Índice de Los nueve libros de la historia de Heródoto de Halicarnaso | Tercera parte del Libro Séptimo | Primera parte del Libro Octavo | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|
LIBRO SÉPTIMO
POLIMNIA
Cuarta parte
181
La nave de Egina, que capitaneaba Asónides, dió basotante que hacer. Iba en ella Piteas, hijo de Isquénoo, que ese día sobresalió por su valor. Después de apresada la nave, combatió resistiendo hasta quedar todo hecho pedazos. Como al caer no murió sino que aún respiraba, los persas que iban a bordo de las naves pusieron el mayor empeño en salvarlo, por su mérito, curándole con mirra las heridas y envolviéndolas en vendas de hilo fino. Cuando regresaron a sus reales, le mostraban pasmados a todo el ejército y le trataron bien. Pero a los demás que cogieron en esa nave les trataron como esclavos.
182
Así fueron apresadas dos de las naves. La tercera, a la que capitaneaba Formo, ciudadano de Atenas, encalló, al huir, en las bocas del Peneo. Los bárbaros se apoderaron de la embarcación, pero no de los hombres, pues en cuanto encalló la nave, a toda prisa saltaron a tierra y marchando por Tesalia llegaron a Atenas.
183
Los griegos apostados en el Artemisio se enteraron de ello por las antorchas de Esciato; una vez enterados, llenos de espanto, se trasladaron de Artemisio a Calcis, con intento de guardar el Euripo, si bien dejaron vigías en las alturas de Eubea. De las diez naves de los bárbaros, tres se dirigieron al escollo que está entre Esciato y Magnesia, llamado Mírmex. Entonces, los bárbaros, después de colocar sobre el escollo una columna de piedra que habían traído, partieron de Terma y, como tenían ante sí todo el mar despejado, navegaban con todas sus naves, once días después que el Rey partió de Terma. Les indicó el escollo, que estaba en pleno derrotero, Pamón de Esciro. Los bárbaros navegaron todo el día y llegaron a Sepias, en tierra de Magnesia, y a la costa que está en medio de la ciudad de Castanea y de la playa de Sepias.
184
Hasta este paraje y las Termópilas no habían padecido daño alguno las tropas, y tenían aún el siguiente número, según hallo por mis conjeturas: como eran mil doscientas siete las naves de Asia, el contingente original de todos los pueblos era de doscientos cuarenta y un mil cuatrocientos, calculando doscientos hombres por cada nave. Iban a bordo de estas naves, aparte los combatientes de cada país, treinta combatientes persas, medos y sacas: así resulta otra muchedumbre de treinta y seis mil doscientos diez. Agregaré todavía a este número y al anterior los hombres de las naves de cincuenta remos, fijándolo más o menos en ochenta tripulantes. El número que se reunió de tales naves, como dije antes, fue de tres mil, de modo que irían en ellas doscientos cuarenta mil hombres. Tal, pues, era la escuadra del Asia, que en conjunto constaba de quinientos diecisiete mil seiscientos diez. El ejército de tierra era de un millón setecientos mil infantes y ochenta mil jinetes. Agregaré todavía a éstos los árabes que guiaban los camellos y los libios que con dudan los carros, lo cual hace una suma de veinte mil hombres. En verdad, reunido el número de la escuadra y del ejército llega a dos millones trescientos diez y siete mil seiscientos diez. Queda contado el ejército traído del Asia misma, con exclusión de la servidumbre que le seguía, de las embarcaciones de bastimentos y de cuantos en ellas navegaban.
185
Pero es preciso sumar el ejército traído de Europa al número ya contado, si bien lo que he de decir es conjetura. Los griegos de Tracia y de sus islas adyacentes proporcionaban ciento veinte naves, de donde resultan veinticuatro mil hombres. Al ejército de tierra contribuían los tracios, los peonios, los cordos, los botieos, la nación calddica, los brigos, los pierios, los macedonios, los perrebos, los enienes, los dólopes, los magnesios, los aqueos, y cuantos moran en el litoral de Tracia: pienso que de estos pueblos resultaron trescientos mil. Añadidos, pues, estos miles a los del Asia, hacen en total dos millones seiscientos cuarenta y un mil seiscientos diez hombres de combate.
186
Siendo tamaño el número de combatientes, la servidumbre que les seguía, la tripulación de los transportes de bastimentos y principalmente la del resto del convoy, no creo fuera menos sino más que los combatientes; pero, en fin, los doy como iguales, ni más ni menos que aquéllos. Igualados con los combatientes, forman igual número de millares que aquéllos. Así, pues, Jerjes, hijo de Darío, condujo hasta Sepias y las Termópilas, cinco millones doscientos ochenta y tres mil doscientos veinte hombres.
187
Éste era el número de todo el ejército de Jerjes, que el número exacto de las mujeres panaderas, de las concubinas y de los eunucos, nadie podría decirlo, ni tampoco podría decir nadie, por su muchedumbre, el número de las acémilas, de las otras bestias de carga y de los perros de la India que seguían al ejército. De suerte que no me parece maravilla alguna que el agua de algunos ríos se agotase, sino, más bien, me parece maravilla que hubiese alimento bastante para tantos millares. Pues encuentro por mi cálculo que si cada cual recibía un quénice de trigo por día y nada más, se gastaban a diario ciento diez mil trescientos cuarenta medimnos, sin contar la ración de las mujeres, de los eunucos, acémilas y perros. Y entre tantos miles de hombres, en belleza y estatura nadie era más digno de poseer esa fuerza que el mismo Jerjes.
