Índice de Los nueve libros de la historia de Heródoto de Halicarnaso | Segunda parte del Libro Octavo | Primera parte del Libro Noveno | Biblioteca Virtual Antorcha |
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LIBRO OCTAVO
URANIA
Tercera parte
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Al oír esto, Jerjes, dada su mala situación, se alegró y regocijó y dijo a Mardonio que le respondería después de deliberar sobre cuál de las dos alternativas escogería. Cuando deliberaba con los persas a quienes había convocado, decidió llamar también al consejo a Artemisia, porque era evidente que en la deliberación anterior ella había sido la única que comprendió lo que se debía hacer. Cuando llegó Artemisia, Jerjes hizo retirar a los demás consejeros persas y a sus guardias y le dijo así: Mardonio me aconseja que me quede aquí y tiente el Peloponeso, pues dice que los persas y el ejército de tierra no tienen culpa alguna en el desastre y que desearían demostrarlo. Por eso me aconseja hacer así, o bien quiere elegir trescientos mil hombres del ejército y entregarme la Grecia esclavizada y me exhorta a partir con el resto del ejército a mis tierras. Tú, pues, ya que me aconsejaste bien acerca de la pasada batalla, cuando no me dejabas darla, aconséjame ahora cuál de estas dos alternativas escogeré, para que acierte por tu buen consejo.
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Así pidió consejo él, y así respondió ella: Rey, difícil es cuando pides consejo acertar a decir lo mejor, pero en las circunstancias presentes opino que tú te retires, y que dejes aquí a Mardonio, si quiere y se encarga de esto, con los que desea. Pues si por una parte conquista lo que según dice quiere conquistar y le sale bien el proyecto que manifiesta, tu obra es, Rey, pues tus siervos lo habrán hecho. Pero, si por otra parte, sucede lo contrario de lo que piensa Mardonio, no será ninguna gran desgracia mientras quedes en salvo tú y todo lo relativo a tu casa; pues mientras tú y tu casa estéis en salvo, muchas veces afrontarán los griegos gran peligro para defenderse a sí mismos. Y en cuanto a Mardonio, si algo le pasa, no tiene ninguna importancia, y si vencen los griegos, en nada vencen con matar a un siervo tuyo. Tú, en fin, te retiras luego de haber quemado a Atenas, que era el fin para el cual habías hecho la expedición.
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Jerjes se pagó del consejo, ya que Artemisia le decía precisamente lo que él pensaba. Pues ni aunque todos y todas le aconsejaran permanecer, me parece que permanecería, tan lleno de terror estaba. Elogió entonces a Artemisia y la envió, confiándole unos hijos suyos hasta Efeso: pues unos hijos bastardos militaban con él.
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Despachó juntamente por guardián de sus hijos a Hermotimo, originario de Pédaso, que tenía el primer puesto entre los eunucos del Rey. Los pedaseos moran más allá de Halicarnaso. A estos pedaseos suele acontecerles lo siguiente: cuando a todos los que viven alrededor de la ciudad está por sucederles un inconveniente dentro de cierto tiempo, entonces a la que es en ese lugar sacerdotisa de Atenea le crece una gran barba. Esto les sucedió dos veces.
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De estos pedaseos venía Hermotimo, el cual, de cuantos nosotros sepamos, fue quien logró la mayor venganza por un agravio inferido. Fue cautivado por el enemigo y vendido, y le compró Panjonio, un hombre de Quio que se ganaba la vida con las más infames prácticas. Siempre que compraba muchachos dotados de belleza les castraba y llevaba a Sardes y a Efeso, donde les vendía a buen precio, pues entre los bárbaros los eunucos son más apreciados que los hombres cabales a causa de la total confianza que inspiran. Panjonio castró a muchos -como que tal era su granjería-, y entre otros a éste. Hermotimo no fue desdichado en todo, pues de Sardes llegó con otros regalos a poder del Rey, y andando el tiempo fue de todos los eunucos el que más apreciaba Jerjes.
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Mientras el Rey se hallaba en Sardes y se preparaba a llevar el ejército persa contra Atenas, Hermotimo bajó por cierto asunto a la región de Misia que habitan los de Quío y que se llama Atarneo, y allí encontró a Panjonio. Cuando le rcconoció, le dirigió muchas palabras de amistad, enumerándole primero cuántos bienes poseía gracias a él, y en segundo lugar ofreciéndole. en cambio, muchos beneficios que le haría si llevaba sus familiares y se establecía alli. Panjonio acogió gozoso esas palabras y llevó su mujer e hijos. Cuando Hermotimo le tUvo en su poder, con toda su casa, le dijo así: ¡Oh traficante que, de cuantos hasta aquí han vivido, te has ganado la vida con las más infames prácticas! ¿Qué mal te hice yo o alguno de mis antepasados a ti o a ninguno de tus antepasados para que de hombre que era, me aniquilases? ¿Pensabas que los dioses no se iban a enterar de lo que entonces maquinaste? Con justa ley te han traído a mis manos, a ti, que cometiste infamias, para que no te puedas quejar del castigo que recibirás de mi. Tras estos insultos, trajo los hijos a su presencia y obligó a Panjonio a castrar a sus propios hijos, que eran cuatro, y él, obligado, lo hizo; y cuando hubo acabado, los hijos se vieron obligados a castrarle. Así Hermotimo y su venganza alcanzaron a Panjonio.
