Presentación de Omar CortésCapítulo primero. Apartado 5 - El imperio del CentroCapítulo primero. Apartado 7 - La nacionalidad económica Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 1 - PAZ DE REGIMEN

LA LUCHA DEL LOCALISMO




Sin desconocer, puesto que era individuo acostumbrado a la reflexión, que muchos y grandes serían los obstáculos y amenazas que hallaría en una lucha política contra el Centro, y provisto de un plan de vastas proporciones, Madero empezó por establecer el principio de la autodeterminación localista, con el cual atacaba uno de los principales males que padecía la República, y que el régimen porfirista creía poder redimir no con libertades políticas y electorales, sino con las funciones prácticas y vigorosas que en materia de orden llevaban a cabo las prefecturas o jefaturas políticas, o bien usando la fuerza, siempre amenazante y efectiva, de los cuerpos rurales convenientemente establecidos en todo el país.

Previamente enterado, pues, de los males que afligían al país, Madero, en aras de las libertades democráticas que había aprendido a amar durante los años que de su educación corrieron en Francia, a manera de representación de los intuitivos propósitos de la clase rural mexicana y agigantado por su rebosante talento, cogió en sus manos la bandera del localismo político e hizo de San Pedro el punto desde el cual comenzó (1904) una lucha democrática; pero principalmente,de democracia electoral, que pronto dilataría a toda la Nación.

Al efecto, Madero no sólo fundó clubes políticos, editó un periódico independiente y participó como adalid de una nueva causa en las elecciones municipales sampedranas, sino que advirtió la necesidad de hacer presente al país un ideario político nacional.

Aunque el episodio electoral dirigido por Madero en San Pedro no fue venturoso, de todas maneras, el alma intrépida a par de generosa, pertinaz y severa del líder político, pronto hubo de tener no sólo el arresto lugareño, antes también de la idea universal de la democracia. Paz, decía Madero, pero paz con libertad. Porfirismo, agregaba, mas un porfirismo con democracia electoral. Y estas afirmaciones hacían creer al comienzo de la empresa, que aquel novel político vivía en los ensueños, aunque por la administración y dirección que daba a su hacienda y por su carácter inquieto y audaz, bien se comprendía que dentro del adalid existía un hombre práctico y capaz de realizar lo que se proponía en mente.

Tan versado y diestro era Madero en la realización de las cosas útiles y necesarias, que en seguida de la gimnasia electoral efectuada en San Pedro, que le acarreó la simpatía del mundo rural que le circundaba y que dentro de su rusticidad alimentaba grandes y ambiciosos proyectos, y sirviéndose de la experiencia política ganada por los socios del club Benito Juárez, que así se llamaba el agrupamiento propio a la lucha sampedrana, el adalid empezó a acrecentar sus actividades democráticas al estado de Coahuila; y aunque en esa segunda parte (1905) tampoco le acompañó el triunfo, tal tarea le sirvió para considerar la fuerza que representa el líder en una batalla política y electoral. Así, dueño de una experiencia y un secreto que no todos los hombres tienen la oportunidad de atisbar y conocer. Madero, sin abandonar las constumbres y dejos pueblerinos que tanto mandaban en él, se dispuso a tareas mayores; pero sin olvidar, puesto que bien sabido lo tenía, que el meollo de un movimiento democrático, podía fiarse, más que en el ataque personal y directo al general Porfirio Díaz, en movilizar a las poblaciones y gente que correspondiendo a la vida rural sojuzgaba el centro. Por esto, el hallazgo que Madero hizo de ese mal principal, que tanto perjudicaba al pueblo y gobierno de la República, constituyó la primera parte de la obra política a la cual el propio Madero dedicaría sus días y entregaría su existencia.

Esta inspiración que iluminó a Madero, no se produjo únicamente por las observaciones en torno a la vida sampedrana y de otras localidades coahuilenses. Prodújose de los dramas, a veces muy intensos, que ocurrían en el país, sobre todo cuando se trataba de las partes más atrasadas de la gente rústica; de la gente a la cual, ya por desdén, ya por no tener apellido adecuado, se la llamaba india o indígena, con lo cual se la separaba de otros filamentos nacionales que ocupaban el estadio superior en el concierto del país.

Pues bien: uno de esos dramas que conturbaban el alma de los mexicanos era el que se desarrollaba en el valle de Guaymas, del estado de Sonora. Aquí, a pesar de que el régimen porfirista proclamaba la paz indefectible como doctrina oficial de México, los temas del terror y la congoja, la autoridad y el recelo, la propiedad y la libertad eran capítulos centrales de una historia amarga e incompatible con los orígenes de la patria mexicana, puesto que la familia yaqui, dueña tradicionalmente de las riberas del río del mismo nombre, era objeto del despojo y la persecución. En efecto, el régimen porfirista no sólo había llevado, sino que mantenía la guerra en la región del Yaqui.