188
Partió entonces la armada, navegó y arribó al litoral del país de Magnesia que está entre la ciudad de Castanea y la playa de Sepias. Las primeras naves quedaban fondeadas en tierra, pero las siguientes se sujetaban por sus anclas, de tal modo que, no siendo grande la costa, estaban fondeadas en hileras de ocho en fondo vueltas hacia el mar. En esta forma pasaron la noche; pero con la aurora, en medio de la calma y bonanza, se alborotó el mar y cayó sobre ellos gran borrasca y fuerte viento de Levante, al que los moradores de estos lugares llaman Helespontias. Todos los que advirtieron que aumentaba el viento y fondeaban en posición favorable, previnieron la borrasca retirando a tierra las naves, y así se salvaron ellos y sus naves. Pero a cuantas naves cogió en el mar, el viento arrastró unas a los llamados Hornos del Pelión y otras a la costa; éstas cayeron cerca de la misma Sepias, aquéllas contra la ciudad de Melibea, y otras se estrellaron contra Castanea. Imposible de sobrellevar fue la tempestad.
189
Cuéntase que los atenienses, movidos por una profecía, invocaron al Bóreas, pues les había llegado otro oráculo que les aconsejaba llamar como aliado a su pariente político. Y el Bóreas, según la tradición de los griegos, tiene por esposa a una mujer ática, Oritía, la hija de Erecteo. Conforme a este parentesco, es fama que los atenienses, conjeturando era el Bóreas su pariente político, cuando desde su puesto en Calcis de Eubea, advirtieron que arreciaba la borrasca, o aún antes, sacrificaron e invocaron al Bóreas y a Oritía para que les socorriesen y destruyesen las naves de los bárbaros, como lo habían hecho antes cerca del Atos. No puedo decir si por esta causa cayó el Bóreas sobre la escuadra fondeada de los bárbaros; pero los atenienses sostienen que así como les había socorrido en aquella primera ocasión, también entonces fue el Bóreas quien hizo aquel estrago, y de regreso levantaron al Bóreas un santuario a riberas del Iliso.
190
En ese desastre dicen que cuando menos se perdieron no menos de cuatrocientas naves, infinito número de gente e inmensa cantidad de riquezas. De tal modo que este naufragio fue harto provechoso para Aminocles, hijo de Cretines, natural de Magnesia, que poseía tierras en Sepias; porque tiempo después recogió muchas copas de oro y plata que arrastraban las aguas; halló el tesoro de los persas y se apropió de otras indecibles riquezas. Gracias a estos hallazgos llegó a ser rico en extremo, aunque no fue afortunado en otras cosas, ya que también a este hombre afligió un desgraciado accidente: el asesinato de su hijo.
191
Imposible fue hallar el número de las barcas de víveres y de los demás buques destruídos: a tal punto que, temerosos los jefes de la escuadra de que, así afligidos, les atacaran los tésalos, se rodearon de un alto muro construido con los restos del naufragio. La borrasca duró tres días; al fin, los magos hicieron al viento sacrificios y encantamientos con ayuda de hechiceros, sacrificaron además a Tetis y a las Nereidas y aplacaron la borrasca al cuarto día, si no es que amainó por su propia voluntad. Sacrificaron a Tetis porque oyeron contar a los jonios que en ese lugar había sido raptada por Peleo, y que toda esa playa de Sepias pertenecía a ella y a las demás Nereidas.
192
Así, pues, la borrasca había amainado al cuarto día. Al segundo dia de haberse levantado, los vigías llegaron corriendo desde las alturas de Eubea y refirieron a los griegos todo lo sucedido con el naufragio. Así que se enteraron ellos, después de orar a Posidón y de verter libaciones, se apresuraron a volver a toda prisa a Artemisio, con la esperanza de que quedarían pocas naves contrarias.
193
Llegados por segunda vez se apostaron en Artemisio, y desde entonces hasta hoy todavía mantienen la advocación de Posidón Salvador. Los bárbaros, en cuanto cesó el viento y se calmó el oleaje, sacaron las naves, navegaron por la costa del continente y, doblando la punta de Magnesia, se dirigieron en derechura al golfo que lleva a Pagasas. Hay en el golfo de Magnesia un lugar donde dicen que yendo por agua Heracles fue abandonado por Jasón y sus compañeros de la nave Argo, cuando navegaban a Ea de Cólquide en busca del vellocino. Pues después de hacer aguada allí, habían de lanzarse al mar; y de ahí que el nombre de este lugar sea Aletas (Lanzamiento). Aquí, pues, fondeó la escuadra de Jerjes.
194
Quince de esas naves, que habían quedado casualmente muy a la zaga, llegaron a divisar las naves griegas situadas en Artemisio. Creyeron los bárbaros que eran las suyas y navegaron hasta caer en manos del enemigo. Era capitán el gobernador de Cima eólica, Sandoces, hijo de Tamasio, a quien antes de estos sucesos crucificó el rey Darío porque, mientras era uno de los jueces reales le cogió en el siguiente delito: por dinero dictó una sentencia injusta. Pendía ya en la cruz cuando, calculando Darío, encontró que eran más los servicios que las culpas que había cometido contra la casa real. Encontrando esto Darío y reconociendo que había procedido con más prisa que cordura, le puso en libertad. Así escapó de perecer a manos del rey Darío y se salvó, pero entonces, internándose entre los griegos, no había de salvarse por segunda vez. Pues cuando los griegos les vieron acercarse, entendieron el error en que habían caído, salieron mar afuera y les apresaron fácilmente.
195
Fue cautivado a bordo de una de esas naves Aridolis, tirano de Alabanda, en Caria, y en otra el general Pafio Pentilo, hijo de Demónoo, que conducía doce naves de Pafo y, tras perder las once en la tormenta que se había levantado en Sepias, navegando en la única que le quedaba, fue hecho prisionero en Arlemisio. Los griegos les interrogaron acerca de lo que querían saber sobre el ejército de Jerjes, y les despacharon encadenados al istmo de Corinto.