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Después que Jerjes confió a Artemisia sus hijos para que los llevase a Efcso, llamó a Mardonio y le invitó a que eligiese los que quisiese del ejército, y que tratase de que sus obras correspondiesen a sus palabras. En esto se pasó el día; a la noche, por orden del Rey, los generales llevaron de vuelta las naves de Falero al Helesponto, cada cual lo más rápido que podía para custodiar el puente de barcas que debía atravesar el Rey. Cuando los bárbaros estuvieron cerca de Zoster, como en esta costa se levantan unos estrechos promontorios, pensaron que eran naves y huyeron largo trecho; cayendo luego en la cuenta de que no eran naves sino promontorios, se reunieron y continuaron la ruta.
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Al rayar el día, viendo los griegos que el ejército permanecía en tierra, esperaban que también estuviesen por Falero y creyendo que tendrían que combatir, se prepararon para la defensa. En cuanto se enteraron de que las naves habían partido, resolvieron inmediatamente perseguirlas. Después de perseguir hasta Andro la armada de Jerjes, no la descubrieron, y al llegar a Andro, celebraron consejo. Temístocles declaró que en su opinión debían dirigirse por entre las islas persiguiendo a las naves y navegar en derechura al Helesponto para deshacer el puente de barcas. Euribíades propuso la opinión contraria a ésta, diciendo que deshacer el puente de barcas causaría a Grecia el mayor de todos los males. En efecto, si se cerraba el paso al persa y se veía obligado a quedarse en Europa, procuraría no estar ocioso, pues si lo estuviese no es posible que su situación prosperase ni que se le presentase ningún medio de regresar, y el ejército perecería de hambre. Pero si acometía alguna empresa y se ocupaba en algo, puede ser que se le pasasen todos los pueblos y ciudades de Europa, bien por conquista o bien por pacto previo, y tendría por víveres la cosecha anual de Grecia. Pero, como le parecía a él que el persa, derrotado en la batalla naval, no se quedaría en Europa, había que dejarle huir hasta que en su huída llegase a sus propias tierras, y les exhortaba a que, en adelante fuese ya la tierra de ellos, y no la griega, la que estuviese en disputa. Esta opinión sostenían también los generales de los demás peloponesios.
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Cuando Temístocles advirtió que no persuadiría a la mayor parte a navegar al Helesponto, se volvió a los atenienses (pues éstos eran los más descontentos por la huída de los persas y se disponían a navegar al Helesponto por su propia cuenta si los demás lo rehusaban), y les dijo así: Yo mismo me hallé ya en muchos casos, y muchos más he oído en que, al verse los vencidos acorralados por fuerza, suelen volver a combatir y reparan su primera cobardía. Ya que por feliz azar nos hemos salvado a nosotros y a Grecia, rechazando tal nube de enemigos, no persigamos al enemigo que huye. Pues no hemos llevado a cabo esa hazaña nosotros, sino los dioses y los héroes, que veían con malos ojos que un solo hombre reinase sobre Asia y Europa, impío y arrogante por añadidura. Hacía el mismo caso de lo sagrado que de lo profano; quemó y derribó las estatuas de los dioses, dió de azotes al mar y le echó grillos. Pero, pues por el momento nos hallamos bien, quedémonos en Grecia a cuidar de nosotros mismos y de nuestros familiares; rehaga cada cual su casa y esmérese en la siembra, ya que hemos arrojado totalmente al bárbaro, y con la primavera navegaremos al Helesponto y a Jonia. Esto dijo para reservarse crédito ante el persa, a fin de que si sufría una desgracia por parte de los atenienses, tuviese refugio, y así sucedió exactamente.
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De este modo habló Temístocles engañosamente, y los atenienses le obedecieron, porque como tenía antes fama de sabio, y resultó de veras sabio y prudente, estaban enteramente dispuestos a obedecer su palabra. Una vez que estaban convencidos, inmediatamente después, Temístocles despachó una barca con unos hombres en quienes confiaba que, aun bajo cualquier tormento, callarían lo que les había encomendado decir al Rey; entre ellos iba otra vez su criado Sicino. Después de llegar al Ática, los demás se quedaron en la barca; Sicino compareció ante Jerjes y dijo estas palabras: Me ha enviado Temístocles, hijo de Neocles, general de los atenienses y el mejor y más sabio de todos los aliados, para comunicarte este mensaje: Temístocles el ateniense, queriendo hacerte un favor, detuvo a los griegos que deseaban perseguir tus naves y deshacer los puentes del Helesponto. Ahora, pues, puedes regresar con toda tranquilidad. Con tal declaración, volvieron a embarcarse.
