Presentación de Omar CortésCapítulo décimo. Apartado 4 - Preliminares de un crimenCapítulo décimo. Apartado 6 - La mentira de Huerta Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 10 - LA RESPONSABILIDAD

MUERTE DE MADERO Y PINO SUÁREZ




Hecho el plan para el asesinato, correspondió a Figueras comunicar a Cárdenas lo que convenía, inclusive decirle, para que de esa manera se propalase la versión, que Ocón, al frente de una veintena de gendarmes disfrazados de paisanos, simularía un asalto en el trayecto de los prisioneros a la penitenciaría.

Ballesteros y Figueras, pues, eran los directores materiales de la trama. Cárdenas sólo sería el verdugo. La hoja de servicios de éste no estaba exenta de sangre, pues a muy temprana edad había iniciado correrías en la región de Sahuayo (Michoacán).

Cárdenas, sería asimismo, quien designase a otros dos verdugos de manera que, al efecto, en la tarde del 22, comunicó al general Blanquet que había comisionado, para que le acompañaran, a los cabos de rurales Francisco Ugalde y Rafael T. Pimienta, pues que habiendo sido estos dos maderistas, podían servir para el despiste.

Así, a las siete de la noche del sábado 22, Figueras informó a Blanquet que todo estaba listo para cumplir con el servicio, y que ya había recibido órdenes del coronel Ballesteros, para ejecutar a los reos.

Blanquet, le recomendó que tuviera mucho cuidado; que el plan debería ser cumplido reservadamente y sin comprometer la serenidad del gobierno y del señor general Huerta y que, terminada la misión, el capitán Figueras se presentara en la comandancia de la plaza, dejando que Cárdenas se entendiera con el acto final.

Ahora bien: si el contento mundo de la Contrarrevolución no ignoraba cuál sería la suerte de Madero y Pino Suárez, en el secreto de que a la media noche de ese sábado, iban a ser asesinados el Presidente y el Vicepresidente, sólo estaban el general Victoriano Huerta, el general Aureliano Blanquet, el coronel Luis Ballesteros, el capitán Agustín Figueras y el mayor Francisco Cárdenas. Los cabos Pimienta y Ugalde sólo sabían que iban a concurrir al traslado de los señores Madero y Pino Suárez; y de esto tuvieron conocimiento hasta el momento en que se presentaron en el patio de Honor del Palacio Nacional, portando cada uno de ellos un fusil Mausser y una dotación de cien cartuchos.

Las primeras horas de la noche del 22, debieron transcurrir muy lentamente para el mayor Cárdenas y los dos cabos de rurales que le acompañaban y quienes llegaron al Palacio entre 7 y 8 de la noche, armados ya con los fusiles. Ugalde y Pimienta, al igual que Cárdenas, vestían el uniforme de charro de los rurales.

Para matar el tiempo, el trío fue a una cantina cercana a Palacio, libando, pero con moderación. No debían perder la cabeza. Era necesario andar con las piernas fuertes, porque no sabían qué podía ocurrirles durante el traslado de los prisioneros. Cárdenas advirtió a sus acompañantes que tenían que ir prevenidos, dado que los maderistas eran muy agresivos.

En la comandancia, el capitán Figueras, acompañado del coronel Joaquín Chicharro, esperaba que el general Blanquet diera la orden de salida. Este, ausente de su oficina, se comunicaba telefónicamente con Chicharro, pidiéndole las novedades, hasta cerca de las 10 de la noche, en que dio orden de que se formaran las guardias en la puerta de Honor y frente a la intendencia de Palacio en donde estaban los prisioneros.

Recibida la última palabra de Blanquet, Chicharro preguntó a Figueras si todo estaba listo. En ese momento el coronel Ballesteros llamó por teléfono desde la penitenciaría muy alterado. Chicharro comunicó a Figueras que Ballesteros estaba impaciente, pues que la orden debería ser cumplida antes de las once y media, porque el Presidente (Huerta) llegaría a Palacio a esa hora.

Chicharro salió de la comandancia para disponer las guardias, como lo había mandado Blanquet, mientras que Figueras y Cárdenas se preguntaban —el primero pretendiendo ignorar los verdaderos planes— qué hacer al recibir a los prisioneros.

El coronel Chicharro, aunque sin conocer el secreto, comprendía que algo trágico estaba por suceder, y no ocultaba la alteración de sus nervios; pues no menos de tres veces preguntó a Figueras por qué no portaba el uniforme militar; de acuerdo con las instrucciones de Blanquet, vestía de paisano.

Resuelta la situación. Chicharro, Figueras y Cárdenas se dirigiéron a la intendencia. Madero, Pino Suárez y Angeles estaban entregados al sueño. Eran las 10.40 de la noche.

