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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO PRIMERO
CAPÍTULO 3 - EL MUNDO
DÍAZ Y EL PUEBLO DE ESTADOS UNIDOS
Aunque el régimen porfirista trata de hacer creer por todos los medios posibles, que sus sistemas de gobernación y administración son contemplados admirativamente en Europa y Estados Unidos y que sobre todo en este último país, hay una
simpatía creciente por la figura del general Díaz, lo cierto es que
eso no es así, ni en la esfera oficial de la Casa Blanca, ni dentro
del alma popular noramericana.
El presidente Taft, desde la conferencia con el presidente
Díaz, no parece estar totalmente convencido de la solidez del
régimen porfirista, y se propone observarlo con interés decoroso,
y al efecto, nombra embajador en México a Henry Lane Wilson; pero como éste es muy agresivo y fanático de todo lo absoluto, si no destruye las buenas razones entre los dos pueblos vecinos, sí estimula a quienes combaten al régimen de
Treinta Años.
A pesar de esa actitud del embajador, el gobierno del general
Díaz se siente seguro y tranquilo, porque habiendo pedido al de
Estados Unidos una mayor vigilancia fronteriza a fin de evitar
los contrabandos de armas y municiones, y solicitado asimismo
la cooperación noramericana para perseguir a los conspiradores
mexicanos en Texas, California y Arizona, a vuelta de las
primeras gestiones diplomáticas sobre la materia, halló el firme
y efectivo apoyo de la Casa Blanca.
Y, al efecto, las persecuciones dentro de territorio noramericano, principalmente las enderezadas a los afiliados al
Partido Liberal acaudillado por Ricardo Flores Magón, se desarrollaron violentamente, quebrándose con eso los principios del derecho de asilo que el gobierno de Estados Unidos había
otorgado a los liberales y revolucionarios mexicanos.
Ahora bien: de la opinión reservada que el gobierno de
Washington tiene respecto al régimen porfirista, no es parte el
pueblo de Estados Unidos. La voz general norteamericana habla
con señalado desdén de una dictadura porfirista y del
despotismo de don Porfirio. Un pueblo, remozado con la sangre
de ocho millones de inmigrantes —aunque éstos hablaban rudimentariamente de la constitucionalidad y de las libertades públicas que eran temas divulgados por la prensa periódica europea— sólo puede ver con horror el sistema de gobierno
personal, que no obstante todas sus tolerencias, más se acerca a
los métodos autoritarios que a los principios de la razón
humana. Así, mientras en Estados Unidos quedan atrás, o
cuando menos están neutralizadas la política mercantil del dólar
y la política aristocrática de los gobernantes y legisladores, el
general Díaz y su régimen pierden el prestigio que dentro del
pueblo norteamericano habían ganado con una era de paz que,
para el vulgo de la República del norte, significó, hacia el final
del siglo XIX, una prueba de la civilidad y progreso de México.
De esta suerte, si no se hallan signos de que el gobierno de
Estados Unidos pretendiera hacer cambiar la vida política o
económica de México y que por lo mismo desarrollara alguna
función en tal sentido, en cambio abundan las pruebas
evidencíales de que el gran mundo popular norteamericano, no
sólo se mostraba adverso al gobierno de Díaz, sino que estaba
dispuesto a favorecer todo aquello que sirviera para hacer
cambiar la situación política mexicana.
La prensa periódica, ya liberal, ya socialista, de Estados
Unidos; los adalides del movimiento obrero; las grandes
asociaciones del libre pensamiento y los partidos progresistas,
hablaban de México como de un país que debería ser emancipado
de la tiranía o de la dictadura; porque -se
preguntaban—, ¿cómo era posible, que al lado de una nación democrática existiera la esclavitud del peón, descrita y divulgada en letras emocionantes por John Kenneth Turner, o como era representada en violentas notas editoriales por el Appeal to Reason, de Eugene Debs? ¿Quién, pues, en Estados Unidos, no vería con simpatía toda tentativa para derrocar a un gobierno calificado de despótico? Los aires de la democracia y de la libertad soplaban con tanta fuerza, que el mundo civilizado estaba empeñado en que también llegaran a México.
No se correspondía dentro del suelo mexicano a aquella
corriente popular del pueblo de Estados Unidos. El permiso
sobre Bahía Magdalena y Pichilingue; los privilegios de que
gozaba el inversionismo extranjero dentro del país; las barreras,
aduanales establecidas por el gobierno de Washington a los
productos mexicanos; la ostentación del poder técnico que
hacían los empleados noramericanos en los ferrocarriles de
México; las discriminaciones de mexicanos palmarias en las
habitaciones y alimentación que tenían establecidas las
empresas mineras; los supuestos secretos diplomáticos de la
reunión Díaz-Taft, y, por fin, el linchamiento del mexicano
Antonio Rodríguez en Rock Springs, servían al objeto de apilar
leña seca para la hoguera antiyanqui dentro de México.
La masa popular mexicana, a excepción de la norteña y de
los jornaleros que iban y venían a la nación vecina, no correspondía a las sinceras y gratas inquietudes y deseos del pueblo de Estados Unidos. En cambio, bajo la inspiración de los medio ilustrados, grande era la admiración que se propagaba entre los mexicanos hacia Japón. Ignorábase qué era este país; cómo pensaban sus habitantes. Así y todo, el vulgo lo había
idealizado. Creíale una primera potencia mundial, capaz de
declarar la guerra a Estados Unidos, con la certeza de que los
japoneses tendrían un triunfo pronto y fácil. No se
consideraban las desemejanzas tan grandes de México y de tal
país oriental, ni se medían las distancias, ni se advertía la falsa
potencia industrial de Japón, ni se comprendía lo absurdo e
imposible de una alianza méxicojaponesa, que empezaba a
contar con adeptos resueltos entre los medios ilustrados. Lo
japonés, en efecto, había invadido los círculos literarios, y quién
más, quién menos, soñaba en lo que llamaban japonerías,
olvidándose que las noticias baratas acerca de tal nación eran el
producto de una singular propaganda que inundó al mundo
después de los sucesos de Puerto Arturo.
Lejos, incuestionablemente, de las realidades exteriores vivía el país en los días de septiembre de 1910, cuando, apenas
concluidas las fiestas del Centenario, empezaron a sentirse los
verdaderos síntomas de una descomposición nacional.
La desobediencia a extramuros de la ciudad de México, las
rivalidades en el seno de la familia porfirista y la tenacidad del
Antirreeleccionismo eran pruebas palmarias de que la corona de
encina que embellecía la testa del general Porfirio Díaz, ya no
estaba sobre la macicez política que tuviera fama y valimiento al
terminar el siglo XIX.
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