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LIBRO QUINTO
TERPSÍCORE
Tercera parte
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Cuentan los atenienses que después de esta reclamación, fueron despachados en una sola trirreme los ciudadanos enviados por el Estado; los cuales llegaron a Egina y trataron de arrancar de los pedestales a esas estatuas, pues estaban hechas de maderas suyas, para llevárselas. No pudiendo apoderarse de ellas de este modo, rodearon las estatuas con cuerdas y comenzaron a arrastrarlas; mientras las arrastraban se produjo un trueno y junto con el trueno un terremoto. En estas circunstancias, la tripulación de la trirreme, que estaba arrastrando las estatuas, enloqueció y en el acceso se dieron muerte unos a otros como enemigos, hasta que de todos quedó uno solo que volvió a Falero.
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Así sucedió, según refieren los atenienses; pero los eginetas dicen que no arribaron los atenienses en una sola nave, pues que a una, y a algunas más, fácilmente hubieran resistido aun no teniendo naves propias; sino que se dirigieron contra su país con muchas naves, ellos cedieron y no combatieron. Pero no pueden indicar exactamente si cedieron por reconocerse inferiores en combate naval, o porque se proponían ejecutar lo que en efecto ejecutaron. Afirman que los atenienses, como nadie les presentaba batalla, salieron de sus naves y se dirigieron hacia las estatuas, y no pudiéndolas arrancar de sus pedestales, les ataron entonces cuerdas y las arrastraron, hasta que las estatuas arrancadas hicieron las dos lo mismo (historia que para mí no es creíble, para otro quizá sí): caer de rodillas ante ellos, y desde ese momento continúan así. Tal hicieron los atenienses. Los eginetas dicen que, informados de que se disponían los atenienses a venir contra ellos, habían alistado a los argivos; y, en efecto, al desembarcar los atenienses en Egina, venían en su socorro los argivos, quienes pasando sin ser sentidos a la isla desde Epidaurio, cayeron sobre los atenienses, que estaban enteramente desprevenidos, y les apartaron de sus naves, y que en ese preciso instante se produjeron el trueno y el terremoto.
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Así lo cuentan argivos y eginetas, y también los atenienses convienen en que uno solo volvió salvo al Ática; bien que los argivos dicen que ese solo hombre se salvó de sus manos mientras destruían el campamento ateniense, y los atenienses dicen que se salvó de algún numen, pero que ni siquiera este solo sobrevivió, sino que pereció del modo que sigue. Vuelto a Atenas anunció la desgracia, y al oírle las mujeres de los que habían marchado contra Egina, indignadas de que él solo entre todos se hubiera salvado, le rodearon, se apoderaron de él y le punzaron los ojos con la hebilla del manto, preguntándole cada una dónde estaba su marido: así pereció ese hombre. Esta acción de las mujeres pareció a los atenienses más terrible aun que aquella desgracia. No hallando otro modo de castigar a las mujeres, les mudaron su traje por el jónico; pues en efecto antes de esto las mujeres de los atenienses llevaban traje dórico, muy semejante al corintio. Mudaron, pues, su traje por la túnica de lino para que no se sirvieran más de hebillas.
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Verdad es que ese traje no fue en los tiempos antiguos jónico, sino cario, pues antiguamente, todo vestido griego de mujer era el que ahora llamamos dórico. Pero los argivos y los eginetas por ese motivo hicieron también una ley para que las hebillas se hiciesen la mitad más largas de la medida entonces usual; para que las mujeres en el santuario de esas diosas ofreciesen sobre todo hebillas, y que no se trajese ninguna otra cosa ática ni siquiera sus vasos de barro; antes bien en adelante tenían allí por ley beber en vasijas del país.
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Desde entonces hasta mis días las mujeres de los argivos y de los eginetas, por la contienda con los atenienses, llevaban hebillas más grandes que antes. El comienzo del odio de los atenienses contra los eginetas pasó como he contado. Y entonces, al llamado de los beocios, acordáronse los eginetas de lo que había pasado con las estatuas, y socorrieron gustosos a los beocios. Talaban, pues, los eginetas las costas del Ática, cuando al ir los atenienses a combatir contra ellos, vino de Delfos un oráculo que les prevenía que aguardasen treinta años, a contar desde el atentado de los eginetas; pero que al cabo de los treinta y uno señalasen un recinto a taco, y empezasen la guerra contra los eginetas, y lograrían lo que deseaban. Mas si emprendían la guerra desde luego, mucho tendrían que sufrir y mucho qúe hacer sufrir en el intervalo, bien que al cabo les someterían. Cuando los atenienses oyeron este oráculo, señalaron a taco ese recinto que ahora se levanta en su plaza, pero aunque oyeron que era preciso aguardar treinta años, no lo soportaron, después de haber sido ignominiosamente tratados por los eginetas.