Chicharro prendió las luces de la improvisada habitación y exigió a los prisioneros que se pusieran de pie. El Presidente fue el primero en incorporarse preguntando qué sucedía, y advirtiendo que les iban a sacar del lugar interrogo así, adónde les llevarían; pero como Chicharro no respondiera, el general Angeles exigió la contestación, diciendo Chicharro que conducirían a Madero y Pino Suárez a la penitenciaría, mientras que Angeles debería permanecer preso en el mismo lugar.

Madero se despidió, muy conmovido del general Angeles. Pino Suárez hizo lo mismo volviéndose a Angeles cuando ya avanzaba hacia el patio. Pronto el Presidente y el Vicepresidente estuvieron sentados en los automóviles, que sus custodios les señalaron.

En el primero de los vehículos, el Protos, tomaron asiento el cabo Ugalde, a la izquierda; el Presidente, al centro; y a la derecha, el comandante Cárdenas.

Al segundo automóvil subió Pino Suárez, sentándose a la izquierda de éste el cabo Pimienta; pero al llegar el coche al patio central, Figueras, que allí esperaba, subió rápido al vehícülo, ocupando la plaza a la derecha del Vicepresidente, de manera que, como oficial del ejército, y de acuerdo con las instrucciones de Blanquet, no le vieron entre los miembros de la partida. En el asiento anterior del vehícülo iba el ayudante de chofer Genaro Rodríguez.

Al salir del Palacio, tomaron hacia la derecha, para volver, en la esquina norte del edificio, hacia la calle Moneda, la que siguieron hasta la estación de San Lázaro, continuando por la calle del Ferrocarril de Cintura y luego enfilando hacia el frente de la Escuela de Tiro, y de aquí á la penitenciaría del distrito Federal.

La ruta había sido ordenada con precisión por Cárdenas al chofer Ricardo Romero, de manera que desde la puerta de Palacio hasta estacionarse frente a la puerta de la penitenciaría, el conductor del vehícülo no tuvo que hablar ni titubear. Tampoco Madero ni sus custodios despegaron los labios. Todo advertía la solemnidad que precede a la tragedia.

Figueras y Ballesteros exigieron aquel camino por ser el menos transitado sobre todo cerca de la medianoche; también a fin de servir a la versión de un supuesto asalto que sería atribuido a los maderistas.

Pino Suárez tampoco dirigió la palabra a sus custodios durante el trayecto, pero al detenerse el vehícülo en la penitenciaría, preguntó a Pimienta a qué cuerpo de rurales pertenecía; y ya no hubo lugar a continuar hablando, porque frente al establecimiento, Figueras y Cárdenas descendieron de los coches dirigiéndose a donde estaba Ballesteros, quien avisado de la condición de los presos esperaba impaciente a la puerta del penal.

Figueras y Cárdenas estuvieron hablando en voz baja con Ballesteros como cinco o siete minutos. Ballesteros pretendía que allí mismo le hicieran entrega del Presidente y Vicepresidente, pues ya tenía dispuesto el lugar donde serían fusilados, opinando el propio Ballesteros que lo del asalto le parecía inútil y nadie lo iba a creer, pero Figueras reiteró que la orden del general Blanquet era precisa; que todo estaba ya preparado para lo del engaño y que no se trataba únicamente de hacer desaparecer a los reos, sino también de dar oportunidad para que el público no culpara al Supremo Gobierno.

Además, Cárdenas advirtió que tenía un plan para no ocasionar sufrimientos a los presos, añadiendo que él no podía hacer más que cumplir con las órdenes recibidas. Aceptó Ballesteros lo dicho por Cárdenas y Figueras, aunque todavía explicó que no tenía prevenidos a los vigilantes en los garitones, y que por lo mismo tales vigilantes podían ser capaces de hacer disparos sobre los automóviles.

Figueras, dirigiéndose a Cárdenas, observó que aunque le apenaba ser un criminal, no había más remedio que cumplir; y al efecto, cada quien se dispuso a la función de matar y para que los prisioneros continuaran confiados. Ballesteros, levantando la voz a manera que pudiera escucharle Madero, indicó a los conductores de los automóviles cuál era el camino que deberían seguir para entregar a los reos por una supuesta puerta posterior del establecimiento. Además, Ballesteros llamó al celador Ramón Rojas para que indicara el camino a seguir, para lo cual Rojas montó sobre el estribo del Protos.

Llegaron los vehículos a la esquina nordeste de la penitenciaría, y Cárdenas ordenó al Presidente que descendiera del vehículo, lo que hizo Madero, mientras Cárdenas le cogía el brazo y ambos empezaron a caminar.

Las luces de la parte alta del penal, útiles a la vigilancia de los penitenciarios, alumbraban la escena.

