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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 4 - LA GUERRA

LOS DÍAS DE LA GUERRA




A pesar de la espontaneidad en los levantamientos registrados el 20 de noviembre, el gobierno del general Porfirio Díaz parecía inconmovible; porque ¿qué podría hacer aquella gente rústica, desorganizada y mal armada? Los altos funcionarios del régimen fiaban en que, pasado el entusiasmo de los alzados y castigados una sola vez por las fuerzas federales, los rebeldes no tendrían otro camino que el de rendirse.

Esta idea oficial repercutía no sólo en las publicaciones periódicas nacionales, casi todas oficialistas, sino también en las extranjeras. Los periódicos de Estados Unidos habían dejado de referirse a la revolución mexicana con el entusiasmo e interés que le dieran anteriormente. A la mitad de diciembre (1910), se acrecentaba el optimismo oficial; y los maderistas se mostraban inciertos, puesto que habían creído en un alzamiento popular y unánime en el país.

El gobierno de Estados Unidos hacía manifiesta su hostilidad hacia los revolucionarios mexicanos. En Washington, Juan Sánchez Azcona, secretario de la Agencia confidencial revolucionaria, estaba preso, acusado de violar las leyes de neutralidad. En El Paso y San Antonio, una media docena de agentes vendedores de material bélico norteamericano se vieron obligados a abandonar su negocio; pues ahora, no eran únicamente los agentes de las policías privadas quienes vigilaban día y noche las actividades maderistas en Texas. Era también el procurador texano, quien daba órdenes para que dentro de su jurisdicción fuesen cumplidas las leyes de neutralidad.

Otros hechos más parecían llevados con el fin de dar al traste la revolución: el rompimiento de Ricardo Flores Magón y la Junta del Partido Liberal con el maderismo, las intrigas y rivalidades entre los revolucionarios residentes en San Antonio, las pocas esperanzas de Gustavo A. Madero para conseguir armas y municiones en Estados Unidos debido a la vigilancia del gobierno noramericano y la falta de nuevos levantamientos en la República.

Sin embargo, si la revolución no se acrecentaba en número de combatientes, ni en abastecimientos bélicos, ni en acciones de guerra, en cambio ¡qué de individuos, con alma de capitanes surgían entre los revolucionarios! Y, ¡qué de nuevos jefes al frente de improvisadas guerrillas urdían planes casi novelescos!

En Sinaloa estaba alzado Justo Tirado, liberal veterano. Tenía la edad de setenta y cinco años. Le acompañaba Juan Carrasco, un rústico sagaz y valiente. De la frontera de Sinaloa y Durango, bajó hacia la zona costanera Herculano de la Rocha, otro viejo liberal, quien traía como su lugarteniente a su propia hija; y del norte de Sinaloa salió un grupo que se dirigió a Chihuahua, primero; a Durango, después, capitaneado por el ferrocarrilero Rodolfo Fierro. En suelo duranguense, un amigo y compañero de correrías de Francisco Villa, un hombre que fácilmente se exponía a todos los peligros, Tomás Urbina, con una partida de abigeos buscaba a los maderistas de Orozco o del propio Villa. En el estado de Morelos se levantaron Pablo Torres Burgos y Juan Placencia. Los adalides magonistas Práxedis G. Guerrero y Prisciliano G. Silva, han entrado a territorio chihuahuense, procedentes de Estados Unidos, al frente de una partida de quince hombres. La revuelta en Sonora, dirigida por Severiano Talamante, Juan G. Cabral y Benjamín Hill, ya no es la broma con la que pretendieron jugar las autoridades porfiristas. En Puebla se pregunta si el estudiante Juan A. Almazán será el mismo Juan Almazán, a quienes unos hacen sublevado en Morelos, otros en Guerrero y los terceros en suelo poblano. Un joven minero, Gabriel Hernández, anda al frente de una partida de diez hombres en las cercanías de Pachuca.

