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LIBRO SEGUNDO
EUTERPE
Tercera parte
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A tal extremo de maldad llegó Queops que, por carecer de dinero, puso a su propia hija en el lupanar con orden de ganar cierta suma, no me dijeron exactamente cuánto. Cumplió la hija la orden de su parte, y aún ella por su cuenta quiso dejar un monumento, y pidió a cada uno de los que la visitaban que le regalara una sola piedra; y decían que con esas piedras se había construido la pirámide que está en medio de las tres, delante de la pirámide grande, cada uno de cuyos lados tiene pletro y medio.
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Decían los egipcios que este Queops reinó cincuenta años, y que a su muerte, heredó el reino su hermano Quefrén. Éste se condujo del mismo modo que el otro en general y particularmente en levantar una pirámide que no llega a las dimensiones de la de Queops, pues yo mismo la medí. Tampoco tiene cámaras subterráneas, ni llega a ella un canal desde el Nilo, como a la de Queops, que corra por un conducto construído y rodee por dentro una isla, en la cual dicen que yace Queops. Quefrén fabricó la parte inferior de su monumento, de piedra etiópica abigarrada, y la hizo cuarenta pies más baja que la otra, y vecina a la grande; ambas se levantan en un mismo cerro, que tendrá unos cien pies de alto.
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Decían que Quefrén reinó cincuenta y seis años. Cálculan que ésos son los ciento seis años durante los cuales los egipcios vivieron en total miseria y durante todo ese tiempo los templos, que habían sido cerrados, no se abrieron. Por el odio contra los dos reyes, los egipcios no tienen mucho deseo de nombrarlos; de suerte que dan a las pirámides el nombre del pastor Filitis, quien por aquel tiempo apacentaba sus rebaños por esos lugares.
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Decían que después de Quefrén reinó Micerino, hijo de Queops. Éste, disgustado con los actos de su padre, abrió los templos, y permitió al pueblo, oprimido hasta la última miseria, que se retirara a sus ocupaciones y sacrificios. Entre todos los reyes, fue el que dió más justas sentencias, y por eso ensalzan a Micerino sobre todos cuantos fueron reyes de Egipto. No sólo juzgaba íntegramente, sino que, a quien criticaba la sentencia, le daba de lo suyo para contentarle. Aunque era bondadoso con sus súbditos y observaba tal conducta, le aconteció, como primera de sus desgracias, morirse su hija, única prole que tenía en su casa. Muy apenado por el infortunio sobrevenido, y queriendo sepultar a su hija por modo extraordinario, hizo labrar una vaca de madera hueca, la doró, y en ella sepultó a la hija que se le había muerto.
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Esa vaca no fue cubierta de tierra, antes bien era visible todavía en mis tiempos, en la ciudad de Sais, colocada en el palacio en una cámara adornada. Ante ella queman todos los días todo género de perfume, y todas las noches se le enciende su lámpara perenne. Cerca de esta vaca, en otra cámara, están las imágenes de las concubinas de Micerino, según decían los sacerdotes de la ciudad de Sais; son estatuas colosales de madera, desnudas, unas veinte, más o menos, en número; no puedo decir quiénes sean, sino lo que se cuenta acerca de ellas.
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Sobre la vaca y los colosos cuentan algunos esta historia: Micerino se prendó de su hija, y la gozó a pesar de ella. Dicen luego, que la joven se ahorcó de dolor, que el rey la sepultó en aquella vaca, que su madre cortó las manos de las criadas que entregaron la hija al padre, y que ahora les ha pasado a sus imágenes lo mismo que les pasó en vida. Los que así hablan, a mi entender, desatinan, en toda la historia, particularmente en cuanto a las manos de los colosos, pues hemos visto nosotros mismos que han perdido las manos por el tiempo; y aún en mis días se veían a los pies de las estatuas.
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La vaca está toda cubierta con un manto de púrpura; pero muestra el cuello y la cabeza, dorados con una gruesa capa de oro, y lleva en medio de sus astas un círculo de oro que imita el del sol. No está en pie sino hincada, y su tamaño es el de una vaca viva grande. La sacan fuera de la cámara todos los años cuando los egipcios plañen al dios que yo no nombro a este propósito; entonces es cabalmente cuando sacan al público la vaca. Porque, según dicen, la hija al morir, pidió a su padre Micerino ver el sol una vez al año.
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Después de la desastrada muerte de su hija, le sucedió lo siguiente a Micerino: le llegó de la ciudad de Buto un oráculo con el aviso de que iba a vivir sólo seis años, y morir al séptimo. Lleno de indignación, Micerino envió al oráculo a reprochar a su vez al dios porque su padre y su tío, que habían cerrado los templos, sin preocuparse de los dioses, oprimiendo además a los hombres, habían vivido largo tiempo y él, que era pío iba a morir tan pronto. Vínole del oráculo por segunda respuesta que por lo mismo se le acortaba la vida, por no haber hecho lo que debía hacer, pues el Egipto debía ser oprimido duramente ciento cincuenta años, y sus dos antecesores lo habían comprendido y él no. Oído esto y advirtiendo Micerino que su fallo estaba ya dado, mandó fabricar gran cantidad de lámparas y, cuando llegaba la noche, las encendía, bebía y se daba buena vida día y noche, sin cesar, paseando por los pantanos y los prados y por dondequiera hubiese muy buenos lugares de recreo. Todo lo cual discurrió con el intento de demostrar que el oráculo había mentido, para tener doce años en lugar de seis, convirtiendo las noches en días.
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También Micerino dejó una pirámide, mucho menor que la de su padre; cada lado es de tres pletros menos veinte pies: es cuadrada, y hasta la mitad, de piedra etiópica. Pretenden algunos griegos que pertenece a la cortesana Rodopis, pero no dicen bien, y me parece que lo dicen sin saber siquiera quién fue Rodopis, pues no le hubieran atribuído la construcción de semejante pirámide. en la cual se han gastado infinitos millares de talentos, por decirlo así. Además, Rodopis no floreció en el reinado de Micerino, sino en el de Amasis. En efecto: muchísimos años después de los reyes que dejaron las pirámides, vivió Rodopis, natural de Tracia, esclava de Yadmón de Samo, hijo de Hefestópolis, y compañera de esclavitud del fabulista Esopo. Pues también él fue esclavo de Yadmón. como se demuestra sin duda por esta prueba: cuando los de Delfos, en obediencia a un oráculo, pregonaron muchas veces quién quería recoger la indemnización por la muerte de Esopo, nadie se presentó, y quien la recogió fue otro Yadmón, hijo del hijo de Yadmón. Así, pues, Esopo había sido esclavo de Yadmón.
