Presentación de Omar CortésCapítulo décimo. Apartado 5 - Muerte de Madero y Pino SuárezCapítulo undécimo. Apartado 1 - La violencia como sistema Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 10 - LA RESPONSABILIDAD

LA MENTIRA DE HUERTA




Si para determinar qué hacer con los prisioneros Francisco I. Madero y José María Pino Suárez hubo demoras y titubeos, engaños y maniobras, en cambio, para justificar el crimen cometido en las personas del Presidente y Vicepresidente, sólo se registró una noticia: una noticia oficial.

Huerta, seguro de que Madero y Pino Suárez estaban muertos, se presentó en Palacio Nacional poco después de las once de la noche. A esa hora, todavía no llegaba el capitán Figueras para rendir el parte de los sucesos al general Blanquet; pero Ballesteros se había comunicado telefónicamente con el coronel Chicharro, comunicándole que la orden superior estaba cumplida.

Ahora, pues, era indispensable darle forma a la noticia, y si no para esto oficial sí con el objeto de explicar lo sucedido a su manera y conveniencia. Huerta mandó que los miembros de su gabinete fuesen llamados a la oficina presidencial; y ya reunidos los secretarios de Estado, Huerta les hizo saber que Madero y Pino Suárez habían muerto durante una refriega entre un grupo de maderistas y los rurales que conducían a los prisioneros a la penitenciaría.

Mas como ya se presumía que para Huerta y la gente de la Ciudadela no quedaba otro camino que el de mandar matar a Madero y Pino Suárez, los ministros permanecieron impávidos, colaborando algunos de ellos a la redacción de la información que debería darse a la prensa periódica; y así él país, supo a la mañana del 23 de febrero, que los gobernantes legítimos de México estaban muertos.

La versión huertista, sin embargo, fue tenida por burda falsa, y con esto, al poco crédito que tenían los individuos de ascendencia porfirista se agregó el todavía más escaso crédito que se otorgaba a Huerta, en quien sólo se veía la función de un soldado ajeno a la vida civil de la República y por lo mismo exento de responsabilidad política y constitucional.

La mentira huertista fue acompañada de un parte (22 de febrero) del comandante Francisco Cárdenas; documento que es reflejo de esas horas en las cuales la autoridad de Huerta no tenía escrúpulos para hacer afirmaciones tan alejadas de la verdad y tan cerca del golfo de la infamia.

Tengo la honra de poner en conocimiento (dice el documento) que con esta fecha a las 11 P.M., al trasladar a la Penitenciaría del Distrito Federal a los reos políticos Francisco I. Madero y José Ma. Pino Suárez, acompañado de los cabos rurales Rafael Pimienta y Francisco Ugalde, al pasar el puente que está próximo a dicha penitenciaría, un grupo de hombres que se encontraban parapeteados tras el terraplén de la vía de los Ferrocarriles Nacionales, hicieron fuego sobre los automóviles en que eran conducidos los reos pretendiendo detenerlos. Para evitar este ataque ordené que los autos caminaran con mayor velocidad en dirección a la puerta de entrada de la penitenciaría, pero antes de llegar a ella otro grupo de hombres, que se hallaban ocultos entre las piedras de cantería que se encuentran en un solar que existe frente al edificio, hicieron también nutrido fuego sobre los autos, por lo que para proteger a los reos y rechazar el ataque hice que siguieran los automóviles hasta la esquina del edificio, donde hice bajar a los citados reos, y en tanto yo como los cabos que formaban la escolta contestamos el fuego que se nos hacía. En este momento, los reos, protegidos por el fuego de los asaltantes, echaron a correr en dirección del Peñón; para evitar la fuga tanto yo como los cabos de la escolta echamos a correr trás de ellos y al llegar frente a la parada de los trenes eléctricos se nos hizo de nuevo fuego por otro grupo de hombres que estaban allí; contestando ese fuego y corriendo siempre trás de los prófugos llegamos hasta la esquina de la Penitenciaría, en donde los reos dieron la vuelta para atrás de dicha Penitenciaría.

El grupo de hombres que estaba en la parada de los trenes eléctricos continuó haciendo fuego sobre nosotros, el cual contestamos. También, por la otra esquina de la penitenciaría que daba al sur se hicieron repetidas descargas, que tuvimos que contestar. Como nos encontrábamos entre dos fuegos, los reos cayeron heridos y tan pronto como fue posible levanté los cuerpos, remitiéndolos al establecimiento ayudado por un celador, y salí inmediatamente a continuar la persecución de los asaltantes, no encontrándolos ya porque se habían dispersado por el rumbo de las bodegas de Bocker, sólo hallé un muerto y dos heridos que remití al Hospital Militar, regresándome a rendir parte para lo que tengan bien disponer esa superioridad.

El crimen cometido por Huerta no alteró el pulso de la ciudad de México; y esto, no porque aprobase el delito; tampoco por condenarlo. El latir de la vida metropolitana vio lo sucedido con fria naturalidad. Un ambiente favorable a cualquier acto que significara quebrantamiento de la ley, ya moral, ya constitucional, había sido preparado por la Contrarrevolución durante quince meses de oposición violenta y difamatoria. Durante ese período, el principio de autoridad fue mermado hasta su más bajo nivel. Para el vulgo, tan fácil de ser arrastrado a cualquier lugar por los vientos de borrasca, el Presidente carecía de jurisdicción civil y política. Su investidura tenía los caracteres de lo casual; porque desde junio de 1911, la Contrarrevolución repitió el tema de que Madero no había hecho la Revolución, sino que era el producto de la Revolución; y lo repitió con tanta vehemencia que, anticipándose a la universal temporada de la demogogia, pudo hacerlo efectivo.

