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LIBRO TERCERO
Talía
Tercera parte
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Todos estos indios que he mencionado se juntan en público, como el ganado. Todos tienen igual color, semejante al de los etíopes. El semen que dejan en las mujeres no es blanco, como el de los demás hombres, sino negro como su cutis, y lo mismo es el que despiden los etíopes. Estos indios viven más allá de los persas, hacia el viento Sur y nunca fueron súbditos del rey Darío.
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Otros indios son vecinos de la ciudad de Caspatiro y de la región Pacdica; moran, respecto de los demás indios, hacia la Osa y el viento Norte, y tienen un modo de vida parecido al de los bactrios. Éstos son los más aguerridos entre los indios y son los que salen en expedición a buscar el oro, pues en ese punto está el desierto, a causa de la arena. En ese des1erto se crían hormigas de tamaño menor que el de un perro, y mayor que el de una zorra: algunas cazadas allí se encuentran en el palacio del rey de Persia. Al hacer estas hormigas su morada bajo tierra, sacan arriba la arena del mismo modo que en Grecia hacen las hormigas, y son también de aspecto muy semejante: la arena que sacan arriba contiene oro. En busca de esa arena los indios salen en expedición al desierto. Unce cada cual tres camellos: a cada lado un cadenero macho para tirar y en medio una hembra. El indio monta sobre ella, tras de procurar arrancarla de crías tan tiernas como pueda, pues sus camellas no son inferiores en velocidad a los caballos y, por otra parte, mucho más capaces de llevar carga.
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No describo qué aspecto tiene el camello, porque los griegos lo conocen; pero diré una particularidad que no se conoce: el camello tiene en las patas traseras cuatro muslos y cuatro rodillas. Y el miembro se halla entre las patas traseras, vuelto hacia la cola.
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De ese modo y con ese tiro, salen los indios en busca del oro con la idea de estar en el pillaje cuando más ardientes son los calores, porque a causa del calor ardiente las hormigas desaparecen bajo tierra. Para estos hombres el momento en que más calienta el sol es la mañana, no el mediodía, como para los demás, sino desde muy temprano hasta la hora en que acaba el mercado: a esa hora quema mucho más que en Grecia al mediodía; a tal punto que, según cuentan, la gente lo pasa entonces sumergida en el agua. Pero al llegar al mediodía, quema casi lo mismo a los demás hombres que a los indios. Cuando el sol declina se torna para ellos como es en la mañana para los demás, y a medida que se aleja, refresca más aún hasta que, al ponerse, el frío es extremo.
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Cuando llegan los indios con sus costales al lugar, los llenan de la arena y a toda prisa se marchan de vuelta porque las hormigas, según dicen los persas, les rastrean por el olor y les persiguen. Dícese que ningún otro animal se le parece en velocidad, al punto de que si los indios no cogieran la delantera mientras las hormigas se reúnen, ninguno de ellos se salvaría. Desuncen a los camellos machos, pues son menos veloces para correr que las hembras, cuando se dejan arrastrar por ellas, pero no a ambos a la vez; las hembras, con la memoria de las crías que han dejado, no aflojan en nada. Así adquieren los indios, según cuentan los persas, la mayor parte de su oro; otro, más escaso, lo sacan de las minas del país.
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A los extremos de la tierra habitada les han cabido en suerte, podría decirse, las cosas más bellas; así como a Grecia le han cabido con mucho las estaciones más templadas. Por la parte de Levante, la extrema de las tierras habitadas es la India, según he dicho poco antes; en ella, en primer lugar, los animales, tanto cuadrúpedos como aves, son mucho más grandes que en las demás regiones, salvo los caballos (éstos son inferiores a los de Media, llamados neseos). En segundo lugar, hay allí infinita copia de oro, ya sacado de sus minas, ya arrastrado por los ríos, ya robado, como expliqué, a las hormigas. Los árboles agrestes llevan allí como fruto una lana, que en belleza y en bondad aventaja a la de las ovejas, y los indios usan ropa hecha del producto de estos árboles.
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Por la parte del mediodía, la última de las tierras pobladas es Arabia, ésta es la única de todas las regiones que produce el incienso, la mirra, la canela, el cinamomo y el ládano. Todas estas especies, excepto la mirra, las adquieren los árabes con dificultad. Recogen el incienso con sahumerio de estoraque, que traen a Grecia los fenicios; con ese sahumerio lo cogen, porque custodian los árboles del incienso unas sierpes aladas de pequeño tamaño y de color vario, un gran enjambre alrededor de cada árbol, las mismas que llevan guerra contra el Egipto. No hay medio alguno de apartarlas de los árboles, como no sea el humo del estoraque.
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Los árabes dicen también que toda la tierra se llenaría de esas serpientes, si no les sucediera la misma calamidad que, según sabemos, sucede a las víboras. Pienso que la divina providencia, en su sabiduría, como es de suponer, ha hecho a todos los animales de ánimo tímido y comestibles, muy fecundos, a fin de que, aunque comidos no desaparezcan; mientras a los fieros y perjudiciales ha hecho infecundos. Como la liebre es presa de todos, fieras, aves y hombres, es tan extremadamente fecunda; es la única entre todos los animales, que estando preñada vuelve a concebir, y a un mismo tiempo lleva en su vientre una cría con pelo, otra sin pelo, otra que apenas se va formando en la matriz y otra a la que está concibiendo. Tal es la fecundidad de la liebre. Al contrario, la leona, fiera la más valiente y fuerte, pare una sola vez en su vida y un solo cachorro, porque al parir, junto con la prole, arroja la matriz. La causa de esto es la siguiente: cuando empieza el leoncillo a moverse dentro de la madre, como tiene uñas mucho más agudas que todas las fieras, rasga la matriz, y cuanto más va creciendo, tanto más profundamente la araña y, cuando está vecino el parto, no queda enteramente nada sano de ella.
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Así también, si las sierpes voladoras de los árboles nao cieran conforme a su naturaleza, la vida no sería posible para los hombres. Pero sucede que mientras se aparean, durante el mismo coito, cuando el macho está arrojando el semen, la hembra le ase del cuello, le aprieta y no le suelta hasta devorarle. Muere entonces el macbo del modo que queda dicho, pero la bembra recibe este castigo por la muerte del macho: los hijuelos, estando todavía en el vientre, para vengar a su padre, devoran a su madre, y después de devorarle el vientre, de ese modo salen a luz. Pero las otras serpientes que no son perjudiciales al hombre, ponen huevos y sacan gran cantidad de hijuelos. Víboras las hay en toda la tierra, pero las sierpes voladoras en enjambres existen en Arabia y en ninguna otra parte; por eso parecen muchas.
