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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 1 - PAZ DE REGIMEN

LOS CRÉDITOS INTERIORES




Persuadido por la bondad y aplicación de las teorías económicas europeas, y seguro de que el país no poseía los elementos naturales necesarios y eficientes para alcanzar una prosperidad industrial, Limantour procedió a llenar a México con una notable época crediticia. Al efecto, el sagaz ministro de Hacienda aprovechó admirablemente el goce de la paz nacional, para abrir en la República todas las válvulas convenientes al crédito.

Tan certera fue, al efecto, la medida llevada en las manos de Limantour, que todo concurrió a darle brillo aunque los resultados quedaron en cortedad, porque al beneficio que obtenía la clase superior del país, se seguía, como es natural, el desconcierto y descorazonamiento de quienes, ajenos al mundo oficial y dedicados a negocios mercantiles menores, no alcanzaban los beneficios crediticios. Así y todo, la bonanza del crédito a las partes altas del comercio y de los propietarios sirvió a la paz nacional y sobre todo a dar un baño de dorado a la economía urbana.

No sólo exagerado, sino inconsistente, sería mencionar un mejoramiento dentro del pauperismo nacional durante los últimos años del régimen porfirista; como juicio peligroso, por falso, sería representar una prosperidad económica de México al través de las fortunas personales o del equilibrio que había ganado la hacienda pública federal.

Existía, eso sí, un curso favorable, como resultado de la política de crédito extranjero, al desarrollo mercantil y bancario. Funcionaban en la República veinticuatro bancos, con un capital de ciento sesenta millones de pesos. Los depósitos bancarios particulares, sumaban más de cien millones y las franquicias de la emisión permitían realizar un volumen de operaciones superior a las necesidades del comercio. De esta manera, y a pesar de que la crisis económica exterior de 1906 se hizo sensible en el país y produjo una baja en el precio del henequén, que era una de las más importantes materias primeras exportables, la balanza doméstica no se desmejoró; ahora que este acontecimiento, favorable al país, se debió más que a las medidas oficiales a la poca capacidad que de pueblo consumidor tenía México. La importaciones, aparte de las substancias químicas medicinales, del material rodante y del carbón de piedra, eran tan reducidas como consecuencia de la cortedad y pobreza de los consumidores mexicanos, que quedaban muy abajo del nivel de las exportaciones que el país hacía en metales preciosos, fibras vegetales, cobre y pieles.

Aunque en esos días que remiramos, el nivel económico de México estaba justamente clasificado como de pobre, ese nivel, por lo que respecta a los precios y salarios, fue inalterable.

Contribuía a tal condición, la estabilidad que había ganado la exportación de las minas de oro, plata y cobre, y a los comienzos de trabajos para el aprovechamiento de los mantos carboníferos de Coahuila y de petróleo en Tamaulipas.

Así, el salario promedio de los trabajadores en la vía férrea era (1906) de sesenta y dos centavos y medio; en los talleres de ferrocarriles, de un peso setenta y cinco centavos al día. Las fábricas de textiles de Puebla, Orizaba y Distrito Federal mantenían un salario promedio menor de cuarenta y seis centavos diarios; el de promedio mayor ascendía a un peso cincuenta y dos centavos.

También en las minas, el salario fue estable durante la primera década del siglo. En el mineral de El Oro, el salario promedio era de cuarenta y tres centavos y medio al día, y en las minas de Jalisco, de treinta y nueve centavos el mínimo hasta noventa y tres centavos, el mayor.

En las zonas manufactureras, las minas, los ferrocarriles y la industria que llamaban de primera, se necesitaban, para su actividad productora completa, ciento diecisiete mil novecientos noventa y dos obreros.

Los precios de los comestibles y vestidos, no tenían desemejanza entre la ciudad y el campo; y como de la población total de la República, sólo el veintisiete por ciento vivía en lugares de más de cuatro mil habitantes y el sesenta y uno por ciento en pueblos de menos de mil individuos, eran estos últimos los que sufrían las consecuencias de las escaseces del salario en comparación de los precios urbanos, incluyendo los precios de los productos agrícolas.

No eran, pues, específicamente, las desigualdades en la propiedad de las tierras, ni los excesos que se cometían con los peones de hacienda, ni los sistemas de tiendas de raya, ni los regímenes autoritarios que abusaban de las debilidades humanas, las causas que perturbaban a la población rural mexicana. Todo un conjunto de hechos que señalaba la exclusión de las ideas y gente rurales de una vida de progreso que sólo se manifestaba en la metrópoli, constituía la esencia de una situación que existía en continuada crisis. La población rural consideraba, intuitivamente, la necesidad de organizar un propio régimen o la transformación de sus medios y condiciones de vida en una comunidad más acorde a la civilización.
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