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Estaban preparándose para la venganza cuando se les atravesó un contratiempo provocado por los lacedemonios. Porque enterados los lacedemonios del ardid de los Alcmeónidas y de la Pitia, y del de la Pitia contra ellos y contra los Pisistrátidas, sintieron doblada pesadumbre, porque habían expulsado de la patria a sus propios huéspedes, y porque después de haber hecho esto los atenienses manifiestamente no les guardaban ninguna gratitud. Les aguijaban además los oráculos que predecían muchos agravios de parte de los atenienses. Habían antes estado ignorantes de dichos oráculos, y se enteraron de ellos cuando Cleómenes los trajo a Esparta. Cleómenes se apoderó de los oráculos de la acrópolis de Atenas, que habían estado primero en poder de los Pisistrátidas, quienes los dejaron en el santuario al ser expulsados. Cleómenes recogió los oráculos abandonados.
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Entonces, cuando los lacedemonios recogieron los oráculos y vieron a los atenienses engrandecidos y nada dispuestos a obedecerles, reflexionaron que si la raza ática quedaba libre, se les igualaría en poder, pero si quedaba sujeta a una tiranía se volvería débil y pronta a obedecer a la autoridad. Penetrados de todo esto, hicieron venir a Hipias, el hijo de Pisístrato, desde Sigeo, ciudad del Helesponto, adonde se habían refugiado los Pisistrátidas. Cuando Hipias se presentó al llamado, enviaron también por embajadores de los demás aliados, y les hablaron así los espartanos: Aliados: confesamos que no hemos procedido bien; movidos por falsos oráculos, echamos de su patria a quienes eran nuestros mayores amigos que nos tenían prometido mantener en obediencia a Atenas, y tras cometer esto entregamos el Estado a un pueblo ingrato, el cual, no bien levantó la cabeza, gracias a que nosotros le libertamos, cuando nos insultó, echándonos a nosotros y a nuestro rey. Se ha llenado de arrogancia y su poderío aumenta; así lo han aprendido particularmente sus vecinos los beocios y calcideos y quizás algún otro lo aprenderá, si se equivoca. Ya que nos hemos engañado en lo que antes hicimos, procuraremos ahora vengarnos con vuestra asistencia. Por este motivo hemos llamado a Hipias y a vosotros, embajadores de las ciudades, para que, de común acuerdo y con común ejército, restituyamos a Hipias a Atenas, y le devolvamos lo que le hemos quitado.
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Así hablaron, pero la mayor parte de los aliados no aceptó la propuesta. Guardaban todos silencio, cuando Socles de Corinto dijo así: Ahora sí quedará el cielo bajo la tierra, y la tierra encima del cielo; tendrán los hombres morada en el mar y los peces donde moraban primero los hombres, cuando vosotros, lacedemonios, destruís la igualdad y os preparáis a reponer en las ciudades la tiranía, cosa la más inicua y más sanguinaria que exista entre los hombres. En verdad, si os parece conveniente que las ciudades estén en manos de tiranos, estableced primero un tirano entre vosotros mismos, y luego buscad de establecerlo entre los demás. Pero vosotros, sin conocer lo que son los tiranos, y cuidando con todo rigor que no aparezcan en Esparta, procedéis inicuamente con vuestros aliados. Si tuvieseis, como nosotros, experiencia de lo que es un tirano, podríais proponer sobre ello mejores pareceres que los de ahora. La antigua constitución de Corinto era oligárquica, y gobernaban la ciudad los llamados Baquíadas, que no contraían matrimonio sino entre ellos mismos. A Anfión, uno de estos hombres, le nació una hija coja; su nombre era Labda, y como ninguno de los Baquíadas la quiso por mujer, casó con ella Eeción, hijo de Equéacrates, del demo de Petra, bien que Lapita de origen y descendiente de Ceneo. No tenía hijos de Labda ni de otra mujer alguna; marchó, pues, a Delfos para consultar sobre su sucesión; y al entrar, la Pitia le dirigió inmediatamente estos versos:
Eeción, nadie te honra, aunque bien digno de honores.
Labda, encinta, dará a luz una piedra despeñada
que caerá sobre los principes y hará justicia en Corinto.
Este oráculo dado a Eeción, llegó no sé cómo a oídos de los Baquíadas, a quienes antes se había dado acerca de Corinto un oráculo oscuro, pero dirigido al mismo punto que el de Eeción, y que decía así:
El águila está preñada en los altos peñascales
parirá león carnicero que quitará muchas vidas.
Meditadlo bien, corintios, que moráis junto a la hermosa
fuente Pirena, en Corinto, suspendida en altas cumbres.