196
La escuadra de los bárbaros, aparte las quince naves que dije comandaba Sandoces, llegó a Afetas. Jerjes, con el ejército de tierra, marchó por Tesalia y Acaya y penetró al tercer día en Malis. En Tesalia hizo un certamen con su propia caballería, en el que también puso a prueba la caballería tésala, de la que había oído decir que era la mejor de Grecia, y allí los caballos griegos quedaran muy atrás. De los ríos de Tesalia, el Onocono fue el único cuya corriente no bastó a la sed del ejército, mientras de los ríos que corren en Acaya ni siquiera el Apídano que es el más grande de todos, ni él siquiera, fue bastante, sino a duras penas.
197
Al llegar Jerjes a Alo, en Acaya, los guías del camino, deseosos de explicarle todo, le contaron una tradición local acerca del templo de Zeus Lafistio, de cómo Atamante, hijo de Eolo, concertado con Ino, maquinó la muerte de Frixo, de cómo más tarde los aqueos, llevados de una profecía, fijaron para sus descendientes las siguientes pruebas: ordenan al mayorazgo de este linaje que se aparte del pritaneo (al que los aqueos llaman Casa del Pueblo) y ellos mismos montan guardia. Y si entra no hay modo de que salga, como no sea para ser sacrificado. Contaban además de esto, cómo muchos de los que estaban a punto de ser sacrificados escapaban de miedo a otro país. Andando el tiempo, si volvían y les cogían, eran conducidos al pritaneo; y le contaban cómo era sacrificada la víctima, toda cubierta de coronas y como sacada en procesión. Sufren esto los descendientes de Citisoro, el hijo de Frixo, porque destinando los aqueos como víctima purificatoria de su país, conforme a un oráculo, a Atamante, hijo de Eolo, y estando a punto de sacrificarle, llegó de Ea de Cólquide este Citisoro y le salvó, y por este hecho atrajo contra sus descendientes la cólera del dios. Al oír Jerjes lo que pasaba con el bosque sagrado, se abstuvo de tocarle y previno lo mismo a todo su ejército, y de igual modo respetó la casa y recinto de los descendientes de Atamante.
198
Esto es lo que sucedió en Tesalia y en Acaya. De esas regiones pasó Jerjes a Malis, junto al golfo del mar donde durante todo el día hay flujo y reflujo. En torno de este golfo hay un lugar llano, en parte ancho, en parte muy estrecho, y a su alrededor unos montes altos e inaccesibles, llamados Peñas Traquinias, encierran toda la tierra de Malis. Viniendo de Acaya, la primera ciudad del golfo es Antícira, por la que pasa el río Esperquío, que corre desde el país de los enienes y desemboca en el mar. A unos veinte estadios de distancia de éste, hay otro río, cuyo nombre es Diras, el cual es fama que apareció para socorrer a Heracles, que se estaba abrasando. A partir de éste, a otros veinte estadios, hay otro río, llamado Melas.
199
La ciudad de Traquis dista cinco estadios de ese río Melas. Por ahí es donde más ancho tiene toda esa región, desde los montes donde está situada Traquis, hasta el mar, pues hay veintidós mil pletros de llanura. En el monte que encierra la comarca traquinia hay una quebrada, al Mediodía de Traquis, y por esa quebrada corre el río Asopo a lo largo del pie de la montaña.
200
Hay otro río no grande, el Fénix, al Mediodía del Asopo, el cual baja de esos montes y desagua en el Asopo. La región del Fénix es la que presenta el ancho menor, ya que únicamente está abierta allí una senda para un solo carro. Desde el río Fénix hay quince estadios hasta las Termópilas. Entre el río Fénix y las Termópilas hay una aldea de nomere Antela, por donde pasa el Asapa para desaguar en el mar. A su alrededor hay un ancho espacio en el cual se levanta el templo de Deméter Anficciónide, los sitiales de los Anficciones y el templo del mismo Anficción.
201
En la región de Traquis el rey Jerjes acampó en Malis, y los griegos en el pasaje; a este lugar llama la mayor parte de los griegos Termópilas, y los naturales y vecinos, Pilas. Acampaban unos y otros en aquellos lugares; el uno dominaba todo lo que mira al viento Norte hasta Traquis; los otros, todo lo orientado al Sur y al Mediodía de esta parte del continente.
202
Los griegos que aguardaban al Rey en ese lugar eran los siguientes: de Esparta, trescientos hoplitas; mil a medias entre Tegea y Mantinea; ciento veinte de Orcómeno de Arcadia, y mil del resto de Arcadia. Tantos eran los de Arcadia. De Corinto eran cuatrocientos, de Fliunte doscientos y de Micenás ochenta. Esos eran los que habían concurrido del Peloponeso. De Tespias de Beocia había setecientos y de Tebas cuatrocientos.
203
Además de éstos, habían sido convocados con toda su gente de armas los loerios de Opunte y mil foceos. Los convocaron los griegos mismos, diciéndoles por medio de mensajeros que venían precediendo a los demás, que esperaban de día en día el resto de los aliados, que tenían el mar vigilado, pues montaban guardia sobre él los atenienses, los eginetas y los que formaban la escuadra, y que no les pasaría nada malo. Porque no era un dios quien invadía a Grecia, sino un hombre, y no había ni habría ningún mortal a quien desde el comienzo de su vida los dioses no le entremezclaran algún infortunio, y a los más grandes hombres los más grandes infortunios. Quizás el invasor, como mortal que era, había de caer de su vanidad. Al oír esto, acudieron en socorro a Traquis.
