Índice de Los nueve libros de la historia de Heródoto de HalicarnasoPrimera parte del Libro NovenoTercera parte del Libro NovenoBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO NOVENO

CALÍOPE

Segunda parte



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Durante diez días no sucedió más que eso; pero a los once días de estar los ejércitos formados el uno contra el otro en Platea, los griegos habían aumentado mucho en número y Mardonio estaba muy incomodado por la demora; entonces entraron en consejo Mardonio, hijo de Gobrias, y Artabazo, hijo de Farnaces, que era estimado por Jerjes como pocos persas. En el consejo sus opiniones fueron las siguientes: la de Artabazo, que era preciso retirar a toda prisa el ejército entero y situarse tras el muro de los tebanos, donde habían introducido mucho trigo, y forraje para los animales, y situados allí tranquilamente llevarían a cabo la empresa de este modo: tenían mucho oro acuñado y sin acuñar, mucha plata y vajilla; había que distribuirlos sin la menor economía entre los griegos, y principalmente entre los hombres que estaban al frente de las ciudades, y ellos entregarían rápidamente su libertad, y no se correría el peligro de una batalla. La opinión de Artabazo era la misma que la de los tebanos, pues también él estaba mejor enterado de antemano; pero la de Mardonio era más recia, menos conocedora de la situación y de ningún modo inclinada a clemencia. Porque le parecia que su ejército era muy superior al griego; que había que dar batalla lo antes posible, sin permitir que se reuniese un número todavía mayor que el de los reunidos; que se dejasen enhorabuena los sacrificios de Hegesistrato, no se forzase a los dioses, y se diese la batalla conforme a la usanza persa.


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A tal parecer de Mardonio nadie se opuso, y de ese modo prevaleció su opinión, pues él y no Artabazo, tenía de manos del Rey el mando del ejército. Así, pues, hizo llamar a los comandantes de los escuadrones y a los generales de los griegos que militaban con ellos, les preguntó si sabían algún oráculo que predijera la pérdida de los persas en Grecia. Como los llamados callaban, unos por no saber los oráculos, y los que los sabían por creer peligroso decírselos, Mardonio mismo les dijo: Puesto que vosotros, o no sabéis nada o no osáis decirlo, yo os lo diré como quien bien lo sabe. Hay un oráculo según el cual es preciso que los persas llegados a Grecia saqueen el templo de Delfos, y después del saqueo, perezcan todos. Sabedores de esto, nosotros ni iremos contra el templo ni intentaremos saquearlo, y por lo que toca a esta causa no pereceremos. Así que, cuantos de vosotros sois propicios a los persas, regocijaos, pues hemos de vencer a los griegos. Después de hablarles de ese modo, les indicó luego que aparejaran todo y lo tuviesen en orden, pues se daría la batalla al rayar el día.


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A decir verdad, ese oráculo que Mardonio dijo concernía a los penas, sé que fue pronunciado a propósito de los ilirios y del ejército de los enqueleos, y no a propósito de los persas. Pero en cuanto a esta batalla hay una profecía hecha por Bacis:

Playa herbosa del Asopo, márgenes del Termodonte,
reseña griega y lamento de clamores extranjeros.
Antes de su plazo y término caerán alll muchos persas
flechadores, cuando el dia del destino les alcance
.

Sé que esta profecía y otras semejantes a ésta, hechas por Museo, se refieren a los persas. El río Termodonte corre entre Tanagra y Glisante.


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Después de la interrogación sobre los oráculos y de la exhortación de Mardonio, llegó la noche y se dispusieron las guardias. Cuando la noche estaba bien avanzada y todo parecía estar tranquilo en el campamento y los hombres en el más profundo sueño, entonces Alejandro, hijo de Amintas, que era general y rey de los macedonios, se adelantó a caballo hacia las guardias de los atenienses y procuró ponerse al habla con los generales. La mayor parte de los guardias permaneció en su puesto, pero los otros corrieron hacia sus generales, y una vez llegados les dijeron que había venido un hombre a caballo desde el campamento de los medos que no decía palabra fuera de llamar a los generales por su nombre y querer ponerse al habla con ellos.


