Índice de Los nueve libros de la historia de Heródoto de Halicarnaso | Segunda parte del Libro Sexto | Primera parte del Libro Séptimo | Biblioteca Virtual Antorcha |
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LIBRO SEXTO
ERATO
Tercera parte
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Los hombres ricos de Egina vencieron al pueblo que en compañía de Nicódromo se les había levantado, y después de someterles, les llevaban para darles muerte. Cometieron con ello una impiedad que no pudieron expiar por más que hicieran, y antes se vieron arrojados de la isla que no aplacada la diosa. En efecto: tomaron prisioneros a setecientos hombres del pueblo y les llevaban a darles muerte; uno de ellos se libró de sus cadenas, huyó al atrio de Deméter Tesmófora, y se asió de las aldabas de la puerta. Como no pudieron arrancarle tirando de él, le cortaron las manos y así le llevaron, mientras las manos quedaban asidas de las aldabas.
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Así maltrataron los eginetas a los suyos. Cuando llegaron los atenienses, con sus setenta naves, entraron en combate naval y, derrotados, llamaron en su socorro a los mismos de antes, los argivos. Estos, empero, ya no les socorrieron, quejosos de que las naves de Egina (tomadas a la fuerza por Cleómenes) habían costeado la Argólide y desembarcado junto con los lacedemonios; en ese mismo ataque desembarcaron también hombres de las naves sicionias. Los argivos les impusieron mil talentos de multa, quinientos a cada ciudad. Los sicionios, reconociendo su culpa, convinieron en pagar cien talentos para librarse de la multa. Los eginetas no reconocieron su culpa y se condujeron con notable altivez. Por eso, cuando pidieron socorro ninguno les ayudó más, del común de los argivos, si bien acudieron mil voluntarios. Los dirigía un general, por nombre Euríbates, campeón en el pentatlo. Los más de ellos no volvieron, pues murieron en Egina a manos de los atenienses; y el mismo general Euríbates luchó en combate singular con tres hombres y así los mató, pero fue muerto por el cuarto, Sófanes, hijo de Déceles.
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Los eginetas atacaron la armada de Atenas que se hallaba en desorden, la vencieron y apresaron cuatro naves con la tripulación.
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De este modo habían empeñado los atenienses la guerra contra los eginetas. Entretanto el persa puso en ejecución su plan, ya que su criado le recordaba siempre que se acordase de los atenienses, los Pisistrátidas estaban a su lado calumniando a Atenas, y a la vez él mismo, asido de aquel pretexto, aspiraba a sojuzgar a los griegos que no le habían dado tierra y agua. Como Mardonio había malogrado su expedición, le quitó el cargo y nombró a otros generales, Datis, medo de nación, y Artafrenes, su sobrino, hijo de Artafrenes. Les envió contra Eretria y contra Atenas, y les dió orden al partir de que esclavizaran ambas ciudades y trajesen a su presencia los esclavos.
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Así que estos generales designados partieron del rey y llegaron a la llanura de Aleo en Cilicia, al frente de un ejército numeroso y bien apercibido, sentaron allí sus reales, y en tanto les alcanzó toda la armada que se había exigido a cada ciudad; y llegaron también las naves de transporte de la caballería, que el año anterior Darío había mandado aprestar a sus tributarios. Embarcaron en ellas los caballos, tomaron la infantería a bordo y se hicieron a la vela en seiscientos trirremes para Jonia. Desde allí no siguieron su rumbo costeando la tierra firme, en derechura hacia el Helesponto y Tracia, sino que salieron de Samo y tomaron la derrota por el mar Icario, pasando entre las islas: a mi parecer, por el gran temor de doblar el Atos, ya que el año anterior, llevando su rumbo por allí, habían sufrido un gran desastre. Les forzaba a ello, además, la isla de Naxo, no sometida todavía.
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Cuando al salir del mar Icario se dirigieron a Naxo e hicieron tierra (pues a ella habían pensado los persas acometer en primer término), los naxios, que tenían presentes las hostilidades de antes, huyeron hacia los montes y no les aguardaron; los persas esclavizaron a los que pudieron coger e incendiaron los templos y la ciudad. Tras esto se hicieron a la mar contra las demás islas.
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En tanto que esto hacian los persas, los delios desampararon también a Delo y huyeron a Teno. Allá se dirigía la armada, cuando Datis se adelantó y no permitió que las naves anclasen cerca de Delo, sino más allá, en Renea; e informado del lugar adonde estaban los dclios, les envió un heraldo que les habló así: Varones sagrados, ¿por qué huisteis, condenándome indebidamente? Por mí mismo y por las órdenes del rey, píenso no hacer el menor daño en la tierra en que nacieron los dos dioses, ni contra la tierra misma ni contra sus habitantes. Ahora, pues, volvéos a vuestras casas y vivid en vucstra isla. Esto hizo pregonar Datis a los delios y luego acumuló sobre el altar trescientos talentos de incienso y los quemó.
