Índice de Los nueve libros de la historia de Heródoto de Halicarnaso | Primera parte del Libro Octavo | Tercera parte del Libro Octavo | Biblioteca Virtual Antorcha |
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LIBRO OCTAVO
URANIA
Segunda parte
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A partir del cruce del Helesponto, desde donde comenzaron su marcha los bárbaros, y después de pasar un mes en cruzar a Europa, llegaron en otros tres al Ática, siendo Calíades arconte de los atenienses. Tomaron la ciudad desierta, y encontraron unos pocos atenienses que se hallaban en el templo, administradores del templo y hombres pobres, los cuales habían protegido la acrópolis con una barricada de puertas y leños, y se defendían contra los invasores. No se habían retirado a Salamina por su pobreza y a la vez porque creían haber hallado el sentido del oráculo que les había profetizado la Pitia, de que el muro de madera sería inexpugnable, y que ése era en verdad el refugio, conforme al oráculo, y no las naves.
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Los persas apostados en la colina opuesta a la acrópolis -a la que los atenienses llaman Areópago-, les sitiaron del siguiente modo: ataban estopa alrededor de los dardos, los encendían y los lanzaban a la barricada. En esa oportunidad, los atenienses sitiados se defendieron a pesar de que habían llegado a la situación más desesperada, y aunque la barricada les había fallado; y no admitieron los términos de capitulación que les ofrecían los Pisistrátidas. En su defensa discurrieron, entre otros medios, dejar caer bloques cuando los bárbaros atacaban las puertas, a tal punto que, durante largo tiempo, Jerjes no sabía qué hacer, pues no podía tomarles.
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Andando el tiempo, los bárbaros lograron salir de su perplejidad ya que, conforme al vaticinio, toda el Ática continental había de caer bajo el mando de los persas. Así, delante de la acrópolis, detrás de las puertas y de la subida, en un lugar que nadie vigilaba ni esperaba que jamás hombre alguno subiera por allí, subieron unos hombres cerca del templo de Aglauro, la hija de Cécrope. Cuando los atenienses les vieron subidos en la acrópolis, los unos se arrojaron de la muralla y perecieron y los otros huyeron al templo. Los persas que habían subido se dirigieron primero a las puertas, las abrieron y mataron a los suplicantes. Después de postrar a todos, saquearon el templo y quemaron toda la acrópolis.
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Jerjes, totalmente apoderado de Atenas, despachó a Susa como mensajero un jinete para anunciar a Artabano el presente éxito. Al día siguiente de despachar el mensajero, convocó a los desterrados de Atenas que le seguían y les ordenó que subiesen a la acrópolis e hiciesen sacrificios según su rito, ya encargase esto por alguna visión que hubiese tenido en sueños, ya porque le pesase haber quemado el templo. Los desterrados de Atenas cumplieron el encargo.
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Explicaré por qué motivo hice mención de estos hechos. Hay en esa acrópolis un templo de Erecteo (aquel de quien se cuenta que nació de la tierra) y en él un olivo y un pozo de agua de mar, los cuales, es fama entre los atenienses, que colocaron Posidón y Atenea como testimonios, cuando se disputaban la comarca. Sucedió, pues, que los bárbaros quemaron este olivo junto con el resto del templo. Y al día siguiente del incendio, los atenienses, que tenían orden del Rey de hacer sacrificios, al subir al templo vieron un retoño del tronco que había crecido como un codo. Ellos fueron quienes contaron el caso.
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Cuando se anunció a los griegos que estaban en Salamina cuál era el estado de la acrópolis de Atenas se alborotaron tanto que algunos generales ni aguardaron a que se decidiera el asunto propuesto, se precipitaron a las naves y alzaron velas para partir a toda prisa; entre los restantes se decidió dar el combate delante del Istmo. Al caer la noche, levantaron la sesión y se dirigieron a las naves.
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En ese momento, cuando Temístocles llegaba a su nave, Mnesífilo, un ateniense, le interrogó sobre lo que habían decidido. Enterado por él de que se había resuelto llevar las naves al Istmo y dar batalla delante del Peloponeso, dijo: Pues si las naves se apartan de Salamina, ya no tendrás patria por la que combatir. Cada cual se volverá a su ciudad, ni Euribíades ni nadie podrá detenerles y el ejército se dispersará. Perecerá Grecia, pues, por su imprudencia. Si algún medio existe, ve y trata de desconcertar lo resuelto, por si acaso pudieras convencer a Euribíades de que mude de resolución y permanezca aquí.
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El consejo agradó sobremanera a Temístocles y, sin responder palabra, se dirigió a la nave de Euribíades. Llegado que hubo, dijo que quería comunicarle un asunto público; aquél le invitó a entrar en la nave y decir lo que quería. Entonces Temístocles se sentó a su lado y le dijo todo lo que había oído a Mnesífilo, dándolo como cosa suya y agregando muchos otros argumentos, hasta persuadirle con sus ruegos a salir de la nave y a convocar los generales a reunión.