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Una vez resueltos a no seguir persiguiendo las naves de los bárbaros, ni a navegar al Helesponto para deshacer el puente, sitiaron a Andro con deseo de tomarla. Pues los andrios fueron los primeros de los isleños a quienes Temístocles pidió dinero, y que no se lo dieron; antes bien, cuando Temístocles alegó que los atenienses llegaban trayendo consigo dos grandes dioses, la Persuasión y la Necesidad, y por tanto, era absolutamente preciso que le diesen dinero, respondieron a eso que por lo visto con razón era Atenas grande y próspera, pues se hallaba bien favorecida por dioses de provecho; que en cuanto a los andrios, habían llegado al colmo de la pobreza en tierras, y dos dioses sin provecho, la Pobreza y la Indigencia, no abandonaban la isla y amaban siempre su suelo; y que, como poseedores de tales dioses, los andrios no darían dinero, pues el poder de Atenas no sería nunca más fuerte que su indigencia.
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Por haber respondido así y no haber dado el dinero, fueron luego sitiados. Temístocles, como no cesaba en su codicia, enviaba propuestas amenazadoras y pidió dinero a las demás islas, por medio de los mismos mensajeros que había empleado para con el Rey. Decía que si no le daban lo que pedía, traería el ejército griego, pondría sitio a las ciudades y las tomaría. Con estas amenazas reunió grandes sumas de los caristios y de los parias, los cuales, enterados de que Andro estaba sitiada porque había favorecido a los persas y de que Temístocles era quien más fama tenía entre los generales, temerosos de todo esto, le enviaron dinero. No puedo decir si algunos otros de los isleños dieron dinero, aunque creo que también otros lo dieron y no éstos solamente. Con todo, no por eso lograron los caristios retardar su daño, pero los parias se propiciaron con dinero a Temístocles y escaparon del ejército. Temístocles partió, pues, de Andro e iba recogiendo dinero de los isleños a escondidas de los demás generales.
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Los que estaban con Jerjes se detuvieron pocos días después de la batalla naval y marcharon por el mismo camino a Beoda; pues le pareció conveniente a Mardonio escoltar al Rey y a la vez juzgaba que la estación del año no era oportuna para combatir; que más valía invernar en Tesalia y luego, con la primavera, acometer el Peloponeso. Cuando llegó a Tesalia, Mardonio escogió primero a todos los persas llamados Inmortales, salvo a su general Hidarnes (quien dijo que no abandonaría al Rey); luego, de los demás persas, tomó a los coraceros, a los mil de caballería, a los medos, sacas, bactrios e indos, tanto la infantería como la caballería restante. Esos pueblos los tomó enteros, pero de los demás aliados escogió unos pocos de cada uno, los que eran hermosos o aquellos de quienes sabía que habían ejecutado alguna hazaña. Por sí solos, los persas (que llevaban collares y brazaletes) eran la fuerza más numerosa de los pueblos que escogió; seguían los medos: no eran éstos inferiores en número a los persas, pero sí eran infenores en fuerza. Así, todos juntos con la caballería llegaban a trescientos mil.
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Al tiempo que Mardonio elegía su ejército y que Jerjes se hallaba por Tesalia, los lacedemonios habían recibido de Delfos un oráculo según el cual debían pedir a Jerjes reparación por la muerte de Leónidas y admitir lo que les diese. Los espartanos enviaron entonces a toda prisa un heraldo, el cual encontró al ejército que se hallaba aún en Tesalia, y puesto en presencia de Jerjes, dijo así: Rey de los medos, los lacedemonios y los Heraclidas de Esparta te piden reparación por una muerte, pues mataste a su rey que defendía a Grecia. Jerjes se echó a reír, y después de largo rato, como Mardonio se hallaba casualmente a su lado, dijo señalándole: Pues bien: Mardonio, aquí presente, dará tal reparación como a aquéllos corresponde.
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Recibió el heraldo la respuesta y se retiró. Jerjes dejó a Mardonio en Tesalia, marchó a toda velocidad al Helesponto, y llegó al lugar del pasaje en cuarenta y cinco días, llevando de su ejército poca y ninguna parte, por así decirlo. En cualquier punto adonde llegasen en su marcha, y cualesquiera fuesen los hombres entre los que se hallasen, tomaban sus productos como víveres. Si no encontraban producto alguno, cogían la hierba que brota de la tierra, arrancaban la corteza y las hojas de los árboles y las devoraban, tanto de las plantas cultivadas como de las silvestres, y no dejaban nada. Hacian asi por hambre. Por otra parte, la peste y la disentería se apoderaron del ejército y les hacian perecer por el camino. Jerjes abandonó a sus enfermos, ordenando a cada una de lás ciudades a las que llegaba en su marcha, que les cuidase y alimentase; así abandonó algunos en Tesalia, en Siris de Peonia y en Macedonia. Cuando invadía a Grecia había dejado allí el carro sagrado de Zeus, pero de vuelta no lo recuperó, pues los de Peonia lo habían regalado a los tracios, y cuando Jerjes lo reclamó, declararon que las yeguas, mientras pacian, habían sido robadas por los tracios de las alturas, que moran junto a las fuentes del Estrimón.
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Fue entonces cuando el rey tracio de los bisaltas y de la región de Crestonia cometió un hecho atroz. No sólo había declarado que de su propio acuerdo no quería ser esclavo de Jerjes y se había retirado a las alturas del monte Ródope, sino también había prohibido a sus hijos marchar contra Grecia. Ellos no hicieron caso, o bien porque tuvieron deseo de ver la campaña, tomaron parte en la expedición con el persa, Y por ese motivo, cuando volvieron todos (eran seis), sanos y salvos, su padre les arrancó los ojos.