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Tras esto, Datis navegó con su ejército primeramente hacia Eretria, llevando consigo jonios y eolios. En seguida de partir se sintió en Delo un terremoto, según dicen los colios, el primero y el último hasta mis días que se sintiera allí: y esto, creo yo, lo mostraba el dios a los hombres como presagio de los males que iban a sobrevenir. Porque bajo los reinados de Darío, hijo de Histaspes, de Jerjes, hijo de Darío, y de Artajerjes, hijo de Jerjes, por tres generaciones seguidas, tuvo Grecia más males que en las otras veinte generaciones anteriores a Darío; males ya causadós por los persas, ya por los jefes de partido, que se disputaban el mando. Por donde no tenía nada de extraño que padeciera terremoto Delo, que no lo había padecido antes. Y estaba escrito de ella en un oráculo:
También conmoveré a Delo, aunque sea inconmovible.
Los nombres aquellos quieren decir en lengua griega: Darío, refrenador; Jerjes, guerrero, y Artajerjes, gran guerrero; así podrían llamar correctamente los griegos en su lengua a esos reyes.
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Los bárbaros se hicieron a la mar desde Delo; abordaban a las islas, les tomaban tropas, y cogían en rehenes a los hijos de los isleños. Yendo de una en otra isla, aportaron a Caristo; los caristios no les dieron rehenes y se negaron a combatir contra ciudades vecinas, aludiendo a Eretria y a Atenas. Pusieron entonces sitio a la plaza y talaron la tierra hasta que los caristios se dieron al partido de los persas.
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Al oír los eretrios que navegaba contra ellos la expedición persa, pidieron auxilio a los de Atenas. No rehusaron los atenienses el socorro, antes bien les destinaron como auxiliares los cuatro mil colonos que habían recibido las tierras de los caballeros calcideos. Pero por lo visto los de Eretria no tenían consejo sano; hicieron venir a los atenienses, pero ellos mismos estaban divididos entre dos ideas. Unos pensaban abandonar la ciudad y retirarse a los riscos de Eubea, y otros, esperando del persa ventajas particulares, aparejaban la traición. Esquines, hijo de Notón, uno de los más importantes de la ciudad, sabedor de uno y otro designio, dió cuenta de todo lo que pasaba a los atenienses que habían venido, y les rogó que se volviesen a su tierra para no perecer con ellos. Los atenienses obedecieron el consejo de Esquines, pasaron a Oropo y así se salvaron.
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Los persas en su navegación aportaron al territorio de Eretria, por la parte de Témeno, Quereas y Egilea. Aportados a estos lugares, desembarcaron al punto sus caballos y se prepararon para arremeter al enemigo. Los eretrios no tenían intento de salir ni de combatir, y ponían su cuidado en guardar sus muros, si podían, pues había prevalecido el parecer de no abandonar la ciudad. En un ataque violento contra el muro durante seis días cayeron muchos de una y otra parte. Pero al séptimo, dos ciudadanos principales, Euforbo, hijo de Alcimaco, y Filagro, hijo de Cineas, entregaron la ciudad a los persas, quienes entrando en ella saquearon y prendieron fuego a los templos, vengando los templos abrasados de Sardes, y esclavizaron a los hombres conforme a las órdenes de Darío.
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Después de someter a Eretria, se detuvieron unos pocos días y navegaron hacia el Atica, apretando mucho a los atenienses y pensando que harían lo mismo que habían hecho los de Eretria. Y como Maratón era el lugar del Atica más a propósitO para la caballería y más vecino a Eretria, alli les guió Hipias, hijo de Pisístrato.
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Cuando los atenienses supieron del desembarco, acudieron por su parte a Maratón. Les dirigían diez generales, y era el décimo Milciades, a cuyo padre Cimón, hijo de Esteságoras, le había tocado salir desterrado de Atenas por Pisístrato, hijo de Hipócrates. Mientras se hallaba desterrado, tuvo la fortuna de triunfar en Olimpia con su cuadriga, y alcanzando ese triunfo logró idéntico honor que su hermano de madre Milciades. En la olimpiada siguiente triunfó con las mismas yeguas, pero permitió que Pisístrato fuese proclamado vencedor, y por cederle su victoria volvió a su patria con garantía. Mas al triunfar en otra olimpíada con las mismas yeguas, le tocó morir a manos de los hijos de Pisístrato, pues ya no vivía el mismo Pisístrato; le mataron en el Pritaneo de noche, por medio de unos asesinos apostados. Está sepultado Cimón en el arrabal, más allá del camino que llaman Cela, y enfrente de su sepulcro fueron enterradas esas yeguas, tres veces vencedoras en los juegos olímpicos; otras yeguas, las de Evágoras el lacón, habían hecho ya eso mismo, pero fuera de éstas, ningunas otras. El mayor de los hijos de Cimón, Esteságoras, se hallaba a la sazón en casa de su tia Milciades, criándose en el Quersoneso; el menor estaba en Atenas, en casa del mismo Cimón, y se llamaba Milciades por Milciades, el poblador del Quersoneso.
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Era entonces general de los atenienses este Milciades, recién llegado del Quersoneso y dos veces escapado de la muerte; pues una vez los fenicios le persiguieron hasta Imbro, muy deseosos de cogerle y, llegado a su patria, cuando ya se creía en salvo, le tomaron sus enemigos y le llevaron al tribunal acusándole por su tiranía del Quersoneso. Escapó también de ellos y fue nombrado general de los atenienses, por elección del pueblo.