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Rodopis pasó al Egipto conducida por Xantes, natural de Samo; y aunque había pasado para granjear con su cuerpo, fue puesta en libertad mediante una gran suma de dinero por un hombre de Mitilena, Caraxo, hijo de Escamandrónimo y hermano de la poetisa Safo. Así, pues, quedó libre Rodopis y permaneció en el Egipto y, por ser muy atrayente, juntó muchos caudales como para Rodopis, pero no como para levantar semejante pirámide. Y pues quien quiera puede ver hasta hoy la décima parte dé sus bienes, no deben atribuírsele grandes riquezas. Porque Rodopis quiso dejar en Grecia un monumento suyo, para lo cual mandó hacer un objeto que nadie jamás hubiese hecho ni aun pensado, y lo consagró en Delfos como memoria particular. Al efecto, con la décima parte de su hacienda mandó hacer muchos asadores de hierro, como para atravesar un buey, tantos como alcanzase ese diezmo. y los envió a Delfos; aún hoy están amontonados detrás del altar que consagraron los de Quío, frente al templo mismo. Suelen ser atrayentes las cortesanas de Náucratis. Y no sólo ésta de quien estamos contando llegó a ser tan famosa que todos los griegos conocían el nombre de Rodopis; sino también residió después otra, por nombre Arquídica, cantada por toda la Grecia, aunque menos celebrada que la primera. Cuando Caraxo, luego de rescatar a Rodopis, volvió a Mitilena, Salo le zahirió mucho en una canción.
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Dejo de hablar de Rodopis. Contaban los sacerdotes que, después de Micerino, fue rey de Egipto, Asiquis, que mandó hacer los pórticos del templo de Hefesto que dan al Levante, y que son con mucho los más bellos y los más grandes; pues aunque todos los pórticos tienen figuras esculpidas y presentan infinita variedad de fábrica, aquéllos sobresalen con gran ventaja. En su reinado, por ser muy escasa la comunicación de dinero, se dictó entre los egipcios una ley por la cual se daba en prenda el cadáver de su padre; y se añadió más todavía a esa ley: que el que diera un préstamo era dueño de todo el sepulcro del que lo tomaba; y al que empeñaba esa prenda y no quería pagar su deuda, se le impuso la pena de no poder ser enterrado al morir, ni en la tumba de sus mayores ni en otra alguna, ni poder sepultar a ninguno de los suyos que muriera. Deseoso este rey de superar a los que habían antes reinado en Egipto, dejó como monumento una pirámide de ladrillo, en la cual está grabada en piedra una inscripción que dice así: No me desprecies comparándome con las pirámides de piedra; las sobrepaso tanto como Zeus a los demás dioses. Hundieron una pértiga en el lago, recogieron el barro pegado a la pértiga, hicieron con él ladrillos y de ese modo me levantaron.
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Esto es cuanto hizo aquel rey. Después de él reinó un ciego de la ciudad de Anisis, llamado Anisis. En su reinado se lanzaron contra el Egipto con un numeroso ejército los etíopes con su rey Sábacos: el rey ciego huyó a los pantanos, y el etíope reinó cincuenta años en Egipto, durante los cuales procedió así: cuando algún egipcio cometía un delito, no quería matar a nadie, y condenaba a cada cual conforme a la gravedad del delito, ordenándoles levantar terraplenes junto a la ciudad de donde eran naturales. Y de este modo las ciudades quedaron todavía más altas; la primera vez, los terraplenes habían sido levantados por los que habían abierto los canales en tiempos del rey Sesostris; la segunda, en el reinado del etíope; y las ciudades quedaron muy altas. Y siendo altas otras ciudades de Egipto, la más terraplenada, a mi parecer, es la ciudad de Bubastis, en la cual hay un santuario de la diosa Bubastis muy digno de memoria: porque otros santuarios hay más grandes y más suntuosos, pero ninguno más placentero a la vista que éste Bubastis, en lengua griega, es Ártemis.
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Su santuario es así: salvo por su entrada, en lo demás es una isla, porque vienen desde el Nilo dos canales que no se juntan sino corren separados hasta la entrada del santuario, rodeando uno por un lado y otro por otro; cada uno tiene cien pies de ancho, y árboles que les dan sombra. Sus pórticos son de diez brazas de alto, adornados con figuras de seis codos, dignas de nota. Se halla el santuario en el centro de la ciudad, y al recorrerla se lo ve desde todas partes, porque, levantada la ciudad con terraplén, y mantenido el templo como desde el principio se edificó, queda visible. Lo rodea un muro con figuras esculpidas; hay un bosque de árboles altísimos, plantados alrededor de un templo grande, dentro del cual está la estatua. El ancho y el largo del santuario en toda dirección, es de un estadio. Delante de la entrada corre un camino empedrado de tres estadios de largo; más o menos, y unos cuatro pletros de ancho, que a través de la plaza se dirige a Levante. A uno y otro lado del camino están plantados árboles que tocan el cielo; lleva al santuario de Hermes. Tal, pues, es este santuario.
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Contaban que la retirada del etíope se realizó de este modo. Se dió a la fuga porque vió ensueños tal visión: parecióle que estaba a su lado un hombre que le aconsejaba reunir a todos los sacerdotes de Egipto y partirlos por el medio. Luego de tener esa visión, dijo que los dioses le presentaban ese pretexto para que cometiese alguna impiedad contra las cosas sagradas y recibiese algún mal de parte de los dioses o de los hombres; que él no lo haría y, puesto que se había cumplido el plazo profetizado a su imperio, se retiraría. En efecto, haliándose en Etiopia, los oráculos que consultan los etíopes habian predicho que reinaria cincuenta años en Egipto. Como habia pasado ese tiempo y le turbaba la visión de su sueño, Sábacos se marchó voluntariamente del Egipto.
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Al irse el etíope del Egipto, tomó de nuevo el mando el rey ciego, llegado de los pantanos, donde vivió cincuenta años en una isla que habia terraplenado con tierra y ceniza, pues siempre que venian a traerle viveres los egipcios, a hurto del etíope, según tenia ordenado, a cada cual les pedia que junto con el regalo le trajese ceniza. Nadie pudo hallar esta isla antes que Amirteo, y en más de setecientos años no fueron capaces de hallarla los reyes anteriores a Amirteo. El nombre de esta isla es Elbo, y su tamaño en toda dirección es de diez estadios.