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Cuando se reunieron, antes de que Euribíades propusiese el asunto por el cual reunía a los generales, Temístocles, habló largamente, como quien suplica con todo empeño. Mientras hablaba, el general corintio Adimanto, hijo de Ócito, dijo: Temístocles, en los certámenes los que se levantan antes de tiempo reciben azotes. Y él le replicó excusándose: Y los que se quedan atrás no reciben la corona.
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En esa oportunidad Temístocles respondió con suavidad al corintio. Vuelto a Euribíades, no dijo más nada de lo que había dicho antes -que luego de apartarse de Salamina se darían a la fuga-, pues en presencia de los aliados no le quedaba bien acusarles, sino que echó mano de otro discurso, y dijo así: En tu mano está ahora salvar a Grecia, si me obedeces y das combate sin moverte de aquí, y no te dejas persuadir por los que opinan que lleves de vuelta las naves al Istmo. Oye y compara cada uno de los dos planes. Si les sales al encuentro junto al Istmo, combatirás en mar abierto, lo que menos favorable es para nosotros, que tenemos naves más pesadas y en número inferior. Por otra parte, perderás a Salamina, Mégara y Egina, aunque logremos éxito en lo demás. El ejército acompañará a la escuadra y así tú mismo les llévareís contra el Peloponeso, y pondrás en peligro a toda Grecia. Pero si ejecutas el plan que yo te digo, hallarás en él las siguientes ventajas: en primer lugar, saliéndoles al encuentro en un lugar estrecho con pocas naves contra muchas, si el resultado de la guerra es lógico, tendremos una gran victoria, pues a nosotros nos conviene combatir en paraje estrecho, así como les conviene a ellos combatir en paraje ancho. En segundo lugar, se salva Salamina, a la que hemos trasladado nuestros hijos y mujeres. Además, mi plan comprende el punto en que más os interesáis. De permanecer aquí; combatirás por el Peloponeso lo mismo que si estuvieras cerca del Istmo y, si bien lo piensas, no llevarás el enemigo contra el Peloponeso. Y si todo sucede como yo espero y vencemos por mar, ni tendréis los bárbaros en el Istmo, ni avanzarán más allá del Ática: se retirarán sin orden ninguno y tendremos de ganancia la salvación de Mégara, Egina y Salamina donde, según un oráculo, nos sobrepondremos a nuestros enemigos. Cuando los hombres forman planes razonables, por lo general suelen cumplirse; pero cuando no forman planes razonables, ni Dios suele favorecer las decisiones humanas.
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Así decía Temístocles, cuando otra vez le atacó el corintio Adimanto: mandaba que callase el hombre sin patria, no dejaba que Euribíades llamase a votar a instancias de un hombre sin ciudad e invitaba a Temístocles a que antes de dar su parecer nombrase la ciudad que representaba: así le escarnecía porque Atenas había sido tomada y estaba ocupada por los persas. Entonces Temístocles dirigió muchos enconados reproches contra él y contra los corintios, y les mostró con sus palabras que su nación y su tierra eran mayores que las de ellos, hasta el punto de tener tripuladas doscientas naves, y que ningún pueblo griego podría rechazar su ataque.
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Esto expresó en su discurso, y pasando a Euribiades habló con más vehemencia: Tú, si te quedas aquí, y quedándote te conduces como bueno, todo lo salvarás: si no, arruinarás a Grecia, porque toda esta guerra pende de nuestras naves. Ea, obedéceme. Si así no lo hicieres, nosotros recogeremos sin más nuestros familiares y nos trasladaremos a Siris en Italia, que es nuestra ya de antiguo, y a la que, según dicen los oráculos, nosotros hemos de colonizar. Vosotros, privados de tales aliados, os acordaréis de mis palabras.
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Al hablar así Temístocles, Euribiades mudó de parecer: en mi opinión, mudó de parecer temiendo muchísimo que los atenienses les abandonaran si conducía las naves al Istmo. Pues si los atenienses les abandonaban, los restantes no estaban ya en condiciones de combate. Adoptó, en fin, ese plan: quedarse y dar la batalla en el mismo lugar.
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Después de semejantes escaramuzas verbales, los que se hallaban en Salamina se dispusieron, ya que así lo había decidido Euribíades, a dar allí mismo el combate. Rayó el día, y al salir el sol hubo un temblor de mar y tierra. Decidieron rogar a los dioses e invocar como aliados a los eácidas, y así como decidieron lo hicieron. Después de rogar a todos los dioses, invocaron desde la misma Salamina a Ayante y a Telamón y despacharon a Egina una nave en busca de Éaco y de los demás Eácidas.
