejecutasen (desconfiando del oráculo y pensando que los comisionados no decían la verdad) hasta que fuesen otros comisionados, en cuyo número se incluyó el mismo Aristódico, a preguntar por segunda vez por Paccias.
159
Luego que llegaron a los Bránqu das, hizo Aristódico la consulta en nombre de todos, y preguntó en estos términos: - ¡Oh rey! Ha llegado a nuestra ciudad como suplicante Paccias el lidio, huyendo de una muerte violenta a manos de los persas. Éstos lo reclaman y mandan a los cimeos que lo entreguen. Nosotros, aunque tememos el poder de los persas, no nos hemos atrevido hasta ahora a entregar un refugiado antes que nos reveles claramente cuál es el partido que debemos seguir. Así preguntó, y el dios le dió de nuevo el mismo oráculo, con orden de entregar Paccias a los persas. Entonces Aristódico con toda intención hizo lo siguiente: se puso a recorrer el templo, y a echar de sus nidos a todos los gorriones y demás pájaros que habían anidado en el templo. Dícese que mientras hacía esto salió una voz del santuario que se dirigió a Aristódico y le dijo: ¡Oh el más impío de los hombres! ¿Cómo te atreves a hacer tal cosa? ¿Arrojas del templo a mis suplicantes? A esto respondió Aristódico sin vacilar: ¡Oh rey!, tú proteges así a tus suplicantes ¿y mandas a los cimeos entregar el suyo? Y luego el dios respondió nuevamente: Sí, lo mando, para que por esa impiedad perezcáis cuanto antes, y no volváis otra vez a mi oráculo a consultar sobre la entrega de suplicantes.
160
Cuando llegó la respuesta y la escucharon los cimeos, no queriendo perecer si le entregaban, ni verse sitiados si le retenían, le enviaron a Mitilena. Los mitileneos, cuando Mazares les despachó mensajes para que entregasen a Paccias, se preparaban a hacerlo por cierta recompensa que no puedo fijar exactamente, porque la cosa no llegó a efectuarse. En efecto: cuando los cimeos supieron que los mitileneos tenían eso entre manos, enviaron un navío a Lesbo y trasladaron Paccias a Quío. Allí fue sacado violentamente del templo de Atenea, patrona de la ciudad, y entregado por los naturales de Quío. Los de Quío le entregaron a cambio de Atarneo, que es un territorio de la Misia, frente a Lesbo. Los persas recibieron así a Paccias y le tuvieron en prisión para presentarle a Ciro. Hubo un tiempo bastante largo durante el cual ningún hombre de Quío enharinaba las víctimas ofrecidas a los dioses con cebada de Atarneo, ni del grano nacido allí se hacían tortas para los sacrificios; y se excluía todo producto de esa región de todas las ceremonias religiosas.
Índice de Los nueve libros de la historia de Heródoto de Halicarnaso | Segunda parte del Libro Primero | Cuarta parte del Libro Primero | Biblioteca Virtual Antorcha |
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