El gobierno, que sólo ha conocido el triunfo en una escaramuza con los rebeldes registrada en las cercanías de San Andrés, cree necesario relevar del mando de la segunda zona militar a Manuel M. Plata, a quien sustituye el general Juan A. Hernández, veterano de la siempre condenable y cruenta guerra en la región del Yaqui.

Hernández era un militar emprendedor. Esto no obstante, no adelantará mucho al tratar de desarrollar sus primeros planes para ahogar la rebelión; pues si es cierto que ésta ha decrecido en acciones y movimientos, en cambio se ha acrecentado en el número de sus simpatizadores.

Los pueblerinos, que ven en el régimen porfirista un nido de caciquismo despótico, de los hombres perpetuados en el poder, de los jefes políticos que disponen todos los negocios públicos sin la consulta popular, de los privilegios igual, la llegada del día conveniente para exterminar todos los males de que padecen, miran al maderismo como la tabla salvadora de todos sus infortunios, y creen que ha llegado la hora de los muchos remedios que el vulgo encuentra siempre a la mano, para alcanzar la dicha que justamente merece el pueblo.

Así, quienes el 20 de noviembre titubearon para levantarse en armas, a los últimos días de 1910 eran hombres de muchos arrestos que, o bien hacían público su desafecto al régimen porfirista, o bien se unían abierta y francamente a las filas revolucionarias.

Y esto último aconteció, de manera importante con los labriegos del distrito de Cuencamé, quienes habiendo faltado a la cita del Plan de San Luis, ahora, a mediados de diciembre, después de tratar de recuperar las tierras que la hacienda de Sombreretillos les había quitado años atrás, se alzaron en armas, pidiendo justicial social, y con mucha decisión atacaron y tomaron el cuartel de Villa Ocampo (Durango).

Este suceso, así como los informes que avisaban al gobierno cómo de los minerales y pueblos serranos bajaban más y más hombres para darse de alta en las filas de Pascual Orozco, Francisco Villa, Guillermo Baca, Tomás Urbina y los hermanos Arrieta, obligaron a la secretaría de Guerra a dictar nuevas disposiciones, y al objeto se ordenó una movilización militar hacia el estado de Chihuahua.

En diciembre (1910), había dentro de la segunda zona, dos mil soldados bien armados y municionados, con los cuales el general Hernández organizó varias columnas expedicionarias; pero, ¿de qué servía todo ese aparato militar, si el comandante de la zona no podía dar órdenes de marcha para perseguir o castigar a los rebeldes sin instrucciones previas de la secretaría de Guerra? Además, ¿qué hacer sin dinero para llevar adelante los planes que el general Hernández trazaba?

Esto último, era casi increíble, puesto que el secretario de Hacienda había informado que la reserva del tesoro nacional ascendía a sesenta millones de pesos. Sin embargo, como el engranaje de las tramitaciones administrativas establecido por el régimen porfirista para evitar los despiltarros y fraudes de los fondos nacionales, era tan lento y severo, tan inexpedito y minucioso, como consecuencia de un oficinismo de treinta años cargados con todas las mañas de la desidia, que no obstante las prontitudes de dinero que demandaba la guerra y a pesar de las órdenes imperiosas dictadas por el subsecretario del ramo en ausencia del ministro, un papel entorpecía el movimiento de otro papel; una orden demoraba la orden que seguía, y esto que fue notable en tiempo de paz, en tiempo de guerra, era rémora y amenaza para la estabilidad del gobierno y las instituciones.

Como consecuencia de esa excesiva administración, de la que se decía que era exacta como un reloj, las remisiones de pesos para las más urgentes necesidades del ejército federal en el norte de la República eran tan lentas, que cuando el dinero llegaba a las cajas pagadoras de las corporaciones militares o del cuartel general, ya no tenía los usos para los cuales había sido requerido. El régimen porfirista era, incuestionablemente, una magna organización política para la paz; pero una deficiente organización para la guerra, de lo cual se desprende que los pueblos no se deben fiar de los períodos de paz a veces tan hermosos, que quebrantan el alma previsora de los estadistas.