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Después de éste reinó el sacerdote de Hefesto, por nombre Setos. Este rey en nada contaba con la gente de armas de Egipto, y hacía poco caso de ellos, como si nunca hubiera de necesitarlos; y entre otros desaires que les infirió, les quitó las yugadas de tierra escogida, doce a cada soldado, que les hablan dado los reyes anteriores. Luego Sanacaribo, rey de los árabes y de los asirios, dirigió contra Egipto un gran ejército. y los guerreros del pals no quisieron ayudarle. Viéndose el sacerdote en apuros, entró en el santuario y lamentó ante la imagen la desventura que estaba a punto de padecer. En medio de sus lamentos le tomó el sueño y le pareció, en su visión, que el dios estaba a su lado y le animaba, asegurándole que ningún mal le sucederla si hacia frente al ejército de los árabes, porque él mismo le enviaría auxiliares. Confiado en estos sueños, llevó consigo los egipcios que quisieron seguirle, y acampó en Pelusio, que es la entrada para Egipto; no le segula un solo hombre de la gente de armas, sino los mercaderes, artesanos y placeros. Después que llegaron los enemigos, a la noche se esparció por ellos una muchedumbre de ratones agrestes que comieron las aljabas, los arcos, y, finalmente, las agarraderas de los escudos; a tal punto que al día siguiente, al huir desarmados, cayeron en gran número. Y ahora se levanta en el santuario de Hefesto la estatua de piedra, de ese rey con un ratón en la mano, y una inscripción que dice: Mlrame, y sé pío.
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Hasta esta altura de mi relato fueron mis informantes los egipcios a una con los sacerdotes; y me mostraban que desde el primer rey hasta este sacerdote de Hefesto que reinó último, habían pasado trescientas cuarenta y una generaciones humanas, y en ellas habían existido otros tantos grandes sacerdotes y reyes. Ahora bien: trescientas generaciones en línea masculina son cien mil años, porque tres generaciones en línea masculina son cien años; y las cuarenta y una que restan todavía, que se agregaban a las trescientas, componen mil trescientas cuarenta. Así, decían que en once mil trescientos cuarenta años ningún dios había aparecido en forma humana, y decían que, ni antes ni después, en los demás reyes que había tenido Egipto, se había visto cosa semejante. Durante ese tiempo, decían, el sol había partido cuatro veces de su lugar acostumbrado, saliendo dos veces desde el punto donde ahora se pone, y poniéndose dos veces en el punto de donde ahora sale, sin que por eso se hubiese alterado cosa alguna en Egipto, ni de las que nacen de la tierra, ni de las que nacen del río, ni en cuanto a enfermedades, ni en cuanto a muerte.
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Hallándose en Tebas, antes que yo, el historiador Hecateo, trazó su genealogía enlazando su estirpe con un dios en décimosexto grado. Y los sacerdotes de Zeus hicieron con él lo mismo que después conmigo, aunque yo no tracé mi genealogía. Me introdujeron en un gran templo y me enseñaron y contaron tantos colosos de madera como dije, porque cada gran sacerdote coloca allí su imagen en vida. Los sacerdotes, pues, me los contaban, y me mostraban que cada uno era hijo de su padre, reconociéndolas todas, desde la imagen del que había muerto último hasta que las mostraron todas. A Hecateo, que había trazado su genealogía enlazando su estirpe con un dios en décimosexto grado, le refutaron la genealogía, negándose a admitirle que de un dios naciera un hombre. Y le refutaron la genealogía de este modo: decían que cada uno de los colosos era un Piromis, hasta demostrarle que los trescientos cuarenta y cinco colosos, eran Piromis, hijo de Piromis sin enlazarlos con dios ni con héroe. Piromis en lengua griega quiere decir hombre de bien.
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Así, pues, enseñaban que los representados por las estatuas habían sido hombres de bien, muy diferentes de dioses. Antes de estos hombres, los dioses eran quienes reinaban en el Egipto, morando entre los mortales, y teniendo siempre uno de ellos el poder. El último que reinó allí fue Horo, hijo de Osiris, a quien los griegos llaman Apolo; fue el último que reinó en Egipto después de haber depuesto a Tifón. Osiris en lengua griega es Dioniso.
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Entre los griegos son tenidos por los dioses más modernos Heracles, Dioniso y Pan; entre los egipcios Pan es antiquísimo, uno de los ocho llamados dioses primeros; Heracles es uno de la segunda dinastía, llamada de los doce dioses, y Dioniso, uno de la tercera dinastía, que nació de los doce dioses. Tengo arriba declarados los años que según los mismos egipcios corrieron desde Heracles hasta el rey Amasis; dícese que son más aun desde Pan y menos que todos desde Dioniso, aunque entre éste y el rey Amasis cuentan quince mil años; y los egipcios dicen que lo saben con certeza, pues siempre cuentan y anotan los años. Pero desde Dioniso, el que dicen nacido de Sémele, hija de Cadmo, hasta mí, hay mil años a lo sumo; y desde Heracles, el hijo de Alcmena, unos novecientos; y desde Pan, el de Penélope (pues los griegos dicen que de ella y de Hermes nació Pan), hasta mí hay menos que desde la guerra de Troya, unos ochocientos años.
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De esas dos opiniones cada cual puede adoptar aquella cuyas razones más le persuadan; mi parecer sobre ellas ya está declarado. Porque si Dioniso el de Sémele, y Pan, nacido de Penélope, se hubieran hecho célebres y hubieran envejecido en Grecia como Heracles, hijo de Anfitrión, podría decirse que éstos también fueron mortales y adoptaron el nombre de dioses que nacieron antes. Pero ahora dicen los griegos que a Dioniso, apenas nacido, lo cosió Zeus en su muslo, y lo llevó a Nisa que está en Etiopía, más allá de Egipto; y respecto de Pan, ni saben decir dónde paró después de nacer. Para mí, pues, es claro que los griegos oyeron el nombre de estos dioses, después que el de los demás y que datan su nacimiento desde la época en que lo oyeron.