Este oráculo era antes incomprensible para los Baquíadas: pero entonces, cuando oyeron el que había recibido Eeción, entendieron en seguida que el primero concordaba con el de Eeción. Entendiendo, pues, también éste, guardaron silencio, con la mira de hacer morir al hijo que iba a nacerle a Eeción. Inmediatamente que dió a luz la mujer, enviaron diez de sus hombres al pueblo en que vivía Eeción, para matar al niño. Llegados a Petra, pasaron a la casa de Eeción y pidieron ver al niño. Labda, que no sabía nada de los motivos por qué venían, y creyendo que lo pedían por amistad hacia el padre, lo trajo y lo puso en brazos de uno de los diez. Ahora bien, de camino habían concertado que el primero que cogiera al niño le estrellaría cantra el suelo; pero cuando Labda trajo el niño y le entregó, por divino azar, el niño sonrió al que le había tomado; al percibir la sonrisa, la piedad le impidió matarle y compadecido le entregó al segundo y éste al tercero; así fue pasando de mano en mano por todos los diez sin que ninguno quisiera matarle. Devolvieron, pues, el hijo a la madre y salieron; y parados ante las puertas se insultaban y culpaban unos a otros, pero sobre todo al que le había tomado primero, por no haber ejecutado la orden, hasta que al cabo de un tiempo decidieron pasar de nuevo y participar todos en la muerte. Mas era forzoso que de la progenie de Eeción brotasen males para Corinto porque Labda escuchaba todo, parada tras las mismas puertas, y recelando que mudasen de parecer, y tomasen segunda vez la criatura y la matasen, se la llevó y la escondió donde le pareció que menos lo habían de sospechar, en un arca, persuadida de que si volvían y se ponían en su busca, habían de registrarlo todo. Como en efecto sucedió. Llegaron y buscaron, y como no apareció, resolvieron marcharse y decir a los que les habían enviado que se había hecho cuanto habían ordenado. Se fueron, pues, y así lo dijeron. Creció luego el niño en casa de su padre Eeción, y por haber escapado de tal riesgo le pusieron por nombre Cípselo por el arca (kypsele). Cuando fue hombre, haciendo una consulta en Delfos recibió una profecía doble; confiado en ella, intentó apoderarse de Corinto y lo logró. La profeda era ésta:
Bienaventurado el hombre que penetra en mi morada,
Cipselo, hijo de Eeción, rey de la ilustre Corinto,
rey él y reyes sus hijos, no los hijos de sus hijos.
Tal fue el oráculo: Cípselo, cuando ganó la tiranía, se condujo así: a muchos corintios desterró, a muchos despojó de su hacienda, y a muchos más, de la vida. Después de gobernar treinta años, murió en paz. Fue sucesor de la tiranía su hijo Periandro. Al principio Periandro era más suave que su padre; pero después de tratar por medio de mensajeros con Trasibulo, tirano de Mileto, llegó a ser todavía mucho más sanguinario que el mismo Cípselo. Porque envió o Trasibulo un heraldo para preguntarle cuál sería el modo seguro para ordenar su situación y gobernar mejor la ciudad; sacó Trasibulo al enviado de Periandro fuera de la ciudad, y, entrando en un campo sembrado, a la vez que recorría las sementeras, interrogaba y examinaba al heraldo sobre los motivos de su venida desde Corinto, y tronchaba todas las espigas que sobresalían: las tronchaba y las arrojaba hasta que de ese moda destruyó lo más hermoso y espeso del sembrado. Después de recorrer todo el campo, despachó al heraldo a Corinto sin aconsejar palabra. Cuando regresó el heraldo. Periandro estaba deseoso de averiguar el consejo; pero el heraldo refirió que Trasibulo no le había aconsejado nada, y que se maravillaba de que le hubiese enviado a semejante hombre, que no estaba en su juicio y que echaba a perder su propia hacienda; y con esto le contó lo que había visto hacer a Trasibulo. Mas Periandro entendió la lección; comprendió que Trasibulo le aconsejaba matar a los ciudadanos sobresalientes, y desde entonces cometió contra ellos toda maldad. A cuantos había Cípselo dejado de matar o de desterrar, los mató o desterró Periandro; en un solo día desnudó, por causa de su mujer Melisa, a todas las mujeres de Corinto. Había enviado mensajeros a consultar el oráculo de los muertos junto al río Aqueronte en Tesprocia, acerca de cierto depósito de un huésped. Aparecióse Melisa y dijo que ni indicaría ni declararía en qué lugar estaba el depósito; porque tenía frío y estaba desnuda, pues de nada le servían los vestidos en qüe la había enterrado, porque no habían sido quemados, y que era testimonio de que decía la verdad el haber Periandro metido el pan en un horno frío. Cuando se anunció a Periandro la respuesta (y la prueba le pareció convincente, por cuanto se había unido a Melisa cuando ya era cadáver) sin más tardanza echó un bando para que todas las mujeres de Corinto acudieran al templo de Hera. Ellas acudieron como a una fiesta, llevando sus mejores galas; Periandro apostó allí sus guardias, y las desnudó a todas por igual, tanto a las amas como a las criadas; juntó todo en una fosa y lo quemó invocando a Melisa. Hecho esto, envió mensajeros segunda vez, y el espíritu de Melisa declaró el lugar en que había colocado el depósito del huésped.