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De ese modo, pues, adquieren los árabes el incienso; de este otro la canela. Se envuelven primero con cueros de buey y otras pieles todo el cuerpo y la cara, salvo únicamente los ojos, y de este modo van en busca de la canela; porque nace en una laguna poco profunda, alrededor de la cual y en la cual moran ciertos animales alados muy parecidos a los murciélagos, que chillan atrozmente y se resisten con vigor; les es preciso apartarlos de los ojos, y así recogen la canela.
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En cuanto al cinamomo, lo reúnen en forma aun más admirable; no saben decir dónde nace, ni cuál es la tierra que lo produce, bien que algunos, apoyados en verosímil raciocinio, aseguran que nace en los lugares en que se crió Dioniso. Dicen que unas grandes aves llevan esas semillas que nosotros, enseñados por los fenicios llamamos cinamomo, y las llevan las aves a sus nidos, formados de barro, en unos peñascos escarpados sin acceso alguno para el hombre. Ante esto, dicen, los árabes han discurrido el siguiente ardid: parten en pedazos, los más grandes que pueden, los bueyes, asnos y otras bestias de carga que se les mueren, los transportan hacia esos lugares, y después de dejarlos cerca de los nidos, se retiran lejos; las aves bajan volando al instante y los suben al nido que, no pudiendo llevar tanto peso, se rompe y cae por tierra. Acuden los árabes a recoger así el cinamomo, y así recogido pasa de ellos a los demás países.
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En cuanto al lédano, que los árabes llaman ládano, es todavía de más maravilloso origen, ya que, haciendo en lugar muy maloliente, es muy oloroso; se encuentra en las barbas de los machos cabríos, como resina de los árboles. Es útil para muchos ungüentos, y con él muy especialmente sahuman los árabes.
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Sobre los aromas, baste lo dicho: de la tierra de Arabia se exhala un perfume divinamente suave. Tienen dos castas de ovejas dignas de admiración, que no existen en ninguna otra región: la una de ellas tiene cola larga, no menor de tres codos, y si se dejara que la arrastrasen, al frotar contra el suelo la cola se ulceraría; sucede, en cambio, que todo pastor entiende de trabajar la madera para este fin: hace unos carritos, y los ata a las colas, atando la cola de cada res sobre un carrito; la otra casta de ovejas tiene la cola ancha, hasta de un codo de ancho.
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Por la parte en que declina el Mediodía, se extiende a Poniente la Etiopía, última tierra de las pobladas; produce mucho oro, elefantes enormes, árboles, silvestres todos, el ébano, y los hombres más grandes, más hermosos y de más larga vida.
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Tales son los extremos del mundo, así en Asia como en Libia. De los extremos que en Europa caen a Occidente, no puedo hablar con certeza, pues yo, por lo menos, ni admito, que cierto río, llamado por los bárbaros Erídano, desemboque en el mar del Norte, de donde es fama que proviene el ámbar, ni sé que haya unas islas Casitérides, de donde provenga nuestro estaño. Pues en lo primero el nombre mismo de Erídano, demuestra ser griego y no bárbaro, creado por algún poeta; y en lo segundo, aunque me he empeñado, nunca pude saber por un testigo de viset, que la frontera de Europa sea un mar, pero es cierto que el estaño y el ámbar nos llegan de un extremo de la tierra.
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Parece manifiesto que hacia el Norte de Europa es donde hay oro en mayor abundancia, aunque tampoco puedo decir con certeza cómo se obtiene. Cuéntase que lo roban a los grifos los arimaspos, hombres que tienen un solo ojo; mas no puedo persuadirme siquiera de que existan hombres que tengan un ojo solo, y que en el resto de su naturaleza sean como los demás. En suma, parece que las partes extremas que encierran y contienen el resto de la tierra, poseen lo que a nosotros nos parece más hermoso y más raro.
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Hay en el Asia una llanura encerrada por todas partes por montañas; los desfiladeros de las montañas son cinco. Esta llanura perteneció en un tiempo a los corasmios, y estaba situada en los confines de los corasmios, de los hircanios, de los partos, de los sarangas y de los tamaneos; pero después que el imperio pasó a los persas, pertenece al rey. De esas montañas que encierran la llanura corre un gran río, por nombre Aces. Antes éste regaba las referidas tierras dividido en cinco partes, y conducido a cada tierra por medio de cada desfiladero. Pero desde que están bajo el dominio de los persas, les ha pasado esto: el rey ha tapiado los desfiladeros, levantando compuertas en cada uno; impedido el escape del agua, la llanura interior de las montañas se convierte en un mar, ya que el río se vierte en ella por no tener salida por ninguna parte. Así, pues, los que antes acostumbraban servirse del agua, no pudiendo valerse de ella, sufren gran calamidad, pues aunque en invierno la divinidad les envía lluvia como a los demás hombres, en verano necesitan agua para sus sementeras de mijo y sésamo. Como no se les concede gota de agua van a Persia, hombres y mujeres, y de pie ante las puertas del rey, se lamentan a voces. El rey manda abrir las compuertas que dan al pueblo más necesitado; y cuando esa tierra se harta de beber, sus compuertas se cierran y manda abrir otras para otros, los más necesitados de los restantes. Según he oído decir, para abrir las compuertas el rey recauda mucho dinero, además del tributo.
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Así se hace eso. Uno de los siete sublevados contra el mago, Intafrenes, hubo de morir en seguida de la sublevación, por haber cometido el siguiente desafuero. Quiso entrar en palacio para tratar un asunto con el rey y, en efecto, la regla disponía que los sublevados contra el mago tenían acceso al rey sin enviar recado, a menos de hallarse el rey en unión con una mujer. Así, Intafrenes, pretendía que nadie le anunciase, y por ser uno de los siete, quería entrar; mas el portero y el recadero no lo permitían, alegando que estaba el rey en unión con una mujer. Intafrenes, pensando que mentían hizo esto: desenvainó el alfanje, les cortó orejas y narices, las ató a la brida de su caballo, y poniéndola al cuello de éstos, les dejó.