204
Tenían estas tropas otros generales correspondientes a las respectivas ciudades, pero el más admirado y el que dirigía todo el ejército era el lacedemonio Leónidas, hijo de Anaxándridas, hijo de León, hijo de Eurierátidas, hijo de Anaxandro, hijo de Euríerates, hijo de Polidoro, hijo de Alcámenes, hijo de Teleclo, hijo de Arquelao, hijo de Agesilao, hijo de Doriso, hijo de Leobotes, hijo de Equéstrato, hijo de Agis, hijo de Eurístenes, hijo de Aristodemo, hijo de Aristómaco, hijo de Cleodeo, hijo de Hilo, hijo de Heracles. Inesperadamente había adquirido Leónidas el reino de Esparta.
205
Como tenía dos hermanos mayores, Cleómenes y Dorico, estaba lejos de pensar en el reino. Pero al morir Cleómenes sin dejar hijo varón, y no viviendo ya Dorico (quien también había muerto, en Sicilia), recayó entonces el reino en Leónidas. Además, era mayor que Cleómbroto (el menor de los hijos de Anaxándridas) y estaba casado con la hija de Cleómenes. Fue, pues, quien marchó a las Termópilas, después de reclutar los trescientos fijados por la ley entre hombres con hijos; y trajo consigo también los tebanos cuyo número he indicado en la cuenta, y de quienes era general Leoncíadas, hijo de Eurímaco. Leónidas se empeñó en traerse consigo a estos solos de entre los griegos, porque se les acusaba insistentemente de favorecer a los medos. Les invitó, pues, a la guerra porque quería saber si enviarían tropas, con los demás, o si rechazarían abiertamente la alianza de los griegos. Ellos enviaron tropas, aunque otra era su intención.
206
Los espartanos enviaron primeramente estas fuerzas al mando de Leónidas para que, al verlas, los demás aliados saliesen a campaña y no se pasasen a los medos si oían que los espartanos se demoraban. Pero más tarde (pues tenían encima las Carneas), después de celebrar la festividad y de dejar guardias en Esparta, habían de acudir en masa a toda prisa. Los demás aliados pensaban también hacer otro tanto, pues había coincidido con estos sucesos la olimpíada. No creyendo, pues, que la guerra se decidiría tan aprisa en las Termópilas, enviaron sus vanguardias.
207
Así pensaban proceder. Los griegos, acampados en las Termópilas, cuando el persa estuvo cerca del paso se llenaron de temor y deliberaron sobre la retirada. Los demás peloponesios se inclinaban a ir al Peloponeso y custodiar el Istmo; pero Leónidas, viendo a los locrios y foceos indignados contra ese parecer, votó que se permaneciera allí mismo y se despacharan mensajeros a las ciudades exhortándolas a ayudarles, pues eran pocos para rechazar el ejército de los medos.
208
Mientras así deliberaban, Jerjes envió de espía a un jinete para que viese cuántos eran y qué hacían, pues cuando todavía estaba en Tesalia había oído que se había juntado en ese lugar un pequeño ejército cuyos jefes eran los lacedemonios y Leónidas, del linaje de Heracles. Cuando se hubo acercado al campamento, el jinete no les contempló y observó todo (pues no era posible ver a los que estaban alineados tras el muro que habían restaurado y tenían con guardia), pero observó a los que estaban fuera, y cuyas armas yacian delante del muro. A esa sazón eran casualmente los lacedcmonios quienes estaban alineados delante. Vió, pues, que unos hacian ejercicios, y otros se peinaban la cabellera. Maravillado al verles, tomó nota de su número y después de observado todo exactamente, cabalgó de vuelta sin ser molestado, pues nadie le siguió ni le hizo caso. A su regreso, contó a Jerjes cuanto había visto.
209
Al oírlo, Jerjes no podía acertar con lo que pasaba, esto es, que se preparaban los lacedemonios para morir y matar con todas sus fuerzas. Y como le pareció que se conducian absurdamente, envió por Demarato, hijo de Aristón, que estaba en el campamento. Llegado Demarato, le interrogó Jerjes por cada una de estas cosas, con deseo de comprender lo que los lacedemonios hacian. Y él replicó: Me oíste hablar ya de estos hombres cuando partíamos para Grecia; y cuando me oíste te echaste a reír porque decía lo que veía que iba a suceder. El mayor afán para mí, Rey, es decir la verdad ante ti. óyeme también ahora. Estos hombres han venido para combatir contra nosotros por el pasaje, y para ello se preparan. Pues tienen esta usanza: siempre que se disponen a arriesgar la vida, se peinan la cabellera. Y sabe, Rey, que si sometes a éstos y a los que han quedado en Esparta, no hay ningún otro pueblo de la tierra que ose levantar las manos contra ti. Ahora, en efecto, te lanzas contra el reino y ciudad más noble de Grecia y contra sus más valientes varones. Muy increíbles parecieron semejantes palabras a Jerjes, y preguntó por segunda vez de qué modo siendo tan escaso número combatirían contra su ejército. Demarato respondió: Rey, trátame como embustero si esto no sale tal como te digo.
210
Con semejantes palabras no logró persuadir a Jerjes, quien dejó pasar cuatro días esperando siempre que los griegos huirían. Pero al quinto, como no se retiraban, le pareció que se quedaban llevados de su insolencia y poco seso, e irritado envió contra ellos a medos y cisios, con orden de cogerles vivos y traerles a su presencia. Cuando los medos se lanzaron a la carga contra los griegos, muchos cayeron, pero otros les reemplazaron, y no fueron rechazados aunque sufrían grandes pérdidas. Fue evidente para cualquiera y mucho más para el Rey, que eran muchos los hombres, pero pocos los varones. El combate duro todo el día.