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Cuando los generales oyeron esto, siguieron inmediatamente a los guardias, y llegado que hubieron les dijo Alejandro: Atenienses, os entrego en prenda estas palabras, rogándoos que guardéis el secreto y no las digáis a nadie sino a Pausanias, para que no me perdáis. Yo no las diría si no cuidara grandemente de toda Grecia, pues yo mismo por mi antiguo linaje soy griego y no querría ver a Grecia esclavizada y no libre. Digo, pues, que Mardonio y su ejército no logran sacrificios favorables: si no, hace tiempo que hubierais combatido. Ahora ha resuelto dejar enhorabuena los sacrificios, y dar la batalla en cuanto asome el día, pues a lo que me imagino, teme que os reunáis en mayor número. Preparáos para esto. Si Mardonio difiere la batalla y no la da, continuad donde estáis, pues le quedan víveres para pocos días. Y si esta guerra os sale como queréis, preciso es que os acordéis también de mi libertad, pues por causa de Grecia y movido de mi celo he hecho acción tan temeraria, queriendo revelaros el pensamiento de Mardonio, para que los bárbaros no cayeran de improviso sobre vosotros, que no los aguardabais aún. Soy Alejandro de Macedonia. Después de decir estas palabras, cabalgó de vuelta al campamento y a su propio puesto.


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Los generales atenienses se encaminaron al ala derecha y repitieron a Pausanias lo que habían oído decir a Alejandro; y como el mensaje le llenó de temor hacia los persas, dijo así: Puesto que la batalla se da a la aurora, preciso es que vosotros, atenienses, os alineéis contra los persas, y nosotros contra los beocios y los griegos alineados contra vosotros, por esta razón: vosotros conocéis a los medos y su modo de combatir, pues habéis combatido en Maratón; nosotros no tenemos experiencia ni conocimiento de ellos. Ningún espartano se ha medido con los medos, pero sí tenemos experiencia de los beodos y de los tésalos. Preciso es, pues, recoger las armas y marchar vosotros a esta ala, y nosotros a la izquierda. A esto replicaron así los atenienses: Va nosotros mismos hace tiempo y desde un principio, cuando vimos a los persas alineados contra vosotros, tuvimos intención de deciros esto que os adelantasteis a proponemos, pero temíamos que no os agradaran nuestras palabras. Puesto que vosotros mismos habéis hecho mención de ello, nos como placen vuestras palabras, y estamos prontos a ejecutarlo.


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Como el partido agradaba a todos, cuando rayó la aurora cambiaron las posiciones. Los beocios advirtieron lo sucedido y lo comunicaron a Mardonio y al escucharlo éste, trató inmediatamente de cambiar posiciones, formando a los persas contra los lacedemonios. Cuando Pausanias advirtió que había pasado esto, sabiendo que no quedaría inadvertido, llevó de vuelta los espartanos al ala derecha; y de igual modo condujo Mardonio los suyos a la izquierda.


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Luego que se establecieron en sus primitivas posiciones, Mardonio envió un heraldo a los espartanos para decirles así: Lacedemonios, los hombres de estas tierras dicen que vosotros sois los más valientes, y os admiran porque ni huís en la guerra ni abandonáis vuestro puesto y, quedándoos en él, matáis a vuestros contrarios o moris vosotros mismos. Pero nada de esto es verdad, pues antes de venir a las manos y de trabar combate, os hemos visto huir y abandonar vuestro puesto y, haciendo en los atenienses la primera prueba, alinearos vosotros mismos frente a nuestros esclavos. En modo alguno son éstos, hechos de valientes: mucho nos hemos engañado en vosotros. Esperábamos, según vuestra fama, que nos enviarais un heraldo para desafiarnos, con deseo de combatir contra los persas solos, y estando nosotros prontos a hacerlo, nos encontramos con que nada de esto decís, antes estáis encogidos de terror. Ahora bien, puesto que no habéis sido vosotros los que tomasteis la iniciativa en esto, nosotros la tomamos. Ya que tenéis fama de ser los más valientes de los griegos, ¿por qué no combatimos, vosotros por los griegos y nosotros por los bárbaros, ambos en igual número? Y si los demás resuelven combatir que combatan luego; pero si no lo resuelven así sino que basta que combatamos nosotros, nosotros haremos todo el combate, y cualquiera de las dos partes venza, vencerá para todo su ejército.


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Así habló el heraldo y aguardó un tiempo, pero como nadie le respondió nada, se marchó de vuelta, y cuando llegó, indicó a Mardonio cómo le había ido. Mardonio, regocijado y envanecido por esta fria victoria, lanzó su caballería contra los griegos. Al arremeter, los jinetes causaron daño a todo el ejército griego, lanzándole venablos y flechas, pues eran arqueros montados, con quienes era imposible venir a las manos; y revolvieron y cegaron la fuente Gargafia, de la que se abrevaba todo el ejército griego. Los lacedemonios, en efecto, eran los únicos que estaban alineados junto a esa fuente; a los demás griegos les quedaba lejos de donde estaban formados, y se hallaban, en cambio, cerca del Asopo. Pero como tenían impedido el acceso al Asopo iban siempre a la fuente, pues a causa de la caballería, y de los proyectiles, no podían tomar agua del río.