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Ellos se presentaron al rey, y le dijeron el motivo del ultraje. Temeroso Darío de que tal hubiesen hecho los seis conjurados de común acuerdo, les hizo venir uno a uno, y exploró su pensamiento para ver si aprobaban lo que había pasado. Cuando advirtió que Intafrenes había cometido aquello sin complicidad de los otros, prendió, no sólo a él mismo, sino también a sus hijos y a todos sus familiares, teniendo mucha sospecha de que tramaba con sus parientes una sublevación, y luego de prender a todos, les encarceló con pena de muerte. La esposa de Intafrenes iba muchas veces a las puertas del rey, llorando y lamentándose. Y como hacia esto sin cesar, movió a compasión al mismo Darío, quien le mandó decir pbr un mensajero: Mujer, el rey Darío te concede salvar uno de los prisioneros de tu familia, el que entre todos quieras. Ella, después de pensarlo, respondió: Pues si el rey me concede la vida de uno, escojo entre todos a mi hermano. Enterado de ello Darío, y admirado de la respuesta. le envió a decir: Mujer, te pregunta el rey por qué idea dejas a tu marido y a tus hijos y prefieres que viva tu hermano, que te es más lejano que tus hijos y menos caro que tu marido. Ella respondió así: Rey, yo podría tener otro marido si la divinidad quisiera, y otros hijos si perdiera éstos; pero como mi padre y mi madre ya no viven, de ninguna manera podría tener otro hermano. Por tener esa idea hablé de aquel modo. Parecióle a Darío que la mujer había hablado con acierto y, agradado de ella, le entregó el hermano que escogía y el mayor de sus hijos. A todos los demás dió muerte. Así, pues, uno de los siete pereció enseguida del modo referido.
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Cuando la enfermedad de Cambises, más o menos, sucedió este caso. Era gobernador de Sardes, designado por Ciro, un persa, Oretes. Éste codició hacer una acción impía, pues sin haber recibido disgusto, ni haber oído palabra liviana de parte de Polícrates de Samo, y sin haberle visto antes, codició apoderarse de él y perderle, según cuentan los más, por el siguiente motivo. Estaba Oretes sentado, a las puertas del rey con otro persa llamado Mitrobates, gobernador de la provincia de Dascileo, y de palabra en palabra llegaron a reñir; contendían sobre sus méritos, y dicen que Mitrobates dirigió a Oretes este reproche: Tú te tienes por hombre, tú que no ganaste para el rey la isla de Samo, contigua a tu provincia, y tan fácil de someter, que uno de los naturales se sublevó con quince hoplitas, se apoderó de ella y es ahora su tirano. Pretenden algunos, pues, que al oír esto, dolido del agravio, no tanto codició vengarse del que se lo dijo, cuanto arruinar de cualquier modo a Polícrates, causa de que se le insultase.
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Otros, en menor número, cuentan que Oretes envió a Samo un heraldo para pedir algo (pero no dicen qué cosa fuese), a Polícrates, que se hallaba recostado en la sala de los hombres y tenía a su lado a Anacreonte de Teos; y que ya de intento, en desprecio de Oretes, ya por azar, sucedió esto: entró el heraldo de Oretes y expuso su embajada; y Polícrates, que se hallaba vuelto a la pared, ni se volvió ni respondió. Cuentan que éstos fueron los dos motivos de la muerte de Polícrates; cada cual puede creer el que quiera.
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Oretes, que residía en Magnesia, la ciudad fundada a orillas del río Meandro, envió a Samo a Mirso, hijo de Giges y natural de Lidia, con un mensaje, pues conocía el pensamiento de Polícrates. Porque Polícrates es, que sepamos, el primero de los griegos que pensó en el imperio del mar, aparte Minos de Gnoso y algún otro anterior, si lo hubo, que reinara sobre el mar; en la llamada era humana, fue Polícrates el primero, y tenía grandes esperanzas de reinar en Jonia y en las islas. Conociendo, pues, Oretes que andaba en tales pensamientos, le envió un mensaje en estos términos: Oretes dice así a Polícrates: estoy informado de que meditas grandes empresas, y de que tus medios no alcanzan a tus proyectos. Haz como te diré y te elevarás a ti mismo y me salvarás la vida, pues el rey Cambises, según se me ánuncia claramente, maquina mi muerte. Sácame, pues, a mí y a mis tesoros: toma una parte de ellos y déjame la otra; por lo que al dinero hace conquistarás la Grecia entera. Y si no me crees lo que te digo de los tesoros, envíame el hombre más fiel que tengas, y se los mostraré.
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Oyó Polícrates con mucho gusto tal embajada y aceptó, y como, por lo visto, era hombre muy ansioso de dinero, envió ante todo para que lo viese a Meandrio, hijo de Meandrio, un ciudadano que era su secretario y que no mucho tiempo después consagró en el Hereo todo el aderezo, digno de admiración, de la sala de hombres de Polícrates. Cuando supo Oretes que llegaría el veedor, hizo lo siguiente: llenó de piedras ocho cofres hasta muy poco antes del borde, y por encima de las piedras echó oro; cerró los cofres con nudo y los tuvo listos. Llegó Meandrio, los vió, y dió cuenta luego a Polícrates.
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Éste se preparaba para partir, a pesar de que los agoreros le disuadían con empeño y con empeño también los amigos, y aunque además su hija tuvo en sueños esta visi6n: pareció1e que su padre, suspendido en el aire, era lavado por Zeus y ungido por el sol. Por haber tenido semejante visión, pugnaba por todos los medios para que Polícrates no se presentase ante Oretes, y al entrar ya Polícrates en su nave de cincuenta remos, pronunciaba palabras de mal agüero. Amenazó Polícrates a su hija que si volvía salvo, mucho tiempo iba a seguir doncella, y ella rogó que así se cumpliera, pues más quería ser largo tiempo doncella que no perder a su padre.