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Todo lo anterior es lo que cuentan los mismos egipcios. Ahora referiré lo que sucedió en ese país, según dicen otros pueblos y lo confirman los egipcios; y también agregaré algo de mi observación. Viéndose libres los egipcios después del reinado del sacerdote de Hefesto (y como en ningún momento fueron capaces de vivir sin rey), dividieron todo el Egipto en doce partes, y establecieron doce reyes. Éstos, enlazados con casamientos, reinaban ateniéndose a las siguientes leyes: no destronarse unos a otros, no buscar de poseer uno más que otro, y ser muy fieles amigos. Se impusieron esas leyes que observaron rigurosamente porque al principio, apenas establecidos en el mando, un oráculo les anunció que sería rey de todo Egipto aquel de entre ellos que hiciese libaciones con una copa de bronce en el templo de Hefesto; pues, en efecto, se reunían en todos los templos.
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Acordaron dejar un monumento en común, y así acordados, construyeron un laberinto, algo más allá del lago Meris, situado cerca de la ciudad llamada de los Cocodrilos. Yo lo vi, y en verdad es superior a toda ponderación. Si uno sumara los edificios y obras de arte de los griegos, las hallaría inferiores en trabajo y en costo a dicho laberinto, aunque es ciertamente digno de nota el templo de Efeso y el de Samo. Aun las pirámides eran sin duda superiores a toda ponderación, y cada una de ellas, digna de muchas grandes obras griegas, pero el laberinto sobrepasa a las pirámides. Tiene doce patios cubiertos, y con puertas enfrentadas, seis contiguas vueltas al Norte, y seis contiguas vueltas al Sur; por fuera las rodea un muro. Las estancias son dobles, unas subterráneas, otras levantadas sobre aquéllas, en número de tres mil, mil quinientas de cada especie. Las estancias levantadas sobre el suelo las hemos visto y recorrido nosotros mismos, y hablamos de ellas después de haberlas contemplado; las subterráneas las conocemos de oidas, porque los egipcios encargados de ellas, de ningún modo querían enseñármelas, diciendo que se hallaban allí los sepulcros de los reyes que primero edificaron ese laberinto, y los de los cocodrilos sagrados. Asi, de las estancias subterráneas hablamos de oídas; las de arriba, superiores a toda obra humana, las vimos con nuestros propios ojos. Los pasajes entre las salas y los rodeos entre los patios, llenos de artificio, proporcionaban infinita maravilla al pasar de un patio a las estancias y de las estancias a otros patios. El techo de todo esto es de piedra, como las paredes, y las paredes están llenas de figuras grabadas. Cada patio está rodeado de columnas de piedra blanca, perfectamente ajustada. Al ángulo donde acaba el laberinto está adosada una pirámide de cuarenta brazas, en la cual están grabadas grandes figuras; el camino que lleva a ella está abierto bajo tierra.
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Mas, aunque sea tal ese laberinto, causa todavía mayor admiración el lago llamado Meris, cerca del cual está edificado ese laberinto. Su contorno es de tres mil seiscientos estadios, que son sesenta esquenos, igual que la costa de Egipto mismo; corre a lo largo de Norte a Sur, y tiene cincuenta brazas de hondura donde más hondo es. Por si mismo muestra que está excavado artificialmente. En el centro, más o menos, se levantan dos pirámides, cada una de las cuales sobresale cincuenta brazas del agua, y debajo del agua tienen construido otro tanto; y encima de cada una se halla un coloso de piedra sentado en su trono. Así, las pirámides tienen cien brazas, y las cien brazas son justamente un estadio de seis pletros, midiendo la braza seis pies o cuatro codos, pues el pie tiene cuatro palmos y el codo, seis. El agua del lago no nace allí mismo (porque esta comarca es notablemente árida) sino que ha sido conducida por un canal desde el Nilo; durante seis meses corre adentro, hacia el lago, y durante seis meses corre afuera, hacia el Nilo. Y cuando corre afuera, en los seis meses reporta al fisco un talento de plata cada día por los pescados, y cuando el agua corre hacia el lago, reporta veinte minas.
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Decían los naturales que este lago desemboca subterráneamente en la Sirte de Libia, dirigiéndose tierra adentro hacia Poniente, a lo largo de la montaña que está más allá de Menfis. Como no veía yo en parte alguna la tierra proveniente de tal excavación, y ello me preocupaba, pregunté a los que moraban más cerca del lago dónde estaba la tierra extraída. Ellos me explicaron adónde había sido llevada y me persuadieron fácilmente. Porque había oído contar que en Nínive, ciudad de los asirios, había sucedido otro tanto. Unos ladrones tuvieron la idea de llevarse los grandes tesoros de Sardanapalo, hijo de Nino, que estaban guardados en depósitos. Medida la distancia, comenzaron desde su casa a cavar una mina hacia el palacio; y cuando venía la noche echaban al río Tigris, que corre a lo largo de Nínive, la tierra que extraían de la mina, hasta realizar lo que se proponían. Otro tanto oí que sucedió en la excavación del lago de Egipto, sólo que no lo hacían de noche sino de día; la tierra que iban extrayendo los egipcios la llevaban al Nilo, el cual, recibiéndola no podía menos de esparcirla. Así, pues, cuentan que se excavó este lago.
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Cierta vez que los doce reyes justicieros sacrificaban en el santuario de Hefesto, y se preparaban a hacer las libaciones el último día de la fiesta, el gran sacerdote les trajo las copas de oro en que solian hacer libación, pero se equivocó en el número y trajo once, siendo ellos doce. Entonces Psamético, el que de ellos estába último, como no tenía copa, se quitó el yelmo de bronce, lo tendió e hizo con él su libación. Todos los otros reyes llevaban yelmo y lo tenían en aquel instante. Psamético había tendido su yelmo sin ninguna mala fe; pero los reyes, considerando su acción, y la profecía que se les había predicho (según la cual aquel de entre ellos que libase con copa de bronce sería único rey de Egipto) en memoria del oráculo no creyeron justo matar a Psamético, hallando al interrogarle que no había obrado con ninguna premeditación, pero acordaron confinarle en los pantanos, despojándole de casi todo su poder, con orden de no salir de ellos ni estar en relación con el resto del Egipto.
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Este Psamético, huyendo antes del etíope Sábacos que había matado a su padre Necos se había refugiado en Siria; cuando el etíope se retiró, con motivo de la visión que tuvo en sueños, lo trajeron de vuelta los egipcios del nomo Sais. Y luego, siendo rey, por segunda vez padeció destierro, en los pantanos, por orden de los once reyes, a causa del yelmo. Entendiendo que había sido agraviado por ellos, pensó vengarse de sus perseguidores. Envió a consultar al oráculo de Leto, en la ciudad de Buto, donde está el oráculo más veraz entre los egipcios. Y vínole una profecía de que la venganza le llegaría del mar, cuando apareciesen hombres de bronce. Grande fue su desconfianza de que le socorrieran hombres de bronce, pero no pasó mucho tiempo, cuando ciertos jonios y carios que iban en corso, aportaron al Egipto, obligados por la necesidad. Saltaron a tierra con su armadura de bronce, y un egipcio que jamás había visto hombres armados de bronce, llegó a los pantanos y avisó a Psamético que unos hombres de bronce venidos del mar, saqueaban el llano. Conociendo Psamético que se cumplía el oráculo, dió muestras de amistad a los jonios y carios, y a fuerza de grandes promesas les persuadió a ponerse de su parte. Cuando los hubo persuadido, con los egipcios de su bando y con los auxiliares, depuso a los reyes.