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Tal fue el salario que recibieron. Los persas que marchaban desde Tracia llegaron al estrecho y se apresuraron a cruzar el Helesponto rumbo a Abido en sus naves, porque no encontraron las barcas tendidas formando puente, sino soltadas por la borrasca. Ahí detenidos, obtuvieron más víveres que durante el camino y, por hartarse sin ninguna moderación y cambiar de aguas, murieron muchos de la tropa que quedaba. Los restantes llegaron a Sardes junto con Jerjes.
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También se cuenta esta otra historia: cuando Jerjes, en su marcha desde Atenas llegó a Eyón, sobre el Estrimón, desde ese punto no continuó a pie, sino que confió a Hidarnes el ejército para que lo condujera al Helesponto, y él se embarcó en una nave fenicia, y volvió al Asia. En el viaje le sorprendió un viento del Esttimón, fuerte y proceloso. La borrasca fue más violenta aún por hallarse la nave cargada, ya que iban en la cubierta muchos persas de los que regresaban junto con Jerjes. Entonces el Rey se llenó de espanto y preguntó a gritos al piloto si había alguna manera de salvarse, y éste repuso: Ninguna, señor, como no haya medio de desembarazarse de estos numerosos tripulantes. Cuéntase que al oírlo dijo Jerjes: Persas, cada uno de vosotros muestre ahora cómo vela por el Rey: en vuestras manos está mi salvación. Esto dijo; ellos, haciéndole reverencia, saltaron al mar, y el barco así aligerado llegó en salvo al Asia. No bien desembarcó Jerjes hizo lo que sigue: por haber salvado la vida de su rey, regaló al piloto una corona de oro, y por haber causado la muerte de muchos persas, le cortó la cabeza.
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lsa es la otra historia que se cuenta sobre el regreso de Jerjes; pero para mí, por lo menos, es absolutamente increíble en general y, particularmente, en esa muerte de los persas. Pues si de veras eso dijo el piloto a Jerjes, entre mil opiniones no tengo una sola para negar que el Rey hubiera hecho bajar a la bodega a los que iban sobre cubierta (que eran persas y los primeros entre los persas), y hubiera arrojado al mar un número de remeros (que eran fenicios) igual al de los persas. Lo cierto es que Jerjes, siguiendo el camino que tengo dicho antes, volvió al Asia junto con el resto del ejército.
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Grande también es este testimonio: consta, en efecto, que en su viaje de vuelta Jerjes llegó a Abdera, estableció vínculo de hospedaje con sus ciudadanos y les regaló un alfanje de oro y una tiara entretejida de oro. Y según dicen los mismos abderitas -lo que para mí por lo menos es absolutamente increíble-, allí por primera vez desde que venía huyendo de Atenas, se soltó el cinto, sintiéndose en salvo. Ahora bien: Abdera se encuentra más cerca del Helesponto que el Estrimón y Eyón, donde dicen que se embarcó.
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Los griegos, como no eran capaces de tomar a Andro, se dirigieron a Caristo, devastaron su tierra y se volvieron a Salamina. Ante todo, apartaron para los dioses entre otras primicias, tres trirremes fenicias, para dedicar la una en el Istmo -y en mis tiempos todavía estaba-, la otra en Sunio, y otra a Ayante en la misma Salamina. Después de esto dividieron el botín, enviaron las primicias a Delfos y con ellas hicieron una figura de hombre que tenía en la mano un espolón de nave, tamaña de doce codos. Se encontraba en el mismo lugar que la estatua de oro de Alejandro de Macedonia.
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Cuando hubieron enviado las primicias a Delfos, los griegos interrogaron en común al dios si había recibido primicias cumplidas y de su agrado; y él respondió que las había recibido de parte de los demás griegos, pero no de los eginetas, y les pidió el premio del combate de Salamina. Enterados de ello, los eginetas dedicaron unas estrellas de oro, las cuales están colocadas sobre un mástil de bronce las tres, en un rincón, muy cerca de la cratera de Creso.
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Después de dividir el botín, los griegos partieron para el Istmo para dar el premio al que se hubiese mostrado más digno de él en esa guerra. Cuando llegaron los generales y colocaron sus votos sobre el altar de Posidón para elegir entre todos al primero y segundo, todos votaron por sí mismos, teniéndose cada cual por el mejor, pero la mayoría coincidió en juzgar que Temístocles merecía el segundo puesto, y así los demás quedaron con un solo voto, mientras Temístocles les sobrepasó con mucho para el segundo puesto.
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Por envidia no quisieron los griegos juzgar este pleito y sin decidirlo se marcharon, cada cual para su lugar. No obstante, Temístocles fue proclamado y reconocido como el varón más sabio entre los griegos de toda Grecia. Y como a pesar de su victoria no recibió honores por parte de los que habían combatido en Salamina, inmediatamente después de esto llegó a Lacedemonia, deseoso de recibir honores. Los lacedemonios le recibieron bien y le tributaron grandes honores. Dieron como premio a Euribiades una corona de olivo, y a Temístocles, por su sabiduría y destreza, dieron también una corona de olivo. Le obsequiaron el más bello carro de Esparta y tras muchas alabanzas, le escoltaron los trescientos hombres escogidos de Esparta (esos que se llaman jinetes) hasta la frontera de Tegea. Fue el único hombre de todos los que nosotros sepamos a quien escoltaran los espartanos.