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Contaba Diceo, hijo de Teocides (desterrado ateniense que en ese tiempo gozaba de estimación entre los medos), que cuando el ejército de Jerjes arrasaba la comarca del Ática, desamparada de los atenienses, hallábase él entonces casualmente con Demarato el lacedemonio en la llanura de Tria, y vió una polvareda que avanzaba desde Eleusis, como si la levantaran unos treinta mil hombres, más o menos. Se preguntaban maravillados quiénes podrían causar la polvareda, cuando he aquí que oyeron un vocerío, y a él le pareció que el vocerío era el canto de laco de los iniciados. Como Demarato desconocía los misterios de Eleusis, le preguntó qué era ese rumor, y él dijo: Demarato, no es posible que deje de suceder algún grave daño al ejército del Rey. Pues es evidente que, estando desierta el Ática, el rumor es divino y parte de Eleusis para socorrer a los atenienses y a sus aliados. Si cae sobre el Peloponeso, el peligro será para el Rey en persona y para el ejército que está en el continente, pero si se dirige a las naves de Salamina, el Rey correrá el peligro de perder su flota. Los atenienses celebran todos los años esta festividad en honor de la Madre y de la Virgen, y recibe iniciación no sólo cualquier ateniense, sino también cualquiera de los demás griegos que lo desee. Y la voz que oyes es el Iaco que profieren en esa festividad. A lo que respondió Demarato: Calla y no hables a nadie de esto. Pues si llegan estas palabras a oídos del Rey, te cortará la cabeza, y ni yo ni hombre alguno podremos salvarte. Guarda silencio; los dioses cuidarán de este ejército. Así le aconsejó Demarato. Después de la polvareda y del vocerío, se formó una nube que se elevó y se dirigió a Salamina, hacia el campamento griego, y entonces supieron ellos que la flota de Jerjes había de perecer. Eso contaba Diceo, hijo de Teocides, y ponía por testigos a Demarato y a otros.
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Los alistados en la escuadra de Jerjes, después de contemplar desde Traquis el desastre espartano, pasaron a Histiea. Detenidos por tres días, navegaron a través del Euripo, y en otros tres días estuvieron en Falero. A mi parecer, el número de persas que invadió Atenas por mar y tierra no fue inferior al que marchó contra Sepias y las Termópilas. Pues en lugar de los que habían muerto en la borrasca, en las Termópilas y en el combate naval de Artemisio, pondré éstos que entonces todavía no habían seguido al Rey: los malios, dorios, locrios y beocios (estos últimos militaban en masa, salvo los de Tespias y Platea), y a su vez los caristios, andrios y tenios y todos los isleños restantes salvo las cinco ciudades cuyos nombres he mencionado antes. En efecto: cuanto más se internaba en Grecia el persa, tantos más pueblos le seguían.
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Cuando todos éstos, menos los parios, llegaron a Atenas (los parios habían quedado en Citno, aguardando en qué pararía la guerra), llegados, pues, los restantes a Falero, el mismo Jerjes bajó a las naves, con deseo de conversar y oír la opinión de los marinos. Después que llegó y se sentó en su trono, comparecieron a su llamado los tiranos de sus pueblos y los capitanes de las naves y se sentaron conforme a la jerarquía que a cada cual había conferido el Rey: en primer lugar, el rey de Sidón, luego el de Tiro, y después los otros. Una vez sentados en orden, uno tras otro, Jerjes envió a Mardonio y puso a prueba a cada cual preguntándole si daría el combate.
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Cuando Mardonio recorrió la asamblea comenzando por el rey de Sidón, los demás expresaron un mismo parecer y exhortaron a dar el combate, pero Artemisia dijo así: Mardonio, refiere al Rey esto que te digo yo, que no he sido quien peor se ha conducido ni quien menos ánimo ha mostrado en los combates navales junto a Eubea: Señor, es justo que te revele la opinión que tengo y lo que mejor me parece para tus intereses, y esto te digo: guarda tus naves y no des combate por mar, pues por mar esos hombres son tan superiores a los tuyos como los hombres a las mujeres. ¿Por qué has de arriesgarte a toda costa en combates por mar? ¿No posees a Atenas, por cuya causa te lanzaste a esta expedición, así como al resto de Grecia? Ningún obstáculo se levanta ante ti, y los que se te opusieron se retiraron como se merecían. Yo te explicaré cómo me parece que irá a parar la situación del enemigo. Si no te precipitas a presentar combate y retienes aquí las naves, quedándote junto a tierra o avanzando al Peloponeso, fácilmente, señor, lograrás el propósito con el que viniste. Pues los griegos no están en condición de oponérsete durante mucho tiempo; tú los dispersarás y ellos huirán cada cual a su ciudad porque, según he oído, ni tienen alimento en esa isla ni es probable que si tú llevas tu ejército al Peloponeso, queden imperturbables los griegos que han venido de allí, y no cuidarán de dar batallas navales en pro de los atenienses. Pero si te precipitas a dar enseguida el combate por mar, temo que la escuadra derrotada desbarate por añadidura el ejército. Además, Rey, considera esto también: los hombres buenos suelen tener malos esclavos, y los hombres malos suelen tenerlos buenos. Tú, que eres el mejor de todos los hombres, tienes malos esclavos que se cuentan como aliados; los egipcios, ciprios, cilicios, y panfilios, gentes que no son de ningún provecho.