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Apoderado Psamético de todo Egipto, levantó en honor de Hefesto, en Menfis, los pórticos que miran al viento Sur, y enfrente de los pórticos levantó en honor de Apis un patio, en el que se cría Apis, cuando aparece, rodeado de columnas y lleno de figuras; en lugar de columnas, sostienen el patio unos colosos de doce codos. Apis, en la lengua de los griegos, es Épafo.
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A los jonios y carios que le habían ayudado, Psamético permitió morar en terrenos, unos enfrente de otros, por medio de los cuales corre el Nilo, y a los qne puso el nombre de Campamento. Les dió estos terrenos y les entregó todo lo demás que les había prometido. Confióles, asimismo, ciertos niños egipcios para que les instruyeran en la lengua griega; de éstos, que aprendieron la lengua, descienden los intérpretes que hay ahora en Egipto. Los jonios y carios moraron largo tiempo en esos terrenos, los cuales están junto al mar, un poco más abajo de la ciudad de Bubastis, en la boca del Nilo llamada Pelusia. Andando el tiempo, el rey Amasis los trasladó de allí y los estableció en Menfis, convirtiéndolos en su guardia contra los egipcios. Desde que se establecieron en Egipto, por medio de su trato, nosotros los griegos sabemos con exactitud todo lo que sucede en el país, comenzando desde el reinado de Psamético, pues son los primeros hombres de otra lengua que se establecieron en Egipto, y aún en mis días quedaban en los terrenos desde los cuales habían sido trasladados, los cabrestantes de sus naves y las ruinas de sus casas.
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De este modo, pues, Psamético se apoderó del Egipto. Muchas veces mencioné el oráculo de Buto, y ahora hablaré especialmente de él, pues lo merece. Este, oráculo de Egipto es un santuario de Leto situado en una gran ciudad, cerca de la boca del Nilo llamada Sebenítica, al remontar río arriba desde el mar; el nombre de la ciudad donde está el oráculo es Buto, conforme antes la he nombrado; en esa ciudad de Buto hay un santuario de Apolo y de Ártemis. Y el templo de Leto, en el cual está el oráculo, es una obra en sí grandiosa, y tiene un pórtico de diez brazas de alto. Pero diré lo que causa mayor maravilla de cuanto allí puede verse: hay en ese recinto de Leto un templo construído de una sola piedra, así en alto como en largo; cada pared tiene iguales dimensiones: cuarenta codos cada una. El tejado del techo es otra piedra, cuyo alero tiene cuatro codos.
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Así, pues, el templo es para mí lo más admirable de cuantas cosas se ven en este santuario; de las que están en segundo lugar, lo es la isla Quemmis. Está situada en un lago hondo y espacioso, junto al santuario de Buto, y los egipcios dicen que flota. Yo, por cierto, no la vi flotar ni moverse, y quedé atónito al oír que una isla era verdaderamente flotante. Pero sí hay en ella un templo grande de Apolo, en el que están levantados tres altares, y crecen muchas palmas y otros árboles, unos estériles, otros butales. Los egipcios afirman que es flotante y lo confirman con esta historia. Dicen que Leto, una de las ocho deidades que existieron primero, moraba en la ciudad de Buto, donde se encuentra ese oráculo, y en esa isla, que no era flotante antes, recibió a Apolo, en depósito de lsis, y le salvó, escondiéndole en la isla que hoy dicen que flota, cuando vino Tifón, que todo lo registraba, para apoderarse del hijo de Osiris. (Apolo y Artemis, según los egipcios, fueron hijos de Dioniso y de Isis; y Leta fue su nodriza y salvadora. En egipcio, Apolo es Horo; Deméter, Isis, y Ártemis, Bubastis; y de esta historia y no de otra alguna, hurtó Esquilo, hijo de Euforión, lo que diré, apartándose de cuantos poetas le precedieron: presentó, en efecto, a Ártemis como hija de Deméter). Por ese motivo la isla se volvió flotante. Así cuentan esa historia.
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Psamético reinó en Egipto cincuenta y nueve años, de los cuales durante treinta menos uno estuvo sitiando a Azoto, gran ciudad de la Siria, hasta que la tomó. Esta Azoto, de todas las ciudades que sepamos, fue la que por más tiempo resistió a un asedio.
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Hijo de Psamético fue Necos, que reinó en Egipto, y fue el primero en la empresa del canal, abierto después por el persa Darío, que lleva al mar Eritreo. Su largo es de cuatro días de navegación, y se le cavó de ancho tal que por él pueden bogar dos trirremes a la par. El agua le llega desde el Nilo, y le llega algo más arriba de la ciudad de Bubastis, pasando por Patumo, la ciudad de Arabia; desemboca en el mar Eritreo. Empezóse la excavación en la parte de la llanura de Egipto, vecina de Arabia; con esa llanura confina hacia el Sur la montaña que se extiende cerca de Menfis, en la cual se hallan las canteras. El canal corre por el pie de este monte, a lo largo, de Poniente a Levante, y luego se dirige a las quebradas, partiendo desde la montaña hacia el Mediodía y viento Sur, hasta el golfo Arábigo. En el paraje donde es más corto y directo el camino para pasar del mar Mediterráneo al meridional -paraje llamado Eritreo-, desde el monte Casio, que divide Egipto y Siria, de allí al golfo Arábigo, hay mil estadios; éste es el camino más directo: el canal es mucho más largo, en cuanto es más sinuoso. Cuando lo excavaban, en el reinado de Necos, perecieron ciento veinte mil egipcios, y en medio de la excavación, Necos se interrumpió, pues le detuvo un oráculo, diciéndole que estaba trabajando para el bárbaro. Bárbaros llaman los egipcios a cuantos no tienen su misma lengua.
