Presentación de Omar CortésCapítulo décimo. Apartado 1 - La autoridad de HuertaCapítulo décimo. Apartado 3 - El destino de Madero Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 10 - LA RESPONSABILIDAD

LA RENUNCIA DE MADERO




Para consolidar su posición política, el general Huerta halló, en seguida del pacto con los generales Félix Díaz y Manuel Mondragón, un grande escollo que parecía invencible. Tal escollo era Madero; porque éste, depuesto y encarcelado continuaba siendo el Presidente.

Dentro de la idiosincrasia de Huerta, no existía otro camino que el de desconocer la autoridad de Madero, aunque éste tuviese el carácter de constitucional, y asumir él toda la autoridad nacional y con lo mismo la responsabilidad del mando y gobierno de la Nación mexicana. Y lo hubiese hecho si no es que se interponen los adalides vergonzantes, pero consejeros de facto de la nueva política. Y, al efecto, Francisco León de la Barra, Toribio Esquivel Obregón, Rodolfo Reyes y Jorge Vera Estañol, quienes sobresalían en el foro mexicano, no sólo se asociaron a las flagrantes violaciones cometidas por Huerta a las leyes magnas de la República de México, sino que, a pesar de sus oropeles de jurisconsultos, aceptaron ser partes de un poder usurpado y por lo mismo espurio.

Esa parte que aceptaron hombres tan prominentes dentro de la sociedad porfiriana, consistió en dictaminar en el sentido de que Huerta debería pedir las renuncias al presidente Madero y al vicepresidente Pino Suárez; mas a los primeros intentos, a fin de que Madero aceptara lo exigido por la gente de la cuartelada, como el Presidente enseñara una vez más su férreo carácter. Huerta urdió una trama, no sólo para hacer convenir a Madero en la renuncia mediante la promesa de darle salvaconducto para que marchara al extranjero —lo cual equivalía a alentarle para que ya libre, reclamara su constitucionalidad—, sino también a fin de hacer creer, principalmente a los diplomáticos extranjeros, que era individuo respetuoso de la Ley.

Tal estímulo, que Madero sintió aprovechable, y quizás —creyó— resultado de la inexperiencia de Huerta, sirvió para que el Presidente, quien además se hallaba circuido por la fuerza armada y por otro lado se sentía abandonado momentáneamente por el pueblo, se resolviera a firmar la renuncia, así como pedirla a su compañero de prisión, el licenciado Pino Suárez, a fin de que éste a su vez hiciera otro tanto.

La renuncia de los dos gobernantes fue lacónica. Dirigiéronla al Congreso de la Unión, dentro del cual la mayoría de los diputados, miembros del grupo Renovador, era de pura cepa maderista. Los renovadores, pues, iban a confirmar y aprobar la determinación del Presidente. El hecho, extrínsecamente constituía la presencia de la Ley. Legalmente, con la aprobación del Congreso, Madero dejaba de ser Presidente. El procedimiento era recto e incontrovertible. Sin embargo, tal aparato, intrínsecamente era indigno y amoral. Había sido fraguado no por la vivaz inteligencia de Huerta, sino por el covachuelismo de los viejos y jóvenes que sargenteaban a Huerta, Díaz y Mondragón y a otros generales de su parvada militar desleal.

Sin embargo, los preliminares y el desarrollo del acontecimiento, no dejaba lugar a duda de que tanto las renuncias como la aprobación política y constitucional de las renuncias, eran hechas a fuerza de armas; porque, al efecto, mientras que Madero y Pino Suárez firmaban el documento respectivo, el poder militar de las tropas de Huerta y Félix Díaz se estableció en torno a la Cámara de Diputados, a donde, convocado el Congreso General, deberían ser discutidas, dictaminadas y aceptadas o rechazadas las renuncias de los magistrados.

Bajo el imperio de las armas, era de esperarse que cualquiera situación tenía que ser favorable a los intereses de los sediciosos, puesto que todo estaba preparado al caso, ya que no se ignoraba que la mayoría del Congreso era partidaria de Madero y de la Constitución, y por lo mismo los coautores intelectuales tenían preparados los medios para que, de rehusarse tal mayoría a aceptar las renuncias, se procediera a llamar a los diputados suplentes, con la seguridad de que éstos, bajo amenazas, harían lo que ordenaran los generales. A tales horas, en la realidad, no existía otra voz de orden que la de los caudillos militares.

Organizado así él teatro legislativo, el Congreso aceptó las renuncias del Presidente y del Vicepresidente. Amedrentados, los diputados del grupo Renovador, a excepción de quienes furtiva o premeditadamente se ausentaron de la sala de sesiones, dieron su voto aprobatorio a aquellas renuncias de notoria invalidez constitucional y humana; y como de acuerdo con los preceptos constitucionales, el secretario de Relaciones Exteriores era el llamado a suceder en la presidencia de la República a Francisco I. Madero, se procedió a llamar a tal ministro, que era el licenciado Pedro Lascuráin.