Al ruido que hicieron los automóviles al detenerse en el sitio dicho, asomó por el garitón el vigilante Moisés R. Díaz, quien vio la figura de varios rurales; pues ya para ese momento descendía Figueras teniendo del brazo a Pino Suárez.

Cárdenas, entre tanto, haciendo como que buscaba la puerta que no existía, retrocedió unos pasos, sacó súbitamente una pistola, y poniéndola a la altura del cuello de Madero, sin que éste advirtiera el movimiento, hizo dos disparos seguidos. El Presidente cayó exánime.

Pino Suárez, al darse cuenta de lo sucedido, se desprendió del brazo del Figueras y lanzó una exclamación. El capitán, con mucha lástima, le hizo seis disparos. Pino Suárez trastabilleó; todavía dijo algo y cayó pesadamente. Figueras ordenó a Pimentel que disparara. Este hizo tres o cuatro disparos. Cárdenas se acercó a Pino Suárez, y como se quejaba hondamente, cargó la carabina de Ugalde y le remató. Los cuerpos de los dos gobernantes de México quedaron como a cinco metros uno del otro.

El vigilante Díaz, mientras tanto, y a las primeras detonaciones que fueron las balas destinadas al señor Madero, habló por teléfono al coronel Ballesteros comunicándole que a su parecer algunos grupos reñían a balazos al pie del muro norte de la penitenciaría, a lo cual Ballesteros contestó callando al guardia.

La orden de Blanquet estaba cumplida. Cárdenas y Figueras, tomando los fusiles de los cabos, balacearon los dos coches; y en seguida Figueras abordó el Packard juntamente con Pimienta, alejándose del lugar del crimen. Iba a rendir el parte a Blanquet.

Al tiempo que Figueras se marchaba, Cárdenas mandó a Ugalde y Rojas que levantaran los cadáveres y los echaran al asiento posterior del Protos; y aunque el celador y el cabo trataron de arrastrar el cuerpo de Pino Suárez, tal debió ser su estado de ánimo que no pudieron hacerlo debidamente, por lo cual Cárdenas, no sin blasfemar, intentó llevarlo a cabo él mismo; mas luego dejó a sus víctimas, para meter las manos en los bolsillos del traje de Pino Suárez; y como se diera cuenta que de cargar los cadáveres se llenaría las manos con la sangre de sus víctimas, sintió escrúpulos y ordenó a Rojas que trajera cuatro celadores más para realizar tal empresa.

Poco después, cuando el reloj de la penitenciaría marcaba las once y media de la noche, el Protos se detuvo nuevamente a la puerta del establecimiento penal. Del coche bajó Cárdenas, y sin esperar a los celadores que venían a pie, tomó el cuerpo de Madero de las piernas que salían por la ventanilla del vehículo y tirando con fuerza, hizo que el cuerpo del Presidente cayera pesadamente sobre el pavimento. Después los celadores procedieron en igual forma con el cadáver de Pino Suárez, que golpeando bocabajo se dañó el rostro.

Ballesteros estaba allí, observando la tarea, y mandó que los cuerpos fuesen envueltos en sarapes y llevados al interior del establecimiento, en donde a toda prisa había sido cavada una fosa; y sin esperar más, mandó que allí sepultaran a Madero y Pino Suárez.

Si el general Huerta, en cosa de borrachera, ordenó el asesinato de Madero y Pino Suárez, esto no justificará que quienes figuraban en la nómina de la inteligencia, de la diplomacia y la política de la autoridad huertista, quedasen exentos de la culpa de omisión y silencio en la perpetración del crimen que, para México, por los siglos venideros, seguirá enlutando la noche del 22 de febrero de 1913.

La vida de Francisco I . Madero había terminado. Sobre una mesa estaba el cuerpo del Presidente —luego de haber sido desenterrado y lavado—, envuelto en una humilde jerga como símbolo de la modestia generosa de una historia humana. Allí también, a pocos metros de distancia, se veía rígido, pero sin perder la fisonomía de bienaventurado, a José María Pino Suárez.

No circundaban al cadáver de Madero las imploraciones. La cabeza del Presidente, que era lo único que sobresalía del sudario, parecía, como nunca, aureolada por la libertad. La figura de aquel hombre, como sus hechos, estaban allí, para ser transportados al mármol y perpetrar la hazaña inmarcesible de los mexicanos del 1910.

Ninguna invocación fue necesaria a los pies de aquel cuerpo yerto. Bastó el beso de Sara Pérez, la viuda —dama tan gloriosa como su esposo, puesto que son pocas las mujeres que acompañan a los caudillos en la conquista de la libertad—, posado sobre la alta y luminosa frente de Madero, para que el hombre recibiese, de todos los mexicanos, la recompensa de su sacrificio.
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