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Al suceder esto, como el ejército había quedado privado de agua y estaba hostigado por la caballería, los generales griegos se reunieron con Pausanias, en el ala derecha, para debatir estas y otras materias. Pues aunque eran estas causas tan serias, otras les afligían más: ya no tenían más víveres, y sus criados, despachados al Peloponeso en busca de provisiones, habían sido interceptados por la caballería y no podian llegar al campamento.


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Los generales que deliberaban decidieron que si los persas diferfan por ese día dar la batalla, ellOs irian a la Isla, que dista diez estadios del Asopo Y de la fuente GargaBa junto a la cual acampaban entonces, y delante de la ciudad de Platea. Viene a ser una isla en tierra firme; el río se divide arriba, y corre desde el Citerón abajo, hacia el llano, separando sus corrientes una de otra como unos tres estadios, y luego las junta en un mismo cauce. Su nombre es Oéroa, y los del lugar dicen que fue hija de Asopo. A este lugar quisieron trasladarse, para poder disponer de agua en abundancia y para que la caballería no les molestase, como cuando estaban frente a frente, y resolvieron hacer el traslado en la segunda vigilia de la noche, para que los persas no les vieran partir, y la caballería no les siguiese y molestase. Llegados a ese lugar al cual divide y rodea Oéroa, hija de Asopo, que corre desde el Citerón, resolvieron enviar esa noche la mitad del ejército al Citerón para recoger a los criados que habían ido por víveres, pues estaban interceptados en el Citerón.


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Tomada esta resolución, durante todo ese día tuvieron afán incesante, pues les hostigaba la caballería. Cuando acabó el día, y la caballería dejó de acosarles, al venir la noche y la hora fijada para trasladarse, los más se levantaron y se marcharon, pero no con intención de ir al lugar fijado; en cuanto se pusieron en movimiento, alegres por huir de la caballería, se dirigieron a la ciudad de Platea, y en su fuga llegaron al templo de Hera, que está delante de la ciudad de Platea, distante veinte estadios de la fuente Gargafia. Y al llegar colocaron sus armas delante del templo.


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Así, acamparon alrededor del templo de Hera. Pausanias, al ver que se habían marchado del campamento, ordenó también a los lacedemonios que recogiesen sus armas y marchasen tras los que habían ido delante, pensando que éstos se habían dirigido al lugar convenido. Entonces todos los comandantes estaban prontos a obedecer a Pausanias, sirio Amonfáreto, hijo de Políades, jefe del batallón de Pitana, quien se negó a huir de los extranjeros y a deshonrar a Esparta por su voluntad, y se maravillaba al ver todo lo que pasaba porque no había estado presente en la deliberación previa. Pausanias y Eurianacte llevaban a mal que aquél no les obedeciera y más todavía que, por rehusarles obediencia, tuvieran que abandonar el batallón de Pitana, no fuese que si lo abandonaban y hacían lo que habían convenido con los demás griegos, pereciese desamparado el mismo Amonfáreto y sus hombres. Por tener esto en cuenta no movían las tropas espartanas, y trataban de persuadir a Amonfáreto que no tenía que proceder así.


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Ellos exhortaban a Amonfáreto, el único de los lacedemonios y tegeatas que había quedado, y por su parte los atenienses hicieron lo siguiente: se quedaron tranquilos donde se habían formado, conociendo el modo de ser de los lacedemonios, que piensan unas cosas y dicen otras. Y cuando el ejército se puso en movimiento, enviaron a uno de sus jinetes para ver si los espartanos comenzaban a marchar o si no tenían en absoluto intención de trasladarse, y para preguntar a Pausanias lo que había que hacer.


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Cuando el heraldo llegó, vió a los lacedemonios alineados en su lugar, y los principales de ellos trabados en pendencia. Pues aunque Eurianacte y Pausanias exhortaban a Amonfáreto a no poner en peligro a los lacedemonios que quedarían solos, no podían persuadirle, hasta que se trabaron en pendencia justamente cuando llegaba el heraldo de los atenienses. En la riña, Amonfáreto tomó una piedra con las dos manos y colocándola ante los pies de Pausanias dijo que con aquel voto votaba no huir de los extranjeros (entendiendo los bárbaros). Pausanias le llamó loco y fuera de seso, y al heraldo de los atenienses que le preguntaba lo que se le había encargado, Pausanias ordenó contar la situación en que se hallaba a los atenienses, y les pidió que se agregaran a ellos y que procedieran en cuanto a la partida como ellos mismos.