Este correspondía a los más distinguidos miembros del foro mexicano. Era individuo de posición social, asociado a negocios de la clase media —también a instituciones bancarias—, y aunque no poseía talento ni cultura que le dieran realce personal, sí era discreto. Había sido profesor de derecho internacional y estaba ligado en calidad de consejero a algunos aspectos de la política internacional de México, sobre todo a la conexiva a Estados Unidos.

Lascuráin, los pocos meses que dirigió los asuntos exteriores de la República, aparte de sus luces, hizo saber su adhesión al presidente Madero. No era maderista, pero llevaba en sí él sentido de la responsabilidad administrativa y del patriotismo acendrado, de manera que Madero pudo confiar en él negocios tan delicados como el de pedir al gobierno de Estados Unidos el retiro del embajador Henry Lane Wilson.

Faltaba en Lascuráin, el carácter y la personalidad del hombre de Estado, por lo cual, en medio de aquellas tormentosas horas que se siguieron a la aprehensión de Madero; sin abandonar su apego a las leyes no hizo ninguna demostración de firmeza constitucional, porque sin ignorar que al aprobar el Congreso las renuncias de los magistrados, él, Lascuráin, quedaría investido constitucionalmente como presidente de la República, pudo quedar fuera del alcance de Huerta, llevando a la mano el poder que le otorgaba la Constitución como Secretario de Relaciones Exteriores.

Pero no sólo no tomó Lascuráin el lugar que mandaban las leyes y la conciencia civil, sino que se prestó a nombrar —previamente al acuerdo del Congreso— secretario de Relaciones al general Victoriano Huerta, de manera que éste quedase en el procinto, aparentemente constitucional, de la presidencia.

Influyeron también sobre el licenciado Lascuráin, para prestar a las maniobras ilegales y antipatrióticas de los generales Huerta y Díaz, así como de los senadores y juriconsultos que continuaban ejerciendo la función de consejeros aúlicos de los jefes militares, los antiguos hombres del porfirismo que a través de los sectores del senador Sebastián Camacho, movían individuos y empleos, creyendo que muy cercanos estaban los días del retorno porfiriano.

De esta suerte, aprobada, como queda dicho, la renuncia de Madero y Pino Suárez, el Congreso llamó al licenciado Lascuráin para que rindiera la protesta de Ley, lo que hizo con extraordinaria naturalidad, a pesar de que, ya de antemano estaba dispuesto a presentar su renuncia. Para esto, sin embargo, hizo pública la designación de Victoriano Huerta como secretario de Relaciones Exteriores, y en seguida —cuarenta y cinco minutos después de haberse juramentado— Lascuráin presentó su renuncia como presidente substituto constitucional y el Congreso llamó al general Huerta a fin de que prestase la protesta de Ley como Presidente interino.

Las partes, pues, de aquel aparato militar y político, habían estado debidamente acopladas, y en el ambiente de esos momentos nada parecía faltar para impugnar la constitucionalidad de Huerta; ahora que existiendo en.México, como en todos los pueblos del orbe, una moral política, una probidad legal, una justicia humana y un espíritu jurídico, todos aquellos acontecimientos, de mera mecánica en la superficie, pronto pusieron de manifiesto la ruindad en los sucesos. El vientre constitucional de la República estaba desgarrado. Huerta no podía llevar, ni un solo segundo, el título de Presidente Constitucional Substituto de los Estados Unidos Mexicanos. El país no podía aceptar tal título de Huerta a menos de querer abandonar el camino de la civilización. El reconocimiento popular de la legalidad de Huerta habría sido el reconocimiento de un estado de gavilleros, contrario a la naturaleza de una Nación, y de una Nación que voluntariamente tenía fijadas las relaciones entre los individuos y el Estado; entre los preceptos individuales y las normas de las leyes; entre los dictámenes, naturales y las reglas positivas. El reconocimiento, pues, de aquellos sucesos hubiese destruido los generosos y tradicionales principios que constituían la nacionalidad mexicana.

Huerta, en la realidad, era una autoridad mexicana, puesto que ejercía el mando supremo de las armas; pero no por ello era el presidente de la República. La gobernación y mando de la Nación continuaba en el título que adornaba el pecho del Presidente prisionero. Y tan cierto y claro era esto último, que el propio Huerta, en seguida de creerse Presidente, empezó a calcular qué hacer con Madero, de manera que éste dejase de ser la representación inequívoca de la constitucionalidad.
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