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Lo primero que hicieron los generales, estando aún en la ciudad, fue enviar a Esparta como heraldo a Fidípides, natural de Atenas, corredor de larga distancia que hacía de esto su profesión. Hallándose, según el mismo Fidípides dijo y anunció a los atenienses, cerca del monte Partenio, más arriba de Tegea, se le apareció Pan, el cual le llamó por su nombre, Fidípides, y le mandó anunciar a los atenienses por qué no hacían ninguna cuenta de él, que les era benévolo, les había sido antes útil muchas veces y había de serles todavía. Tuvieron los atenienses por verdadera esta historia, y estando ya sus cosas en buen estado, levantaron al pie de la acrópolis el templo de Pan, y desde aquella embajada, se le propician con sacrificios anuales y con una carrera de antorchas.
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Despachado entonces Fidípides por los generales, en el viaje en que dijo habérsele aparecido el dios Pan, llegó a Esparta al día siguiente de partir de la ciudad de Atenas y, presentándose ante los magistrados, les dijo: Lacedemonios, los atenienses os piden que les socorráis y no permitáis que la ciudad más antigua entre las griegas caiga en esclavitud en manos de los bárbaros; pues en verdad Eretria ha sido ahora esclavizada y Grecia ha perdido una ilustre ciudad. Así refirió Fidípides lo que se le había encargado. Los lacedemonios resolvieron socorrer a los atenienses, pero les era por el momento imposible, pues no querían faltar a su ley: porque era el día nono, a comienzo del mes, y en el día nono, no estando lleno el círculo de la luna, dijeron que no habrían de salir.
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Los espartanos, pues, aguardaban a la luna llena. Guiaba los bárbaros a Maratón Hipias, hijo de Pisístrato, quien la noche anterior había tenido en sueños esta visión: le pareció dormir con su misma madre; por ese sueño conjeturaba que volvería a Atenas, recobraría el mando y moriría viejo en su propia tierra: tal era lo que conjeturaba por su sueño. Entre tanto, mientras les guiaba, pasó los esclavos de Eretria a la isla de los estireos llamada Eglea, hizo anclar las naves aportadas a Maratón y puso en formación a los bárbaros que habían bajado a tierra. Mientras se ocupaba en esto, estornudó y tosió con más fuerzá de lo que acostumbraba, y como era bastante viejo, los más de los dientes se le movieron, y arrojó uno por la fuerza de la tos. Cayó el diente en la arena, y él se empeñó mucho en hallarle; pero como el diente no pareciese, dió un gran gemido y dijo a los que tenía cerca: No es nuestra esta tierra, y no lograremos sometérnosla; lo que de ella era mío, de eso mi diente ha tomado posesión.
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En esto, conjeturó entonces Hipias, había venido a parar su sueño. Estaban los atenienses formados en el recinto de Heracles, cuando vinieron a socorrerles en masa todos los de Platea; pues, en efecto, los de Platea se habían entregado a los atenienses, y por ellos habían padecido ya los atenienses muchos trabajos. Se habían entregado a Atenas de este modo. Acosados los de Platea por los tebanos, se entregaron primero a Cleómenes, hijo de Anaxándridas, y a los lacedemonios, que se hallaban presentes, pero éstos no les admitieron, y les dijeron: Nosotros vivimos demasiado lejos; sería para vosotros tibio socorro el nuestro: muchas veces os veríais cautivos antes de que nos enteráramos. Os aconsejamos que os entreguéis a los atenienses; son nuestros vecinos, y no malos para protegeros. Así aconsejaron los lacedemonios, no tanto por buena voluntad para los de Platea, cuanto por deseo de que los atenienses tuvieran trabajos enemistándose con los beocios. Así aconsejaron a los de Platea, y éstos no les desoyeron; a la sazón en que los atenienses sacrificaban a los doce dioses, se sentaron como suplicantes junto al altar y se les entregaron. Enterados de ello los tebanos, marcharon contra los de Platea, y los atenienses acudieron en su socorro. Estaban a punto de trabar combate, pero no lo permitieron los corintios, quienes como casualmente se encontraban allí, reconciliaron a los dos pueblos que se habían confiado a su arbitraje, y señalaron los límites de la región en estos términos: los tebanos dejarían en paz a los beocios que no quisiesen formar parte de la liga beoda: así lo determinaron los corintios, y se volvieron. Al tiempo que los atenienses se retiraban, los atacaron los beodos; pero fueron derrotados en la batalla. Los atenienses, pasando más allá de los límites que los corintios habían señalado a los de Platea, tomaron al mismo río Asopo como límite de Tebas en la parte que mira a Hisías y a Platea. De dicho modo se entregaron los de Platea a los atenienses y vinieron entonces en su socorro a Maratón.