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El heraldo se volvió a los atenienses. En cuanto a los espartanos, a quienes la aurora sorprendió riñendo entre sí, Pausanias, que en ese tiempo no había movido sus tropas, no creyendo que Amonfáreto se quedaría cuando los demás lacedemonios marchasen (como precisamente sucedió), dió la señal y se llevó todo el resto a través de las colinas. También seguían los tegeatas. Los atenienses iban alineados a la inversa de los lacedemonios; pues éstos andaban inmediatos a los cerros y a las estribaciones del Citerón, temerosos de la caballería, y los atenienses se dirigían hacia abajo, por la llanura.


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Amonfáreto, no creyendo al principio que Pausanias se atrevería de ningún modo a abandonarle, se obstinaba en permanecer allí y no abandonar su puesto; pero cuando las tropas de Pausanias tomaban la delantera, juzgó que le abandonaban, lisa y llanamente; hizo recoger las armas a su batallón y lo condujo al paso al grueso de la tropa; la cual, después de alejarse diez estadios, aguardaba el batallón de Amonfáreto, parada junto al río Moloente, en un lugar llamado Agriopio, en donde se levanta el templo de Deméter Eleusinia; y aguardaba para que, si Amonfáreto y su batallón no dejaban el lugar en que estaban formados sino que permanecían en él, pudiera volver y auxiliarles. No bien llegaron los hombres de Amonfáreto, toda la caballería de los bárbaros les atacó, porque los jinetes hicieron como acostumbraban a hacer siempre, y al ver vacío el lugar en que estaban formados los griegos los primeros días, llevaron sus caballos cada vez más adelante, y atacaron a los griegos así que les sorprendieron.


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Cuando Mardonio se enteró de que los griegos habían partido por la noche, y vió el lugar desierto, llamó a Tórax de Larisa y a sus hermanos Eurípilo y Trasideo y les dijo: Hijos de Alevas, ¿qué diréis todavía al ver desiertos los reales? Vosotros, sus comarcanos, decíais que los lacedemonios no huyen de la batalla, sino son los primeros hombres del mundo en la guerra, y los visteis, primero cambiar de puesto, y ahora vemos que en la noche pasada han huído. Cuando debían medirse con hombres que de veras. son los mejores del mundo en la guerra, mostraron que sin valer nada se destacaban entre los demás griegos, que nada valen. Vosotros, que no teníais experiencia de los persas, podíais tener mi entero perdón por elogiar esos hombres de los que algo sabíais; pero más me maravillaba que Artabazo temiese tanto a los lacedemonios, y por temor expresase el muy cobarde parecer de que era preciso alzar el campo y entrar en la ciudad de Tebas para dejamos sitiar; parecer que aún el Rey sabrá por mí. En fin: de esto se hablará en otra parte. Ahora, no hay que perdonar a esos que de tal modo se conducen, sino perseguirles hasta que les cojamos y paguen todo lo que han hecho a los persas.


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Así diciendo llevó los persas a la carrera, cruzando el Asopo, tras la huella de los griegos, a quienes juzgaba fugitivos. Dirigió sus hombres contra los lacedemonios y los tegeatas solamente, pues no veía a los atenienses que se habían dirigido a la llanura, al pie de los cerros. Al ver a los persas que se lanzaban a perseguir a los griegos, los demás jefes de los escuadrones bárbaros levantaron todos inmediatamente sus estandartes y se lanzaron a la persecución cada cual con la prisa que podía, sin disponerse en ningún orden ni formación.


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Éstos se lanzaban en masa y a voces como para hacer pedazos a los griegos. Pausanias, cuando le atacó la caballería, envió un jinete a los atenienses para decirles así: Atenienses, en vísperas de la mayor contienda, de la que depende la libertad o la esclavitud de Grecia, hemos sido traicionados nosotros los lacedemonios y vosotros los atenienses por nuestros aliados, que han huído en la noche pasada. Ahora queda resuelto, pues, lo que hemos de hacer en adelante: debemos protegemos los únos a los otros defendiéndonos como mejor podamos. Si la caballería hubiera comenzado ahora por lanzarse contra vosotros, nosotros y los tegeatas que están con nosotros y no han traicionado a Grecia deberíamos socorreros; ahora, pues, como se ha venido toda contra nosotros, es justo que vosotros marchéis a la defensa de la parte más apretada. Y si algo os ha sobrevenido que os hace imposible socorrernos, nos haréis favor con despachamos vuestros arqueros. Bien sabemos que sois, con mucho, quienes más celo tenéis en esta guerra, de modo que nos daréis oído.