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Así que llegó de Lacedemonia a Atenas, uno de los enemigos de Temístocles, y que por lo demás no era hombre señalado, Timodemo de Midna, enloquecido de envidia, injurió a Temístocles enrostrándole su ida a Lacedemonia y agregando que por Atenas y no por sí mismo le habían otorgado los lacedemonios esos honores. Y como Timodemo no cesaba de proferir tales insultos, replicó Temístocles: Así es verdad: ni a mí me habrian honrado de ese modo los espartanos si hubiese nacido en Belbina, ni a ti, hombre, aunque hayas nacido en Atenas. Y aquí paró el lance.
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Artabazo, hijo de Farnaces, que era ya antes hombre de cuenta entre los persas y llegó a serlo más aun por la campaña de Platea, escoltó al Rey hasta el Estrecho con sesenta mil hombres del ejército que había escogido Mardonio. Cuando aquél estaba en Asia, Artabazo marchando de vuelta llegó a Palena (pues Mardonio invernaba por Tesalia y Macedonia, sin darse prisa de reunirse con el resto de su ejército), y no creyó justo encontrarse con los de Potidea, que estaban rebelados, sin esclavizarlos. Porque los de Potidea, cuando el Rey, en su retirada, pasó cerca de la ciudad y la armada persa había huido de Salamina, se habían rebelado abiertamente contra los bárbaros. Y lo mismo los demás moradores de Palena.
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Entonces Artabazo sitió a Potidea y, sospechando que también los olintios se habían rebelado contra el Rey, sitió asimismo a ésta, que habitaban los botieos, arrojados del golfo de Terma por los macedonios. Cuando les tomó al cabo de su sitio, les condujo a una laguna y les degolló. Entregó la ciudad a Critobulo de Torona, para que la gobernase, y a la nación calcidica. De este modo los calcideos se apoderaron de Olinto.
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Tras tomar a esta ciudad, Artabazo se aplicó con ahinco a Potidea, y mientras se aplicaba afanosamente a ella, Timóxeno, el general de los escioneos convino en traicionarla. No sé cómo fue al principio, pues no se cuenta, pero al final procedieron así: siempre que Timóxeno escribía una carta con intención de enviársela a Artabazo, o Artabazo a Timóxeno la enroscaban en las muescas de una flecha, cubrían de plumas la carta y la lanzaban al lugar fijado. Pero se descubrió que Timóxeno estaba traicionando a Potidea, porque lanzando Artabazo una flecha al lugar fijado, erró ese blanco e hirió en el hombro a un ciudadano de Potidea. Una muchedumbre corrió alrededor del herido, como suele suceder en la guerra, y tomando inmediatamente la flecha, asi que repararon en la carta, la llevaron a los generales, y también estaban presentes los demás aliados de Palena. Cuando los generales leyeron la carta y se dieron cuenta de quién era el culpable, resolvieron no hundir a Timóxeno bajo una acusación de traición, por consideración a la ciudad de los escioneos, para que en lo sucesivo no anduviesen siempre los escioneos en opinión de traidores.
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De ese modo fue descubierto Timóxeno. Después que Artabazo había pasado tres meses en su asedio, el mar tuvo una gran bajante durante mucho tiempo. Y al ver los bárbaros que se había formado un pantano, marcharon por él hacia Palena. Pero después de haber recorrido dos partes y de quedarles todavía tres de las que era preciso pasar para hallarse dentro de Palena, sobrevino una gran creciente del mar, tal como jamás había sobrevenido, según dicen los comarcanos, aunque se producen con frecuencia. Los persas que no sabían nadar perecieron, y a los que sabían nadar les mataron los de Potidea que acudieron en embarcaciones. Dicen los de Potidea que la causa de esta bajante y creciente y de la catástrofe de los persas fue que perecieron en el mar precisamente aquellos persas que habían profanado el templo de Posidón y su estatua que estaba en el arrabal, y me parece que aciertan al dar esta causa. Artabazo condujo los sobrevivientes a Tesalia, al lado de Mardonio. Asi pasó con los que habían escoltado al Rey.
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Lo que habia quedado de la armada de Jerjes llegó al Asia, huyendo de Salamina, trasportó al Rey y al ejércitO del Quersoneso a Abido e invernó en Cima. A los primeros asomos de primavera, se congregó en Samo: parte de las naves habían invernado alli. Los más de sus combatientes eran persas y medos. Como generales habían venido Mardontes, hijo de Bageo, y Artaíntes, hijo de Artaquees. Compartía también el mando con éstos, Itamitres, sobrino de Artaíntes, quien le babía elegido. Como habían sufrido gran desastre no avanzaron más a Occidente, ya que nadie les forzaba a ello, antes, permanecieron en Sama cuidando de que no se sublevara la Jonia; tenían trescientas naves, comprendidas las jonias. No esperaban en modo alguno que los griegos viniesen a la Jonia, sino que se contentasen con guardar su propia tierra, según inferían de que no les habían perseguido cuando huían de Salamina, retirándose satisfechos del combate. Dábanse por vencidos por mar, pero juzgaban que por tierra ganaría sin falta Mardonio. Mientras se hallaban en Sama deliberaban sobre si podían inferir algún daño al enemigo, y a la vez prestaban oído al resultado de la campaña de Mardonio.