Así, la capital de la República consideraba a Madero hacia los días que remiramos, como un sujeto nacido y crecido al azar; como al azar mismo, debió el título de Presidente.

La muerte, pues, del Presidente fue considerada como un acontecimiento esperado e inevitable; aunque entre la gente de los barrrios más pobres del Distrito Federal, se reunían grupos para acudir, no tanto por curiosidad, cuanto por devoción, al lugar señalado como el del crimen, puesto que ni el mundo oficial ni el mundo popular daba crédito a la versión de Cárdenas.

Y si la gente del vulgo, en sencillo razonamiento sobre los hechos hacía la versión oficial objeto de burlas, debe considerarse que los lugartenientes y colaboradores del general Huerta, debieron tener esa misma opinión; quizás conocían, en todos los aspectos, el fondo y las manifestaciones de la tragedia, de suerte que no podían dudar que había sido cometido un crimen, un verdadero crimen y que el único criminal era el general Victoriano Huerta.

A pesar de ese conocimiento, si no exacto, pero de todas maneras capaz de dar la certeza de que Madero y Pino Suárez habían sido asesinados, los colaboradores de Huerta permanecieron impertérritos en sus empleos. Individuos que correspondían a estudios y ejercicios de humanismo, no sólo callaron la voz de su conciencia sino que aplaudieron a un asesino tan vulgar como Huerta.

Nada, en efecto, atenuaba la responsabilidad directa si es que no única del general. Todo concurría, dado el poder personal y militar que adquirió desde el momento de firmar el pacto de la Ciudadela, a acusar a Huerta como el responsable numero uno del crimen. E igualmente todo concurría a clasificar a los colaboradores de Huerta como encubridores del mismo crimen.

Además, tal crimen ya no era solamente el que se originaba en la muerte de Madero y Pino Suárez, sino que representaba el crimen de la patria; porque aquel atentado contra la vida y espíritu de las instituciones públicas atañía más a la existencia normal de México que a la historia de dos hombres que eran la representación de una jerarquía incuestionable. Atañía, pues, a la manera de vivir de la república de México. Y esto, porque a partir del 22 de febrero, los mexicanos serían conducidos a la idea y práctica de hacerse justicia con su propia mano. Del alma de la ambición despierta por la Revolución, ahora el péndulo de la nación se movía hacia el alma de la venganza, que es el estado más sombrío de las almas, puesto que dentro de él se pierden todas las nociones del Bien y del Mal, y el individuo, la sociedad y el Estado se entregan a los más grandes y amenazantes azogamientos. Los sujetos y la colectividad olvidan su estabilidad, que es régimen universal de la civilización, de la cultura y la humanidad, para entregarse a los peores apetitos: aunque también a las más heroicas hazañas.

A partir, pues, de la hora en la cual el pueblo de México despierta con la noticia de que el Presidente y el Vicepresidente han sido muertos, la República pierde su vieja fisonomía, así como la afinidad social tradicional, y por momentos parece que los mexicanos están a punto de naufragar. El pueblo empieza a dudar de sí propio. Los hombres, antes amigos y colegas, se convierten en enemigo de los unos y de los otros. Los vínculos de familia se transforman en vínculos de partido; y lo que es peor; en vínculos de partido armado.

Ahora, ya no es la guerra de ideales que se anunciaba, en 1910, como sacrosanta. Ahora es la guerra del desquite político; de la satisfacción personal; de la restauración constitucional. Ahora se pretenderá, por medio de las armas, cobrar los agravios de todos los géneros: públicos o domésticos; individuales o comunales; de abuso de autoridad civil o de imperio religioso.

En medio del caos, sembrado por el caos huertista, la era de los impulsos sustituye a la era de la razón. Por momentos, parece como si el pueblo de México hubiese retrocedido. Mas no es así: El pueblo de México quiere avanzar. La sola voz Contrarrevolución o reacción le parece abominable: cree que significa retroceso en el alma ambiciosa despierta con la Revolución.

Huerta no consideró los alcances que iba a tener el crimen de la lealtad y el crimen anticonstitucional. Tampoco los lugartenientes de Félix Díaz hicieron cálculos sobre su responsabilidad. Las horas de contento que generalmente traen consigo los triunfos, aunque éstos no tengan sustento generoso ni necesario, son envueltos fácilmente con los vientos.

Infortunadamente, esas frustraciones del huertismo, fueron también frustraciones nacionales; aunque Huerta no las entendió así, ni al comienzo de su autoridad ni en los días del desastre de su autoridad.

Para Huerta, en seguida del asesinato de Madero y Pino Suárez, parecía quedar abierto un anchuroso camino; pues dominada la ciudad de México no fue difícil dominar el país. Sin embargo, tal dominio fue de carácter militar. Cierto que no existía un verdadero cuerpo militar. El ejército como se ha dicho, era un mero armazón, dentro del cual existía la idea de la disciplina, de la jerarquía y del valor; pero en el cual faltaba la vocación. Todo ese aparato de armas era, pues, falso y no daba más que un provecho momentáneo al general Huerta.

Fiar en la fuerza de las armas a donde las armas no tenían personal capaz de hacerlas función eficaz, era engañarse a sí mismo. Y Huerta y sus allegados se estaban engañando desde el primer día del triunfo de la Ciudadela. Y lo anterior sería bien pronto probado por el huertismo.

De esta suerte, el contento que proporcionó a los huertistas la adhesión incondicional de los generales y jefes del ejército a la autoridad de Huerta, pronto se convertiría en una historia de amargura, dolor, desesperanza y sangre para el pueblo mexicano.
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