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Apenas los atenienses oyeron esto, se lanzaron a socorrer a los lacedemonios y a defenderles con todas sus fuerzas; y cuando ya estaban en marcha, les atacaron los griegos aliados del Rey que estaban dispuestos frente a ellos, de tal modo que no pudieron enviar el socorro, pues el enemigo que tenían encima les acosaba. Así, pues, quedaron aislados los lacedemonios y los tegeatas, que eran, incluyendo los soldados armados a la ligera, aquéllos cincuenta mil, y tres mil los tegeatas (los cuales en ningún momento se habían separado de los lacedemonios); y hacían sacrificios, disponiéndose a trabar batalla con Mardonio y con su ejército que estaba a la vista. Pero como los sacrificios no eran de buen agüero, y al mismo tiempo muchos de ellos caían y muchos más eran heridos (porque los persas, formando como una empalizada con sus escudos, arrojaban sin parar cantidad de dardos), entonces, apretados los espartanos y no lográndose los sacrificios, Pausanias alzó los ojos al templo de Bera Platea e invocó a la diosa, rogándole que no quedasen defraudados en sus esperanzas.


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Mientras Pausanias todavía rogaba así, los tegeatas se precipitaron antes que los demás y se dirigieron contra los bárbaros, y los lacedemonios inmediatamente después de la plegaria de Pausanias lograron sacrificios de buen agüero. Cuando al fin los lograron, también ellos se dirigieron contra los persas, y los persas les salieron al encuentrO disparando sus dardos. Se empeñó primero un cómbate por la empalizada de escudos, y cuando ésta hubo caído, se empeñó ya un recio combate durante largo tiempo junto al templo mismo de Deméter, hasta llegar a la refriega, porque los bárbaros agarraban las lanzas y las quebraban. En valor y fuerza los persas no eran inferiores, pero no estaban armados y además eran ignorantes y no iguales a sus contrarios en habilidad. Se lanzaban de a uno o en grupos de diez o amontonados en mayor o en menor número, caían sobre los espartanos y perecían.


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En el lugar donde se hallaba Mardonio mismo (quien combatía montado en un caballo blanco y teniendo junto a sí mil hombres escogidos, los mejores de Persia), allí era donde más atacaban a sus contrarios. Y todo el tiempo que Mardonio estuvo con vida, los persas resistieron y al defenderse derribaron muchos lacedemonios. Pero cuando Mardonio murió y la tropa alineada a su alrededor, que era la más fuerte, cayó, entonces también los demás volvieron la espalda y cedieron a los lacedemonios. Lo que más les perjudicaba era su ropaje, desprovisto de armas, porque combatían desnudos contra soldados armados de todas armas.


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Allí se cumplió la reparación de la muerte de Leónidas que, conforme al oráculo, debía Mardonio a los espartanos; Pausanias, hijo de Cleómbroto, hijo de Anaxándridas, obtuvo la más hermosa victoria de todas las que nosotros sepamos. Quedan dichos más arriba, a prop6sito de Leónidas, los nombres de sus antepasados, ya que son unos mismos. Murió Mardonio a manos de Aemnesto, varón principal de Esparta quien, tiempo después de las guerras médicas, llevó el ataque con trescientos hombres en Esteniclero, durante la guerra contra todos los mesenios, y murió él mismo con sus trescientos.


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En Platea, los persas, puestos en fuga por los lacedemonios, huyeron en desorden a su propio campamento y al cerco de madera que habían hecho en territorio tebano. Es para mí una maravilla que combatiendo junto al bosque de Deméter no apareciera un solo persa que hubiese entrado en el santuario ni que hubiese muerto dentro, y que los más no cayeran en sagrado sino alrededor del templo. Opino -si sobre materias divinas debe opinarse- que la misma diosa no les admitió, porque habían quemado su sagrada mansión de Eleusis.