Tal es la tiranía, lacedemonios, y tales son sus obras. Nosotros los corintios quedamos admirados al saber que enviabais por Hipias, y en verdad, ahora nos maravillamos mucho más al oíros tales proyectos y os suplicamos, conjurándoos por los dioses de Grecia, que no establezcáis tiranías en las ciudades. Pero si no cesáis y tratáis de restituir a Hipias contra la justicia, sabed que los corintios, por lo menos, no están de acuerdo con vosotros.
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Esto dijo Socles, el embajador de Corinto. Hipias le replicó invocando a los mismos dioses, que los corintios más que nadie echarían de menos a los Pisistrátidas, cuando les llegasen los días fijados de verse afligidos por los atenienses. Así replicó Hipias, como quien conocía los oráculos con más certeza que nadie. Los demás aliados habían guardado silencio hasta entonces, pero después de oír a Socles hablar en favor de la libertad, todos y cada uno alzaron la voz y adoptaron el parecer del corintio, y suplicaban a los lacedemonios no cometiesen un acto temerario contra una ciudad griega.
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Así, pues, terminó el proyecto. Al marcharse de allí Hipias, Amintas, rey de Macedonia, le ofreció la ciudad de Antemunte, y los tésalos la de Yoleo, pero no quiso aceptar ninguna de las dos, y se retiró de vuelta a Sigeo. Era ésta una plaza que a punta de lanza había tomado Pisístrato a los mitileneos y, una vez ganada, estableció como tirano a un hijo suyo bastardo, Hegesístrato, habido en una mujer argiva, quien no sin combates poseyó lo que había recibido de Pisístrato. Pues largo tiempo combatieron mitileneos y atenienses, partiendo los unos de la ciudad de Aquileo, y los otros de Sigeo; aquéllos reclamaban el territorio, y los atenienses no reconocían sus derechos, y demostraban con razones que no tenían los eolios más parte en el territorio troyano que ellos mismos y que todos los demás griegos que habían ayudado a Menelao a vengar el robo de Helena.
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Mientras guerreaban, acontecieron en los combates muchos lances variados, y entre ellos señaladamente el poeta Aleeo, en un encuentro en que ganaban los atenienses, escapó, dándose a la fuga, y los atenienses se apoderaron de sus armas y las colgaron en el templo de Atenea en Sigeo. Sobre esto compuso Aleeo unos versos refiriendo su desgracia a su amigo Melanipo, y los envió a Mitilena. Reconcilió a los mitileneos y los atenienses Periandro, hijo de Cípselo, a cuyo arbitrio se habían confiado; y les reconcilió de este modo: cada cual poseería el territorio que ocupaba.
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Así vino Sigeo a quedar por los atenienses. Hipias, cuando llegó de Lacedemonia al Asia, no dejaba piedra por remover, calumniando a los atenienses ante Artafrenes, y haciendo todo lo posible para que Atenas cayese en su poder y en el de Darío. Mientras que Hipias así intrigaba, informados los atenienses, enviaron mensajeros a Sardes para impedir que los persas diesen crédito a los desterrados de Atenas. Artafrenes les ordenó que si querían estar en salvo acogiesen de nuevo a Hipias. No admitieron los atenienses la propuesta y, al no admitirla, resolvieron mostrarse abiertamente enemigos de los persas.
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Hallábanse así resueltos y calumniados ante los persas, cuando en esa sazón llegó a Atenas el milesio Aristágoras, expulsado de Esparta por Cleómenes el lacedemonio. Era Atenas la ciudad más poderosa de todas. Compareció Aristágoras ante el pueblo, y dijo lo mismo que en Esparta acerca de los bienes del Asia, y del modo de combatir los persas, que no usaban escudo ni lanza y eran fáciles de vencer. Eso decía y esto agregaba: que los milesios eran colonos de Atenas, y era justo que los atenienses, tan poderosos, les salvasen. No dejó promesa por hacer, como quien se hallaba en el mayor apuro, hasta que les persuadió. Así pues, parece que es más fácil engañar a muchos que a uno solo: pues no habiendo podido engañar al lacedemonio Cleómenes, que era uno solo, pudo hacerlo con treinta mil atenienses. Persuadidos, pues, los atenienses, votaron enviar veinte naves en socorro de los jonios, nombrando general de ellas a Melantio, que de los ciudadanos era el más principal en todo. Fueron esas naves principio de calamidades tanto para los griegos como para los bárbaros.
