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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO PRIMERO
CAPÍTULO 3 - EL MUNDO
LOS PAÍSES DE HABLA ESPAÑOLA
Existe un conjunto humano constituido por las Repúblicas americanas de habla lusoespañola, que si no produce alta ciencia ni corresponde a la edad de la riqueza física y de la inventiva; del acero y del cemento, sí es espíritu de la naturaleza. Pues
bien: en tal conjunto -y llámanlo unos, por craso engaño, iberoamericano; otros le dicen, por rivalidad internacional, latinoamericano— se ensayan los principios democráticos, no siempre con fortuna, y esto no por otra cosa, sino debido a que tales pueblos son eminentemente rurales.
Sin embargo, en Uruguay, José Batlle Ordóñez presenta un
singular programa de reformas políticas y sociales: Jornada de
ocho horas, seguro social, intervención estatal en los monopolios,
divorcio, gobierno colectivo; y en Argentina se lleva
a cabo una gran experiencia sobre el sufragio universal y el
voto secreto.
Chile vive, políticamente, los días de la tolerancia de
partidos y de los presidentes nominales, mientras en Perú, aunque con mucha moderación, Augusto B. Leguía considera la condición de las clases rurales, y censura a los poderosos terratenientes dueños del poder público.
Las Repúblicas de Colombia y Venezuela caminan en medio
de numerosas penalidades, causadas a aquélla por las rivalidades
de liberales y conservadores; a ésta, por las zozobras que
produce el gobierno personal de Cipriano Castro. Brasil, en
cambio, ve florecer las esperanzas de un gobierno civil y de una
democracia política y electoral con la candidatura del eminente
jurista Ruy Barbosa.
Después de esa vista hacia los países sudamericanos, se
observa una situación amarga y angustiosa en las Repúblicas de
Centro América. Aquí, con la propensión a favorecer los
intereses de Guatemala, se proyecta una asociación de dichas
Repúblicas; pero como tal unionismo tiene la característica de lo
opresivo y no de lo voluntario, la República de El Salvador pide
el apoyo moral y diplomático de México, para salvarse de una
amenazante sojuzgación; y con esto, en la realidad, termina la
empresa unionista; ahora que no por eso se salvan las naciones
centroamericanas de hondos resentimientos.
Acrecentada la infidelidad de esa parte del Continente, el
gobierno guatemalteco, justo en defender su soberanía; pero
escaso de razón haciendo responsable a México de sus desdichas
o supuestas desdichas, no parecía tener otro designio que reunir
vapores contra el gobierno mexicano, culpándole de violaciones
a la neutralidad y de otros atentados menos importantes, mas
siempre alarmistas y ajenos a la verdad. Esa situación entre México y Guatemala hubo de ser más difícil como consecuencia del asesinato del general
guatemalteco Lisandro Barillas, ocurrido en la capital mexicana;
porque habiendo pedido el gobierno nacional al de Guatemala,
la extradición del individuo a quien se creyó responsable de ese
crimen de naturaleza política, y negada tal petición por las
autoridades guatemaltecas, estuvo a punto de estallar un
conflicto armado entre los dos países fronteros.
Todo esto, sin embargo, conducido cuidadosamente por el
presidente Díaz, halló solución a la sombra de un buen
entendimiento entre México, las Repúblicas de América Central
y Estados Unidos; ahora que el gobierno de la Casa Blanca
parecía alentar a México hacia una política activa y determinante en los negocios centroamericanos, ya con el objeto de comprometer el crédito amistoso del gobierno mexicano, ya con el designio de llevar a México a una acción
intervencionista.
México, por su lado, dejando a su parte la cautelosa diplomacia dirigida por don Porfirio, procedía con el espíritu que siempre
anima a los países entregados a los gobiernos personales,
puesto que en las relaciones con las Repúblicas centroamericanas
reinaba una vanidosa política que consistía en señalar las
ventajas del pacifismo doméstico y de la gobernación de un
hombre con las cualidades de mando poseidas por el general
Díaz.
Examinados los negocios diplomáticos mexicanos durante
los diez primeros años del siglo actual, no es atrevido establecer
que el régimen porfirista trató de servirse de un supuesto influjo
en la política centroamericana, para dar mayor fortaleza y
desarrollo a sus relaciones con Estados Unidos y obtener, de
esta manera, más ventajas en los asuntos que tenía pendientes
en Washington y que estaban empolvándose debido a la política
de larga espera que, con maña y paciencia, seguía el gobierno
norteamericano en sus relaciones con los pueblos continentales de
habla española.
La cancillería mexicana a su vez, como si quisiera dejar al
tiempo la extinción de la aristocracia política noramericana que
tantos males había causado al Continente con sus ímpetus de
dominación y conquista, y atenta asimismo a la diplomacia de
larga espera que llevaba el gobierno de Estados Unidos, seguía
una línea de inquebrantable prudencia y de muchas aparentes
condescendencias. Así, empezando con el permiso otorgado por
México, para que los barcos de guerra de Estados Unidos hicieran
ejercicios y maniobras dentro de la Bahía de Magdalena y establecieran una estación carbonífera en Pichilingue, y siguiendo con las reclamaciones mexicanas sobre la distribución
equitativa de las aguas de los ríos Colorado y Bravo, todo lo
presentaba al Gobierno nacional de modo ordenado, y con la
mira de llevar cada negocio a un feliz y digno final.
Y tan medidas y correspondidas superficialmente, de una y
otra parte, eran aquellas relaciones mexicanoamericanas de la
primera década de nuestro siglo, que la visita del secretario de
Estado Elihu Root a México, primero; la conferencia de los
presidentes Porfirio Díaz y William H. Taft, después fueron
caracterizaciones de la existencia de momentos propicios para
resolver todos los negocios pendientes entre ambos países.
De esta situación quiso obtener ventajas el gobierno de
México y, al efecto, puso entre los asuntos a tratar con Estados
Unidos, el concerniente a los derechos físicos sobre la zona del
Chamizal —que si de naturaleza no podía pertenecer a otro país
que no fuese México, por ocupación dependía de Estados
Unidos— logrando, el embajador de México en Washington,
Francisco León De la Barra, la firma de una convención
conforme a la cual se sometía el derecho de uno y otro país
sobre el Chamizal al arbitramento; y aunque esta convención
estaba acompañada de no pocas dudas y peligros, y más que
todo parecía ser un acontecimiento para iluminar el espíritu
patriótico de México, la diplomacia del régimen porfirista,
aunque sin lograr un fallo que pusiese al país en posesión de la
zona en controversia, ganó un puesto decoroso y, con lo mismo,
el país lució como Nación dispuesta a someter todas sus
dificultades con el exterior a los sistemas del entendimiento
pacífico.
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