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En esto, pues, paró la batalla. A Artabazo, hijo de Farnaces, no le agradó desde un comienzo que el Rey dejase a Mardonio, y entonces pese a todas sus disuasíones para no dar la batalla, no logró nada; y por su parte, disgustado con los actos de Mardonio, hizo lo siguiente: cuando se trabó el encuentro, sabiendo bien lo que iba a resultar de la batalla, condujo los hombres a quienes dirigía (y tenía junto a sí no pequeña fuerza, sino hasta cuarenta mil hombres), en buen orden, recomendando que todos fueran adonde él los llevara, con la misma prisa que viesen en él. Después de tales recomendaciones condujo al ejército como si lo llevase a la batalla. Pero al avanzar en el camino vió que los persas ya estaban en fuga; entonces ya no les condujo con el mismo orden, sino corrió a toda prisa huyendo al cerco de madera, y no al cerco de Tebas, sino al de Fods, queriendo llegar cuanto antes al Helesponto.


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De tal modo volvieron éstos la espalda. Los griegos que militaban con el Rey estuvieron flojos adrede, salvo los beocios que lucharon largo tiempo con los atenienses; porque los tebanos que eran partidarios de Persia tenían no poco celo en combatir y no andar flojos, a tal punto que trescientos de ellos, los mejores y más bravos, cayeron allí a manos de los atenienses. Cuando también éstos volvieron la espalda, huyeron a Tebas, pero no por donde iban los persas. y toda la muchedumbre de los demás aliados, que ni había combatido hasta el fin con nadie ni había cumplido ningún hecho señalado.


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Lo cual demuestra que toda la fortuna de los bárbaros pendía de los persas, puesto que entonces estas tropas huían aun antes de encontrarse con el enemigo, porque veían huir también a los persas. Así, todos huían, excepto la caballería, la de Beoda y la restante; ésta ayudaba a los fugitivos en cuanto estaba siempre muy cerca del enemigo y apartaba de los griegos a sus compañeros que huían.


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Los vencedores seguían a los hombres de Jerjes, acosándoles y matándoles. Mientras se producía esa fuga, se anunció a los demás griegos, que estaban alineados cerca del templo de Hera y no habían tomado parte en el combate, que había habido una batalla y que estaban victoriosos los de Pausanias; al oír esto, y sin alinearse en ningún orden, se dirigieron los que estaban junto a los corintios al camino que por las estribaciones y las colinas iba hacia arriba y llevaba en derechura al templo de Deméter, mientras los que estaban junto a los de Mégara y Fliunte tomaron el camino más raso, a través de la llanura. Cuando los de Mégara y Fliunte se encontraron cerca del enemigo, los jinetes tebanos (al mando de Asopodoro, hijo de Timandro), al verles venir a prisa y en desorden, lanzaron contra ellos sus caballos y en su ataque tendieron seiscientos y rechazaron los restantes, persiguiéndoles hasta el Citerón.


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Así perecieron éstos, sin que nadie les tomara en cuenta. Los persas y la restante muchedumbre, así que huyeron al cerco de madera, se adelantaron a subir a las torres antes que llegasen los lacedemonios, y una vez subidos, fortificaron el cerco lo mejor que pudieron. Y cuando se acercaron los lacedemonios, se empeñó un serio combate por el cerco. Mientras los atenienses no estuvieron presentes, los persas se defendían y llevaban gran ventaja a los lacedemonios, no entendidos en asaltar muros. Pero cuando llegaron los atenienses, entonces sí se hizo recio y muy largo el combate por el muro. Al fin, gracias a su valor y perseverancia, los atenienses escalaron el muro y abrieron una brecha por la cual se derramaron los griegos: los primeros en entrar por la muralla fueron los tegeatas, y éstos fueron los que saquearon la tienda de Mardonio, todo lo que había en ella y particularmente el pesebre de los caballos, que era todo de bronce y digno de contemplarse. Ese pesebre de Mardonio lo consagraron los tegeatas en el templo de Atenea Alea, y todo lo demás que tomaron lo llevaron a un mismo lugar, así como los demás griegos. Cuando cayó el muro, los bárbaros no se agruparon más ni ninguno de ellos se acordó más de su valor, y vagaban como llenos de pánico, acorralados en estrecho lugar millares y millares de hombres. Pudieron los griegos matar entonces tal número que de los trescientos mil hombres del ejército (menos los cuarenta mil con los que huyó Artabazo), de los restantes no sobrevivieron tres mil. De los lacedemonios de Esparta, en todo murieron en el encuentro, noventa y uno, de los tegeatas dieciséis, y de los atenienses cincuenta y dos.