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Aristágoras se hizo a la mar antes y, llegado a Mileto, ideó un proyecto que no había de hacer ningún provecho a los jonios: verdad es que ni él mismo lo hacia con ese motivo, sino para molestar al rey Darío. Despachó un hombre a Frigia, a los peonios que, llevados prisioneros por Megabazo desde el río Estrimón, vivían en un lugar de la Frigia, en una aldea apartada. Así que el mensajero se presentó ante los peonios, les dijo: Peonios, me envió Aristágoras, señor de Mileto, a proponeros vuestra salvación, con tal que queráis obedecerle. Al presente, toda la Jonia se ha sublevado contra el rey; se os ofrece la ocasión de volver salvos a vuestra patria. De vuestra cuenta corre el camino hasta el mar; de la nuestra, a partir del mar. Al oír esto los peonios se alegraron en extremo y, cargando con sus hijos y mujeres, huyeron hacia el mar, bien que unos pocos, medrosos, se quedaron allí. Cuando los peonios llegaron al agua, pasaron a Quío. Estando ya en Quío, llegó en gran número la caballería persa que les iba siguiendo las pisadas en su persecución. Como no habían podido darles alcance, enviaron una orden a Quío a los peonios para que volviesen, pero los peonios no hicieron caso; y desde allí los de Quío les condujeron hasta Lesbo, y los de Lesbo les transportaron a Dorisco, desde donde, por tierra, llegaron a Peonia.
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Los atenienses llegaron a Mileto con veinte naves, y trayendo consigo cinco trirremes de Eretria, que no militaban en obsequio de los atenienses, sino de los mismos milesios, en pago de una deuda. Porque anteriormente los milesios habían socorrido a los eretrios en la guerra contra los calcideos, cuando los samios auxiliaron a los calcideos contra eretrios y milesios. Cuando éstos, pues, llegaron y estuvieron presentes los demás aliados, emprendió Aristágoras una expedición contra Sardes; no fue él en persona, antes bien se quedó en Mileto y nombró para ser generales a otros milesios: su propio hermano Caropino y otro ciudadano, Hermofanto.
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Llegaron los jonios en esta expedición a Efeso, y dejando las naves en un lugar del territorio efesio llamado Coreso, se dirigieron tierra adentro con un ejército numeroso, tomando unos efesios como guías del camino. Marchaban a lo largo del río Caístro; desde alli, después de pasar el Tmolo, llegaron a Sardes, y la tomaron sin que nadie les opusiera resistencia y tomaron todo, salvo la acrópolis; defendía la acrópolis con una pequeña guarnición el mismo Artafrenes.
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Aunque habían tomado la ciudad, el siguiente motivo les impidió saquearla. En Sardes las más de las casas estaban hechas de caña, y aun las construídas de ladrillo tenían techo de caña. A una de ellas pegó fuego un soldado; al punto fue corriendo el incendio de casa en casa hasta apoderarse de la ciudad entera. Ardía la ciudad, cuando los lidios y cuantos persas se hallaban dentro, viéndose cogidos por todas partes (pues el fuego se extendía por los extremos), y no teniendo salida de la ciudad, corrieron a la plaza y al río Pactolo, que lleva granos de oro desde el Tmolo, pasa por medio de la plaza, y desemboca en el río Hermo, y éste en el mar. Reunidos entonces lidios y persas, cerca del Pactolo y de la plaza, se vieron obligados a defenderse; y los jonios, al ver que parte del enemigo se defendía y parte venía contra ellos en gran número, se asustaron y retrocedieron hacia el monte llamado Tmolo, y de alli, al caer la noche, se marcharon a sus naves.
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Fue abrasada Sardes, y en ella el templo de la diosa nacional Cibeba; pretexto de que se valieron luego los persas para abrasar a su vez los templos de Grecia. Los persas que acampaban en las provincias de este lado del río Halis, al oír la noticia, se reunieron y acudieron al socorro de los lidias; no hallaron ya a los jonios en Sardes y siguiendo su rastro les alcanzaron en Efeso. Los jonios les hicieron frente, pero fueron completamente derrotados en el encuentro. Entre otros muchos varones de renombre que mataron los persas, uno fue Eválcides, general de los eretrios, que había ganado corona en certámenes atléticos, y muy celebrado por Simónides de Ceo. Los que huyeron de la batalla se dispersaron por las ciudades.
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Tal fue entonces el resultado del combate. Después, los atenienses desampararon enteramente a los jonios, y a pesar de los repetidos ruegos que les hizo Aristágoras por medio de mensajeros, se negaron a ayudarles. Pero los jonios, aunque privados de la alianza de Atenas, no por eso dejaron (tal era lo que habían cometido contra Darío) de prevenir la guerra contra el rey. Dirigiéronse hacia el Helesponto y se apoderaron de Bizancio y de todas las demás ciudades de esa región. Salidos del Helesponto, se ganaron como aliada la mayor parte de Caria, y hasta Cauno, que no había querido aliarse antes, también se les unió entonces, después del incendio de Sardes.