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Sin tener en cuenta ningún consejo, se embarcó Policrates para ir a verse con Oretes, llevando gran séquito de amigos, y entre otros a Democedes de Crotona, hijo de Califonte, el cual era médico y, en sus tiempos el que mejor practicaba su arte. Al llegar Polícrates a Magnesia, pereció miserablemente, con muerte indigna de su persona y de sus ambiciones, pues a excepción de los que fueron tiranos de Siracusa ninguno de los tiranos griegos puede compararse en magnificencia con Polícrates. Luego de haberle muerto en forma indigna de referirse, Oretes le crucificó; de su séquito, a cuantos eran naturales de Samo, los dejó partir diciéndoles que debían darle las gracias por quedar libres; a cuantos eran extranjeros y criados les trató como esclavos. Policrates, colgado de la cruz, cumplió toda la visión de su hija, pues era lavado por Zeus cuando llovía, y ungido por el sol que hacía manar los humores del cadáver.
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En esto pararon las grandes fortunas de Polícrates, como le había profetizado Amasis, rey de Egipto. No mucho tiempo después cayó sobre Oretes el castigo por su crimen contra PoUcrates. Luego de la muerte de Cambises y del reinado de los magos, Oretes permanecía en Sardes, sin hacer ningun servicio a los persas, despojados del mando por los medos; y en aquella perturbación, dió muerte a Mitrobates, gobernador de Dascileo, que le había zaherido por no haberse apoderado de los dominios de Polícrates y al hijo de Mitrobates, Cranaspes, varones principales entre los persas; cometió además toda clase de atentados y, en particular, a un correo de Darío, como no era de su gusto el recado que le traía, le armó una emboscada en el camino, le mató, cuando se marchaba de vuelta, y después de matarle le hizo desaparecer junto con su caballo.
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Cuando Darío se apoderó del mando, deseaba castigar a Oretes por todas sus maldades, y principalmente por la muerte de Mitrobates y de su hijo. No le parecía del caso enviar abiertamente un ejército contra él, por durar todavía la efervescencia y ser nuevo en el mando, y por considerar que Oretes disponía de una gran fuerza: tenía una guardia de mil persas y gobernaba las provincias de Frigia, Lidia y jonia. Darío, en tal situación, discurrió lo que sigue. Convocó a los persas más principales de la corte y les dijo así: Persas, ¿quién de vosotros se encargaría para mí de una empresa y la ejecutaría con ingenio, y no con fuerza ni con número? Pues, donde se precisa ingenio, de nada sirve la fuerza. ¿Quién de vosotros, en fin, me traería vivo a Oretes o le mataría? Hombre que en nada ha servido hasta aquí a los persas y lleva cometidas grandes maldades: ha hecho desaparecer a dos de vosotros, Mitrobates juntamente con su hijo; asesina a los que yo le envío para llamarle, mostrando una insolencia intolerable. Antes de que pueda cometer algún mal mayor contra los persas, debemos pararle con la muerte.
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Tal fue la demanda de Darío; se le ofrecieron treinta hombres pretendiendo cada cual ejecutarla. Darío puso fin a la porfía ordenando echar suertes; echadas las suertes, fue designado entre todos, Bageo, hijo de Artontes. Y una vez designado, Bageo hizo así: escribió muchas cartas que trataban de muchas materias; las cerró con el sello de Darío, y con ellas se fue a Sardes. Cuando llegó y estuvo en presencia de Oretes, sacó las cartas una a una, y las dió a leer al secretario real (pues todos los gobernadores tienen secretarios reales); Bageo daba las cartas para sondear a los guardias, si aceptarían separarse de Oretes. Viéndoles llenos de respeto por las cartas y más aun por lo que en ellas decia, dió otra que contenía estos términos: Persas, el rey Darío os prohibe servir de guardias a Oretes. Al oír esto dejaron ante él sus picas, y Bageo, viendo que en ello obedecían a la carta, cobró ánimo y entregó al secretario la última carta en que estaba escrito: El rey Dario manda a los penas que están en Sardes matar a Oretes. En cuanto oyeron esto los guardias, desenvainaron los alfanjes y le mataron inmediatamente. Así cayó sobre Oretes el castigo por su crimen contra Polícrates de Samo.
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Una vez llegados y transportados a Sosa los bienes de Oretes, sucedió no mucho tiempo después que el rey Darío, al saltar del caballo en una cacería, se torció un pie, y, según parece, se lo torció con gran fuerza, pues el tobillo se le desencajó de la articulación. Como desde antes acostumbraba tener consigo médicos egipcios reputados como los primeros en medicina, recurrió a ellos. Pero ellos, torciendo y forzando el pie, le causaron mayor daño. Siete días y siete noches pasó en vela Darío por el dolor que padecía, y al octavo día, en que se hallaba mal, alguien que al hallarse antes en Sardes había ya oído hablar del arte de Democedes de Crotona, se lo anunció a Darío; éste ordenó que se lo trajesen cuanto antes, y así que le hallaron entre los esclavos de Oretes, arrinconado y despreciado, le condujeron a presencia del rey, arrastrando cadenas y cubierto de harapos.
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Puesto en presencia del rey, le preguntó Darío si sabía medicina. Democedes no asentía, temiendo que si se daba a conocer, jamás volvería a Grecia. Dario vió bien que la sabía y lo disimulaba, y mandó a los que lo habían conducido, traer allí azotes y aguijones. En tal trance, Democedes confesó, y dijo que no sabía rigurosamente la medicina, mas que por haber tratado con un médico entendía un poco del arte. Luego, como Darío se confiara a él, Democedes empleó remedios griegos y aplicando la suavidad después de la anterior violencia, hizo que el rey lograse dormir, y en poco tiempo le dejó sano, cuando Darío ya no esperaba más tener el pie bueno. Después de esto, el rey le regaló dos pares de grillos de oro, y Democedes le preguntó si le doblaba su mal adrede, por haberle sanado. Cayó en gracia a Dario el dicho del médico, y le envió a sus mujeres. Los eunucos que le conducían decían a las mujeres que ése era el que había devuelto la vida al rey. Cada una de las mujeres llenó una copa con el oro de su arca y obsequió a Democedes tan opulento regalo que el criado (llamado Escitón) que recogía tras él las monedas que caían de las copas, juntó una cuantiosa suma de dinero.