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Entre los bárbaros sobresalieron la infantería de los persas, la caballería de los sacas, y como hombre, según se dice, Mardonio. Entre los griegos, aunque se mostraron valientes así los tegeatas como los atenienses, les aventajaron en valor los lacedemonios. No tengo ningún otro medio con qué probarlo (pues todos ellos vencieron a sus respectivos contrarios), sino que hicieron frente a lo más fuerte del enemigo y lo vencieron, y con mucho fue el mejor según nuestra opinión Aristodemo, aquel que por ser el único sobreviviente de los trescientos en las Termópilas había sido objeto de insulto y había incurrido en nota de infamia. Después de éste sobresalieron Posidonio, Filoción y Amonfáreto, el espartano. No obstante, cuandó se abrió la discusión sobre cuál de ellos había sido el más bravo, los espartanos presentes reconocieron que Aristodemo, quien manifiestamente quería morir por la imputación que le perseguía, abandonando furioso su puesto, había ejecutado grandes proezas, y que Posidonio, que no quería morir, se había mostrado valiente: por lo cual éste era el mejor. Pero quizá dijeran eso por envidia; todos esos a quienes he enumerado, excepto Aristodemo, fueron quienes recibieron honores entre los que murieron en esta batalla. Aristodemo, como a causa de la antedicha imputación quería morir, no recibió honores.


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Ésos fueron los que ganaron más renombre en Platea. Fuera de la batalla murió Calícrates, el hombre más hermoso de cuantos habían venido entonces al campo de los griegos, no sólo de los lacedemonios, sino también de los demás griegos. Cuando Pausanias estaba sacrificando, se hallaba en su puesto, y fue herido en el costado por una flecha. Y mientras los demás combatían, él, retirado de la lucha, moría penosamente, y dijo a Arimnesto, ciudadano de Platea, que no le importaba morir por Grecia, sino morir sin haber hecho uso de sus manos, y sin dejar realizada ninguna proeza digna de él, que ansiaba realizarla.


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Dícese que entre los atenienses ganó gloria Sófanes, hijo de Eutíquides, del demo de Decélea. Los de Decélea habían hecho una vez una acción útil para todo tiempo, según los mismos atenienses cuentan. Pues antiguamente, cuando los hijos de Tíndaro, en busca de Helena, invadieron el territorio ático con gran hueste y trastornaron los demos, no sabiendo dónde estaba escondida Helena, cuentan que entonces los de Decélea y, según otros, el mismo Décelo (airado por la violencia de Teseo y lleno de temor por todo el territorio ateniense) les reveló cuanto había pasado y les guió a Afidnas, la cual entregó Títaco, originario de ese punto, a los hijos de Tíndaro. Por este hecho, los de Decélea siempre han tenido en Esparta hasta hoy exención de impuestos y asiento de honor en los juegos. Tanto es así, que hasta durante la guerra entre atenienses y peloponesios que se produjo muchos años después de estos sucesos, cuando los lacedemonios devastaban todo lo demás del Ática, no tocaron a Decélea.


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De ese demo era Sófanes, que sobresalió entonces entre los atenienses y de quien se cuentan dos historias. Según una, llevaba atada con una cadena al cinturón de su coraza un ancla de hierro, que arrojaba siempre que se acercaba al enemigo, para que el enemigo, al salir de sus filas, no pudiese moverlo de su puesto; y cuando sus contrarios se daban a la fuga, tenía resuelto levar el ancla y así perseguirles. Así se cuenta esa historia. La otra, en desacuerdo con la ya referida, dice que llevaba un ancla sobre el escudo (el cual revolvía sin cesar, sin tenerlo nunca quedo), y no un ancla de hierro atada a la coraza.


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Sófanes ejecutó otra brillante hazaña: cuando los atenienses sitiaban a Egina, desafió a Euríbates el argivo, vencedor en el pentatlo, y le mató. Tiempo después de estos sucesos, aconteció que el mismo Sófanes, que así había demostrado su valor, murió a manos de los edonos en Dato, luchando por las minas de oro mientras era general de los atenienses junto con Leagro, hijo de Glaucón.


