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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO PRIMERO
CAPÍTULO 1 - PAZ DE REGIMEN
EL IMPERIO DEL CENTRO
Las manifestaciones reyistas así como el movimiento liberal registrado en México durante la primera década del siglo, no podían ser considerados como el espíritu público. Este, en la realidad, estaba desterrado del país y no tanto por las formas del despostismo que los funcionarios inferiores daban al régimen porfirista, cuanto por el gran peso que la masa rural descargaba sobre la República, de manera que aun cuando el gobierno hubiese deseado la libre función de la democracia política o la efectividad del Sufragio Universal, el propio gobierno fracasa, porque era tan limitado el número de ciudadanos y tan pequeñas las posibilidades de que se produjera una evolución rural, que no existían las bases para llevar a cabo tales prácticas políticas.
La política no era en México hacia los días que recorremos,
afición ni profesionalidad. La política correspondía a la rama administrativa. Y ¿cómo podía ser de otro modo, si el pueblo, dividido en numerosas familias lingüísticas, por una parte; repartido en caprichosas comunidades y extenuado por las miserias de la geografía, por otra parte, no era correspondiente
al desarrollo y disposiciones del Estado?
Sin embargo, dentro de la reducida clase mexicana que gustaba hacer ensayos de pequeña ilustración, había individuos que, sin manifestaciones espectaculares, se dedicaban a pensar acerca de los negocios públicos que se presentaban a la vista. Esta clase se desenvolvía principalmente en las poblaciones de las zonas costaneras; también en las de tierra dentro, donde entre el ocio y la ingenuidad pueblerinos podían considerarse con más credulidad las cuestiones políticas.
No tenían, como es natural, tan aisladas como cortas manifestaciones de los sentimientos localistas y populares una característica de unidad. Carecían de las virtudes del entendimiento; pero ¿no un futuro, en el cual surgiesen los líderes, sería capaz de darle comunión y fuerza? ¿No lo que ahora estaba separado y diseminado y por lo mismo era endeble podría reunirse como medio para crear un cuerpo nacional, lo que sólo era nacional de apellido; porque el localismo constituía, no como partido, sino a manera de realidad mexicana, la parte más despreciada de México?
Con señalado disgusto se hablaba en el país no tanto del
régimen porfirista, cuanto de los males que el Centro ocasionaba a la República. En este vocablo Centro, la gente de las localidades reunía a todas las artes e industrias, ya políticas, ya económicas que daban vida y esplendor exclusivamente a la ciudad de México, y que con lo mismo empequeñecían el pan y la luz de villas y pueblos, aldeas y rancherías de la República.
Si algún motivo de descontento notorio existía en el México
de nuestro siglo era ese: el de una grandísima desemejanza en la manera de vivir del lugareño y del metropolitano. Y la impopularidad de la capital provenía, especialmente, de que ésta no se acrecentaba para dar calor a quienes deseasen ir a habitarla, sino que crecía para tener más fuerza de dominación. La política que el régimen porfirista seguía en torno al
desarrollo de la metrópoli era consecuencia de la política adoptada en lo que hacía a la absorción de un gobierno central, autoritario y único, de manera que la ciudad de México llegó a ser el principal blanco que el régimen porfirista presentaba para sus enemigos.
Por todo esto, mientras que la oposición al gobierno del
general Díaz fue urbana, el porfirismo no pudo sentir amenaza alguna a su estabilidad. Como en todos los pueblos rurales, mientras la masa rústica acepta la sojuzgación, la vida no se altera en ninguno de sus órdenes.
Sin estudiar, puesto que el porfirismo no era problema de
voluntad, sino de obligación; sin estudiar, ese estado de ánimo rural pasaba inadvertido para el general Díaz y los caudillos del régimen. Mientras que en los campos todo marchase pacíficamente, no había por qué entrar en preocupaciones o procuraciones.
Había una causa más por la cual la molestia y mortificación
nacionales se achacaban al Centro y no a don Porfirio. Esto se debía a que hablando mal del Centro, la gente no personalizaba y con lo mismo no ofendía al general Díaz; pero sí señalaba la existencia de un problema; y de un problema de muchas consideraciones para el bien de la República.
Mas todos estos hechos, originados en la mentalidad rústica,
no podían ser perdurables. Mientras que no existiese un partido localista o un caudillo localista, el gobierno del general Díaz, entregado a los dorados ensueños de la ciudad de México, estaba en condiciones de continuar dentro del orden y la tranquilidad, gozando del crédito que proporciona a los regímenes políticos el poder autoritario.
Un cambio, pues, si no dentro de la naturaleza política del
porfirismo, sí en la forma de ser y pensar de la gran masa rural mexicana, podía sobrevenir a cualquier momento. Las condiciones del pueblo rústico no eran de aquellas capaces de invariabilidad; y esto no porque la hacienda, o el latifundio, o el analfabetismo, o el caciquismo, o la pobreza estuviesen exterminando a la población o tuviesen desasosegado al pueblo rústico. Esto, tampoco debido a que el labriego no fuese propietario de la tierra, o gimiese por los bajos salarios, o estuviese esclavizado. Esto todo, porque esa gran masa nacional no concurría a las funciones civiles o administrativas políticas o económicas de la nación mexicana. Además, carecía la vida rural de los instrumentos que el progreso había otorgado a las repúblicas, para que dentro de éstas emergiera la ambición humana. En medio de aquella rutina de la hacienda y del peón, del labriego y del barillero, del cura y del arriero podía transcurrir un siglo más; quizás dos siglos sin que tal gente tuviese un incentivo, un solo incentivo capaz de ponerla sobre el camino de un progreso o del de otra dicha que no fuese precisamente la de un orden estricto o de una paz consecuente.