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Despertó a los griegos la llegada de la primavera y la presencia de Mardonio en Tesalia. El ejército no se había congregado aún, pero la armada llegó a Egina en número de ciento diez naves. Era su general y almirante Leotíquidas, hijo de Menares, hijo de Agesilao, hijo de Hipocrátidas, hijo de Leotíquidas, hijo de Anaxilao, hijo de Arquidemo, hijo de Anaxándridas, hijo de Teopompo, hijo de Nicandro, hijo de Carilao, hijo de tunomo, hijo de Polidectes, hijo de Prítanis, hijo de Eurifonte, hijo de Procles, hijo de Aristodemo, hijo de Aristómaco, hijo de Cleodeo, hijo de Hilo, hijo de Heracles, y perteneciente a la segunda casa real. Todos ellos, salvo los siete nombrados inmediatamente después de Leotíquidas, habían sido reyes de Esparta. General de los atenienses era Jantipo, hijo de Arifrón.
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Cuando todas las naves estuvieron presentes en Egina, llegaron al campamento de los griegos, los mensajeros de Jonia, los mismos que poco antes habían ido a Esparta para pedir a los lacedemonios que libertasen a la Jonia; uno de ellos era Heródoto, hijo de Basileides. Éstos se conjuraron para tramar la muerte de Estratis, el tirano de Quío. En un comienzo eran siete. Cuando su trama fue descubierta, por haber uno de los cómplices revelado la empresa, los seis restantes salieron secretamente de Quío y llegaron a Esparta y en esa oportunidad, a Egina, rogando a los griegos que se embarcaran para Jonia. Los griegos apenas si les llevaron hasta Delo, ya que temían todo lo demás, pues no eran prácticos en los lugares, todo les parecía estar lleno de soldados y pensaban que Samo estaba tan lejos como las columnas de Heracles. Coincidió, pues, que los bárbaros, atemorizados, no osaron navegar a Occidente más allá de Samo, y que los griegos, aun pidiéndoselo los quíos, no quisieron ir a Oriente más allá de Delo. Así el temor custodió el espacio entre ambos.
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Los griegos, pues, navegaban rumbo a Delo, y Mardonio invernaba en Tesalia. Desde aquí envió a los oráculos a un hombre originario de Europo, llamado Mis, encargándole que fuese a interrogar a todos los oráculos que podía poner a prueba. No puedo decir, pues no se cuenta, qué era lo que quería averiguar de los oráculos al dar tal orden. Pero me parece a mí que le había enviado por los asuntos que tenía entre manos, y no por otros.
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Es sabido que ese Mis llegó a Lebadea y sobornó a un hombre del lugar para que bajase a la gruta de Trofonio, y que llegó al oráculo de Abas, en la Fócide. Y no bien llegó a Tebas, por una parte consultó el oráculo de Apolo Ismenio (se lo puede consultar al hacer los sacrificios mismos, como en Olimpia), y por otra sobornó a cierto forastero, no a un tebano, para que se acostara en el santuario de Anfiarao. Ningún tebano puede solicitar una profecía ahí por lo siguiente: Anfiarao les había invitado por medio de oráculos a elegir cualquiera de estas dos alternativas absteniéndose de la otra: tenerle por adivino o por aliado. Ellos eligieron tenerle como aliado, y por eso a ningún tebano le está permitido acostarse allí.
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Cuentan los tebanas que sucedió entonces una maravilla, para mí muy grande: que ese Mis de Europo, en su recorrida de todos los oráculos llegó también al santuario de Apolo Ptoo. Este santuario se llama Ptoo y pertenece a los tebanos; se encuentra sobre la laguna Copais, junto a un monte que está muy cerca de la ciudad de Acrefia. Cuentan que después de pasar al santuario ese hombre llamado Mis, seguido de tres ciudadanos escogidos por resolución pública para anotar la profecía, he aquí que el profeta vaticinó en lengua bárbara. Los tebanos que le seguían, al oír una lengua bárbara en lugar de la griega, no sabían cómo componérselas con la novedad, pero Mis de Europo, arrebatándoles la tablilla que llevaban, escribió en ella lo que decía el profeta, les declaró que vaticinaba en lengua caria, y luego de escribirlo se volvió a Tesalia.
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Mardonio leyó lo que decían los oráculos y después envió como mensajero a Atenas a Alejandro de Macedonia, hijo de Amintas, en parte porque estaba emparentado con los persas (pues Gigea, hermana de Alejandro e hija de Amintas, estaba casada con un persa, Bubares, y de ella nació ese Amintas de Asia, que llevaba el nombre de su abuelo materno, y a quien el Rey dió en posesión Alabanda, gran ciudad de Frigia), y en parte envió Mardonio a Alejandro porque estaba enterado de que era bienhechor y huésped oficial de Atenas. Creyó que ése sería el mejor modo para ganarse a los atenienses, de quienes oía decir que eran un pueblo numeroso y valiente, y sabía que los atenienses eran los prinCipales autores de los desastres que habían padecido por mar. Si se convertían en aliados suyos, esperaba dominar fácilmente el mar, y así hubiera sido en realidad; por tierra se juzgaba muy superior y así calculaba que su situación aventajaría a la de los griegos. Quizá también le predijeran eso los oráculos, aconsejándole tomar como aliado al ateniense, y en obediencia a ellos envió a Alejandro.