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Los generales atenienses pensaban de dos modos distintos: los unos no dejaban dar batalla, porque eran pocos para combatir con el ejército de los medos; los otros, entre los cuales se contaba Milcíades, exhortaban al combate. Como pensaban de dos modos distintos y prevalecía el peor, entonces Milcíades se dirigió al polemarco. Porque había un undécimo votante, aquel que por el sorteo del haba había sido elegido por los atenienses polemarco (antiguamente los atenienses daban al polemarco el mismo voto que a los generales); era entonces polemarco Calímaco de Midna, a quien habló así Milcíades: En ti está ahora, Calímaco, o esclavizar a Atenas, o hacerla libre y dejar para toda la posteridad una memoria como no han dejado siquiera Harmodio y Aristogitón. Ahora, sin duda, han llegado los atenienses al mayor peligro desde que existen: si se humillan ante los medos, decidido está lo que tendrán que sufrir entregados a Hipias; pero si la ciudad vence, puede llegar a ser la primera de las ciudades griegas. Voy a explicarte cómo es posible que esto suceda y cómo depende de ti decidir la situación. Nosotros, los diez generales, pensamos de dos modos distintos: quieren los unos que se dé la batalla; los otros, no. Si no la damos, temo que una gran sedición trastorne los ánimos de los atenienses y les induzca a simpatizar con los medos; pero si la damos antes que flaqueen algunos atenienses, y si los dioses son justos, podremos vencer en el encuentro. Al presente, pues, todo estriba en ti, y de ti depende: si te adhieres a mi opinión, es libre tu patria y es la primera ciudad de Grecia; pero si sigues el parecer de los que disuaden del combate, tendremos lo contrario de todos los bienes que te he enumerado.
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Con este discurso Milcíades se ganó a Calímaco; y con la adición del voto del polemarco quedó decidido dar la batalla. Después, los generales cuyo parecer había sido que se diese la batalla, cada cual en el día en que les tocaba el mando del ejército, lo cedían a Milcíades; éste lo aceptaba, pero no presentó combate hasta el día mismo en que le tocaba el mando.
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Cuando llegó su vez, las tropas atenienses se formaron para la batalla del siguiente modo: mandaba el ala derecha Calímaco el polemarco, pues era entonces costumbre entre los atenienses que el polemarco tuviese el ala derecha; después de aquel jefe seguían las tribus una tras otra en el orden en que se enumeraban; y los últimos en la formación eran los de Platea, que tenían el ala izquierda. Desde esta batalla, cuando los atenienses ofrecen sacrificios en las festividades nacionales que celebran cada quinquenio, el heraldo ateniense, al rogar a los dioses, pide la prosperidad para los atenienses y juntamente para los de Platea. Alineados entonces los atenienses en Maratón, resultó lo siguiente: al igualarse su formación con la formación meda, el centro constaba de pocas filas, y en esta parte era más débil la formación, mientras cada una de las alas era fuerte por su número.
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Una vez formados y siendo favorables los agüeros de los sacrificios, luego que se les permitió, cargaron a la carrera los atenienses contra los bárbaros. Había entre los dos ejércitos un espacio no menor de ocho estadios. Los persas, que les veían cargar a la carrera, se apercibían para recibirles, y reprochaban a los atenienses como demencia y total ruina, que siendo pocos se precipitasen contra ellos a la carrera, sin tener caballería ni arqueros. Así presumían los bárbaros; pero los atenienses, luego que cerraron con ellos todos juntos, combatieron en forma digna de memoria. Fueron los primeros entre todos los griegos, que sepamos, en cargar al enemigo a la carrera, y los primeros que osaron poner los ojos en los trajes medos y en los hombres que los vestían, pues hasta entonces sólo oír el nombre de los medos era espanto para los griegos.
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Mucho tiempo combatieron en Maratón; en el centro de la formación, donde estaban alineados los mismos persas y los sacas vencían los bárbaros, y rompiendo por medio de ella, la persiguieron tierra adentro. Pero en cada ala vencieron los atenienses y los de Platea; los vencedores dejaron huir la parte derrotada del enemigo, y uniendo entrambas alas lucharon con los bárbaros que habían roto el centro, y vencieron los atenienses. Persiguieron a los persas en retirada haciéndoles pedazos, hasta que llegados al mar, pidieron fuego e iban apoderándose de las naves.
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En esta acción murió Calímaco el polemarco, que se portó como bravo; de los generales murió Estesilao, hijo de Trasilao. Allí fue cuando Cinegiro, hijo de Euforión, se asió de la popa de una nave y cayó, cortada la mano de un hachazo. Cayeron además otros muchos gloriosos atenienses.
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De ese modo los atenienses se apoderaron de siete naves. Los bárbaros daron en las demás, y habiendo otra recogido de la isla los esclavos de Eretria que habían dejado en ella, doblaron a Sunio con el intento de llegar a la ciudad antes que los atenienses. Sospecharon los atenienses que por astucia de los Alcmeónidas habían formado los persas ese designio; pues habían convenido en mostrar un escudo los persas cuando éstos estuvieran ya en las naves.
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Los persas, pues, doblaban a Sunio; los atenienses marchaban a todo correr al socorro de la ciudad y llegaron antes que los bárbaros. Habían venido del recinto de Heracles en Maratón, y acamparon en otro recinto de Heracles, el de Cinosarges. Los bárbaros, llegados a la altura de Falero, que era entonces el arsenal de los atenienses, se detuvieron allí y luego navegaron de vuelta al Asia.