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Este Democedes había llegado a Crotona y fue a vivir con Polícrates, del siguiente modo. Vivía en Crotona con su padre, hombre de condición áspera, y no pudiendo sufrirle más, le dejó y se fue a Egina. Establecido allí, desde el primer año, sobrepasó a los demás médicos, aunque carecía de instrumentos y no tenía ninguno de los útiles de su profesión. Al segundo año, los eginetas le fijaron salario público de un talento; al tercer año, los atenienses se lo fijaron en cien minas, y al cuarto, Policrates, en dos talentos; de tal modo había llegado a Samo, y por este hombre sobre todo ganaron fama los médicos de Crotona, pues esto sucedió cuando se decía que los médicos de Crotona eran los primeros de Grecia, y los de Cirene los segundos. En la misma época los músicos de Argos eran tenidos por los primeros entre los griegos.
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Pues entonces, por haber curado completamente a Darío, tenía Democedes en Susa una casa muy grande, era comensal del rey y, a excepción de una sola cosa, el retorno a Grecia, disponía de todo lo demás. Los médicos egipcios que atendían antes al rey iban a ser empalados por haber sido vencidos por un médico griego, pero él intercedió ante el rey y les salvó; también salvó a un adivino eleo, que había seguido a Policrates y estaba abandonado entre los esclavos. Era gran personaje Democedes ante el rey.
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Poco tiempo después acaecieron estos otros sucesos. A Atosa, hija de Ciro y esposa de Darío, se le formó en el pecho un absceso que reventó e iba avanzando. Mientras el mal no fue grande, ella lo ocultaba por pudor sin decir palabra; mas cuando se vió en grave estado, envió por Democedes y se lo mostró. Él dijo que la curaría, pero la conjuró a que, a su vez, le hiciese el servicio que le pidiese, agregando que no le pediría nada deshonroso.
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Así, pues, más tarde, cuando la hubo atendido y sanado, Atosa, instruída por Democedes, dijo estas palabras a Darío en la cama: Rey, tienes tanto poderío y te estás sentado sin añadir a la Persia ni pueblo ni fuerza. Razonable es que un hombre joven y dueño de grandes riquezas se muestre autor de alguna proeza para que vean los persas que están gobernados por un hombre. Por dos motivos te conviene obrar así; para que sepan los persas que tienen a su frente un hombre, y para que afanados en la guerra no tengan tiempo de conspirar contra ti. Ahora podrías realizar una gran acción, mientras eres joven: el alma, en efecto, crece juntamente con el cuerpo, envejece con el, y se debilita para todos los actos. Así decía Atosa, conforme a la instrucción recibida, y Darío respondió en estos términos: Mujer, has dicho cuanto yo mismo pienso hacer. Tengo resuelto echar un puente de este continente al otro para emprender una expedición contra los escitas, y te aseguro que pronto lo verás en ejecución. Replicó Atosa: Mira, deja esta primera expedición contra los escitas, pues, cuando quieras, serán tuyos. Marcha, te lo ruego, a Grecia: por lo que oí decir, deseo tener criadas lacedemonias, argivas y corintias. Tienes el hombre más diestro de todos para señalar y explicar todas las cosas de Grecia, ese que te curó el pie. Respondió Darío: Mujer, ya que te parece que acometamos primero a Grecia, creo sería mejor enviar primero exploradores persas junto con el médico que dices, para que nos refieran todo lo que hayan averiguado y visto, y luego, bien informado, marcharé contra ellos.
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Así respondió, y al dicho acompañó el hecho; apenas despuntó el día, llamó a quince persas principales, les ordenó recorrer las costas de Grecia siguiendo a Democedes, y les recomendó que no se les escapara Democedes y que lo trajeran de vuelta a cualquier precio. Después de dar tales órdenes, llamó al mismo Democedes y le pidió que, después de explicar y mostrar a los persas toda Grecia, volviese. Le invitó a llevarse todos los bienes muebles para regalarlos a su padre y hermanos, prometiendo darle en cambio muchos más, y además dijo que él contribuía a los regalos, con una barca llena de toda suerte de riquezas, que navegaría con él. En mi opinión, Darío hacia tales promesas sin ninguna intención dolosa; pero Democedes, receloso de que Darío le estuviese tentando, no aceptó desde luego todo lo que se le daba, y replicó que dejaría sus bienes en el país para hallarlos después a su vuelta, aunque sí aceptaba la barca que Darío le prometía como regalo para sus hermanos. Después de dar tales órdenes también a Democedes, les despachó al mar.
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Bajaron a Fenicia, y en Fenicia a la ciudad de Sidón; equiparon en seguida dos trirremes y con ellas un barco grande de carga, lleno de toda suerte de riquezas. Abastecidos de todo, siguieron rumbo a Grecia. Al costearla, contemplaban las costas y levantaban planos, hasta que tras contemplar la mayor parte de sus lugares y los más nombrados, llegaron por fin a Tarento, en Italia. Para complacer a Democedes, Aristofílides, rey de los tarentinos, separó los timones de las naves, y arrestó a los persas por espías. Mientras esto sufrían, Democedes llegó a Crotona, y una vez llegado a su patria, soltó Aristofílides a los persas y les devolvió lo que les había quitado de las naves.
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Desde allí se embarcaron los persas, y en seguimiento de Democedes llegaron a Crotona; le hallaron en la plaza y le echaron mano. Algunos de los vecinos de Crotona, amedrentados por el poderío persa, estaban dispuestos a entregarle; pero otros salieron en su defensa y golpearon con sus bastones a los persas, que alegaban estas razones: Hombres de Crotona, mirad lo que hacéis. Nos estáis quitando un esclavo fugitivo del rey. ¿Cómo pensáis que el rey Darío sufrirá esta injuria? ¿Cómo os saldrá lo que hacéis si nos le arrebatáis? ¿Contra qué ciudad llevaremos guerra antes que contra la vuestra? ¿Qué ciudad trataremos de esclavizar antes? Con tales protestas no lograron, sin embargo, convencer a los crotoniatas, antes bien, despojados no sólo de Democedes, sino también del barco de carga que llevaban, navegaron de vuelta al Asia sin procurar ya llevar adelante su reconocimiento de Grecia, faltos de guía. Con todo, cuando se embarcaron, Democedes les encargó que dijeran a Darío que había tomado por esposa a una hija de Milón. Porque tenía el luchador Milón gran renombre ante el rey, y a mi juicio, Democedes, a fuerza de dinero, apresuró el casamiento, para que Darío viese que también en su patria era hombre principal.