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Todos los de Chipre se les agregaron voluntariamente, menos los de Amatunte; también éstos se habían sublevado contra los medos del modo siguiente. Vivía en Chipre Onésilo, hermano menor de Gorgo, rey de los salaminios, hijo de Quersis, hijo de Siromo, hijo de Eveltón. Ya antes había aconsejado muchas veces este Onésilo a Gorgo, que se sublevase contra el rey; pero al oír entonces que los jonios se habían sublevado, le incitaba con las mayores instancias. Pero como no lograba convencer a Gorgo, aguardó a que saliese de la ciudad y le cerró las puertas; acompañado de los de su facción, Gorgo, despojado de su ciudad, se refugió entre los medos, y Onésilo se enseñoreó de Salamina, trató de persuadir a todos los de Chipre a sublevarse a una; y persuadio a todos salvo a los de Amatunte, que no querían obedecerle, y a quienes puso sitio.
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Onésilo, pues, sitiaba a Amatunte. Cuando se anunció al rey Darío que Sardes había sido tomada y quemada por los atenienses y los jonios, y que el jefe de la confederación y quien había tramado todo aquello era el milesio Aristágoras, cuéntase que al primer aviso, sin hacer caso alguno de los jonios, bien seguro de que caro les costaría su sublevación, preguntó quiénes eran los atenienses, y después de oírlo, pidió su arco, colocó en él una flecha y la lanzó al cielo, y mientras disparaba al aire, dijo: Dame, oh Zeus, que pueda yo vengarme de los atenienses. Y dicho esto, ordenó a uno de sus criados que al servirle la comida, le dijera siempre tres veces: Señor, acuérdate de los atenienses.
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Dada esta orden, llamó a su presencia al milesio Histieo, a quien Darío retenía hada ya tiempo, y le dijo: Me he enterado, Histieo, de que aquel regente tuyo a quien confiaste Mileto, ha cometido contra mí temerario delito. Ha traído tropas del otro continente, y persuadido a que junto con ellas le siguiesen los jonios (que me han de dar satisfacción de lo que han hecho), y me ha arrebatado a Sardes. Dime ahora, ¿te parece bien hecho? ¿Cómo pudo ejecutarse semejante cosa sin tu consejo? Mira que no tengas luego que acusarte a ti mismo. A lo que respondió Histieo: Rey ¿qué palabra has dicho? ¿Había yo de aconsejar cosa que ni mucho ni poco pudiera disgustarte? ¿Para qué lo había yo de procurar? ¿Qué cosa me falta? Gozo de todo lo que tú, me cabe la honra de escuchar todas tus resoluciones. Si mi regente tiene entre manos algo como lo que me dices, sabe que ha obrado por su propia responsabilidad. Pero yo no puedo siquiera admitir la noticia de que los milesios y mi regente intenten alguna temeridad contra tu imperio. Mas si lo hacen y si en verdad lo has oído, rey, ve lo que has hecho al arrancarme de la costa; pues, no teniéndome a su vista, parece que los jonios han ejecutado lo que hace tiempo ansiaban; si yo hubiese estado en Jonia, ninguna ciudad se hubiera movido. Ahora, pues, permíteme marchar aprisa a Jonia, para restablecer todo aquello en su antiguo orden y para poner en tus manos ese regente, que tales cosas ha maquinado. Después de ejecutar todo esto conforme a tu voluntad, juro por los dioses de tu real casa, no quitarme la túnica con que bajare a Jonia antes de hacerte tributaria a Cerdeña, la más grande de las islas.
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Con este discurso procuraba Histieo engañar al rey. Darío se persuadió y le dejó partir ordenándole que, después de cumplir lo que prometía, se presentase de nuevo en Susa.
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En tanto llegaba al rey la noticia de Sardes, y Darío lanzó su arco y habló con Histieo, y éste, licenciado por Darío, se trasladó al mar, en todo ese tiempo sucedió lo siguiente. Estaba Onésilo de Salamina sitiando a Amatunte, cuando se le avisó que se esperaba en Chipre al persa Artibio, que conducía en sus naves un poderoso ejército. Enterado de ello, Onésilo envió heraldos por la Jonia, para llamarlos, y los jonios, sin deliberar muého tiempo, llegaron con una gran armada. Los jonios aportaron a Chipre, y los persas cruzaron desde Cilicia y se dirigieron por tierra a Salamina, mientras los fenicios, en sus naves, doblaban el cabo que se llama las Llaves de Chipre.
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En tal situación, convocaron los señores de Chipre a los jefes jonios y les dijeron: Jonios, nosotros, los cipriotas, os damos a elegir combate con los que querráis, o con los persas o con los fenicios. Si queréis venir a las manos con los persas por tierra, sería hora de que desembarcarais y formarais filas, y de embarcamos nosotros en vuestras naves, para combatir con los fenicios. Pero, si preferís venir a las manos con los fenicios, es preciso que hagáis (cualquiera de las dos alternativas adoptéis), que por vuestra parte sean libres tanto Jonia como Chipre. Replicaron a esto los jonios: La confederación de los jonios nos envió para defender el mar, no para entregar las naves a los ciprios y atacar por tierra a los persas. Nosotros, en el cargo que nos han señalado, procuraremos, pues, mostrarnos valientes; menester es que luchéis vosotros como bravos, acordándoos de lo que sufristeis cuando erais esclavos de los medos.