Así y todo, pero siempre sin apartarse de las instrucciones del Centro, los comandantes del ejército federal, con mucha abnegación y bizarría, trataban de llevar adelante una campaña de limpia en el estado de Chihuahua. Mas, la práctica enseñó a tales jefes, que allí donde barrían tres o cinco grupos rebeldes, reaparecían diez o quince. Ahora, la gente comprometida y la no comprometida temía que, de fracasar los revolucionarios, el gobierno tomaría venganza no solamente en los responsables de los levantamientos, sino también en los que podía suponer responsables. De esta suerte, frente al peligro de ser víctimas de un gobierno victorioso, la gente optaba por cargar todo el peso de su simpatía y cooperación en favor del bando rebelde.

Debido a esto, era tanto el optimismo de los revolucionarios, que si a la madrugada de un día se presentaban, capitaneados por Baca, Herrera y Pedro Gómez a las puertas de Indé, poco después, perdiéndoseles a las fuerzas que les perseguían, reaparecían amenazantes en las calles de La Descubridora. Ese espíritu emprendedor y agresivo -la vocación creadora que produjo la Revolución- de los rebeldes, no lo podían comprender los jefes del ejército federal.

Pero no era tanto de estas guerrillas románticas de las cuales se preocupaba el gobierno. La secretaría de Guerra, mandó en cambio, que fuese perseguido, hasta exterminarlo, el núcleo rebelde acaudillado por Pascual Orozco; y al efecto, ordenó la organización de una columna de las tres armas, para dar una batida formal a las partidas orozquistas que operaban a lo largo de los ferrocarriles Kansas y Noroeste; y la columna salió de la capital de Chihuahua al mando del general Juan J. Navarro.

Este, movilizó sus soldados con las debidas precauciones; pero como carecía de servicio de información, ignoraba dónde se hallaba el enemigo, muy ajeno a que Orozco le seguía la marcha, sin ruido, preparando un ataque sorpresivo.

Así, cuando Navarro llegó a un punto llamado Cerro Prieto, en el camino a Cusihuiriachi, los maderistas se presentaron inesperadamente. Habían elegido un inmejorable lugar para el combate, pues el terreno era propio para atrincherarse con ventajas.

Desde los comienzos de la acción, se sintió la superioridad impetuosa de los revolucionarios, quienes causaban grandes estragos en las filas gobiernistas; y sin decidirse el triunfo de unos y otros, el general Navarro ordenó la organización de una columna que avanzara rápidamente hacia Pedernales y el Cañón de Malpaso, sobre la vía del Noroeste, a fin de proteger un convoy militar que, conduciendo un batallón a las órdenes del coronel Martín Luis Guzmán, llegaba con tropa de refresco procedente de Querétaro; ahora que toda esa gente, mandada apresuradamente por la secretaría de Guerra, era de reclutas descalzos, sin abrigo y apenas instruidos en el arte de la guerra.

Navarro, sin considerar que los revolucionarios hubiesen ocupado previamente las alturas de un punto tan importante como Malpaso, estuvo a punto de entregar la columna de auxilio a la muerte; pero la salvó su pronta y personal movilización; pues apartándose de la refriega en Cerro Prieto se presentó con el grueso de la tropa en el Cañón, trabando formal combate en el acto, con lo cual detuvo los ímpetus de los maderistas que ante aquella acometida valerosa y resuelta, empezaron a retirarse; aunque en seguida volvieron a la lucha para ocupar los lugares dominantes del desfiladero, de manera que al entrar en éste el tren de auxilio, y dado que los ferrocarrileros, como acto de simpatía hacia los revolucionarios se negaron a movilizar el convoy, los federales quedaron atrapados bajo los ventajosos fuegos del enemigo que ocupaba las alturas, de manera que las fuerzas del gobierno fueron mermadas en poco tiempo, quedando muerto en la acción el coronel Guzmán, soldado muy bizarro y de mucha prestancia en el ejército nacional.