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Partidos los persas de Crotona, fueron arrojados con sus naves a Yapigia, donde quedaron esclavos, y Gilo, un desterrado de Tarento, les redimió y condujo al rey Darío. En recompensa, el rey estaba dispuesto a darle lo que quisiese. Gilo, después de darle cuenta de su desgracia, escogió su vuelta a Tarento y, para no trastornar toda Grecia, si por su causa una poderosa armada se hacia a la vela para Italia, dijo que los cnidios solos bastaban para restituirle, pensando que por ser los cnidios amigos de los tarentinos, obtendría sin falta su regreso. Darío se lo prometió y cumplió, pues ordenó a los cnidios por medio de un enviado, que restituyesen Gilo a Tarento. Los cnidios obedecieron a Darío, pero no lograron persuadir a los tarentinos, y no tenían medios de obligarles por fuerza. Así, pues, sucedió todo. Estos fueron los primeros persas que llegaron de Asia a Grecia, y salieron como exploradores por el motivo señalado.
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Después, Darío se apoderó de Samo. la primera de todas las ciudades así griegas como bárbaras, con el motivo siguiente. En tanto que Cambises hacía la expedición al Egipto, muchos griegos llegaban allá: unos, como es natural, para comerciar, otros, para sentar plaza en el ejército, y algunos para ver el país. Entre ellos estaba también Silosonte, hijo de Eaces, hermano de Polícrates, y desterrado de Samo. Aconteció a Silosonte este feliz azar. Había tomado su manto de grana, y con él puesto andaba por la plaza de Menfis. Le vió Darío, que era un guardia de Cambises, y no aún personaje de gran cuenta, se prendó del manto, se acercó a él y quiso comprárselo. Silosonte, viendo a Darío ardientemente prendado de su manto, por un divino azar, le dijo: No lo vendo a ningún precio, te lo doy gratuitamente, ya que así ha de ser. Darío convino en ello y tomó el manto.
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Silosonte pensó que lo había perdido por su simpleza. Andando el tiempo, cuando murió Cambises, los siete se sublevaron contra el mago y, de los siete, Darío se apoderó del reino, oyó decir Silosonte que había recaído el reino en aquel hombre a quien en una ocasión, en Egipto, había regalado su manto, a su pedido. Fuése entonces a Susa, se presentó a las puertas del palacio del rey y dijo que era un bienhechor de Darío. El portero lo oyó y lo comunicó al rey, y éste admirado le dijo: ¿Quién de los griegos es un bienhechor a quien yo esté obligado? Pues hace poco que ejerzo el mando, y ninguno de ellos, por así decirlo, ha llegado hasta nosotros, ni puedo recordar que deba yo nada a un griego. Con todo, introdúcele, para saber con qué intención dice eso. El portero introdujo a Silosonte, y cuando se hallaba de pie ante el rey le preguntaron los intérpretes quién era y por qué servicios decía ser bienhechor del rey. Refirió Silosonte todo lo tocante al manto y que él era quien lo había regalado. A esto respondió Darío: ¡Oh el más generoso de los hombres! Tú eres aquel que cuando yo no tenía ningún poder, me hiciste un regalo y, aunque pequeño, el favor fue igual que si recibiera hoy un gran don. Te doy en cambio oro y plata infinitos, para que nunca te arrepientas de haber hecho un beneficio a Darío, hijo de Histaspes. A estas palabras respondió Silosonte: Rey, no me des oro ni plata, pero devuélveme mi patria, Samo, que ahora, por la muerte de mi hermano Polícrates a manos de Oretes, está en poder de un esclavo nuestro: dámela, sin matanza ni esclavitud.
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Oída la petición, Darío envió un ejército y a Otanes, uno de los siete, por general, con orden de llevar a cabo cuanto pidiera Silosonte. Otanes bajó al mar y alistó la expedición.
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En Samo el poder estaba en manos de Meandrio, hijo de Meandrio, quien lo había recibido de Polícrates como regencia; quiso Meandrio ser el más justo de todos los hombres, pero no lo logró. Cuando llegó la noticia de la muerte de Polícrates hizo esto: ante todo, levantó un altar a Zeus Libertador, y delimitó a su alrededor ese recinto, que está hoy en el arrabal de la ciudad. Luego, hecho ya esto, convocó una asamblea de todos los ciudadanos y dijo así: Tengo en mis manos, como vosotros mismos sabéis, el cetro y todo el poder de Polícrates, y puedo ser vuestro soberano. Pero lo que repruebo en otro no lo haré yo en cuanto pueda, pues ni me agradaba Polícrates que mandaba sobre sus iguales, ni nadie que tal haga. En fin, Polícrates cumplió su destino; yo pongo el poder en manos del pueblo, y proclamo la igualdad de derechos. Sólo os pido dos prerrogativas: que del tesoro de Polícrates se me reserven seis talentos, y además reclamo para mí y para mis descendientes el sacerdocio de Zeus Libertador, ya que yo mismo le erigí templo, y os concedo la libertad. Tales propuestas formuló Meandrio a los samios; pero uno de ellos se levantó y dijo: Tú ni siquiera mereces ser nuestro soberano, según eres de mal nacido y despreciable. Mejor será que des cuenta del dinero que has manejado.
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El que así habló era uno de los ciudadanos principales, llamado Telesarco. Meandrio comprendiendo que si dejaba el mando, algún otro se constituiría como tirano en su lugar, ya no pensó más en abandonarlo; se retiró a la ciudadela, y enviando por cada uno de los principales con el pretexto de dar cuenta del dinero, les prendió y puso en prisión. Mientras estaban presos, le tomó a Meandrio una enfermedad. Su hermano, por nombre Licareto, creyendo que moriría, y para apoderarse más fácilmente del señorío de Samo, mató a todos los presos, ya que, a lo que parece, no querían ser libres.
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Cuando los persas aportaron a Samo, llevando consigo a Silosonte, nadie empuñó las armas contra ellos y, bajo capítulación, los partidarios de Meandrio y Meandrio mismo declararon estar prontos a salir de la isla. Convino Otanes en estas condiciones y celebró las paces; los persas de mayor autoridad hicieron colocar unos asientos frente a la ciudadela, y se sentaron allí.