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En esos términos responderon los jonios; después, como hubiesen llegado los persas al llano de Salamina, los reyes de Chipre alinearon sus tropas; frente a los persas alinearon lo más escogido de los salaminios y los solios, y frente a los demás soldados el resto de los cipriotas. Onésilo, por su voluntad, se situó frente a Artibio, general de los persas.
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Artibio montaba un caballo amaestrado a empinarse contra un hoplita. Advertido de esto Onésilo, dijo a un escudero caria que tenia, hombre muy famoso en las armas, y además, lleno de valor: Oigo decir que el caballo de Artibio se empina y mata al que embiste con manos y boca. Piénsalo tú, y dime en seguida a cual de los dos quieres acechar y huir, si al caballo o si al mismo Artibio. Su escudero le respondió asi: Rey, estoy pronto para hacer ambas cosas, para cualquiera de las dos y para todo lo que ordenes. Diré, sin embargo, lo que me parece más provechoso para tu situación. Sostengo que un rey ha de atacar a otro rey, y un general a otro general; porque, si das en tierra con un general, es una gran hazaña, y si él da en tierra contigo, lo que no quieran los dioses, aun la muerte, a manos de un enemigo digno, es sólo desgracia a medias. A nosotros, los servidores, corresponde atacar a otros servidores y al caballo. Y no temas sus artes, que te prometo no volverá a empinarse delante de hombre alguno.
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Así dijo, e inmediatamente, las fuerzas vinieron a las manos por tierra y por mar. Por mar sobresalieron los jonios y vencieron a los fenicios, y entre ellos se destacaron los samios. En tierra, cuando se encontraron los dos ejércitos, se lanzaron a la carga y combatieron. Entre los dos generales pasó lo siguiente: embestía Artibio, montado en su caballo, a Onésilo, éste, según lo convenido con su escudero, hirió a Artibio; y al golpear con las patas el caballo contra el escudo de Onésilo, el cario le dió un golpe de hoz, y segó las dos patas al caballo.
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Entonces Artibio, el general de los persas, cayó allí mismo, junto con el caballo. Combatían los demás, cuando Estesenor, tirano de Curio, que tenía consigo una fuerza no pequeña, desertó. (Dícese que estos curieos son colonos de los argivos.) Al desertar los curieos, inmediatamente los carros de guerra de los salaminios hicieron lo mismo que los curieos, y con esto, los persas llevaron ventaja a los cipriotas; el ejército volvió las espaldas, y entre otros muchos cayó Onésilo, hijo de Quersis, autor de la sublevación de Chipre; y Aristócipro, rey de los solos, hijo de Filócipro, aquel Filócipro a quien Solón de Atenas, cuando llegó a Chipre, ensalzó en sus versos sobre todos los señores.
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Los de Amatunte, como Onésilo les había sitiado, le cortaron la cabeza, se la llevaron a Amatunte y la colgaron sobre las puertas. Estaba colgada, y ya hueca cuando entró dentro un enjambre de abejas y la llenó de panales. Ante tal suceso, los de Amatunte consultaron al oráculo acerca de la cabeza, y la respuesta fue que la descolgaran y la sepultaran, y sacrificaran a Onésilo todos los años, como a un héroe, y que si hacian así les iría mejor. Y, en efecto, así lo hacían los de Amatunte hasta mis días.
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Los jonios, que habían combatido por mar en Chipre, se enteraron de que estaba perdida la causa de Onésilo, y cercadas las ciudades de Chipre, menos Salamina, que los mismos salaminios habían restituído a Gorgo, su antiguo rey. Inmediatamente que se enteraron de esto los jonios volvieron a Jonia. Entre las ciudades de Chipre, Solos fue la que por más tiempo resistió el cerco; los persas abrieron minas alrededor de sus muros, y la tomaron a los cinco meses.
116
Los cipriotas, en suma, libres durante un año, de nuevo quedaron esclavizados. Daurises, casado con una hija de Daría, Himeas y Otanes, otros generales persas, también casados con hijas de Darío, persiguieron a los jonios que habían marchado contra Sardes y los rechazaron contra sus naves; y después de vencerles en la batalla, se dividieron las ciudades y las saquearon.
117
Daurises se dirigió a las ciudades de Helesponto, tomó Dárdano, tomó Abido y Percata y Lámpsaco y Peso; ésas tomó una por día. Se dirigía desde Peso a la ciudad de Paria, cuando le llegó la noticia de que, de acuerdo los carios con los jonios, se habían sublevado contra los persas. Volvióse, pues, del Helesponto, y marchó con sus tropas contra Caria.