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Perdicas, el sexto antecesor de este Alejandro es el que se ganó el señorío de Macedonia del siguiente modo: tres hermanos, Gavanes, Aéropo y Perdicas, descendientes de Témeno, huyeron de Argos a Iliria, de Iliria pasaron a la alta Macedonia y llegaron a la ciudad de Lebea. Allí sirvieron al rey por salario, el uno apacentaba los caballos, el otro las vacas, y Perdicas, el más joven, apacentaba el ganado menor. La misma mujer del rey les guisaba de comer, porque antaño aun los príncipes eran pobres en dinero, y no solamente el pueblo. Cada vez que coda el pan, la hogaza del mozo sirviente Perdicas se volvía doble. Como siempre le sucedía esto, se lo dijo a su marido; y al oírlo él se le ocurrió en seguida que era un prodigio de gran significación; llamó a sus sirvientes y les mandó marcharse de su tierra. Ellos replicaron que era justo recibir su salario antes de salir. Entonces el rey, al oír estas palabras sobre el salario, perdió el juicio, y dijo señalando el sol que entraba por la chimenea: Ese es el salario que merecéis y que os doy. Los dos mayores, Gavanes y Aéropo, quedaron atónitos al oír esto, pero el menor dijo: Aceptamos, rey, lo que nos das, y con el cuchillo que casualmente tenia trazó una raya alrededor del sol en el suelo de la casa, y después de trazarla por tres veces guardó el sol en su faltriquera, y se fue con sus compañeros.
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Así, pues, se marcharon. Pero uno de los acompañantes del rey le explicó lo que había hecho, y con qué intención el más joven de ellos había tomado lo que le daba. Al oír esto el rey irritado envió en persecución de ellos unos jinetes para que les diesen muerte. Pero hay en esa región un río al que sacrifican como salvador los descendientes argivos de estos hombres. Este río, después que pasaron los Teménidas, creció tanto que los jinetes no podían atravesarlo. Los fugitivos llegaron a otro punto de Macedonia y habitaron cerca de los jardines llamados de Midas, hijo de Gordias, en los cuales las rosas nacen por sí solas, cada una con sesenta pétalos, y sobrepasan en perfume a todas las otras. En esos jardines fue cautivado Sileno, según cuentan los macedonios. Sobre los jardines se alza el monte de nombre Bermio, inaccesible por el rigor del invierno. Ya poseedores de esta región, de ella partieron para conquistar el resto de Macedonia.
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De este Perdicas, en fin, descendía Alejandro en esta forma: Alejandro era hijo de Amintas, Amintas de Alcetas, el padre de Alcetas era Aéropo, el de éste Filipo, el de Filipo Argeo, y el de éste Perdicas, que había ganado el poder.
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Tal era el linaje de Alejandro, hijo de Amintas. Cuando llegó a Atenas, despachado por Mardonio, les habló de este modo: Varones de Atenas, esto os dice Mardonio: Me ha llegado un mensaje del Rey que dice así: Perdono a los atenienses todas las ofensas que me han hecho. Ahora, Mardonio, haz lo que te mando: devuélveles no sólo su tierra, sino permíteles, además, que se tomen la que quieran y que se gobiernen por sus propias leyes. Y si quieren pactar conmigo, restáurales todos los templos que yo quemé. Recibido este mensaje, debo necesariamente cumplirlo, si por vuestra parte no lo impedís. Y ahora os digo: ¿qué locura es ésta de mover guerra contra el Rey? Ni le podéis vencer ni podéis resistiros siempre. Habéis visto, en efecto, la muchedumbre y las hazañas de la expedición de Jerjes y conocéis la fuerza que yo tengo ahora, de suerte que aunque ahora nos venzáis y derrotéis (de lo cual, si estáis en vuestro juicio, no abrigaréis ninguna esperanza), vendrá otra fuerza muchas veces más grande. No os resolváis, pues, por igualaros al Rey, a perder vuestra tierra y a arrostrar siempre peligro de vida. Haced la paz, y podéis hacerla muy honrosa, ya que el Rey toma la iniciativa. Sed libres y convenid con nosotros una alianza sin fraude ni engaño.
Atenienses, tal es lo que Mardonio me encargó que os dijera. Yo no os diré nada de mi buena voluntad para con vosotros, pues no es ésta la primera vez que la conoceríais, pero os ruego que obedezcáis a Mardonio. Porque veo que no tendréis poder para estar siempre en guerra con Jerjes; si viera que tenéis tal poder, nunca hubiera venido con semejante discurso, pero la fuerza del Reyes más que humana, y muy larga su mano. Si no pactáis inmediatamente, en las condiciones ventajosas que ellos os ofrecen y en las cuales están dispuestos a pactar, estoy lleno de temor por vosotros que, más que todos los aliados, moráis en el camino de la guerra y sois los únicos que continuamente padecéis por poseer una tierra destinada a ser campo de batalla. Obedeced, en fin, pues es un honor señalado que el Gran Rey a vosotros solos, entre todos los griegos, perdone las ofensas y quiera ser vuestro amigo.