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Mientras esto decía a Mardonio, todos los que querían bien a Artemisia lamentaban sus palabras pensando que sufriría algún castigo de parte del Rey porque no le dejaba dar combate; y los que le tenían rencor y envidia porque el Rey la honraba, por encima de todos los aliados, se regocijaban con su respuesta, pensando que le traería la ruina. Pero al hacerse a Jerjes relación de las opiniones, mucho se pagó de la de Artemisia y, aunque ya antes la tenía por mujer de mérito, la estimó entonces mucho más. No obstante, ordenó obedecer a la mayoría, pensando que habían andado flojos junto a Eubea porque él no se había hallado presente, pero que entonces él mismo estaba dispuesto a presenciar el combate naval.
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Cuando se dió la orden de navegar, dirigieron las naves hacia Salamina, y se dispusieron con toda tranquilidad en línea de combate. Ese día no les alcanzó para dar batalla, pues llegó la noche; se prepararon entonces para el día siguiente. Los griegos se llenaron de temor y espanto, y más que nadie los del Peloponeso. Estaban llenos de espanto porque, acampados en Salamina, iban a combatir por la tierra de los atenienses, y si eran vencidos, quedarían cogidos y sitiados en la isla, mientras dejaban indefensa su propia tierra. Al venir la noche, el ejército de los bárbaros marchaba contra el Peloponeso.
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No obstante, los griegos habían empleado toda traza posible para que los bárbaros no invadiesen el continente. Pues así que oyeron los peloponesios que habían muerto en las Termópilas los hombres de Leónidas, acudieron de todas las ciudades y acamparon en el Istmo, al mando de Cleómbroto, hijo de Anaxándridas y hermano de Leónidas. Acampados en el Istmo, hicieron intransitable el camino de Escirón, y después, según resolvieron en consejo, construyeron un muro a través del Istmo; y como eran muchos miles de hombres y todos trabajaban, el trabajo llegó a término. Acarreábanse piedras, ladrillos, palos y espuertas llenas de arena; y los que ayudaban en la tarea no descansaban ningún momento, ni de día ni de noche.
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Los griegos que acudieron en masa al Istmo fueron los lacedemonios y los árcades, todos los eleos, corintios, sicionios, epidaurios, fliasios, trecenios y hermioneos. Estos eran los que acudieron y se angustiaron por la Grecia en peligro. A los demás peloponesios no se les daba nada. Y ya habían pasado las festividades olimpicas y carneas.
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Siete pueblos moran en el Peloponeso, dos de los cuales, los árcades y los cinurios, son autóctonos y se hallan establecidos ahora en la misma comarca que en lo antiguo; un pueblo, el aqueo, no ha salido del Peloponeso, pero si de su propia tierra y mora en una ajena. Los cuatro pueblos que quedan de los siete son advenedizos: los dorios, etolios, driopes y lemnios. Los dorios tienen muchas y famosas ciudades: los etolios, una sola, tlide; los driopes, Hermiona, Asina, la que está cerca de Cardámila de Laconia; y los lemnios, todos los paroreatas. Los cinurios, que son autóctonos, parecen ser los únicos jonios: el tiempo y el gobierno de los argivos les han convertido en dorios, y son orneatas, esto es, municipios dependientes. Las restantes ciudades que tienen estos siete pueblos, fuera de las que he enumerado, se mantenían neutrales y, si puedo hablar con franqueza, manteniéndose neutrales favorecían a los persas.
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Los griegos del Istmo arrostraron, pues, semejante fatiga pensando que ésa era ya la jugada definitiva y no esperando distinguirse con las naves. Los que estaban en Salamma, aunque se enteraron de la fortificación, se llenaron de temor, y no temian tanto por s1 mismos como por el Peloponeso. Por un tiempo cada cual hablaba por lo bajo a su vecino y se maravillaba de la imprudencia de Euribiades. Al fin estalló públicamente el descontento. Hubo una asamblea, y se habló mucho de las mismas materias. Decian los unos que era preciso navegar de vuelta al Peloponeso y afrontar el peligro por esa región, y no quedarse y combatir por una tierra conquistada, pero los de Atenas, Egina y Mégara decían que convenia quedarse y defenderse ahi mismo.
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Temístocles, entonces, al quedar su opinión derrotada por la de los peloponesios, salió a escondidas de la asamblea, y tras salir despachó al campamento de los medos un hombre en una barca y le encomendó lo que debía decir. El hombre se llamaba Sicino, era criado de Temístocles y ayo de sus hijos. Después de estos sucesos, Temístocles le hizo ciudadano de Tespias, cuando los de Tespias acogían ciudadanos, y le colmó de riquezas. Llegado entonces en su barca, dijo estas palabras a los generales de los bárbaros: Me ha enviado el general de los atenienses a escondidas de los demás griegos (pues él es partidario del Rey y prefiere que triunféis vosotros y no ellos), para declararos que los griegos están llenos de espanto y proyectan la huída, y que tenéis la ocasión de ejecutar la mejor de todas las hazañas si no permitís que huyan. Pues ni están de acuerdo entre si ni os harán frente, y veréis combatir entre sí vuestros partidarios cOntra los que no lo son.