Con lo sucedido a la columna de auxilio, el general Navarro quedó en situación difícil. Los revolucionarios, ansiosos de destruirlo, le hostilizaban y asediaban por los cuatro costados. Si no perdido, el general Navarro estaba prácticamente inhabilitado para emprender nuevos movimientos con posibilidades de triunfo.

A tales horas, la secretaría de Guerra alarmada por lo que sucedía a Navarro, ordenó que más tropas a las órdenes del coronel Manuel Gordillo salieran prontamente de Torreón, y que los batallones bajo el mando del general Gonzalo Luque y coronel Antonio Rábago se pusieran en marcha desde las ciudades de México y Guadalajara hacia el estado de Chihuahua.

Gracias a los auxilios, el general Navarro pudo salir, después de tres encuentros en Malpaso, de su embarazo militar, regresando maltrecho a la capital de Chihuahua, en donde, ya reunidos en la zona cinco mil soldados, podía ser organizada una campaña en toda forma.

Dentro de aquel régimen de tanta autoridad como el porfirista, no eran de temerse ni se temían las deslealtades. El porfírismo constituía un régimen cerrado al mundo particular o popular, de manera que sus tolerancias siempre correspondían a la vida interna del propio sistema. La guerra civil significaba, pues, el choque de una fuerza con otra fuerza. Ahora bien: si la fuerza contraria al gobierno no poseía los mismos instrumentos de guerra que éste, sí le sobresalía en iniciativa, audacia, ligereza y popularidad. Mientras que los soldados federales iban a cumplir con su deber, los soldados rebeldes, en alas de un ideal que, como el de la libertad, representaba para ellos un principio casi sagrado, combatían con tanto valor y decisión que todas las tácticas de los facultativos federales, y todo el pundonor de los generales y oficiales del viejo ejército, quedaban esterilizados. Tal es el poder que alcanza la gente del pueblo, cuando los gobernantes, engolosinados con lo presente, no prevén lo porvenir.

Los sucesos en Malpaso (16 al 28 de diciembre, 1910) alentaron tanto a los maderistas cuyo número se acrecentaba día a día, que dentro del vasto territorio del estado de Chihuahua se movían ya entre veinte y veinticinco grupos de rebeldes armados y desarmados, aunque todos sus hombres iban a caballo, con lo cual los revolucionarios llevaban una grande ventaja a los federales, en quienes la caballería de rutina era casi nula frente a la estrategia y velocidad de los jinetes maderistas.

Orozco, después de la acción de Malpaso y perdido que hubo, días después, la plaza de Guerrero, llevado por el feliz y generalmente certero espíritu de la arriería, cruzó pueblos y rancherías, situándose una vez más con su gente, al pie de la Sierra Madre Occidental con el objeto de reorganizar sus guerrillas y recomenzar la lucha contra los federales.

Villa, por su parte, al frente de sus jinetes, después de muchas disputas con Orozco que teminaron con la separación de ambos, tomó el camino de Chínipas, mientras le llegaban municiones. José de la Luz Blanco andaba hacia el rumbo del Cañón del Púlpito, en tanto José de la Luz Soto, rehuía el encuentro con el enemigo, encaminándose hacia la ribera del Bravo. Baca tenía su campamento en las márgenes del río Concho, mientras que Práxedis G. Guerrero, tomando el mando de los liberales y deseoso de una ofensiva revolucionara en Chihuahua atacó Janos la noche del 30 de diciembre (1910). Ahí halló la muerte. Era Guerrero hombre de muchos valimientos. A su gran afición a las letras unía su amor inmensurable al pueblo y a sus ideas anarquistas. Había sido Guerrero, si se le quiere dar un calificativo preciso, un verdadero paladín de la libertad.

No obstante tal estado de cosas, la sublevación nacional no dejaba de ser un poder. La Revolución parecía ahora, a pesar de sus debilidades físicas, un capítulo abierto del derecho moral que la naturaleza llega a otorgar a sus criaturas.
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