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Así habló Alejandro. Los lacedemonios, enterados de que Alejandro había llegado a Atenas para poner a los atenienses de acuerdo con el bárbaro, y recordando los oráculos (según los cuales ellos y los demás dorios habían de ser arrojados del Peloponeso por los medos y los atenienses), tuvieron gran temor de que los atenienses pactaran con el persa, y resolvieron inmediatamente enviar embajadores. Y sucedió justamente que su audiencia fue simultánea, porque los atenienses se demoraron y dejaron pasar tiempo, sabiendo bien que los lacedemonios se enterarían de que había llegado un mensajero del Rey para tratar de un pacto y que, en cuanto se enterasen, mandarían embajadores a toda prisa. Lo hacian, pues, de intento, para demostrar a los lacedemonios su propia decisión.
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Cuando cesó de hablar Alejandro, dijeron a su vez los embajadores de Esparta: A nosotros nos han enviado los lacedemonios para rogaros que no hagáis novedades contra Grecia ni que admitáis razones del bárbaro. Pues en modo alguno sería justo y honroso para los demás griegos y menos que todos para vosotros, por muchas causas: vosotros fuisteis quienes suscitasteis esta guerra, que nosotros no queríamos, y en un principio se empeñó por vuestro territorio la lucha que ahora se extiende a toda Grecia. Y por otra parte, no es tolerable de ninguna manera que no sólo seáis los causantes de todo esto, sino también de la esclavitud de Grecia vosotros, los atenienses, que siempre y desde antiguo os habéis mostrado como libertadores de múchos pueblos. En verdad, nos compadecemos de vuestra aflicción, de que estáis ya privados de dos cosechas y de que hace ya mucho tiempo que vuestra hacienda está perdida. En compensación, los lacedemonios y sus aliados declaran que mantendrán vuestras mujeres y todos vuestros familiares no aptos para la guerra, mientras esta guerra dure. No os persuada Alejandro de Macedonia suavizándoos el mensaje de Mardonio. Es su deber obrar así porque, como tirano que es, colabora con el tirano. Pero no es deber vuestro, si pensáis debidamente, pues sabéis que no hay lealtad ni verdad en los bárbaros. Así dijeron los embajadores.
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Y así respondieron los atenienses a Alejandro: Nosotros mismos sabemos, por cierto, que la fuerza del medo es muchas veces más grande que la nuestra, de modo que no es nada necesario echárnoslo en cara. No obstante, ansiosos de libertad, resistiremos todo lo que podamos. Ni intentes persuadirnos a pactar con el bárbaro, ni nosotros nos persuadiremos a ello. Ahora, pues, lleva a Mardonio la respuesta de los atenienses: Mientras el sol recorra el mismo camino que sigue ahora, jamás pactaremos con Jerjes, antes saldremos contra él en nuestra defensa, confiados en la alianza de los dioses y de los héroes, cuyas moradas e imágenes quemó él sin ningún miramiento. Y en lo sucesivo no te presentes tú en Atenas con semejantes discursos, y con apariencia de prestarnos útiles servicios no nos aconsejes cometer iniquidades, porque no queremos que siendo nuestro amigo y huésped oficial sufras ningún disgusto de parte de los atenienses.
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De ese modo respondieron a Alejandro, y de este otro modo a los embajadores de Esparta: Temer los lacedemonios que pactásemos con el bárbaro era cosa muy humana; pero es vergonzoso que abrigarais ese espanto conociendo el modo de pensar de los atenienses: en ningún lugar de la tierra hay tanto oro, ni comarca tan sobresaliente por su belleza y precio que deseemos recibirlos a trueque de pasarnos a los medos y esclavizar a Grecia. Porque hay muchas y grandes razones que nos impiden hacer esto, aunque lo quisiésemos. La primera y más grande, las imágenes y moradas de los dioses, quemadas y derruídas, que nosotros debemos necesariamente vengar con todas nuestras fuerzas antes que pactar con quien tal ha hecho; y en segundo término, el ser los griegos de una misma sangre y lengua, el tener comunes los templos y sacrificios de los dioses y semejantes las costumbres, todo lo cual no estaría bien que traicionaran los atenienses. Sabed, si acaso no lo sabíais antes, que mientras quede vivo un solo ateniense, de ninguna manera pactaremos con Jerjes. No obstante, os agradecemos el cuidado que tenéis de nosotros, ya que proveéis a la pérdida de nuestras haciendas al punto de querer mantener a nuestros familiares. Vuestro favor es perfecto; nosotros, empero, continuaremos tal como nos hallamos, sin molestaros en nada. Ahora, ya que ésta es la situación, enviad cuanto antes vuestro ejército. pues a lo que conjeturamos, no está lejos el tiempo en que el bárbaro se presente e invada nuestra tierra, sino que lo hará apenas se entere de nuestra respuesta y de que no haremos nada de cuanto nos requirió. Antes de presentarse aquél en el Ática, es el momento de anticiparnos nosotros a socorrer a Beocia. Tras esta respuesta de los atenienses, los embajadores se volvieron a Esparta.
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