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Necos, después de interrumpir el canal, se dedicó a las expediciones militares. Mandó construir trirremes, unas junto al mar del Norte, y otras en el golfo Arábigo, junto al mar Eritreo, cuyos cabrestantes se ven todavía. Necos se servía de estas naves en su oportunidad. Por tierra venció a los asirios en el encuentro de Magdolo; después de la batalla, tomó a Caditis, que es una gran ciudad de Siria, y consagró a Apolo el vestido que llevaba al realizar esas hazañas, enviándolo al santuario de los Bránquidas, en Mileto. Después de reinar en total dieciséis años, murió dejando el mando a su hijo Psammis.
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Mientras Psammis reinaba en Egipto, llegaron unos embajadores de los eleos jactándose de haber instituido el certamen de Olimpia con la mayor justicia y concierto del mundo, y creyendo que los egipcios mismos, los hombres más sabios del mundo, no podrían inventar nada mejor. Luego que llegaron a Egipto los eleos y dijeron el motivo por el que habían llegado, el rey convocó a los egipcios que tenían fama de ser más sabios. Reunidos los egipcios, oyeron de boca de los eleos todo cuanto deben observar en un certamen; y después de contarlo todo, dijeron que venían para conocer si los egipcios podían inventar nada más justo. Los egipcios, después de haber deliberado, preguntaron a los eleos si tomaban parte en los juegos sus conciudadanos. Ellos respondieron que a cualquiera estaba permitido, ya de entre ellos, ya de los demás griegos, tomar parte en los juegos. Los egipcios replicaron que al disponerlo así habían faltado por completo a la justicia, pues era del todo imposible que no favorecieran en la competencia al ciudadano y fueran injustos con el forastero; que si de veras querían establecer con justicia los juegos, y con este fin habían venido a Egipto, les exhortaban a instituir el certamen para participantes forasteros y que a ningún eleo le estuviese permitido participar. Así aconsejaron los egipcios a los eleos.
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Psammis reinó solamente seis años; hizo una expedición contra Etiopía; murió inmediatamente, y le sucedió su hijo Apries, el cual, después de su bisabuelo Psamético, fue el más feliz de todos los reyes anteriores. Tuvo el mando veinticinco años durante los cuales llevó su ejército contra Sidón, y combatió con los tirios por mar. Pero había de alcanzarle la mala suerte, y le alcanzó con la ocasión que narraré más por extenso en mis relatos líbicos, y suscintamente por ahora. Apries envió un gran ejército contra los de Cirene y sufrió una gran derrota. Los egipcios le echaron la culpa y se sublevaron contra él, pensando que los había enviado con premeditación a un desastre para que pereciesen y él mandase con más seguridad al resto de los egipcios. Indignados por ello se sublevaron abiertamente, así los que habían vuelto como los amigos de los que habían perecido.
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Enterado Apries de esto, envió a Amasis para que, con buenas palabras, hiciera desistir a los sublevados. Cuando Amasis llegó y trataba de reprimirles para que no se rebelasen, mientras hablaba, uno de ellos, que estaba a su espalda, le colocó un casco, y al ponérselo dijo que se lo ponía para proclamarle rey. No sentó mal esto a Amasis, según lo demostró, pues cuando le alzaron rey de Egipto los sublevados, se preparó para marchar contra Apries. Informado Apries de lo sucedido, envió contra Amasis a un hombre principal entre los egipcios que le rodeaban, por nombre Patarbemis, con orden de que le trajera vivo a Amasis. Cuando llegó Patarbemis y llamó a Amasis, éste, que se hallaba a caballo, levantó el muslo e hizo una chocarrería diciéndole que la remitiese a Apries. No obstante, Patarbemis le instó a que se presentase ante el rey, que enviaba por él; Amasis respondió que hacía tiempo se preparaba a hacerlo y que no tendría por qué quejarse Apries, pues iba a comparecer él y a llevar muchos otros. No se engañó Patarbemis sobre el sentido de estas palabras, y viendo los preparativos, regresó a prisa, queriendo informar cuanto antes al rey de lb que se trataba. Cuando Apries le vió volver sin traer a Amasis, sin pensar más y lleno de cólera, mandó cortarle las orejas y narices. Al ver los demás egipcios, que todavía eran sus partidarios, a un personaje de los más principales, tan afrentosamente mutilado, se pasaron sin aguardar más tiempo a los otros y se entregaron a Amasis.
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Enterado de esta nueva sublevación, Apries armó a sus auxiliares y marchó contra los egipcios; tenía consigo treinta mil auxiliares, carios y jonios. Su palacio, grande y digno de admiración, estaba en la ciudad de Sais. Apries y los suyos marcharon contra los egipcios; Amasis y los suyos contra los forasteros; unos y otros llegaron a la ciudad de Momenfis, prontos para medir sus fuerzas.
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Hay siete clases de egipcios de las cuales una se llama la de los sacerdotes, otra la de los guerreros, otra la de boyeros, otra la de porquerizos, otra la de mercaderes, otra la de intérpretes y otra la de pilotos. Todas éstas son las clases de los egipcios, y toman nombre de sus oficios. Los guerreros se llaman calasiries y hermotibies, y pertenecen a los siguientes nomos (pues todo Egipto está dividido en nomos):
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Éstos son los nomos de los hermotibies: el de Busiris, Sais, Quemmis, Papremis, la isla llamada Prosopitis y la mitad de Nato. De esos nomos son naturales los hermotibies quienes, cuando alcanzaron su mayor número, eran ciento sesenta mil hombres. Ninguno de ellos ha aprendido oficio alguno, sino que se dedican a las armas.
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A los calasiries corresponden estos otros nomos: el de Bubastis, Tebas, Aftis, Tanis, Mendes, Sebenis, Atribis, Faraitis, Tmuis, Onofis, Anitis, y Miécforis (este nomo mora en una isla frente a la ciudad de Bubastis). Esos nomos son de los calasiries quienes, cuando alcanzaron su mayor número, eran doscientos cincuenta mil hombres. Tampoco les está permitido a éstos ejercer ningún oficio, y ejercen solamente los de la guerra, de padres a hijos.
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No puedo decir con certeza si esto lo han adoptado los griegos de los egipcios, pues veo que tracios, escitas, persas, lidias, y casi todos los bárbaros, tienen en menor estima entre sus conciudadanos a los que aprenden algún oficio y a sus hijos; y tienen por nobles a los que desechan los trabajos manuales, y mayormente a los que se dedican a la guerra. Lo cierto es que han adoptado este juicio todos los griegos, y principalmente los lacedemonios: los corintios son los que menos vituperan a los artesanos.