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En esa batalla de Maratón murieron unos seis mil cuatrocientos bárbaros y ciento noventa y dos atenienses; tal es el número de los que cayeron de una y otra parte. Sucedió allí el siguiente prodigio: Epicelo, ateniense, hijo de Cufágoras, peleando en la refriega y conduciéndose como bravo, perdió la vista sin haber recibido golpe de cerca, ni tiro de lejos en todo su cuerpo; y desde aquel punto quedó ciego por el resto de su vida. He oído que él contaba esta historia acerca de su desgracia: que le pareció que se le ponía delante un hoplita de gran estatura, cuya barba cubrió de sombra todo su escudo; el fantasma pasó de largo y mató al soldado que estaba a su lado: tal era, según he oído, lo que contaba Epicelo.
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Al marchar Datis al Asia con su armada, cuando llegó a Micono tuvo en sueños una visión; no se dice cuál fuese la visión, pero apenas amaneció hizo registrar las naves, y habiendo hallado en una nave fenicia una imagen dorada de Apolo, preguntó de dónde había sido robada e informado de qué templo era, navegó en su propia nave a Delo. Y como entonces los delios habían vuelto a la isla, depositó la imagen en el santuario y encargó a los delios que la llevasen a Delio, lugar de Tebas que está en la playa de Calcis. Dió la orden Datis y se volvió; pero los delios no llevaron la estatua, y al cabo de veinte años los tebanos, avisados por un oráculo, la trajeron a Delio.
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Cuando en su navegación Datis y Artafrenes arribaron al Asia, llevaron a Susa los eretrios esclavizados. El rey Darío, antes de caer en cautiverio los eretrios, abrigaba contra ellos terrible cólera, por haber iniciado las hostilidades; pero después que les vió llevados a su presencia y puestos en su poder, no les hizo ningún otro mal sino establecerles en un territorio suyo de la región de Cisia, que tiene por nombre Arderica, distante de Susa doscientos diez estadios, y cuarenta del pozo que produce tres especies distintas, pues de él se saca betún, sal y aceite, en esta forma. Vacían el pozo con una cabria que, en vez de cubo, lleva atada la mitad de un odre. Métenlo y luego lo vierten en una cisterna, y de ésta lo derraman en otra, donde se convierte en las tres especies: el betún y la sal se cuajan al instante; al aceite llaman los persas radinaca; es negro y despide olor pesado. Allí estableció el rey Darío a los eretrios, los cuales ocupaban hasta mis tiempos ese país y conservaban su antigua lengua. Tal sucedió con los eretrios.
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Los lacedemonios llegaron a Atenas en número de dos mil, después de la luna llena, y con tan grande empeño de alcanzar el enemigo, que al tercer día de salidos de Esparta llegaron al Atica. Pero aunque arribados aespués de la batalla, quisieron no obstante ver a los medos; fuéronse a Maratón y los contemplaron. Luego alabaron a los atenienses y su hazaña y se volvieron.
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Admiración me causa, y no admito la historia, que los Alcmeónidas, de concierto con los persas les mostrasen el escudo, queriendo que Atenas estuviese sometida a los bárbaros y a Hipias; pues ellos se mostraron tanto o más enemigos de los tiranos que Calias, hijo de Fenipo y padre de Hipollico. Porque Calias fue el único entre todos los atenienses que, desterrado Pisístrato de Atenas, se atrevió a comprar sus bienes, puestos en subasta pública, y en otras mil cosas le hizo todo el daño posible.
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De este Calias vale la pena que todo el mundo se acuerde por muchas razones: ya por haber sido, como he dicho, un hombre de gran ánimo para libertar a su patria; ya por lo que hizo en Olimpia, donde salió vencedor en la carrera de caballos, y segundo en la de la cuadriga (antes había triunfado en los juegos píticos), se puso en evidencia ante todos los griegos por su gran prodigalidad; ya por el modo de portarse con sus hijas, que fueron tres: porque, cuando estuvieron en edad de matrimonio les dió la más espléndida dote, y les permitió elegir entre todos los atenienses al que cada una de ellas quisiera para marido, y con aquél las casó.
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Y fueron los Alcmeónidas igualmente o nada menos enemigos de los tiranos que Calias. Admiración me causa, pues, y no admito la calumnia de que mostrasen el escudo unos hombres que huían todo el tiempo de los tiranos y por cuyo ardid abandonaron los Pisistrátidas la tiranía. Así ellos fueron los que libertaron a Atenas, mucho más que Harmodio y Aristogitón, según juzgo yo, pues éstos, con matar a Hiparco irritaron a los demás Pisistrátidas, pero en nada contribuyeron a poner fin a los demás tiranos. Los Alcmeónidas, evidentemeDte, libertaron a Atenas, si fueron ellos realmente los que persuadieron a la Pitia a indicar a los lacedemonios que libertasen a Atenas, según tengo antes declarado.
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Podrá decirse que quizá por algún disgusto con el pueblo de Atenas traicionaron a su patria; pero no hubo en Atenas hombres más acreditados ni más honrados por el pueblo. Así que ni es razonable que mostrasen el escudo por semejante motivo. Es cierto que alguien mostr6 un escudo, ni otra cosa puede decirse, porque así sucedi6; pero sobre quién fuese el que lo mostró, no tengo más que añadir de lo que he dicho.