211
Como los medos recibían gran daño, se retiraron de allí poco a poco; y les atacaron, a su vez los persas que el Rey llamaba los Inmortales, a quienes acaudillaba Hidames, y se creía que éstos, a lo menos, ejecutarían fácilmente la faena. Pero cuando vinieron a las manos con los griegos no llevaron mejor parte que el ejército medo, sino la misma, como que luchaban en un paraje estrecho, usaban lanzas más cortas que los griegos y no podían sacar partido de su número. Los lacedemonios combatieron en forma memorable, demostrando a gente que no sabía combatir que ellos sí lo sabían. Por ejemplo: cada vez que volvían la espalda, fingían huir en masa; los bárbaros, viéndoles huir, se lanzaban con clamor y estrépito, pero al irles a los alcances se volvían para hacer frente a los bárbaros, y al volverse derribaban infinito número de persas. También cayeron alli unos pocos espartanos. Los persas, puesto que no podían en absoluto apoderarse de la entrada, aunque lo intentaban atacando por batallones y en toda forma, volvieron grupas.
212
Dícese que mientras el Rey contemplaba estos encuentros, por tres veces saltó del trono, lleno de temor por su ejército. Por entonces combatieron así; al día siguiente no les fue a los bárbaros nada mejor. Como los griegos eran pocos, les atacaban esperando que se llenasen de heridas y no pudieran ya llevar armas. Pero los griegos estaban ordenados según su formación y pueblo, y combatían cada cual a su vez, salvo los foceos que habían sido destacados en el monte para guardar la senda. Los persas, como hallaron idéntica resistencia que la que habían visto el día anterior, se retiraron.
213
No sabía el Rey qué partido tomar en la situación en que se hallaba, cuando vino a tratar con él Efialtes, hijo de Euridemo, ciudadano de Malis; quien, en la creencia de obtener del Rey una gran recompensa, le indicó la senda que a través del monte llevaba a las Termópilas, y causó la pérdida de los griegos que en ella estaban apostados. Más tarde, por temor a los lacedemonios, huyó a Tesalia, y en su ausencia los Pi1ágoros, cuando los Anficciones estaban reunidos en Pilea, pusieron a precio su cabeza. Tiempo después llegó a Antícira, y murió a manos de Atenades, ciudadano traquinio. Este Alenades mató a Efialtes por otra causa que yo indicaré más adelante en mi narración. pero no por eso recibió menos honores de parte de los lacedemonios.
214
Así murió más tarde Efialtes. También se cuenta otra historia, nada fidedigna para mí, de cómo Onetes, hijo de Fanágoras, natural de Caristo, y Coridalo de Anúcira fueron quienes dijeron esas palabras al Rey y guiaron a los persas alrededor del monte. Por una parte se debe juzgar por el hecho de que los Pilágoros, entre los griegos, no pusieron a precio la cabeza de Onetes y Coridalo, sino la de Efialtes de Traquis, después de averiguar el caso con toda exactitud, según creo; y por otra parte, porque sabemos que Efialtes anduvo fugitivo por esta acusación. Verdad es que Onetes, aun no siendo de Malis podría conocer esa senda si hubiese frecuentado mucho esa región. Pero es Efialtes quien les guió por la senda, alrededor del monte; a éste inscribo como culpable.
215
Jerjes, después de aprobar lo que Efialtes prometía llevar a cabo, al punto, lleno de alegría. envió a Hidames y los hombres al mando de Hidames. Partieron del campamento a la hora de prender las luces. Esa senda la habían hallado los naturales de Malis, y una vez hallada, habían guiado por ella a los tésalos contra los foceos en aquel tiempo en que los foceos, por haber cerrado el paso con una muralla, se hallaban al abrigo de la guerra. Desde todo ese tiempo habían descubierto los de Malis que la senda no era nada buena.
216
Su disposición es la siguiente: comienza desde el río Asopo, ese que corre por la quebrada; el monte y la senda tienen el mismo nombre, Anopea. Esta Anopea se extiende por la cresta del monte y termina en la ciudad de Alpeno (que es la primera de las ciudades de la Lócride por el lado de los de Malis), cerca de la piedra llamada Melámpigo, y de las sillas de los Cércopes, allí donde está su parte más estrecha.
217
Por esa senda, así situada, marcharon los persas toda la noche, después de pasar el Asopo, teniendo a la derecha los montes de Eta y a la izquierda los traquinios. Cuando rayaba la aurora se hallaron en la cumbre del monte. Montaban guardia en él, como queda dicho más arriba, mil hoplitas foceos que protegían su propio país y vigilaban la senda. El paso, por la parte inferior estaba guardado por quienes ya he dicho. Guardaban la senda que iba a través del monte los foceos, quienes de suyo se habían ofrecido a Leónidas.
218
Los foceos cayeron en la cuenta de que los persas habían escalado el monte de esta manera: mientras lo escalaban pasaron inadvertidos, porque todo el monte estaba lleno de encinares. Era noche serena y, siendo grande el fragor -como era lógico, con la hojarasca esparcida bajo los pies-, subieron corriendo, tomaron las armas, y en ese momento se presentaron los bárbaros. Al ver hombres en armas se quedaron maravillados, pues esperando que no se les apareciera ningún adversario, habían dado con todo un ejército. Entonces Hidames, temiendo que los foceos fuesen lacedemonios, preguntó a Efialtes de qué país era el ejército, y cuando lo hubo averiguado con exactitud, alineó a los persas en orden de batalla. Los foceos, heridos por muchos y espesos dardos, huyeron a la cima del monte creyendo que habían partido expresamente contra ellos, y se disponían a morir. Esto era lo que pensaban, pero los persas que seguían a Efialtes y a Hidames, no hicieron ningún caso de los foceos y bajaron del monte a toda prisa.
