Presentación de Omar CortésCapítulo primero - Apartado 1 - Centenario de la IndependenciaCapítulo primero - Apartado 3 - El Partido Liberal Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 1 - PAZ DE UN RÉGIMEN

ORÍGENES DEL RÉGIMEN PORFIRISTA




En 1910, el concierto político y social de México no podía ser ya el correspondiente a una eufonía espiritual, ni a la representación armónica de fuertes y débiles, ni a la unidad de un carácter nacional, ni a las vibraciones de los ayes y contextos de la sociedad, ni a la sinergia de una política crítica. El concierto de México, hacia el año de la conmemoración nacional, pertenecía a las consecuencias de un empirismo político hecho mecánica dentro del sistema de mando y gobierno de la República, y al cual se distinguía con el nombre de régimen porfirista.

Apellidábase régimen porfirista, no sólo por las características muy de suyo —y esto no obstante que era una estructura sobrepuesta a los preceptos de la Constitución de 1857, que estaba en vigor—, antes porque lo acaudillaba con prestancia y pulso, conocimiento y causa, patriotismo y rectitud el general Porfirio Díaz.

Este, si ciertamente no había hecho un régimen a su capricho o designio individual, puesto que tal régimen provenía de las ideas formativas del gobierno republicano organizado, presidido y dirigido por Benito Juárez, sí le había dado toda su voluntad, inteligencia e interés, con lo cual pudo convertirlo en un conjunto de reglas inseparables; también en un organismo de vasta y excesiva autoridad; tan vasta y excesiva, que a menudo lesionaba los modos más elementales de la libertad y ultrajaba los racionales y constitucionales derechos del individuo.

Así y todo, el general Díaz poseía innegables cualidades personales, que mucho le servían para dar realce a su autoridad particular, la cual, por supuesto, se reflejaba de manera directa y certera sobre el poderoso sentido de autoridad que había ganado el gobierno nacional. Y Díaz, ciertamente, llevaba una vida honesta; y por estar siempre atento a las funciones de su mando, parecía un vigilante impertérrito del orden público. Tanto, en realidad, era su celo por la paz y dignidad de la República que no hay momento de su carrera política y militar durante el cual se ponga en duda su patriotismo. Conducía el gobierno de la Nación con grave severidad, y como siempre estaba temeroso de la iniciativa o del talento individuales que solían manifestarse, aunque tímidamente, al margen de la jurisdicción específica del Estado, el general Díaz no vacilaba en acudir a remedios de carácter muy personal, con lo cual, para el vulgo, daba las apariencias de ser gobernante inconsiderado; y entre lo que opinaba la gente del común y los recelos del Presidente existía tanta incompatibilidad, que si no en la superficie, sí en el fondo, se suscitaban cuestiones que a veces marchitaban o empequeñecían la vida de la Nación.

Despreciaba el presidente Díaz todo lo novedoso. De aquí, la rutina de su gobierno, la continuidad de las instituciones y la perseverancia y obediencia de sus amigos. Y si es verdad que eso sirvió para dar cauce y dilatación a una paz doméstica que parecía perpetua, también es cierto que el país consideró la inamovilidad de los funcionarios y procedimientos del régimen porfirista como actos detentatorios, y por lo mismo, tanto el vulgo como la clase media ilustrada e independiente, no hallaron otro vocablo más adecuado para calificar el estado de cosas que existía en torno al general Díaz, que el de dictadura; aunque en ocasiones también emplearon el vocablo tiranía.

Sin embargo, todos los apelativos empleados en la época, tratando de juzgar la situación política, más que resultado de una función exacta y verdadera que sirviese para hacer juicio acerca del gobierno porfirista, venían de la apariencia que dan los gobernantes cuando en lugar de seguir el camino de las composiciones armónicas de la sociedad, optan por el ejercicio y poder de los caprichos personales.

De esta falta, irreconciliable siempre con los más sencillos derechos públicos y privados, se originó un descontento de orden político que empezó a abrasar a los mexicanos en los albores de nuestro siglo (Tómese en cuenta que este ensayo fue escrito en el siglo XX. Nota de Omar Cortés); descontento que, partiendo de la media ilustración en la ciudad de México, fue abriéndose paso hacia las clases rurales, y como éstas tenían sus propios problemas sobre los cuales el general Díaz sólo había considerado el de una seguridad para individuos y comunidades, no fue difícil que allí, la oposición literaria y política al general Díaz, se convirtiera en espíritu subversivo y con ello se formase un ambiente de venganzas personales. De una venganza todavía mayor: la venganza del pueblo rústico contra la metrópoli placentera, cortesana y egoísta; porque para la mayoría de la república, muchos eran los privilegios de mando y riqueza que poseía la ciudad de México; y como a la realidad cruda se asociaba lo imaginativo de un pueblo separado y apartadizo del Estado, lo que eran manifestaciones aisladas de inquietudes y temores, poco a poco fueron haciéndose una parcialidad sin jefatura, pero de todas maneras amenazante a la tranquilidad nacional. En esa parcialidad, dentro de la cual cabían todas las actividades antiporfiristas correspondientes a los primeros diez años de nuestro siglo, no se hallarán genialidades literarias o políticas, filosóficas o sociales. Registrará, en cambio, impulsos heroicos, intuiciones populares, caracterizaciones de pensamientos humanos, realidades transigentes y concordantes, ensueños nebulosos, pero elocuentes.