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Tenía el tirano Meandrio un hermano, por nombre Carilao, hombre algo atolondrado; éste se hallaba preso en un calabozo por cierto delito que había cometido. En esa oportunidad oyó lo que pasaba y acechando por una reja, como vió a los persas sentados en paz, púsose a gritar y a decir que tenía que hablar a Meandrio. Cuando lo oyó Meandrio, mandó que le desatasen, le sacaran de la Cárcel y lo trajesen a su presencia. Apenas fue traído, cargó de baldones y reproches a su hermano y trató de persuadirle a atacar a los persas, diciendo así: ¡Oh tú el peor de los hombres!, ¿a mí que soy tu hermano y que nada cometí digno de cadenas, me aherrojaste y me condenaste al calabozo, y ves ahí a los persas que te echan y te quitan tu misma casa, y no te atreves a vengarte siendo tan fácil vencerles? Pero si tú les tienes terror, dame tus auxiliares y yo les castigaré por la venida. En cuanto a ti, estoy dispuesto a enviarte fuera de la isla.
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Así dijo Carilao. Aceptó Meandrio el partido, no porque hubiese llegado a tal extremo de insensatez, creo yo, como para creer que sus fuerzas vencerían a las del rey, sino más bien envidioso de que Silosonte, sin trabajo, iba a apoderarse de la ciudad intacta. Irritó, pues, a los persas porque quería debilitar el estado de Samo y así entregarlo, pues bien veía que si los persas eran maltratados, se encarnizarían con los samios, y porque sabía que tenía su salida segura de la isla, siempre que quisiese, pues tenía hecho un subterráneo secreto que llevaba de la ciudad al mar. Así, pues, Meandrio partió de Samo; Carilao armó a todos los auxiliares, abrió las puertas y los lanzó contra los persas que no esperaban tal cosa y creían que todo estaba concertado. Cayeron los auxiliares contra los persas de más calidad que tenían derecho de asiento, y les mataron. Mientras esto hacían, llegó en socorro el resto del ejército persa y, apretados los auxiliares, se encerraron en la ciudadela.
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Cuando Otanes, el general, vió que los persas habían padecido un gran desastre, olvidó, aunque bien las recordaba, las órdenes de Darío, quien al despedirle le había mandado que entregase la isla de Sama a Silosonte, libre de todo mal, sin matar ni esclavizar a nadie, y ordenó al ejército que matasen a todo samio que cogiesen, hombre o niño, por igual. Entonces, parte de las tropas puso sitio a la ciudadela, parte mató a cuantos se les ponían delante, así en sagrado como fuera de sagrado.
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Meandrio, huyendo de Sama, navegó rumbo a Lacedemonia. Cuando llegó allí, desembarcó todo lo que se había llevado al partir e hizo así: colocó a la vista su vajilla de oro y plata, y sus criados la limpiaban. Entre tanto él platicaba con Cleómenes, hijo de Anaxándridas, rey de Esparta y le condujo a su posada. Cleómenes al ver la vajilla quedó maravillado y atónito, y aquél le instó a tomar cuanto le agradara. Dos o tres veces repitió esto Meandrio, pero Cleómenes se condujo como el más justo de los hombres, pues no se dignó tomar lo ofrecido, y comprendiendo que si Meandrio regalaba a otros ciudadanos, se procuraría socorro, se presentó ante los éforos y dijo que era mejor para Esparta que el forastero de Sama se marchara del Peloponeso, para que no persuadiese a él mismo o a otro espartano a conducirse mal. Los éforos le oyeron y pregonaron la expulsión de Meandrio.
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Los persas barrieron a Sama como con red y entregaron a Silosonte la isla desierta. No obstante, tiempo después, el mismo general Otanes ayudó a poblarla, movido de una visión que tuvo en sueños y de cierta enfermedad vergonzosa que padeció.
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Hacia el tiempo que partía la expedición naval contra Sama, se sublevaron los babilonios, que estaban muy bien apercibidos, ya que mientras reinó el mago y se rebelaron los siete, durante todo este tiempo y este tumulto, se prepararon para un sitio, y, según parece, lo hicieron sin que se echara de ver. Cuando se rebelaron abiertamente, he aquí lo que cometieron: juntaron a todas las mujeres y las estrangularon, exceptuando a sus madres, y a una sola mujer de la casa, a elección, que debía prepararles la comida. Estrangularon a las mujeres para que no les consumieran alimento.
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Informado Darío de lo que pasaba, reunió todas sus tuerzas partió contra ellos, y cuando llegó a Babilonia, comenzó a sitiarles, pero los babilonios no hacían caso alguno del sitio. Subidos a las almenas del muro, bailaban y se mofaban de Darío y de su ejército, y uno de ellos dijo este sarcasmo: Persas, ¿qué hacéis aquí ociosos y no os marcháis? Porque cuando paran las mulas, entonces nos tomaréis. Esto dijo uno de los babilonios, no pensando que jamás pariese una mula.
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Pasado ya un afño y siete meses, se afligía Darío y todo el ejército por no ser capaz de tomar a Babilonia. Y en verdad, Darío había empleado contra ellos todos los ardides y todas las astucias; pero así y todo no podía tomarles, aunque entre otros ardides ensayó aquel con que Ciro les había tomado. Pero los sitiados estaban muy en guardia y Darío no podía tomarles.
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Por aquel entonces, al cabo de veinte meses, a Zópiro, hijo de ese Megabizo que fue uno de los siete que derrocaron al mago, a Zópiro, hijo de ese Megabizo, le sucedió este prodigio: una de las mulas de su bagaje parió. Cuando le dieron la noticia y Zópiro, que no le daba crédito, vió por sus propios ojos la cría, prohibió a los que la habían visto que contasen a nadie el caso, y meditó. Y ante las palabras del babilonio, que había dicho al comienzo que cuando las mulas parieran, entonces se tomaría la plaza, ante ese agüero le pareció a Zópiro que ya estaba Babilonia en sazón de ser tomada. Pues era sin duda obra divina que aquél así dijera y que su mula pariera.
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Persuadido Zópiro de que la toma de Babilonia estaba ya fijada por el destino, se presentó a Darío y le preguntó si tenía mucho empeño en tomar a Babilonia, y cuando averiguó que era su más caro deseo, meditó de nuevo para ser él quien la tomase y para que fuese, suya la hazaña, porque los persas honran las grandes acciones con adelantos en dignidad. Y pensó que por ningún otro medio podría adueñarse de ella, sino mutilándose y pasándose a los babilonios. Tuvo por leve cosa mutilarse entonces en forma incurable: se cortó las narices y las orejas, se rapó descompuestamente los cabellos, se azotó, y se presentó aa1 a Darío.