219
A los griegos que estaban en las Termópilas, el agorero Megistias, observando las víctimas, fue el primero que les reveló la muerte que les esperaba a la aurora siguiente; después fueron unos desertores quienes les trajeron la noticia del rodeo de los persas (éstos trajeron la noticia todavía de noche), y en tercer lugar, los vigías que bajaron corriendo desde las cumbres, cuando ya rayaba el día. Entonces tomaron consejo los griegos, y sus pareceres estaban divididos: los unos no dejaban que se abandonase el puesto, y los otros se oponían. Separáronse después; unos se retiraron y dispersaron, volviéndose cada cual a su ciudad, y los demás se dispusieron a quedarse ahí mismo con Leónidas.
220
Y se cuenta que el mismo Leónidas les envió de vuelta, pesaroso de que perecieran, pero que a él y a los espartanos presentes no les estaba bien abandonar el puesto para cuya defensa habían venido expresamente. Por eso me inclino más a pensar que Leónidas, cuando advirtió que los aliados no ponían mucho celo ni querían afrontar el peligro junto con ellos, les invitó a retirarse, aunque a él no le quedaba bien irse. Al permanecer allí dejó gran gloria y no desapareció la prosperidad de Esparta. En efecto: cuando los espartanos consultaron sobre esta guerra en el primer momento mismo en que había estallado, la Pitia les había respondido o bien que Lacedemonia seria devastada por los bárbaros, o bien que pereceria su rey. Profetizó esto en versos hexámetros que dicen asi:
Escuchadme, pobladores de la anchurosa Laconia:
o arrasa vuestra ciudad la progenie de Perseo,
o se salva la ciudad, pero el baluarte espartano
llorará a su muerto rey, el de la estirpe heraclea.
Pues ni bravura de toros, ni coraje de leones
detendrán al invasor: suya es la fuerza de Zeus,
y que no ha de parar, juro. sin devorar rey o pueblo.
Cavilando en esto Leónidas y deseoso de que la gloria fuese solamente de los espartanos, despidió a los aliados. Esto creo, y no que, por no estar de acuerdo, se retiraran tan vergonzosamente los que se retiraron.
221
No es para mi el menor testimonio acerca de ello, el hecho de que Leónidas, como es evidente, despidiera al adivino que seguía a ese ejército, Megistias de Acarnania, para que no pereciese con ellos. Megistias, de quien se contaba que descendía de Melampo, fue quien por la observación de las victimas dijo lo que les habla de suceder. Aunque despedido, no les abandonó, pero hizo partir a su hijo, el único que tenia, que combatia en el ejército.
222
Los aliados despedidos se marcharon y obedecieron a Leónidas; los de Tespias y los de Tebas fueron los únicos que permanecieron al lado de los lacedemonios. De ellos, los tebanos permanecieron de mala gana y contra su voluntad, pues les retenía Leónidas en calidad de rehenes. Pero los de Tespias se quedaron muy de voluntad, se negaron a retirarse, abandonando a Leónidas y a los suyos, y murieron junto con ellos. Era su general Demófilo, hijo de Diádromes.
223
Jerjes, después de hacer libaciones al salir el sol, se detuvo un tiempo, más o menos hasta la hora en que se llena el mercado, y comenzó a avanzar. En efecto, así lo había recomendado Efialtes, porque la bajada del monte era más rápida y el trecho mucho más corto que el rodeo y la subida. Los bárbaros, a las órdenes de Jerjes, atacaban, y los griegos, a las órdenes de Leónidas, saliendo como al encuentro de la muerte, se lanzaban, mucho más que al principio, a lo más ancho del desfiladero. En los dias anteriores, como el muro estaba vigilado, salian cautelosamente y combatían en los trechos angostos; pero entonces trabaron el combate fuera de las angosturas. Caían los bárbaros en gran número, porque por detrás los jefes de los batallones, látigo en mano, azotaban a cada soldado, aguijándoles a avanzar. Muchos cayeron al mar y murieron, y muchos más todavía fueron hollados vivos entre ellos mismos: no se hacía cuenta alguna del que perecía. Los griegos, como sabían que habían de recibir la muerte a manos de los que rodeaban el monte, hacían alarde del máximo de su esfuerzo contra los bárbaros, desdeñando el peligro y llenos de temeridad.
224
Por entonces la mayor parte de ellos tenían ya quebradas las lanzas y mataban a los persas con sus espadas. En esa refriega cayó Leónidas, excelente varón, y con él muchos espartanos principales cuyos nombres he averiguado, por tratarse de varones de mérito, y he averiguado los de todos los trescientos. De los persas cayeron allí, entre otros muchos y principales, dos hijos de Darío, Abrócomes e Hiperantes, los cuales tuvo Darío en Frataguna, hija de Artanes. Era Artanes hermano del rey Darío e hijo de Histaspes, hijo de Arsames. Entregó Artanes su hija a Darío y le entregó juntamente toda su hacienda, porque era su única hija.
225
Así, pues, cayeron luchando allí dos hermanos de Jerjes; y sobre el cadáver de Leónidas hubo terrible pugna hasta que con su arrojo los griegos lo arrancaron y por cuatro veces pusieron en fuga a sus adversarios. Duró el combate hasta que llegaron los hombres que conducía Efialtes. Cuando los griegos advirtieron que éstos habían llegado, cambió la contienda, pues volvieron a retroceder a lo estrecho del pasaje y, pasando la muralla, se apostaron sobre el cerro todos juntos, excepto los tebanos. El cerro está a la entrada, donde se levanta ahora el león de piedra en recuerdo de Leónidas. Se defendían en ese lugar con sus dagas, los que aún las conservaban, y a puñadas y bocados, cuando los bárbaros les sepultaron bajo sus flechas, unos hostigándoles por delante y desmoronando la fortificación del muro, y otros cercándoles por todas partes a su alrededor.