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Después de estas declaraciones, Sicino se retiró. Los persas, como el mensaje les resultó fidedigno, en primer lugar desembarcaron muchos hombres en la isleta de Psitalea, que se halla entre Salamina y el continente, y en segundo término, después de medianoche hicieron avanzar el ala oeste hacia Salamina, encerrándola; también avanzaron los que estaban alineados cerca de Ceo y de Cinosura y con sus naves ocupaban todo el pasaje hasta Muniquia. Hicieron avanzar las naves con el fin de que los griegos ni siquiera pudiesen huir y cogidos en Salamina pagasen las proezas de Artemisio. Y desembarcaron hombres en la isleta llamada Psitalea con el fin de que, cuando se trabase el combate naval, como el mar arrastraría hacia allí especialmente hombres y restos de naufragio (pues la isla estaba en el camino del combate que se iba a realizar), salvasen los unos y matasen a los otros. Hacían todo ello en silencio para que no se enterase el enemigo. Así se prepararon por la noche, sin tomar descanso.
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No puedo oponerme a los oráculos porque no sean verídicos, pues, cuando reparo en semejantes casos no quiero tratar de destruirlos, ya que hablan claramente: Cuando con loca esperanza el devastador de Atenas tendiere puente de naves entre la playa sagrada de Ártemis, la de áurea espada, y la húmeda Cinosura, extinguirá la Justicia a la Soberbia opresora, vástago de la Violencia, ávida y siempre sedienta. Bronce chocará con bronce, y Ares teñirá de sangre el mar. Entonces la augusta Victoria y Zeus fragoroso traerán para la Hélade el día de libertad. Reparando, pues, en tales casos, y como Bacis ha hablado tan claramente, ni yo mismo me atrevo a decir nada en contra de los oráculos ni admito que lo digan los demás.
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Entre los generales que estaban en Salamina hubo fuerte altercado, pues no sabían aún que los bárbaros les habían rodeado con sus naves, y creían que guardaban la posición en que les habían visto de día.
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Mientras discutían los generales, cruzó el mar desde Egina Aristides, hijo de Lisímaco, ciudadano ateniense, bien que condenado por el pueblo al ostracismo. Yo, que me he informado de su modo de ser, sostengo que fue el hombre mejor y más justo que hubo en Atenas. Este hombre fue a la asamblea y llamó afuera a Temístocles, que no era amigo suyo, sino su peor enemigo. Pero, olvidando aquello ante la gravedad de la situación en que se hallaban, le llamó afuera, con deseo de conversar con él. Había oído antes que los peloponesios se empeñaban en llevar las naves al Istmo. En cuanto salió Temístocles, Aristides dijo así: Nosotros debemos reñir no sólo otras veces sino ahora más que nunca sobre cuál de los dos hará mayor bien a la patria. Te aseguro que lo mismo da decir poco o mucho a los peloponesios acerca de la vuelta. Pues digo yo, que lo he visto con mis propios ojos, que ni aunque lo quieran los corintios y el mismo Euribíades, podrán salir de aquí navegando; porque el enemigo nos rodea por todas partes. Entra y díselo.
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Temístocles respondió de este modo: Muy provechoso es lo que mandas y buena la noticia que trajiste. Vienes de ver con tus propios ojos lo que yo rogaba que sucediera. Sabe que de mí ha nacido lo que están haciendo los medos, porque era preciso, como los griegos no querían disponerse por su voluntad al combate, llevarles contra su voluntad. Ya que llegas con esa buena noticia, anúnciala tú mismo. Si yo lo digo, creerán que la he inventado, y no les convenceré de que los bárbaros están haciendo esto. Ve tú y expónles la situación. Luego que la expusieres. si se convencen será sin duda lo mejor, pero si no te creen, lo mismo se nos dará: porque ya no huirán, si estamos rodeados por todas partes, como dices.
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Entonces se presentó Aristides y dijo que llegaba de Egina y que a duras penas había podido pasar sin ser visto por la flota del bloqueo, porque toda la escuadra griega estaba rodeada por las naves de Jerjes, y les aconsejó prepararse para la defensa. Dichas estas palabras, partió. Y de nuevo surgió la disputa, porque la mayor parte de los generales no creían la noticia.
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Estaban en duda cuando llegó una trirreme de desertores tenios, capitaneada por un tal Panecio, hijo de Sosímenes, la cual trajo toda la verdad. Y por esta acción los tenios fueron inscritos en el trípode de Delfos, entre los que habían vencido al bárbaro. Con esa nave desertora que había llegado a Salamina y con la lemnia que se había pasado en Artemisio, completaba la flota griega las trescientas ochenta naves, pues entonces le faltaban dos para ese número.