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Los guerreros eran los únicos entre los egipcios, quitando los sacerdotes, que tenían estos privilegios especiales: cada uno tenía reservadas doce aruras de tierra, libres de impuesto. (La arura tiene por todos lados cien codos egipcios, y el codo egipcio es igual al samio). Tenían ese privilegio todos juntos, los siguientes los disfrutaban sucesivamente, nunca unos mismos. Cada año mil calasiries y otros tantos hermotibies servían de guardia al rey: a éstos, además de las aruras, se les daban otras prerrogativas: cinco minas de pan cocido a cada uno, dos minas de carne de vaca y cuatro jarros de vino. Tal era la ración que se daba a los que estaban de guardia.
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Después de marchar al encuentro, Apries al frente de los auxiliares, y Amasis al de todos los egipcios, llegaron a la ciudad de Momenfis y empezaron el combate. Bien combatieron los extranjeros, pero fueron vencidos por ser muy inferiores en número. Apries, según dicen, pensaba que ni un dios podía derribarle de su trono: tan firmemente creía habérselo establecido. No obstante, fue derrotado entonces en ese encuentro y hecho prisionero, y fue conducido a la ciudad de Sais, al palacio antes suyo y entonces ya de Amasis. Por algún tiempo vivió en el palacio y Amasis le trató bien; pero como los egipcios murmuraban diciendo que no obraba con justicia manteniendo al peor enemigo, tanto de ellos como de él mismo, al fin entregó Apries a los egipcios. Ellos le estrangularon y enterraron en las sepulturas de sus antepasados, las cuales se hallan aún en el santuario de Atenea, muy cerca del templo, al entrar a mano izquierda. Los moradores de Sais dieron sepultura a todos los reyes naturales de este nomo dentro, en el santuario. Pues aunque el monumento de Amasis está más apartado del templo que el de Apries y de sus progenitores, también está, con todo, en el patio del santuario; es un pórtico de piedra, grande, adornado de columnas a modo de troncos de palma, con otros suntuosos ornamentos: dentro del pórtico hay dos portales, y en ellos está el ataúd.
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También está en Sais, en el santuario de Atenea, a espaldas del templo y contiguo a todo su muro, el sepulcro de aquel cuyo nombre no juzgo pío proferir a este propósito. Dentro del recinto se levantan también dos grandes obeliscos de piedra, y junto a ellos hay un lago hermoseado con un pretil de piedra bien labrada en círculo, tamaño, a mi parecer, como el lago de Delo, que llaman redondo.
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En ese lago hacen de noche representaciones de la pasión de Aquél, a las cuales los egipcios llaman misterios. Acerca de esto, aunque sé más sobre cada punto, guardaré piadoso silencio. Y respecto a la iniciación de Deméter, que los griegos llaman tesmoforia, también guardaré piadoso silencio, salvo para lo que de ella sea pío decir. Las hijas de Dánao fueron quienes trajeron estos misterios del Egipto y los enseñaron a las mujeres pelasgas; luego, cuando los dorios arrojaron toda la población del Peloponeso, se perdió esta iniciación; los árcades, que de los peloponesios fueron quienes quedaron sin ser arrojados, son los únicos que la conservaron.
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Así derrocado Apries, reinó Amasis, que era del nomo de Sais, y la ciudad de que venía se llama Siuf. Al principio, los egipcios no hacían mucho caso de Amasis y le desdeñaban como a hombre antes plebeyo y de familia oscura; mas luego él se los atrajo con discreción y sin arrogancia. Entre otras infinitas alhajas, tenía Amasis una bacía de oro, en la que, así él como todos sus convidados, se lavaban los pies en cada ocasión; la hizo pedazos y mandó forjar con ellos la estatua de una divinidad, que erigió en el sitio más conveniente de la ciudad. Los egipcios acudían a la estatua y la veneraban con gran fervor. Ámasis, enterado de lo que hacían los ciudadanos, convocó a los egipcios y les reveló que la estatua había salido de la bacía en la que antes vomitaban, orinaban y se lavaban los pies, y que entonces veneraban con gran fervor; pues bien, les dijo, había pasado con él lo mismo que con la bacía; si antes había sido plebeyo, ahora era rey, y les ordenaba que le honraran y respetaran.
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De tal modo se atrajo a los egipcios, al punto de que tuvieran por bien ser sus siervos. El orden que guardaba en sus asuntos era el siguiente: por la mañana, hasta la hora en que se llena el mercado, despachaba con tesón los negocios que le presentaban; pero desde esa hora lo pasaba bebiendo y burlando de sus convidados, y se mostraba frívolo y chocarrero. Pesarosos sus amigos, le reconvinieron en estos términos: Rey, no te gobiernas bien precipitándote a tanta truhanería. Tú, majestuosamente sentado en majestuoso trono, debías despachar todo el día los negocios, y así sabrían los egipcios que están gobernados por un gran hombre y tú tendrías mejor fama. Lo que ahora haces es muy impropio de un rey. Amasis les replicó así: Los que poseen un arco, lo tienden cuando precisan emplearlo, porque si lo tuvieran tendido todo el tiempo, se rompería y no podrían usarlo en el momento necesario. Tal es la condición del hombre; si quisiera estar siempre en una ocupación seria sin entregarse a ratos a la holganza, se volvería loco o mentecato, sin darse cuenta. Y por saber esto, doy parte de mi tiempo al trabajo y parte al descanso. Así respondió a sus amigos.
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Es fama que Amasis, aun cuando particular, era amigo de convites y de burlas, y nada serio; cuando por entregarse a la bebida y a la buena vida, le faltaba lo necesario, iba robando por aquí y por allá. Los que afirmaban que les había robado lo llevaban, pese a sus negativas, ante el oráculo que cada cual tuviese; muchas veces los oráculos le condenaron y muchas veces le dieron por inocente. Cuando fue rey hizo esto: con todos los dioses que le habían absuelto del cargo de ladrón, ni se preocupó de sus templos, ni dió nada para mantenerlos, ni acudía a sacrificar, por no merecer nada y tener oráculos falsos, pero de todos los que le habían condenado por ladrón, se preocupó muchísimo, por ser dioses de verdad, que pronunciaban oráculos veraces.