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Darío llevó muy a mal ver así mutilado a un persa principal, saltó de su trono, dió voces y le preguntó quién le había ultrajado y con qué ocasión, Zópiro contestó: No hay tal hombre sino tú que tenga fuerza para ponerme así; ningún extraño, rey, ha hecho esto, sino yo mismo, por mis propias manos, indignado de que los asirios burlen de los persas, Darío repuso: ¡Oh tú el más terrible de los hombres! Pusiste el más hermoso nombre a la más vergonzosa acción, al decir que a causa de los sitiados te has desfigurado en forma incurable. Necio ¿por qué motivo se rendirán pronto los enemigos ahora que te has mutilado? ¿No ves que estropeándote no has cometido sino una locura? Respondió Zópiro: Si te hubiera dado parte de lo que pensaba hacer, no me lo hubieras permitido; por eso lo hice bajo mi responsabilidad. Desde ahora, pues, si por ti no queda, tomamos Babilonia. Yo me pasaré a la plaza, tal como me encuentro, y les diré que tú me maltrataste de este modo; creo que si les persuado que esto es así, lograré el mando de un ejército. Tú, a partir del día que yo haya entrado en la plaza, el décimo día a partir de ése saca mil hombres del ejército, que no te den pesar alguno si se pierden, y fórmales delante de las puertas que llaman de Semíramis. Pasados otra vez siete días, desde el décimo, forma otros dos mil frente a las otras puertas que llaman de Nínive. Después del séptimo día, deja pasar veinte y alinea otros cuatro mil frente a las puertas llamadas de Caldea. Ni los primeros ni los últimos tengan otras armas defensivas que sus puñales: éstos permíteles tener. Después de los veinte días cabales, ordena a las tropas acometer los muros por todas partes, pero a los persas alinéales frente a las puertas que llaman Bélides y Cisias. Porque, a mi modo de ver, cuando haga yo tantas proezas, los babilonios me confiarán todo, aun las llaves de la ciudad. En cuanto al resto, a mi cuenta y a la de los persas correrá hacer lo necesario.
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Tras estas recomendaciones, huyó Zópiro hacia las puertas de la ciudad, volviendo la cabeza como un verdadero desertor. Al verle desde las torres los centinelas apostados en ese punto se apresuraron a bajar y, entreabriendo un poco una hoja de la puerta. le preguntaron quién era y a qué venía. Él les dijo que era Zópiro, y que venía como desertor. Cuando esto oyeron, los centinelas le condujeron a la asamblea de Babilonia. Allí empezó a lamentarse diciendo que había subido a manos de Darío lo que había sufrido a las suyas propias, y que había sufddo eso porque él le aconsejaba retirar el ejército, ya que no aparecía medio alguno para tomar la plaza. Ahora, babilonios, continuó diciendo, tenéis en mí un gran bien para vosotros y un gran mal para Darío, para su ejército y para los persas, pues a fe que no me habrá mutilado gratuitamente. Yo sé todos los pasos de sus planes.
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Así les habló Zópiro; los babilonios, que veían a uno de los hombres más importantes de Persia con las narices y las orejas cortadas, con las marcas de los latigazos y de la sangre, quedaron enteramente convencidos de que decía la verdad, y de que había venido como aliado, y estaban dispuestos a concederle lo que pedía. Les pidió un ejército, y luego que lo recibió, hizo lo que con Darío había concertado. Sacó, en efecto, al décimo día el ejército de los babilonios y, rodeando a los mil soldados, los primeros que había pedido que apostase Darío, los mató a todos. Viendo entonces los babilonios que acreditaba con hechos sus palabras, sobremanera alegres, estuvieron prontos a servir a Zópiro en todo. Él dejó pasar los días convenidos, tomó una partida de babilonios escogidos, los sacó otra vez, y mató a los dos mil soldados de Darío. Al ver esta nueva hazaña, el elogio de Zópiro andaba en boca de todos los babilonios. Zópiro dejó pasar otra vez los días convenidos, hizo su salida al puesto señalado, encerró y exterminó a los cuatro mil. Tras esta última hazaña, Zópiro lo era todo para con los babilonios, y le nombraron jefe del ejército y guardián de la fortaleza.
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Según lo convenido, cuando Darío dió el asalto alrededor de la plaza, Zópiro reveló entonces todo su ardid. Los babilonios, subidos a los muros, resistían al ejército de Darío que les acometía, pero Zópiro abrió las puertas llamadas Bélides y Cisias, e introdujo a los persas dentro de la plaza. Algunos babilonios vieron lo que hizó; ésos se refugiaron en el santuario de Zeus Belo; los que no lo vieron, permanecieron cada cual en su puesto hasta que también ellos comprendieron que estaban traicionados.
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Así fue tomada Babilonia por segunda vez. Dueño ya Darío de los babilonios, derribó sus muros y arrancó todas las puertas de la ciudad (al apoderarse por primera vez de Babilonia, Ciro no había tomado ninguna de estas medidas); hizo empalar hasta tres mil de los principales en la rebelión; y entregó a los demás babilonios la ciudad para que vivieran en ella. A fin de que los babilonios tuviesen mujeres y dejasen hijos, pues por salvar las provisiones habían estrangulado las propias, según hemos declarado al comienzo, con ese propósito Darío hizo así: ordenó a los pueblos de los alrededores que trajesen mujeres a Babilonia, fijando a cada uno un número, de suerte que se reunió un total de cincuenta mil. De estas mujeres descienden los actuales babilonios.
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Respecto de Zópiro, a juicio de Darío, ningún persa, ni de los que existieron antes ni después, le aventajó en grandes acciones, quitando solamente a Ciro, pues con este rey ningún persa osó jamás compararse. Cuéntase que muchas veces Darío expresó el pensamiento de que preferiría que Zópiro no hubiese sufrido aquella ignominia, que no conquistar veinte Babilonias además de la que existía. Le concedió los mayores honores, pues le enviaba todos los años los regalos que son entre los persas los más honoríficos, y le concedió la satrapía de Babilonia, exenta de tributo. De este Zópiro nació Megabizo, el que en Egipto mandó las tropas contra los atenienses y sus aliados; y de este Megabizo nació Zópiro, el que pasó como desertor de Persia a Atenas.
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