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En cuanto los griegos hubieron postrado a los bárbaros en Platea, se les presentó una desertora. Ésta, que era concubina del persa Farandates, hijo de Teaspis, cuando supo que los persas habían sucumbido y los griegos eran los vencedores, se adornó, ella y sus criadas, con mucho oro, y con las más hermosas ropas que tenía, bajó de su carroza y se encaminó a los lacedemonios, todavía ocupados en la matanza. Viendo que Pausanias dirigía todo aquello, como sabía de antemano su nombre y patria, pues los había oído muchas veces, reconoció a Pausanias y, asida a sus rodillas, dijo lo siguiente: Rey de Esparta, líbrame a mí, tu suplicante, de esclavitud y cautiverio. Hasta ahora tú has sido mi benefactor, pues destruiste a los que no reverenciaban hombres ni dioses. Mi linaje es de Cos; soy hija de Hegetóridas, hijo de Antágoras; el persa me tenía después de haberme tomado por fuerza en Cos. Pausanias contestó así: Mujer, ten ánimo, no sólo porque eres mi suplicante sino además, si dices la verdad, porque eres hija de Hegetóridas de Cos, quien de los que moran en aquellas regiones es mi más caro huésped. Dichas estas palabras, confió entonces la mujer a los Éforos que estaban presentes, y más tarde la envió a Egina, adonde ella quería ir.


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Después de la llegada de esa mujer, inmediatamente después, llegaron las tropas de Mantinea, cuando todo estaba terminado; al enterarse de que habían llegado después del encuentro, sintieron gran pesar y dijeron que merecían ser castigados. Oyendo que los medos al mando de Artabazo estaban en fuga, querían perseguirles hasta Tesalia, pero los lacedemonios no permitieron perseguir a fugitivos; volvieron a su propia tierra, y desterraron de ella a los jefes del ejército. Después de los de Mantinea, llegaron los de Élide, y del mismo modo que los de Mantinea, se marcharon pesarosos. Cuando llegaron a su país, también ellos desterraron a sus jefes. Tal es lo que sucedió con los de Mantinea y con los de Élide.


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En Platea, en el real de los eginetas, estaba Lampón, hijo de Piteas, uno de los hombres más importantes de Egina, quien se apresuró a dirigirse a Pausanias con el más impío designio, y en cuanto llegó, le dijo con empeño: Hijo de Cleómbroto, has realizado úna hazaña extraordinaria en grandeza y hermosura. Dios te ha concedido salvar a Grecia y ganar grandísima gloria entre todos los griegos de que sepamos. Haz también lo que queda por hacer, para que poseas aún mayor renombre y para que en lo sucesivo se guarde todo bárbaro de provocar con tropelías a los griegos. Cuando Leónidas murió en las Termópilas, Mardonio y Jerjes le cortaron la cabeza y la empalaron: si ahora le das tú el mismo pago, primero te elogiarán todos los espartanos, y después los demás griegos, porque si empalas a Mardonio habrás vengado a tu tío Leónidas.


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Así habló Lampón, creyendo conciliarse el favor de Pausanias, quien respondió en estos términos: Huésped de Egina, te agradezco tu benevolencia y solicitud, en verdad, no has acertado con un buen consejo; tras ensalzarme hasta las alturas, con mi patria y mi hazaña, me reduces a la nada al aconsejarme que ultraje un cadáver, y dices que si hago esto tendré mejor fama: eso, más cuadra hacerla a los bárbaros que a los griegos, y aún a aquéllos se lo reprochamos. No quisiera yo, con semejante conducta, agradar a los eginetas ni a nadie a quien tal plazca; a mí me basta agradar a los espartanos con pías obras y con pías palabras. Leónidas, a quien me invitas a vengar, afirmo que ya ha alcanzado gran venganza, y que con las innumerables almas de estos que aquí ves, ha recibido honras él y los demás que murieron en las Termópilas. En cuanto a ti, si abrigas semejante designio, no te me acerques más ni me aconsejes, y agradéceme el que no te castigue.


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Esto oyó Lampón y se marchó. Pausanias echó un bando para que nadie tocase el botín, y ordenó a los ilotas que reuniesen las cosas. Ellos, esparcidos por el campamento, hallaron tiendas alhajadas con oro y plata, lechos dorados y plateados, jarras, copas y otras vasijas de oro; encontraron sobre los carros sacos en los que aparecieron calderos de oro y plata; despojaron los cadáveres que yacían allí de sus brazaletes, collares y alfanjes, que eran de oro, y no hacian ninguna cuenta de las ropas de variados colores. Allí los ilotas robaron mucho y lo vendieron a los eginetas, pero mucho lo mostraron, todo lo que no era posible esconder; de tal modo que las grandes fortunas de los eginetas tuvieron ese origen, pues compraron a los ilotas el oro como si fuese puro cobre.

Índice de Los nueve libros de la historia de Heródoto de HalicarnasoPrimera parte del Libro NovenoTercera parte del Libro NovenoBiblioteca Virtual Antorcha