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En honor de Atenea edificó Amasis en Sais unos pórticos admirables, sobrepasando con mucho a todos en la altura y grandeza, así como en el tamaño y calidad de las piedras; además, consagró unos grandes colosos y enormes esfinges de rostro masculino, e hizo traer para reparaciones otras piedras de extraordinario tamaño. Acarreábanse éstas, unas desde las canteras vecinas a Menfis, y otras, enormes, desde la ciudad de Elefantina, distante de Sais veinte días de navegación. Lo que de todo ello me causa no menor sino mayor admiración, es esto. Transportó desde Elefantina un templete de una sola pieza; lo transportaron durante tres años; dos mil conductores estaban encargados del transporte; todos los cuales eran pilotos. Esta cámara tiene por fuera veintiún codos de largo, catorce de ancho y ocho de alto. Esas son, por fuera, las medidas de la cámara de una sola pieza; pero por dentro tiene de largo dieciocho codos y veinte dedos; de ancho doce codos y de alto cinco. Hállase junto a la entrada del templo. No la arrastraron adentro, según dicen, por este motivo: mientras arrastraban la cámara, el que dirigía la obra, agobiado por el trabajo, prorrumpió en un gemido por el largo tiempo pasado; Amasis tuvo escrúpulo y no dejó que la arrastraran más adelante; dicen también algunos que pereció bajo ella un hombre de los que la movían con palancas, y por ese motivo no fue arrastrada al interior.
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En todos los demás templos renombrados dedicó asimismo Amasis obras dignas de contemplarse; y principalmente en Menfís, el coloso que yace boca arriba delante del templo de Hefesto, de sesenta y cinco pies de largo. En el mismo pedestal se levantan dos colosos de piedra etiópica, de veinte pies de altura cada cual, a un lado y a otro del grande. Otro coloso de piedra de igual tamaño hay en Sais, y tendido del mismo modo que el coloso de Menfis. Amasis fue también el que construyó en honor de Isis el santuario que está en Menfis, que es grande y muy digno de contemplarse.
177 Dícese que bajo el reinado de Amasis fue cuando el Egipto más prosperó, así por el beneficio que el río proporcionaba a la tierra, como por lo que la tierra proporcionaba a los hombres; y que había entonces allí, en todo, veinte mil ciudades habitadas. Amasis es quien dictó a los egipcios esta ley: cada año todo egipcio debe declarar al jefe de su nomo de qué vive; el que no lo hace ni declara un modo de vida legítimo, tiene pena de muerte. Solón de Atenas tomó del Egipto esta ley y la dictó a los atenienses, y éstos la observan para siempre, porque es una ley sin tacha. 178 Como amigo de los griegos, hizo Amasis mercedes a algunos de ellos, pero además, concedió a todos los que pasaban al Egipto, la ciudad de Náueratis como morada; y a los que rehusaran morar allí y venían en sus navegaciones, les dió lugares donde levantar a sus dioses altares y templos. Y por cierto el más grande de esos templos, el más famoso y más frecuentado, es el llamado Helenio. Éstas son las ciudades que lo levantaron en común: entre las jonias, Quío, Teos, Focea y Clazómenas; entre las dóricas, Rodas, Cnido, Halicarnaso y Fasélide; y entre las eolias, únicamente Mitilena. De estas ciudades es el templo, y ellas nombran los jefes de emporio, pues todas las demás ciudades que pretenden tener parte en el templo, lo pretenden sin ningún derecho. Separadamente erigieron los eginetas su templo de Zeus, los samios otro de Hera, y los milesios de Apolo. 179 Antiguamente Náueratis, y ninguna otra ciudad¡ era el único emporio de Egipto; si alguien aportaba a cualquiera otra de las bocas del Nilo, había de jurar que no había sido su ánimo ir allá, y tras el juramento, debía navegar en su misma nave a la boca Canópica; y si los vientos contrarios le impedían navegar, debía rodear el Delta, transportando la carga en barcas hasta llegar a Náueratis: tal era el privilegio de Náueratis. 180 Cuando los Anficciones contrataron por trescientos talentos la fábrica del templo que está ahora en Delfos (porque el que estaba antes ahí mismo se había quemado por azar), tocaba a los de Delfos contribuir con la cuarta parte de la contrata. Recorrían los de Delfos las ciudades recogiendo presentes, y en cada colecta no fue del Egipto de donde menos alcanzaron, pues Amasis les dió mil talentos de alumbre y los griegos establecidos en Egipto, veinte minas. 181 Ajustó Amasis un tratado de amistad y alianza con los de Cirene, y no tuvo a menos casar allí, ya por antojo de tener una griega, ya aparte de esto por amistad con los de Cirene. Casó, pues, según unos, con umi hija de Bato, hija de Arcesilao, según otros, con una hija de Critobulo, ciudadano principal, y su nombre era Ládica. Cuando Amasis se acostaba con ella, nunca podía llegar a conocerla, aunque se unía con las otras mujeres, y como siempre sucedía lo mismo, Amasis dijo a esta Ládica: -Mujer, me has hechizado, y nada te salvará de perecer de muerte que jamás se haya dado a mujer alguna. Como a pesar de las negativas de Ládica no se aplacaba Amasis, ella prometió en su mente a Afrodita que si esa noche la conocía Amasis -pues éste era el remedio de su desgracia- le enviaría una estatua a Cirene. Después de la promesa, la conoció inmediatamente Amasis, y desde entonces, siempre que se le allegaba Amasis la conocía, y después de eso la amó mucho. Ládica cumplió su promesa a la diosa, pues mandó hacer una estatua y la envió a Cirene, y se conserva allí hasta mis tiempos, colocada fuera de la ciudad. A esta Ládica, cuando Cambises se apoderó de Egipto, y supo por ella quién era, la remitió intacta a Cirene. 182 Amasis también consagró ofrendas en Grecia: en Cirene la estatua dorada de Atenea, y un retrato suyo pintado;
en Lindo dos estatuas de piedra, ofrecidas a la Atenea de Lindo, un corselete de lino, obra digna de contemplarse; y dos retratos suyos, de madera, que hasta mis tiempos estaban en el gran templo, detrás de las puertas. Hizo las ofrendas de Samo, por el vínculo de hospedaje que tenía con Polícrates, hijo de Eaces; las de Lindo, no por ningún vínculo de hospedaje, sino porque es fama que levantaron el santuario de Atenea en Lindo las hijas de Dánao, allí arribadas cuando huían de los hijos. de Egipto. Fue el primer hombre que tomó a Chipre y la redujo a pagar tributo.Índice de Los nueve libros de la historia de Heródoto de Halicarnaso Segunda parte del Libro Segundo Primera parte del Libro Tercero Biblioteca Virtual Antorcha