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Los griegos, una vez que creyeron las palabras de los tenios, se prepararon para el combate naval. Al rayar la aurora reunieron en asamblea a los combatientes. De todos, Temístocles fue quien habló, y muy bien. El tenor de sus palabras era oponer todo lo mejor y peor que cabe en la naturaleza y condición humana. Les exhortó a elegir lo mejor y, para terminar el discurso, les mandó embarcarse. Estaban embarcándose cuando llegó de Egina la trirreme que babía partido en busca de los Eácidas.
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Entonces los griegos se hicieron a la mar con todas sus naves, y al hacerlo, los bárbaros les atacaron inmediatamente. Los demás griegos ciaban y tocaban tierra, pero Aminias de Palena, ateniense, se separó y atacó a una nave. Trabadas las dos naves, y no pudiendo apartarse, intervinieron las demás en ayuda de Aminias. Así cuentan los atenienses que fue el comienzo del combate, pero los eginetas dicen que lo comenzó la nave que había partido a Egina en busca de los Eácidas. También se cuenta el siguiente caso: que se les apareció la imagen de una mujer y que les dió órdenes, de tal modo que toda la flota griega pudo oírla, dirigiéndoles primero este reproche: ¡Desventurados! ¿Hasta cuándo daréis?
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Contra los atenienses estaban formados los fenicios (pues éstos ocupaban el ala que miraba a Eleusis y a Occidente); contra los lacedemonios, los jonios; éstos ocupaban el ala que miraba a Oriente y al Pireo. Unos pocos de ellos se mostraron flojos, conforme a la recomendación de Temístocles, pero la mayor parte, no. Puedo enumerar los nombres de muchos capitanes de trirremes que tomaron naves griegas, pero no trataré de nadie sino de Teoméstor, hijo de Androdamante, y Fliaco, hijo de Histieo, ambos samios. Y menciono solamente a estos dos porque a causa de esta hazaña los persas establecieron a Teoméstor como tirano de Samo, y Fliaco fue inscrito como benefactor del Rey y recibió en don muchas tierras. Los benefactores del Rey se llaman en lengua persa orosangas.
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Tal es lo que sucedió con ellos; pero la mayoría de las naves quedó deshecha en Salamina, parte destruída por los atenienses, parte por los eginetas. Pues como los griegos combatían en orden y formación, y los bárbaros en desorden y sin hacer ya nada concertadamente, hubo de acontecerles lo que sucedió, por más que eran y se mostraban ese día muy superiores a lo que fueron junto a Eubea: todos se afanaban y temían a Jerjes, y a cada cual le parecía que el Rey le miraba.
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En cuanto al resto, no puedo contar exactamente cómo luchó cada uno de los bárbaros o de los griegos; pero con Artemisia sucedió lo siguiente (que la hizo estar en mejor opinión aún ante el Rey). Cuando la armada del Rey estaba en gran confusión, en ese momento, una nave ateniense perseguía a la de Artemisia; ella no podía huir, pues estaban delante otras naves aliadas, y la suya era la que casualmente estaba más cerca del enemigo. Decidió hacer lo que después de ejecutado le trajo provecho. Al verse perseguida por la nave ateniense, atacó a una nave aliada, tripulada por hombres de Calinda y por su propio rey Damasítimo. No puedo decir si había refiido con él cuando todavía estaban en el Helesponto, ni tampoco si le atacó de intento o si por azar la nave de Calinda se encontró con ella cruzando su camino. Luego de haber atacado y hundido la nave, gracias a su buena suerte, se procuró dos ventajas. El capitán de la nave ateniense, cuando la vió atacar una nave bárbara, pensando que la nave de Artemisia sería griega o que desertaba de los bárbaros y luchaba en favor de los griegos, se apartó para perseguir a otras.
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Así sucedió, por un lado, que Artemisia huyó y no pereció, y por el otro que, tras cometer una mala acción, ganó a causa de ella grandísima opinión ante Jerjes. Porque se cuenta que el Rey, al contemplar el combate vió la nave mientras atacaba, y que uno de los presentes dijo: Señor, ¿ves qué bien combate Artemisia y cómo ha hundido una nave enemiga? El Rey preguntó si Artemisia había hecho de veras esa hazaña, y ellos lo afirmaron, reconociendo claramente la insignia de la nave y creyendo que la destruida era enemiga. Y entre los demás hechos, ya contados, que contribuyeron a su suerte, fue el principal el no haberse salvado de la nave de Calinda nadie que pudiera acusarla. Cuéntase que ante esas palabras Jerjes dijo: Mis hombres se han convertido en mujeres, y mis mujeres en hombres. Así cuentan que dijo Jerjes.
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En aquella lucha murió el general Ariabignes, hijo de Darío y hermano de Jerjes, y murieron muchos otros famosos persas, medos y aliados, y también unos pocos griegos, ya que como sabían nadar, los que perdían sus naves sin perecer en combate cuerpo a cuerpo, pasaban a nado a Salamina. La mayor parte de los bárbaros perecieron en el mar, porque no sabían nadar. Cuando las primeras naves se dieron a la fuga, fue cuando la mayoría quedó destruída; porque los que estaban formados en la retaguardia, con el intento de pasar adelante para mostrar también ellos sus hazañas al Rey, chocaban contra sus propias naves que huían.