226
Con ser tanta la bravura de los lacedemonios y tespieos, se dice con todo que el más bravo fue el espartano Diéneces. Cuentan que fue éste quien pronunció aquel dicho antes de trabar combate con los medos: oyendo decir a uno de los traquinios que cuando los bárbaros disparasen sus arcos ocultarían el sol bajo sus flechas, tanto era su número, replicó sin amedrentarse ni tener en cuenta el número de los medos, que el amigo traquinio no les traía más que buenas nuevas, pues si los medos ocultaban el sol, la batalla contra ellos sería a la sombra y no al sol.
227
Dicen que éste y otros dichos semejantes dejó en recuerdo el lacedemonio Diéneces. Es fama que después de él sobresalieron dos hermanos lacedemoñios, Alfes y Marón, hijos de Orsifanto. De los de Tespias, quien ganó gloria se llamaba Ditirambo, hijo de Harmátides.
228
Fueron sepultados en el mismo lugar en que habían caído, ellos y los que habían muerto antes de que los aliados partieran, despedidos por Leónidas, y les escribieron un epitafio que dice así:
Un tiempo, aquí contra tres mil millares
lucharon cuatro mil peloponesios.
Tal es la inscripción para todos, pero para los espartanos en particular se escribió:
Amigo, anuncia a los lacedemonios
que aquí yacemos, a su ley sumisos.
Esta fue la inscripción para los lacedemonios; para el adivino, la siguiente:
Del ilustre Megistias ve el sepulcro.
Cruzó el medo el Esperquio y mató al vate
que, sabedor de la cercana muerte,
no quiso abandonar al rey de Esparta.
Los que honraron a los muertos con epitafios y lápidas, salvo el epitafio del adivino, son los Anficciones. El del adivino Megistias lo hizo Simónides, hijo de Leóprepes, por amistad.
229
Dícese que dos de estos trescientos, turito y Aristodemo, pudiendo, si se ponían de acuerdo, o bien volver ambos salvos a Esparta (pues Leónidas les había licenciado del campamento y habían estado muy gravemente enfermos de los ojos en Alpenos), o bien si no querían volver, morir junto con los demás, pudiendo, pues, elegir una de estas dos alternativas, no quisieron ponerse de acuerdo, antes siguieron diversos pareceres. Eurito, enterado del rodeo de los persas, pidió las armas, se las puso, y ordenó a su ilota que le condujese al combate; una vez que le condujo, el ilota escapó, y turito murió precipitándose en el tumulto. A Aristodemo, en cambio, le faltó ánimo, y se quedó. Ahora bien: si sólo Aristodemo hubiese estado enfermo y vuelto a Esparta, o si hubiesen hecho su regreso los dos juntos, me parece que los espartanos no les hubiesen mostrado ninguna cólera. Pero, al morir el uno de ellos y no querer morir el otro, que estaba en la misma condición, necesariamente hubieron de llenarse de cólera contra Aristodemo.
230
Unos dicen que de este modo y mediante tal excusa Aristodemo se puso en salvo en Esparta; otros cuentan que, enviado desde el campamento como mensajero, y pudiendo intervenir en la batalla que se había trabado, no quiso hacerla, y se salvó por continuar en su camino, mientras que su compañero de mensajería, llegó a la batalla y murió en ella.
231
Cuando volvió a Lacedemonia, Aristodemo fue objeto de insulto e incurrió en nota de infamia. Consistía la infamia en tales ofensas: ninguno de los espartanos le daba fuego ni le hablaba; y fue objeto de insulto porque se le llamaba Aristademo el cobarde. Pero en la batalla de Platea reparó toda la culpa de que se le cargaba.
232
También cuentan que se salvó otro de los Trescientos despachado como mensajero a Tesalia, de nombre Pantites. Éste, al volver a Esparta, como había incurrido en nota de infamia, se ahorcó.
233
Los tebanos, a quienes acaudillaba Leonciadas, combatieron por un tiempo en las filas griegas contra el ejército del Rey, forzados por la necesidad. Pero cuando vieron que los Persas llevaban la mejor parte, entonces, mientras los griegos, a las órdenes de Leónidas, se dirigían al cerro, se separaron de éstos, tendieron las manos y se acercaron a los bárbaros, diciendo la pura verdad: que ellos eran partidarios de los medos y habían sido de los pnmeros en dar al Rey tierra y, agua, que forzados por la necesidad habían venido a las Termópilas y no tenían culpa del desastre infligido al Rey. Así, con esta declaración se salvaron, pues tenían a los tésalos como testigos de sus palabras. Pero no en todo fueron afortunados, pues cuando los bárbaros les tomaron, mataron a algunos de los que avanzaban y a los más, por orden de Jerjes, les marcaron con el estigma del Rey, comenzando por su general Leonciadas, a cuyo hijo Eurímaco mataron los de Platea tiempo después, cuando al frente de cuatrocientos tebanos se había apoderado de la ciudadela de Platea.
234
Así combatieron los griegos en las Termópilas. Por su parte, Jerjes llamó a Demarato y comenzó a interrogarle de este modo: Demarato, eres hombre de bien; la verdad lo atestigua, pues cuanto habías dicho todo ha acontecido así. Dime ahora cuántos son los lacedemonios restantes, y de éstos cuántos los que tienen igual valor para la guerra o bien si todos lo tienen. Él respondió: Rey, grande es el número de todos los lacedemonios, y muchas sus ciudades. Pero sabrás lo que quieres averiguar. Está en Lacedemonia la ciudad de Esparta, de ocho mil hombres más o menos, y todos ellos son semejantes a los que han luchado aquí, pero los demás lacedemonios no son semejantes, aunque valerosos. A esto dijo Jerjes: Demarato ¿de qué modo podremos vencerles con el menor esfuerzo? Ea, explícate, ya que tú por haber sido su rey conoces los pasos de sus planes.