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Los A1cmeónidas, desde tiempo atrás eran distinguidos en Atenas, pero mucho más lo fueron desde Alcmeón, no menos que desde Megacles. Porque al llegar de parte de Creso al oráculo de Delfos unos lidios de Sardes, A1cmeón, hijo de Megacles, fue su auxiliar y les ayudó con ahinco. Y Creso, informado por los lidios que habían visitado a Delfos, de cómo le había favorecido, le llamó a Sardes, y llegado que hubo, le ofreció de regalo tanto oro cuanto de una vez pudiese llevar encima. Ante semejante oferta, A1cmeón trazó esta astucia: se puso una gran túnica y dejó ancho el seno de la túnica; se calzó los coturnos más holgados que encontró y se fue al tesoro adonde le condujeron. Allí cayó sobre un montón de oro en polvo, y en primer lugar se atestó de oro las piernas, cuanto cabía en sus coturnos; llen6 después de oro todo el seno; esparció oro en polvo por todo el cabello de su cabeza, y tomó otra porción en la boca. Salía del tesoro arrastrando apenas los coturnos, parecido a cualquier cosa menos a un hombre, pues tenía inflados los mofletes y estaba hinchado por todas partes. Al verle Creso se echó a reír, y no sólo le dió todo aquello, sino además otros presentes no menores. Así quedó muy rica aquella casa, y Alcmeón pudo criar caballos para las cuadrigas y vencer con ellos en los juegos olimpicos.
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En la generación siguiente, Clístenes, señor de Sición, exaltó a la misma familia, de suerte que llegó a ser entre los griegos mucho más célebre que antes. Este Clístenes, hijo de Aristónimo, hijo de Mirón, hijo de Andreas, tenía una hija llamada Agarista, y quiso hallar el mejor de los griegos para casarle con ella. Así, pues, mientras se celebraban los juegos olimpicos, en los cuales salió vencedor con su cuadriga Clístenes, hizo pregonar que todo griego que se juzgase digno de ser yerno de Clístenes, a los sesenta días o antes, se presentase en Sición; pues Clístenes celebraría las bodas de su hija dentro de un año, empezando de allí a sesenta días. Entonces todos los griegos que se sentían orgullosos de sí mismos, y de su patria, concurrieron como pretendientes; y Clístenes hizo construir un estadio y una palestra para ese mismo fin.
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De Italia vino Esmindírides de Síbaris, hijo de Hipócrates, el hombre que había llegado al colmo de la molicie, en un tiempo en que Síbaris florecía sobremanera, y Dámaso de Siris, hijo de Amiris, llamado el sabio: ésos vinieron de Italia. Del golfo Jonio, Anfimnesto de Epidamno, hijo de Epístrofo; éste vino del golfo Jonio. Vino un etolio, Males, hermano de ese Titormo que superó en fuerza a todos los griegos y se retiró al extremo de Etolia, huyendo de los hombres. Del Peloponeso llegó Leocedes, hijo de Fidón, tirano de los argivos, ese Fidón que fijó los pesos y medidas de los peloponesios y fue el hombre más violento de todos los griegos; él quitó a los aleos la presidencia en los juegos olímpicos y los presidió él mismo. Vino entonces el hijo de ese hombre, y de Trapezunte, Amianto de Arcadia, hijo de Licurgo; Láfanes de Azania, natural de la ciudad de Peo, hijo de Euforión, de quien es fama en Arcadia que recibió en su casa a los Dioscuros y desde aquel tiempo solía hospedar a todo hombre; y Onomasto de Elis, hijo de Ageo; ésos vinieron del mismo Peloponeso. De Atenas llegaron Megacles, hijo de aquel Alcmoon que había visitado a Creso, y otro, Hipoclides, hijo de Tisandro, el más rico y gallardo de los atenienses. De Eretria, entonces floreciente, concurrió Lísanias: éste fue el único de Eubea. De Tesalia vino Diactórides de Cranón, de la familia de los Escópadas; y de los molosos, Alcón. Todos ésos fueron los pretendientes.
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Cuando se presentaron al día señalado, Clístenes se informó ante todo de la patria y linaje de cada uno. Después les retuvo un año haciendo prueba de la bizarría, del carácter, de la educación y de las costumbres de todos, ya tratando con cada uno, ya con todos en común; ya llevando a los más jóvenes a los gimnasios y, lo que es más importante que todo, hacía prueba de ellos en la mesa, pues todo el tiempo que les retuvo hizo todo por ellos y les hospedó con esplendidez. Los que más le satisfacían entre los pretendientes eran los venidos de Atenas, y entre éstos Hipoclides, el hijo de Tisandro, por su bizarría y por estar emparentado por sus antepasados con los Cipsélidas de Corinto.