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En ese tumulto sucedió también lo siguiente. Algunos fenicios cuyas naves habían sido destruídas se presentaron al Rey y acusaron a los jonios de traición, diciendo que a causa de ellos se habían perdido las naves. Y sucedió que los generales jonios no murieron, y que sus acusadores obtuvieron el pago que diré: estaban todavía lanzando esa acusación, cuando una nave samotracia embistió a una ateniense. La ateniense se hundió, y una nave egineta atacó y hundió la samotracia. Pero como los samotracios eran tiradores de jabalina, tiraron y derribaron a los combatientes de la nave que les había hundido, la abordaron y se apoderaron de ella. Este hecho salvó a los jonios, pues cuando Jerjes les vió acometer tamaña empresa se volvió a los fenicios (acusando a todos en su gran aflicción), y mandó cortarles la cabeza para que siendo cobardes, no acusasen a quienes eran mejores que ellos. En efecto: cuando Jerjes, sentado en el monte situado frente a Salamina y llamado Egaleo, veía a alguno de los suyos haciendo un acto de arrojo, averiguaba quién lo había hecho, y sus escribientes anotaban el nombre de su padre, de su capitán y de su ciudad. Contribuyó a la desgracia de los fenicios la presencia de Ariaramnes, persa amigo de los jonios. Así, pues, procedieron ellos con los fenicios.
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Cuando los bárbaros se dieron a la fuga y procuraban salir del estrecho rumbo a Falero, los eginetas, que se habían apostado en el estrecho, ejecutaron hazañas dignas de nota. En el tumulto, los atenienses desbarataban las naves que se les oponían y las que huían, y los eginetas las que procuraban salir del estrecho: cuando algunos escapaban de los atenienses, al huir se topaban con los eginetas.
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Allí se encontraron dos naves: la de Temístocles, que perseguía a otra, y la de PoUcrito, hijo de Crío, egineta, que había atacado a una de Sidón. Era ésta cabalmente la que había tomado la nave egineta que montaba guardia en Esciato y en la que se hallaba Piteas, hijo de Isquénoo, a quien, aunque hecho pedazos, los persas le tuvieron a bordo, llenos de admiración por su mérito. La nave de Sidón le había apresado y le conducía junto con los persas, de modo que por ese medio Piteas llegó sano y salvo a Egina. Cuando Polícrito vió la nave ateniense, la reconoció al ver la insignia de la capitana, y a grandes voces se mofó de Temístocles, reprochándole por la supuesta amistad de Egina con Persia. Tales burlas lanzó Polícrito contra Temístocles después de haber atacado una nave. Los bárbaros cuyas naves se habían salvado llegaron en su huída a Falero, bajo el amparo del ejército de tierra.
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En ese combate naval los que ganaron más fama entre los griegos fueron los eginetas, y luego los atenienses; y de entre los hombres, el egineta PoUcrito y los atenienses Eumenes de Anagirunte y Aminias de Palena, ese que habla perseguido a Artemisia. Si hubiera sabido que en ese barco navegaba Artemisia, no hubiera cejado antes de apresarla o caer preso. porque así se habla ordenado a los capitanes atenienses, y además se habían fijado diez m1l dracmas de recompensa para quien la cogiese viva. Estaban indignados, en efecto, de que una mujer viniese a atacar a Atenas, pero ella escapó, como ya queda dicho. y los demás, cuyas naves se habían salvado, estaban también en Falero.
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En cuanto a Adimanto, el general de Corinto, cuentan los atenienses que desde un principio, así que las naves trabaron el combate, lleno de terror y espanto, alzó velas y se dió a la fuga, y que al ver los corintios la capitana en fuga, también ellos partieron. Que en su huída, al llegar a Salamina, a la altura del templo de Atenea Escírade, se encontraron con una lancha enviada por modo sobrenatural. Jamás se supo quién la hubiese enviado, y los corintios a los que se acercó no tenían noticia alguna de la armada. Conjetúrase que el suceso fue sobrenatural por lo siguiente. Al hallarse cerca de las naves, los de la lancha dijeron: Adimanto: volviste la proa y te echaste a huir, traicionando a los griegos, pero ellos ya están venciendo en toda la medida en que rogaban vencer a sus enemigos. Y como Adimanto no daba fe a lo que decían, añadieron además que estaban prontos a ser conducidos como rehenes y a morir si los griegos no resultaban vencedores. Así, pues, Adimanto volvió la proa, y él Y los restantes llegaron al campamento cuando todo estaba terminado. Tal es la fama que entre los atenienses corre sobre los corintios, pero ellos, por cierto, no están de acuerdo, y sostienen que figuraron en la batalla en las primeras filas; y el resto de Grecia lo atestigua.