La lucha de los yaquis, a quienes el mundo oficial de la historia, del periodismo, de la milicia, de la política y de la geografía llamaban indios; y esto no sólo por desdén a la miseria e ignorancia de tal familia, antes también para separar a los yaquis de la comunidad mexicana y justificar con lo mismo los atropellos de que se les hacía objeto; la lucha de los yaquis, se repite, dejando a su parte el odio indígena al yori, el blanco, estaba inspirada en dos principios: uno humano; otro civil.

Pedían los yaquis el derecho y libertad de administrar sus pueblos, puesto que constituían entidades locales o municipales. Pedían asimismo, el reconocimiento de sus derechos de propiedad como garantía de sus vidas e intereses. Esto no obstante, el régimen porfirista, que había acrecentado el culto al orden, en vez de traer a la necesaria consideración de las cosas, los legales y justos designios de la familia nativa del río Yaqui, llevó sus soldados y con esto la guerra al valle de Guaymas y la Sierra del Bacatete, con el propósito de exterminar a aquella familia trabajadora y honesta, acusándola de rebeldía a la causa de la civilización y paz de la República.

Numerosas páginas de heroísmo dio aquella guerra a los yaquis; y como ni las armas ni los tratos fuesen bastantes para el reconocimiento de los derechos locales y populares, puesto que toda la situación en la región del Yaqui emanaba de los atropellos y excesos de las autoridades civiles y militares del Centro, el régimen porfirista optó por secuestrar a los yaquis no beligerantes, ya mujeres, ya ancianos, ya niños, para enviarlos, como segregados y expulsos de la comunidad de origen, a la península de Yucatán, donde obligadamente deberían servir a las haciendas. Otros de los secuestrados, eran entregados a los enganchadores, para que éstos, a su vez, los destinaran al peonaje en puntos distantes de Sonora, pero principalmente en los campos tabaqueros del Valle Nacional.

Tan impropio como anticonstitucional procedimiento señalaba cuán grande abismo separaba al mando y gobierno de la nación mexicana de la vida del pueblo indígena de México, con lo cual, oficialmente, la masa rural más pobre, ya de habla española, ya correspondiente a las lenguas nativas, no pertenecía a la población nacional. Y tan corrompida estaba la idea acerca de la composición etnológica de México, que en las esferas más atrasadas del país eran llamados mexicanos los individuos que poseían algún bien material o tenían una manera completa de expresarse, o iban en afanes laborales o mercantiles de un pueblo a otro pueblo, o pertenecían, ora a una corporación religiosa, ora a un establecimiento oficial. Fuera de esa clasificación, tan arbitraria como forzada, el resto de la población de México llevaba el apellido de india.

Este hecho, que dividía moral y físicamente a los mexicanos, si de un lado deprimía hondamente a la patria, de otro lado anunciaba la cercanía de un cataclismo humano; de naturaleza política, también; porque ¿cómo era posible que un pueblo eminentemente indígena fuese víctima, dentro de su propio suelo, de una clase racial superior? ¿Dónde, de seguir ese sistema de discriminación, podía estar la unidad y manifestación de la nacionalidad mexicana? Y, ¿no sería esa desunidad lo que llevaría a los mexicanos hacia los nuevos designios conocidos más tarde como doctrinas de la Revolución?

En la realidad, esa supuesta clase racial superior, no dominaba precisamente como clase, al país. Lo que dominaba a la Nación, no tanto por dictamen constitucional, cuanto por el desdén que merecía el gran cuadro de las miserias rurales, era la ciudad de México, donde además de los Poderes Públicos, estaba un grupo selecto mexicano al cual se había incorporado otro grupo selecto y poderoso extranjero, que representaba fuertes intereses del exterior.

Tanto, en efecto, era lo atesorado en la metrópoli, que fuera de la ciudad todo parecía primitivo e incivilizado, y por lo mismo, contrario al credo porfirista acerca del orden y progreso; ahora que con la discriminación de la población rural o mal llamada india, se originaban tantas reyertas y querellas de aparentes motivos pueblerinos, pero que en el fondo denotaban la reacción que se operaba dentro de la rusticidad nacional en su anticipo de incorporación a la vida y oficios plenos e integrales de México, que todo hacía creer que aquella forma de gobernar era insustituible.

De esta suerte, si se observa el desarrollo de esa parte de la población mexicana, que hacia la primera década de nuestro siglo vivía al margen de los acontecimientos de la política, del dinero, de la administración, de las instituciones políticas nacionales, de los sistemas pedagógicos, de la inspiración emprendedora y del progreso que en otros órdenes alcanzaba el país bajo los auspicios del presidente Díaz; si se observa, se dice, el desenvolvimiento de aquellos días y de la población mexicana, se podrá advertir cómo, intuitivamente, el pueblo de México creía en la posibilidad de una nueva composición de nacionalidad precisa y justa, capaz de dar el conjunto de cualidades que constituyen a una nación.
Presentación de Omar CortésCapítulo primero. Apartado 5 - El imperio del CentroCapítulo primero. Apartado 7 - La nacionalidad económica Biblioteca Virtual Antorcha