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Cuando llegó el día fijado, así para celebrar la boda, como para que Clístenes proclamara al que había elegido entre todos, sacrificó Clístenes cien bueyes y agasajó, no sólo a los pretendientes, sino también a todos los sicionios. Terminada la comida, los pretendientes competían en la música o en hablar entre la concurrencia. Continuaba la sobremesa, cuando Hipoclides, que embelesaba a todos, mandó al flautista que le tocase cierta danza; obedeció éste, y la bailó con gran satisfacción propia, aunque Clístenes le miraba y recelaba de todo aquello. Después de un rato, Hipoclides ordenó que le ttajesen una mesa, y cuando llegó la mesa, primero bailó sobre ella unos bailecitos laconios; luego, otros áticos; y por último, apoyando la cabeza en la mesa, daba zapatetas en el aire. Clistenes, si bien con la primera y segunda danza abominaba ya de tomar por yerno a Hipoclides a causa de su bailar desvergonzado, se reprimía, no queriendo estallar contra él; pero cuando le vió dar zapatetas en el aire, no pudo reprimirse más y le dijo: Hijo de Tisandro, con tu danza has perdido la boda. Y replicó el mozo: ¿Qué se le da a Hipoc1ides? Y desde entonces el dicho quedó en proverbio.
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Clístenes hizo silencio y habló así a todos: Pretendientes de mi hija, pagado estoy de todos vosotros, y si fuera posible a cada uno de vosotros favorecería sin escoger a un solo privilegiado y desechar a los demás. Pero como, tratándose de una doncella sola, no cabe contentaros a todos, doy a cada uno de los rechazados un talento de plata por haber querido entroncar conmigo, y por haberos ausentado de vuestras casas; y entrego mi hija Agarista a Megacles, hijo de Alcmeón, conforme a las leyes atenienses. Aceptó Megacles los esponsales, y Clistenes realizó las bodas.
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Todo esto pasó con la competencia de los pretendientes, y así la fama de los Alcmeónidas resonó por toda Grecia. De este matrimonio nació Clistenes que estableció las tribus y la democracia en Atenas, y que llevaba el nombre de su abuelo materno, de Sición. Nacióle a Megacles ése y también Hipócrates; y a Hipócrates, otro Megacles y otra Agarista, que llevaba el nombre de la Agarista hija de Clístenes. La segunda Agarista casó con Jantipo, hijo de Arifrón, y estando encinta tuvo un sueño: le pareció que daba a luz un león, y poco después dió a luz a Pericles, hijo de Jantipo.
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Después del desastre persa en Maratón, Milcíades, ya antes reputado entre los atenienses, aumentó más su reputación. Pidió a sus conciudadanos setenta naves con tropa y dinero, sin dec1ararles contra qué país marchaba, pero asegurándoles que si le seguían, iba a enriquecerles, pues les llevaría a un país tal que sacarían fácilmente de él oro en abundancia. En estos términos pidió las naves, y los atenienses, exaltados con semejantes palabras, se las entregaron.
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Recibió Milcíades la expedición y partió contra Paro, pretextando que los parios les habían provocado, al venir en sus trirremes a Maratón junto con los persas. Pero esto era excusa verbal; en realidad guardaba cierto encono contra los parios, porque Liságoras, hijo de Tisias y natural de Paro, le había calumniado ante el persa Hidarnes. Llegado allá Milcíades con su expedición, puso sitio a los parios que se habían encerrado dentro de sus muros, y les envió un heraldo pidiéndoles cien talentos y diciendo que si no se los daban no retiraría el ejército antes de tomar la plaza. Los parios ni pensaban siquiera cómo darían a Milciades el dinero, antes bien discurrían cómo defender su ciudad, y entre otras cosas idearon ésta: levantar por la noche al doble de su antigua altura el lienzo de la muralla que había sido débil en el asalto.
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Hasta este punto de la narración concuerdan todos los griegos; lo que sucedió a partir de aquí lo cuentan los parios del siguiente modo: dicen que Milciades no sabía qué partido tomar, cuando se abocó con él una prisionera natural de Paro, que se llamaba Timo y era sacerdotisa de las diosas de la tierra. Llegó ésta a presencia de Milciades y le aconsejó que si tenía mucho empeño en tomar a Paro, hiciera lo que ella le aconsejaba, y luego le dió su consejo. Subió Milcíades al cerro que está frente a la ciudad y saltó la cerca, no pudiendo abrir las puertas del templo de Deméter Tesmófora; después de saltar, se dirigió al santuario para hacer algo dentro, ya para mover algo que no es lícito mover, ya para ejecutar cualquier otra cosa. Al llegar a las puertas, he aquí que le sobrevino un terror religioso, y se lanzó atrás por el mismo camino; al saltar otra vez la pared, se dislocó un muslo, o, según dicen otros, dió en tierra con una rodilla.
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Malparado, pues, Milcíades navegó de vuelta sin traer tesoros a los atenienses y sin haber conquistado a Paro; había sitiado la ciudad veintisiete días y talado la isla. Enterados los parios de que Timo, la sacerdotisa de las diosas, había guiado a Milcíades, y queriendo castigarla por ello, cuando estuvieron libres del asedio, enviaron a Delfos emisarios para preguntar si darían muerte a la sacerdotisa de las diosas, por haber revelado a los enemigos de su patria cómo podrían tomarla y por haber mostrado a Milcíades los sagrados misterios que a ningún varón era lícito conocer. Pero no lo permitió la Pitia y dijo que la culpa no era de Timo, sino que, como Milcíades tenía que acabar mal, ella se le había aparecido como guía para esos crímenes.