Todo eso corresponderá a las representaciones de un espíritu público en formación, y por lo mismo, tales representaciones no tendrán las prelusiones doctrinales con que suelen anunciarse los grandes acontecimientos políticos; y es que si de un lado, la vida verdaderamente mexicana se escondía entre los numerosos pliegues de las clases rurales y eran éstas los fermentos de un futuro nacional; de otro lado, en tales días, el individuo de la ilustración media se sentía espiritualmente oprimido, puesto que no era posible vencer en lides democráticas al gobierno personal en un país donde existía, de hecho, una sola ciudad. De aquí, la desesperanza de que la masa rústica de México pudiese tener acceso evolutivo a las altas fuentes del mando y gobierno de la República.

Tan triste y amargo se presentaba el panorama del talento y pensamiento no oficialistas, que en el nacimiento del siglo, los trabajos del antiporfirismo fueron de mucha timidez y pobreza. Dirigíanse no tanto a promover una obra doctrinal en favor de las libertades públicas, cuanto a censurar las partes accesorias del régimen porfirista. De esto da idea la hoja periódica Regeneración, fundada y dirigida (1901) por Jesús y Ricardo Flores Magón (Muy grave resulta que un historiador de la talla de José C. Valadés cometa el imperdonable e incomprensible error de fechar el año 1901 como inicio de Regeneración, cuando es sabido que aparece en agosto de 1900. Nota de Omar Cortés). Y en efecto, Regeneración estaba dedicada alzar la voz popular contra un viciado sistema judicial, que mermaba los valores morales de la Justicia y del Pueblo.

El periódico de los Flores Magón, no constituía una amenaza al orden público; pero el gobierno supuso que Regeneración podía ser más adelante centro hacia el cual convergiera la bohemia siempre capaz de vender su alma al diablo, por el goce de cometer algún dislate hablado o escrito; y debido a todo eso, el juez Juan Pérez de León, grave y sañudo, encargado por su habilidad y experiencia de fichar, vigilar y perseguir en la capital de la república a todo aquel aficionado a la pluma belicosa o juguetona, firmó dictamen suspendiendo la publicación y decretando la prisión para los Flores Magón.

Y no estaba mal orientado el gobierno; porque si no en torno a los directores de Regeneración, presos ya en la cárcel de Belén, sí dentro de una escuela política que nacía sin preliminares de doctrina ni caudillos iluminados, pero con certeza de juicio popular, estaban otras publicaciones periódicas: El Hijo del Ahuizote, de Daniel Cabrera; Excélsior, editado por Santiago de la Hoz y Vésper, dirigido por Juana B. Gutiérrez de Mendoza.

Nada extraordinario contenían esas publicaciones a no ser la osadía de dilatar un ambiente hostil al porfirismo; ahora que tal tarea la llevaban al cabo con cierto comedimiento; y esto no tanto por temer al gobierno que conducía una política tolerante hacia las publicaciones periódicas independientes, mientras éstas no se excedíah en críticas, sobre todo referentes a la vida privada de los funcionarios públicos, cuanto por saber que la opinión general en la capital, desdeñaba lo que estaba destinado a alterar la paz.

Y, en efecto, el sentir metropolitano, guiado no solamente por las figuras ornamentales del régimen, antes también por los progresos en los valores mercantiles y de la propiedad urbana, era tan favorable al porfirismo, que los periodistas de la oposición, todos noveles en las letras y política, más parecían dedicados a esparcimientos personales que a dirigir una empresa antiporfirista. Además, como el Presidente se había preocupado en mantener dos y tres grupos de la política administrativa en constante pugna, de manera que el país experimentara en algunas ocasiones los aires de la libre discusión, la prensa periódica de la oposición, discretamente servía a un grupo u otro grupo de superficie, y por lo mismo no contrariaba los designios de fondo que perseguía el general Díaz.

Sin embargo, no faltaban las excepciones. Vésper, insertando algunos apartes de La Conquista del pan, libro del anarquista Pedro Kropotkin,- advertía, aunque en lejanía, la posibilidad de que las ideas sociales europeas pudiesen hallar plaza en México. Mas esto sólo era una advertencia, porque el país vivía ayuno de idearios, mientras que en los mundos europeo y noramericano, la política abría curso a los programas de todas las liberalidades y principios.
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