118
Por azar, tuvieron los carios aviso de esto antes de llegar Daurises; pero cuando lo oyeron se reunieron en las llamadas Columnas Blancas, cerca del río Marsias, que baja de la región ldríade y desemboca en el Meandro. Reunidos los carios, hubo muchos planes, pero el que a mí me parece mejor fue el de Pixodaro, hijo de Mausolo y natural de Cindia, quien estaba casado con la hija de Siennesis, rey sie Cilicia. Era su parecer que los carios pasasen el Meandro y trabasen combate con el río a la espalda, para que, no teniendo adónde huir y obligados a permanecer en su puesto, fuesen más valientes de lo que eran por naturaleza. No prevaleció este parecer, sino el de que los persas y no ellos tuvieran a sus espaldas el Meandro, sin duda para que si los persas se daban a la fuga y eran derrotados en el encuentro, no escaparan y cayesen en el río.
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A poco, cuando aparecieron los persas, y cruzaron el Meandro, se encontraron con ellos los carios cerca del río Marsias; combatieron reñidamente y durante largo tiempo; al cabo, fueron derrotados por el número. De los persas cayeron hasta dos mil, de los carios hasta diez mil. Los fugitivos se refugiaron en Labranda, en el santuario de Zeus Guerrero, un vasto bosque sagrado de plátanos (los carios son los únicos, que nosotros sepamos, que ofrecen sacrificios a Zeus Guerrero). Refugiados allí deliberaban cómo podrían salvarse, si les iría mejor entregándose a los persas o abandonando del todo el Asia Menor.
120
Mientras tal deliberaban, llegaron en su socorro los milesios con sus aliados. Entonces abandonaron los carios su deliberación previa y se dispusieron inmediatamente a combatir de nuevo. Hicieron frente al ataque de los persas y combatieron, pero sufrieron una derrota todavía más grave que la anterior, murieron muchos de todas partes, y más que nadie padecieron los milesios.
121
Después de este desastre, se recobraron los carios y volvieron a combatir. Enterados de que los persas se disponían a marchar contra sus ciudades, se emboscaron en el camino para Pédaso, en el que los persas cayeron en la celada y perecieron, ellos y sus generales, Daurises, Amorges y Sisamaces, y con ellos murió asimismo Mirso, hijo de Giges. El capitán de esa emboscada fue Heraclides, hijo de Ibanolis, natural de Milasa.
122
Así perecieron esos persas. Himeas, que también era de los que perseguían a los jonios que habían marchado contra Sardes, se dirigió a la Propóntide y tomó Cio, ciudad de Misia. Después de tomarla, apenas supo que Daurises había dejado el Helesponto y marchaba contra Caria, abandonó la Propóntide y condujo su ejército al Helesponto; tomó a todos los eolios que ocupaban el territorio de Ilión, y tomó a los gergitas, que son los restos de los antiguos teucros. Pero el mismo Himeas mientras estaba tomando estos pueblos, murió de enfermedad en Tróade.
123
Así murió entonces Himeas. Artafrenes, el gobernador de Sardes, y Otanes, que era el tercero entre los generales, fueron designados para hacer la guerra contra Jonia y la Eólide comarcana, y tomaron Clazómenas en Jonia y Cima en Eólide.
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Al tiempo que caían dichas ciudades, el milesio Aristágoras, que había trastornado la Jonia y creado la mayor confusión, como era, según mostró, hombre de poco ánimo, al ver lo que pasaba, trató de escapar. Parecíale, además, imposible vencer al rey Darío. Así, pues, llamó a consulta sus partidarios y les dijo que sería mejor para ellos tener prevenido un refugio, por si eran arrojados de Mileto, y que se llevaría una colonia desde ese lugar a Cerdeña, o bien a Mircino, en Edonia, que había fortificado Histieo después de recibirla de Darío como regalo. Así les preguntó Aristágoras.
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El parecer del historiador Hecateo, hijo de Hegesandro, era de no llevar la colonia a ninguna de aquellas dos partes, sino de que Aristágoras levantase una fortáleza en la isla de Lero, y se estuviese quieto, caso de perder a Mileto; más tarde, podría partir de esa isla y volver a Mileto.
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Así aconsejaba Hecateo, mas el parecer a que más se inclinaba Aristágoras, era el de llevar una colonia a Mircino. Confió, pues, Mileto a un ciudadano acreditado, Pitágoras, y él tomó consigo todo el que se ofrecía, se hizo a la vela para Tracia, y se apoderó del país al cual se había dirigido. Pero partió de allí y pereció a manos de los tracios, tanto Aristágoras como su ejército, mientras sitiaba una ciudad, pereció Aristágoras con su tropa a manos de los tracios, que habían convenido en capitular y retirarse.
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