Presentación de Omar CortésCapítulo tercero. Apartado 5 - Díaz y el pueblo de Estados UnidosCapítulo cuarto. Apartado 2 - El Plan de San Luis Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 4 - LA GUERRA

LAS ELECCIONES DE 1910




No obstante el contento oficial durante las fiestas septembrinas de 1910, ¡qué de presagios, todos contrarios a la paz doméstica y a la posición del general Porfirio Díaz, traen los amaneceres de México!

Ignórase, puesto que no hay una competencia de partidos políticos, ni una oposición popular debidamente organizada, ni se tiene a Francisco I. Madero con aptitudes de caudillo, ni se ha empañado la autoridad porfirista, ni se ha oscurecido el brillo personal de don Porfirio; ignórase, se dice, cuál pueda ser el suceso de mañana, y esto, porque el conjunto de circunstancias, hechos e ideas, ya no tiene trabazón perfecta; trabazón que constituía el punto sustantivo del régimen porfirista.

Madero está preso en San Luis Potosí, acusado de incitar a la violencia y de ofender al presidente de la República; y entre tanto, se han efectuado (26 de junio, 1910) las elecciones nacionales.

Estas, ¡qué de sorpresas para todos! El Presidente, para medir la posibilidad de una democracia electoral, mandó que fuese construido un escenario abierto. Los partidarios del antirreeleccionismo al solo tintineo de la libertad acuden a los comicios. Ganan la mayoría de las casillas electorales en el Distrito Federal. No ejercitan ninguna violencia ni el Gobierno comete atropellos. Los ciudadanos en santa paz e inoculta alegría están de pie en el concurso. El sufragio es libre. Unos votan al general Díaz; otros a Madero. Aquél lleva en la cédula de votación a Ramón Corral como candidato vicepresidencial.

Don Porfirio va personalmente a una casilla. Es la primera vez que se le ha visto en la fila de la responsabilidad democrática. ¿Habrá cambiado de rumbo? ¿Se acercan nuevos días para la patria mexicana? Los ciudadanos, ya porfiristas, ya partidarios de Madero, están perplejos; pero asimismo gozan de aquel inesperado concierto, que repara muchas faltas; que augura grandes bienes.

También, entre la multitud de votantes están el arzobispo de México y los clérigos. Es el día cumbre de la Democracia. ¡El pueblo mexicano sí está apto para votar! El general Díaz, Limantour, Corral y los teóricos del Partido Ciéntifico han vivido en el error. ¿Cómo lo reconsiderarán?

Es tarde para retroceder. Las leyes del Estado, pueden ser mutables; las órdenes del Gobierno, no se modifican, sino a riesgo de ser causa del derrumbamiento oficial.

Pudo don Porfirio percatarse de que la República podía tentar y practicar un nuevo vivir político. Logró verificar lo que había dicho a James Creelman, en 1908. Pero, ¿estaba en aptitud de inaugurar una temporada a la que él no correspondía? Un Presidente no puede hacer todo lo que quiere; pero tiene la ventaja de esperar la coyuntura para tender los puentes que desee a fin de preparar la retirada.

Por de pronto, aunque con la seguridad de que el pueblo de México quería una renovación de sistemas políticos y que para iniciar esa renovación votaba a Madero, don Porfirio reaccionó, y sin pérdida de tiempo, la voz oficial declaró que el general Porfirio Díaz y Ramón Corral habían sido reelectos a la presidencia y vicepresidencia. Los votos al candidato antirreeleccionista Francisco I. Madero quedaron anulados, unos; contados en minoría, otros. Triunfante, pues, el oficialismo, el Gobierno dio por terminado el período electoral y demandó al pueblo la vuelta al orden preciso e indiscutible, a par de advertir el castigo que aplicaría a quien o quienes pretendiesen prolongar las inquietudes propias a las funciones eleccionarias.

Ante esto, los instructivos legales del Partido Antirreeleccionista para la competencia electoral y las pruebas documentales que el maderismo reunió con el propósito de probar el triunfo numérico de su candidato, resultaron inútiles. Los comicios no cambiaban de forma ni de fondo. El Sufragio Universal no interesó al Gobierno. Era negativo, reiteróse, para un pueblo que no tenía la costumbre de votar; que no sabía votar a partido alguno, insistir en el sufragio. Las elecciones correspondían, debido a lo anterior, a una fórmula administrativa, meramente administrativa, que se hacía pública en lo que respecta a sus resultados, para darla todos los visos de la constitucionalidad.

A pesar de todo eso, con espera y laboriosidad inigualables, el licenciado Federico González Garza, en funciones de presidente del Partido Antirreeleccionista, juntó los documentos necesarios para probar, legalmente, que no hubo elecciones y mostrar que en donde se efectuaron, la autoridad burló a quienes ejercían o trataban de ejercer el derecho del ciudadano.