235
Y él replicó: Rey, si sinceramente te aconsejas conmigo, justo es que te diga lo mejor: podrías enviar contra el país de Laconia trescientas naves de tu flota. Hay allí una isla adyacente cuyo nombre es Citera. De ella dijo Quilón, el hombre más sabio que hubo entre nosotros, que sería de más provecho para los espartanos que estuviese hundida en el mar y no sobre él, porque siempre recelaba que resultase de ella algo como lo que yo te estoy proponiendo, no porque previese tu armada, sino temiendo por igual toda armada. Partan de esa isla tus tropas e inspiren miedo en los lacedemonios. Teniendo en casa la guerra en la frontera, no haya temor de que socorran al resto de Grecia, cuando esté sometido por tu ejército, y esclavizado el resto de Grecia, ya queda débil la Laconia sola. Si no hicieres eso, debes esperar esto otro: hay en el Peloponeso un istmo estrecho; presumo que en este lugar te darán otras batallas, más recias que las que has tenido, todos los peloponesios que se han juramentado contra ti. Pero si hicieres aquello, tanto el istmo como las ciudades se te entregarán sin combatir.
236
Después de él habló Aquémenes, hermano de Jerjes, y jefe de la armada, que se hallaba presente en el coloquio y temía que Jerjes fuese inducido a obrar de ese modo: Rey, veo que acoges las palabras de un hombre que envidia tu prosperidad o aun que traiciona tus intereses. Pues en verdad los griegos se ufanan de practicar semejantes costumbres: envidian la buena fortuna y aborrecen al que es más poderoso. Si tras los recientes infortunios en que han naufragado cuatrocientas naves, envías del campamento otras trescientas para costear el Peloponeso, el enemigo estará en condiciones de combatir con nosotros; pero si la armada está reunida, resulta totalmente inatacable; el enemigo no estará en absoluto en condiciones de combate, y toda la escuadra ayudará al ejército y el ejército a la escuadra, marchando a una. Pero si destacas trescientas naves, ni tú les serás útil a ellas ni ellas a ti. Es mi opinión que dispongas bien tus cosas sin tomar en cuenta la situación de los adversarios, dónde darán la batalla o qué harán o cuál es su número. Ellos, a fe mía, se bastan para pensar por sí, y de igual modo pensaremos nosotros por nosotros. En cuanto a los lacedemonios, si salen en batalla contra los persas, no sanarán de su reciente herida.
237
Jerjes respondió en estos términos: Aquémenes, me parece que dices bien y así lo haré. Demarato dice ciertamente lo que espera sea mejor para mí, pero tu consejo vale más. Porque en verdad no admitiré que Demarato no favorezca mis intereses, y así lo juzgo, tanto por lo que ya ha dicho como por la realidad. Pues el ciudadano envidia la prosperidad del conciudadano y es hostil con su silencio; y si le pide consejo, no le sugerirá lo que le parece mejor (a menos que haya llegado a la más alta excelencia: y raros son los que han llegado). El extranjero es el más benévolo de todos para la prosperidad del extranjero, y si le pide consejo, le dará el consejo mejor. Así, pues, mando que en adelante, todo el mundo se abstenga de murmurar de Demarato, que es mi huésped extranjero.
238
Después de estas palabras, pasó Jerjes por entre los cadáveres y, como oyese que Leónidas había sido rey y general de los lacedemonios, ordenó que le cortaran la cabeza y la empalaran. Es eVidente para mí por muchas otras señales y muy principalmente por ésta, que con nadie en el mundo se había encolerizado tanto el rey Jerjes como con Leónidas, cuando estaba en vida, pues si no, nunca hubiera ultrajado así el cadáver, ya que de cuantos hombres conozco, los persas son quienes acostumbran a respetar más a los guerreros valientes. Y los que tenían tal cargo, así lo ejecutaron.
239
Vuelvo al punto de mi relato (cap. 220) donde antes me quedé en suspenso. Los lacedemonios fueron los primeros en enterarse de que el Rey vendría en expedición contra Grecia, y así despacharon mensajeros al oráculo de Delfos, y allí se les profetizó lo que poco antes dije. Se enteraron de maravillosa manera. Demarato, hijo de Aristón, refugiado entre los medos, no sentía benevolencia para con los lacedemonios, según me parece (y la probabilidad está de mi parte): no obstante, todos pueden juzgar si lo que hizo fue por benevolencia o por alegrarse a costa de ellos. En efecto, una vez que Jerjes decidió la expedición contra Grecia, Demarato, que se hallaba en Susa y se había enterado de ello, quiso anunciarlo a los lacedemonios. Y como no tenía otro modo de indicarlo (pues corría el riesgo de ser cogido) discurrió lo que sigue: tomó unas tablillas dobles, raspó la cera, y luego escribió en la madera de las tablillas la resolución del Rey. Tras esto, volvió a fundir la cera sobre las letras para que el transporte de la tablilla en blanco no ocasionase ninguna molestia por parte de los guardias de los caminos. Cuando llegó la tablilla a Lacedemonia, los lacedemonios no pudieron c9mprender lo que pasaba hasta que, según he oído, Gorga, la hija de Cleómenes y mujer de Leónidas, lo entendió por sí sola y les invitó a raspar la cera sugiriéndoles que encontrarían letras en la madera. La obedecieron; hallaron y leyeron el mensaje y luego lo enviaron a los demás griegos. Así dicen que pasó este hecho.
Índice de Los nueve libros de la historia de Heródoto de Halicarnaso | Tercera parte del Libro Séptimo | Primera parte del Libro Octavo | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|