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Así respondió la Pitia a los parios. Vuelto Milciades de Paro, no hablaban de otra cosa los atenienses, y sobre todo Jantipo, hijo de Arifrón, quien le abrió ante el pueblo causa capital, acusándole de haber engañado a los atenienses. Milciades, aunque presente, no se defendió en persona: se hallaba imposibilitado por gangrenársele el muslo; estaba en cama allí mismo, y le defendieron sus amigos haciendo mucha memoria del combate de Maratón, como también de la toma de Lemno, cómo había tomado a Lemno, castigando a los pelasgos y la había entregado a los atenienses. El pueblo se puso de su lado en cuanto a absolverle de la pena capital; pero le multó por su delito en cincuenta talentos. Después de este juicio, como se le gangrenase y pudriese el muslo, murió Milciades, y su hijo Cimón pagó los cincuenta talentos.
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Milciades, hijo de Cimón, se apoderó de Lemno de este modo. Habían sido los pelasgos arrojados del Ática por los atenienses, si con razón o sin ella, no puedo decirlo; sólo sé lo que sobre ello se dice, esto es, que Hecateo; hijo de Hegesandro, afirma en su historia que fueron arrojados sin razón. Porque, dice, viendo los atenienses el terreno situado al pie del Himeto, que habían dado a los pelasgos como residencia (en pago del muro que éstos habían construído en tiempo atrás alrededor de la acrópolis), viendo, pues, los atenienses bien cultivado ese terreno, que antes era estéril y sin ningún valor, tuvieron envidia y codicia de la tierra, y así les arrojaron sin alegar ningún otro motivo. Pero, según dicen los mismos atenienses, les arrojaron con razón; porque, establecidos los pelasgos al pie del Himeto, salían de allí a inferirles estos agravios: las hijas e hijos de los atenienses solían ir por agua a las Nuevas Fuentes, por no tener esclavos en aquel tiempo, ni ellos ni los demás griegos; cada vez que llegaban, con vergüenza y desprecio las maltrataban los pelasgos; y no contentos todavía con tal proceder, al cabo fueron cogidos en flagrante delito de tramar un ataque. Ellos, dicen los atenienses, se condujeron mucho mejor que los pelasgos, ya que pudiendo matarles, pues les habían cogido tramando un ataque, no quisieron hacerla, y les ordenaron salir de su tierra. Así expulsados, ocuparon varias tierras y señaladamente Lemno. Aquello es lo que dijo Hecateo; esto, lo que dicen los atenienses.
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Estos pelasgos que ocupaban entonces Lemno, deseosos de vengarse de los atenienses, como conocian sus festividades, adquirieron naves de cincuenta remos, y acecharon a las mujeres atenienses que celebraban en Braurón la fiesta de Artemis. Robaron muchas, se hicieron con ellas a la mar, las trajeron a Lemno y las tuvieron por concubinas. Al llenarse de hijos estas mujeres, enseñaban la lengua ática y las maneras atenienses a sus niños, quienes no querían juntarse con los hijos de las mujeres pelasgas, y si veían que uno de éstos golpeaba a uno de ellos, acudían todos a su defensa y se socorrían mutuamente; y hasta pretendían mandar sobre los otros y les dominaban mucho. Viendo los pelasgos lo que pasaba, entraron en cuenta consigo y consultando entre sí se llenaron de temor: si esos niños resolvían ayudarse contra los hijos de las mujeres legítimas y ya intentaban mandar sobre ellos, ¿qué no harían al hacerse hombres? Resolvieron entonces matar a los hijos de las mujeres áticas; así lo hicieron, y por añadidura mataron también a sus madres. De este hecho y de aquel otro anterior, que cometieron las mujeres cuando dieron muerte a sus maridos que acompañaban a Toante, se acostumbra por toda Grecia llamar lemnias a todas las grandes crueldades.
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Después que los pelasgos dieron muerte a sus propios hijos y mujeres, ni la tierra rendía fruto, ni mujeres y rebaños eran fecundos como antes. Apretados, pues, por el hambre y la esterilidad, enviaron a Delfos para pedir remedio de las calamidades en que se hallaban. La Pitia les mandó dar a los atenienses la satisfacción que éstos fijasen. Fueron, pues, a Atenas los pelasgos y se declararon dispuestos a satisfacer la pena de todo su delito. Los Atenienses aparejaron en su pritaneo una cama, lo más rica que pudieron, y sirvieron una mesa llena de todo género de manjares, y mandaron a los pelasgos que les entregasen su país en igual estado; a lo que respondieron los pelasgos: Cuando una nave de vuestro país llegue al nuestro el mismo día con viento Norte, entonces os lo entregaremos. Así decían sabiendo que eso no podía suceder, porque el Ática está muy al sur de Lemno.
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Por entonces todo quedo así; pero muchísimos años después, cuando el Quersoneso del Helespomo cayó en poder de los atenienses, Milcíades, hijo de Cimón, con la ayuda de los vientos etesias, hizo en una nave el viaje de Eleunte, en el Quersoneso, a Lemno e intimó a los pelasgos a salir de la isla, recordándoles el oráculo que ellos jamás esperaron que se les cumpliría. Obedecieron entonces los de Hefestia, pero los de Mirina, que no reconocían como ático el Quersoneso, fueron sitiados hasta que también se sometieron. Así se apoderaron de Lemno los atenienses y Milciades.
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