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Aristides, hijo de Lisímaco, el ateniense a quien poco antes recordé como al hombre más excelente, hizo la hazaña que sigue en el tumulto que hubo en Salamina. Tomó muchos de los hoplitas atenienses que estaban alineados en la costa de la región de Salamina, les condujo a la isla de Psitalea, y mataron a todos los persas que se hallaban en esa isleta.
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Cuando cesó la batalla, los griegos remolcaron a Salamina todos los restos de naufragio que todavía estaban por allí, y se dispusieron a otra batalla, esperando que el Rey emplearía aún las naves que le quedaban. Pero un vientO céfiro arrastró muchos de esos restos de naufragio y los llevó a la playa del Atica llamada Colíade. Y así se cumplió no sólo todo el oráculo pronunciado acerca de esta batalla por Bacis y Museo, sino también lo que muchos años antes se había dicho en el oráculo del adivino ateniense Lisistrato tocante a los restos de naufragio, y que había pasado inadvertido por todos los griegos:
Las mujeres de Coliade. harán lumbre con los remos.
Pero esto hubo de suceder después de la partida del Rey.
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Cuando Jerjes advirtió el desastre sufrido, temió que algún jonio aconsejara a los griegos o que ellos mismos discurriesen navegar al Helesponto para romper los puentes y que, cogido en Europa, corriese peligro de muerte. Resolvió entonces huir y no queriendo ponerse en evidencia ni ante los griegos ni ante los suyos propios, empezó a construir un terraplén, hizo una línea de barcas fenicias, para que sirviese a la vez de puente de barcas y de muro, y se preparaba para la guerra como para dar otra batalla naval. Al verle así ocupado, creían todos los demás que con todo empeño se aprestaba a permanecer y combatir, pero nada de ello escapaba a Mardonio, que era quien mejor conocía el pensamiento del Rey.
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Mientras se ocupaba en esto, Jerjes despachó a Persia un mensajero para anunciar su presente desgracia. No hay mortal alguno que llegue más rápido que estos mensajeros: tan ingeniosamente inventaron los persas esta traza. Dícese que, hay tantos hombres y caballos como jornadas tiene todo el viaje, estando un hombre y un caballo apostado a cada jornada de viaje; y ni la nieve, ni la lluvia, ni el calor, ni la noche les impide cumplir con la mayor rapidez el trecho fijado. El primer correo entrega el recado al segundo y el segundo al tercero y de ahí pasa a otro y a otro, al modo que celebran en Grecia la carrera de las antorchas en honor de Hefeslo. A esta corrida de caballos llaman los persas angareion.
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La primera noticia que llegó a Susa, la de que Jerjes era dueño de Atenas, regocijó tanto a los persas que habían quedado en su tierra que tendieron todos los caminos de mirtos, quemaron incienso y se entregaron a sacrificios y regocijos. Pero la segunda noticia, que siguió inmediatamente, les confundió tanto, que todos rasgaban sus túnicas y proferían infinitos gritos y lamentos, inculpando a Mardonio. Y no lo hacían tanto los persas de afligidos por las naves como de temerosos por el mismo Jerjes.
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Esa fue la situación de los persas durante todo el tiempo que medió hasta que volvió el mismo Jerjes y le puso fin. Mardonio, viendo que Jerjes se dolía mucho por la derrota naval, y sospechando que proyectaba huir de Atenas, pensó para sí mismo que sería castigado por haber inducido al Rey a hacer la expedición contra Grecia, y que más le valía arriesgarse a someter a Grecia o morir gloriosamente en tan alta demanda, aunque su opinión se inclinaba más bien a que sometería a Grecia. Tomando en cuenta, pues, todos estos motivos, pronunció este discuno: Señor, ni te aflijas ni te duelas mucho a causa de lo que ha sucedido, pues para nosotros el combate decisivo no depende de unos maderos, sino de hombres y caballos. Ninguno de esos que creen tenerlo ya conquistado todo desembarcará e intentará oponérsete, ni ninguno de los de tierra firme, y los que se nos opusieron han recibido su merecido. Si te parece, tentemos de inmediato el Peloponeso; pero si te parece que nos detengamos, también es posible hacerlo. Y no desesperes: es imposible que los griegos escapen de rendir cuentas de lo que han hecho ahora y antes, y de ser, esclavos tuyos. Lo mejor es que hagas eso, pero si tienes resuelto marcharte y llevarte el ejército, otro plan tengo para ese caso, Rey, no conviertas a los persas en objeto de risa para los griegos, pues tu situación en nada se ha malogrado por culpa de los persas, ni puedes decir en qué punto hemos estado cobardes. Si han estado cobardes los fenicios, los egipcios, los ciprios y los cilicios, el desastre en nada toca a los persas. Luego, puesto que los persas en nada son culpables, déjate persuadir: si tienes resuelto no permanecer, conduce el ejército a tus tierras y llévate los más; yo elegiré trescientos mil hombres del ejército y he de entregarte la Grecia esclavizada.
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