Provisto ya González Garza de importantes documentos, dirigió un memorial a la junta preparatoria de la Cámara de Diputados, y pidió la nulidad de la elección presidencial y vicepresidencial; pero para un Gobierno engreído con la idea de que después de treinta años de paz era imposible una nueva guerra civil, el memorial de González Garza no produjo preocupación.

Sin embargo, dejando a su parte las expresiones violentas del documento, era notorio que el presidente del antirreeleccionismo suscribía una prejustificación legal de una subversión antiporfirista; y, al efecto, en seguida de demostrar que no se habían efectuado las elecciones conforme a los preceptos de la ley, y que los procedimientos seguidos por el Gobierno para hacer aparecer victoriosos a Díaz y Corral estaban plagados de errores, vicios y prevaricaciones, González Garza estableció que ni el general Díaz ni Corral eran autoridades constitucionales. La constitucionalidad mexicana, de acuerdo con las probaciones del líder antirreeleccionista, estaba desaparecida, y los poderes públicos quedarían concluidos el 30 de noviembre (1910), esto es, al finalizar el presidenciado de don Porfirio.

Aparentemente, el memorial de Federico González Garza correspondía a una política idealizada y no a la realidad mexicana. Sin embargo, tal política sería un hecho práctico.

Madero, en seguida de obtener su libertad caucional y con lo mismo tener a la ciudad de San Luis por cárcel, empezó a llamar a sus amigos, partidarios y parientes, comunicándoles, con mucho secreto, su decisión de acaudillar un movimiento armado contra el general Porfirio Díaz.

Tomada tal decisión. Madero, sin medir los riesgos y venturas de su propósito, determinó comprometer sus bienes personales a par de que convenció a su hermano Gustavo, para que éste, unido a la causa antirreeleccionista y revolucionaria, procediera al remate de sus intereses y acudiera con su peculio a la compra de armas y demás pertrechos de guerra.

Así, para iniciar la empresa bélica, sólo faltaba que Madero se libertara a sí mismo huyendo de San Luis Potosí, a fin de establecerse en algún punto desde el cual estuviera en condiciones de dirigir los preparativos del levantamiento.

Sin embargo, como la vigilancia de las autoridades civiles de San Luis no cesaba, antes se acrecentaba. Madero resolvió hacer un escenario de engaño para poder burlarla, y con mucho valor, audacia y habilidad pudo huir (6 de octubre, 1910) de la ciudad que tenía por cárcel, abordar el ferrocarril y llegar, felizmente, a Nuevo Laredo.

Fuera del alcance de sus custodios. Madero cruzó con ligereza y gallardía el puente internacional de los Laredos y llegó a San Antonio (Texas), para establecer allí su cuartel general.

La ciudad texana, adonde previamente había citado a sus partidarios, era un entrar y salir de maderistas. Entre los principales, están Roque Estrada y Federico González Garza, Paulino Martínez y Aquiles Serdán, Juan Sánchez Azcona y Roque González Garza.

Los maderistas no preguntan qué se va a hacer, y sí cómo se va a hacer, puesto que no hay más guía que las órdenes de Madero ni más luz que se proyecte, si no es la de una guerra civil. Pero, ¿comprenden los mexicanos reunidos en San Antonio su responsabilidad por la sangre que se va a verter en los campos de batalla hacia los cuales llevan sus intenciones subversivas? ¿Está justificado el movimiento armado por el cual los padres abandonarán a sus hijos, o los hermanos pelearán en campos opuestos, o los hacendados dejarán de cultivar las tierras labrantías, o los políticos tendrán que huir ante el temor de las venganzas? ¿Recibirá la patria, al golpe de las convulsiones que la esperan, los beneficios vastos y considerados, de manera que la posteridad no maldiga la hora de aquellos impulsos?

Mucho había meditado Madero sobre lo que iba a suceder; pero, ¿no los males que afligían hondamente a la República estaban a la vista? ¿No él, Madero, anterior a su determinación revolucionaria, había tratado de evitar las violentaciones y propuesto al gobierno un entendimiento desinteresado y prudente, como el que Díaz continuara en la presidencia a cambio de hacer efectivo el Sufragio Universal?

A la sordera del régimen porfirista sólo había dos caminos a seguir: o aceptar la continuación de las pestes nacionales o vencer las repugnancias que siempre causan las guerras, y poner así a la República sobre el camino de la Constitución, de la voluntad popular y de la Libertad.

La Libertad: he aquí lo que quería del país. Así lo sentía Madero; así lo sentían todos. Por esta causa, por esta sola causa, las razones de la guerra quedaban bien probadas. La revolución sería, pues, la aceptación y conformidad de lo justo. Y tal hizo público el caudillo de la proyectada insurrección en un documento, cuya esencia aspiró durante la prisión en San Luis Potosí, y cuyo contexto redactó, con el cuidado y celo que manda la obligación patriótica, en San Antonio. Ese documento fue el Plan de San Luis.
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