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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO PRIMERO
CAPÍTULO 2 - LA SUCESIÓN
EL GENERAL BERNARDO REYES
Mientras los liberales experimentaban el golpe producido por un generoso corazón contra la pared del pecho porfirista, el reyismo, que poseía a la vez substancia y veneno antiporfirista, era calor latente, aunque tratando de ser oculto y misterioso.
Reyes, después de haber sido despedido del gabinete de don
Porfirio, como consecuencia de las actividades políticas que llevaba a cabo tras de la cortina llamada Segunda reserva del Ejército, quedó como gobernador del estado de Nuevo León; aunque sin faltar a la lealtad al presidente de la República, observaba desde Monterrey con su ambiciosa mirada, cómo se abría en el país el gran período de una gestación. Mas, ¿gestación de qué? ¿Quién lo sabía?
Como el general Reyes era muy laborioso y no trataba de
dar auge y preponderancia únicamente al gobierno del estado, sino que pretendía ser un poder mágico para aprovechar la pequeña, pero firme riqueza que en minerales y gente poseía la región bajo su mando, su personalidad no se opacaba dentro del dilatado círculo de la presidencialidad, y esto a pesar de que no faltaban dislates de sus subordinados, con los cuales éstos
empañaban la carrera del reyismo.
Los días iban acrecentando la figura de Reyes, más que por
méritos políticos personales, por creérsele hombre de tanto pulso que no sólo tenía aptitudes para suceder a don Porfirio en el imperio del orden, sino también cualidades para enfrentarse al presidente de la República en el caso de que éste, obcecadamente, insistiera en continuar con el mando y gobierno de
la Nación.
No anidaba, sin embargo, el general Reyes las cualidades que
le atribuían los amigos, partidos y el vulgo. No escaseaban, ciertamente, en él, el pundonor militar, ni la rectitud administrativa, ni el porte de una educación política; pero le sojuzgaba la idea de quien, hecho parte del régimen porfirista, no admitía ninguna posibilidad de alterar el orden establecido por don Porfirio.
Mas si Reyes no comprendía la necesidad y la ambición de
un cambio político, y era terco y confiado respecto a la inalterabilidad de los hombres y cosas del régimen porfirista, no pensaba lo mismo el general Díaz. A éste, le alarmaba no tanto el ruido sordo y constante del reyismo que parecía conformarse con ganar pacíficamente para su caudillo la vicepresidencia de la República, cuanto las simpatías populares entre la oficialidad del ejército federal significada como reyista. Esto, aunque siempre exagerado por voces interesadas, empezaba a ser problema visible al país, de manera que el general Díaz sintió una amenaza con calificación propia; amenaza que podía dilatarse y formar espíritu dentro de las filas del ejército.
Dueño de este temor, que por otro lado le alimentaban los
enemigos de Reyes, el general Díaz mandó que el secretario de Gobernación hiciera notorio un sistema de vigilancia sobre el gobernador de Nuevo León, de manera que éste estuviera advertido de la inoportunidad de cualquier actitud ofensiva al presidente de la República; y ello, a pesar de que el general Díaz, dejando a su parte las manifestaciones populares en favor de los
oficiales del ejército que se suponía reyistas, no tenía prueba alguna denotante de que Reyes acariciaba propósitos rebeldes.
Sin embargo, como la vigilancia no cambiaba la vida rutinaria del gobernador ni los reyistas dejaban de hacer representaciones de simpatía y partidismo hacia Reyes, el celo del Presidente fue mayor y creyó conveniente aplicar su vieja táctica política; y, al efecto, sin consideración alguna, ordenó que el general Reyes entregara el gobierno de Nuevo León, lo cual hizo el general sin titubeos ni reproches, puesto que bien interiorizado estaba de los métodos autoritarios del régimen porfirista al cual servía.
Si Reyes aceptó callada y resignadamente la orden de don
Porfirio, en cambio, para el mundo popular, la actitud del caído gobernador fue considerada como un acto de debilidad, y la gente que había creído en aquel caudillo empezó a desertar del reyismo.
Así y todo, el Presidente al través de los razonamientos que
ocurren a la mente de quienes se engríen demasiado a su autoridad y fama, seguía creyendo en la amenaza que para la tranquilidad pública representaban Reyes y el reyismo; porque considerando, lo que debió considerar, lo que el naciente espíritu público decía, ¿qué otro mexicano, si no el general
Bernardo Reyes, quien estaba adornado de leyenda heroica, un tanto de artificio político y una tercia última de falsos talento y decisión, podía ser su rival, sobre todo rival a sus siempre ejecutivos designios?
Esta preocupación, que acudía incesantemente a la mente
del general Díaz como proemio de un drama, hizo que el Presidente, con el pulso que había hecho su fama de hombre de mando, se resolviera a dar el golpe final y definitivo a Reyes, y al efecto, ordenó que éste saliera de suelo nacional. ¡Dios perdone al general Díaz y salve al país! fue la exclamación única del general Reyes al conocer la resolución de don Porfirio,
y como si el destierro dictado por el Presidente hubiese sido un
delito nefando y no una medida propia al orden político, del cual el propio Reyes fue siempre instrumento fiel y a veces excesivo.
No se contentó el Presidente con hacer de Reyes un expulso; no le fue bastante humillar a su antiguo colaborador. No sintió que era suficiente aquel castigo para reiterar su poder personal de manera que ni la espada ni la pluma tuviesen derecho de anticiparse a los designios presidenciales; y, al efecto, mandó que la vigilancia sobre Reyes fuese llevada más allá del suelo mexicano. Mandó también que el licenciado José
López Portillo y Rojas, representante principal del reyismo, fuese conducido a prisión mediante un indecoroso enredo judicial urdido por el Gobierno.
Con tales sucesos, terminó el reyismo como columna política. Asimismo se puso en duda la continuidad del régimen porfirista, porque si es verdad que el general Reyes permaneciendo en el país no habría podido evitar el desarrollo y triunfo de la idea popular, más práctica que teórica, de unir
todas las partes del mundo mexicano para hacer el todo del cuerpo nacional, cuando menos mantiene en el alma nacional la idea de que el porfirismo era indivisible y perenne.
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