La declinación de los esfuerzos de los liberales potosinos,
pudo probar, que las hondas cuestiones que encerraba el problema del apaciguamiento rural no serían dirimidas mientras no emanasen de la propia clase rural. Y tan cierto era esto, que a la primera manifestación de un caudillo del campo, el país entraría a la vía de las inquietudes; ahora que ese caudillo debería poseer méritos no del pasado, sino para lo futuro. Sin
desinterés y audacia, sin responsabilidad práctica y culto al pueblo, no era posible concebir al hombre capaz de conmover a México frente a una figura de tantas dimensiones como el general Porfirio Díaz.
Así y todo ese caudillo iba a surgir; y surgió de actividades
democráticas pueblerinas; pero como era de recio y resuelto carácter y a semejanza de la clase rural mexicana; y era osado, tan osado como el pueblo rústico quería ser, para vencer a las pinzas de acero que usaba el Centro a fin de mantener la quietud y mansedumbre de la población del campo, pronto
penetró en el alma popular, que a propósito quiso ignorar si se trataba de un hombre culto o inculto, rico o pobre, ilusivo o práctico, católico o protestante, honesto o deshonesto. La gran población mexicana deseosa de romper el hilo de las costumbres inveteradas que obligadamente establecían que
hijo de peón, peón sería siempre, quería y buscaba un adalid. Y el adalid apareció en un pueblo de algodoneros, guayuleros y rancheros. Ese lugar fue San Pedro (Coahuila); el líder, Francisco Ignacio Madero.
Era éste de purísima cepa rural. Correspondía, ciertamente,
a la clase superior rural de México. Poseía una clásica tradición rural; y de lo mismo le venían su mentalidad perseverante, pero osada; sus designios valientes, pero reflexivos.
Nieto de Evaristo Madero, audaz empresario de tierras y campos labrantíos e hijo de Francisco Madero Hernández, también hombre de campo, Francisco Ignacio nació el 30 de octubre de 1873 en la hacienda El Rosario (Coahuila); y vio transcurrir su infancia entre una zozobra y otra zozobra de sus familiares; pues el niño, dejando a su parte lo enfermizo,
preocupaba a sus mayores por su soledad meditativa; tal vez melancólica, a la cual se entregaba muy a menudo.
No gustaba al pequeño estudiar al unísono de sus condiscípulos; porque parecía ser como un hombre grande dedicado a muchos negocios. Su maestra en primeras letras sentía la desesperanza ante aquel niño callado, siempre callado y hundido corporalmente tras del pupitre.
A la edad de doce años, Francisco fue llevado al colegio de
San Juan en Saltillo; y allí, bajo la tutela de los jesuítas se creyó llamado al camino de la salvación eterna, ahora que tal vacación fue momentánea. Desapareció casi al mismo tiempo que sus padres le enviaban a un colegio de Baltimore (Estados Unidos), y cuando llegó a la edad de catorce años fue trasladado a Francia, donde, ya en posesión de la lengua extranjera, pasó a estudiar en la Escuela de Altos Estudios Comerciales; pues sus
progenitores querían que hiciera carrera mercantil y bancaria, que le sería útil para acrecentar los bienes rurales de su familia.
Quizás sin quererlo, Francisco Ignacio se unió a las características de Francia; porque todo lo de ese país producía en él admiración y respeto: lo ordenado y cumplido de sus instituciones políticas; lo metódico en la enseñanza escolar; la liberalidad de su legislación mercantil; la sistemática formación de industrias y bancos; el inigualable adelanto de la República; el cosmopolitismo y la belleza física de París.
Aquí también, entregado a la lectura de los maestros del
espiritualismo, construyó su fe filosófica; hizo de su moral personal una revelación estricta e invariable; amó los más puros principios de la vida natural; estableció frías reglas para su alimentación; se instruyó acerca de las instituciones republicanas; hizo para sí propio un espíritu tolerante y
prudente y sintió la necesidad de desatar las ambiciones del individuo, siempre que tales ambiciones condujeran a hacer el bien y felicidad de todos.
Cinco años vivió Francisco Ignacio Madero en Europa.
Regresó a México para reintegrarse a la vida rural; y como quiso su independencia personal, pero sin menoscabar los lazos de familia que mucho amaba y respetaba, se estableció en San Pedro, y allí empezó a labrar su fortuna privada. Y esto lo hizo con tanta laboriosidad, orden y talento, que en el discurso de una década logró provechos de cuantía.
Estaba Madero entregado a los negocios rurales, cuando
sintió en él lo mismo que sentía la mayoritaria población mexicana: la necesidad de dar valimiento al localismo político y económico frente al imperio del Centro.
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