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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO PRIMERO
CAPÍTULO 5 - EL TRIUNFO
LA REVUELTA METROPOLITANA
La capital de la República, que hasta esos días permanecía ajena a la guerra civil y desdeñosa hada los revolucionarios, creyendo que todo lo que ocurría en torno a los levantamientos correspondía a una mera audacia de pueblerinos, empezó a
sentir, aunque sin doblegar su orgullo, los primeros síntomas de una inquieta curiosidad que lesionaba la admiración, antes incondicional, que la ciudad tenía por el general Porfirio Díaz; admiración incondicional de la urbe a la cual contestaban los lugareños con desprecio y rencor hacia los metropolitanos.
Así, para sostener su régimen, no quedaba al general Díaz
otro camino que el de una inmisericorde y organizada violencia, sin la cual, no obstante los recursos del gobierno, no podría asegurarse la victoria del porfirismo; pues muy arraigada estaba en el país, la idea de que la época del partido personal estaba en agonía.
De esta manera, para poner en marcha la violencia organizada e inmisericorde, fuera y dentro del mundo porfirista se preguntaba si sería posible el ejercicio del desorden y la venganza después de una prédica de paz y tolerancia hecha sistemáticamente durante tres décadas. Además, se insistía en que el propio Díaz había aprobado con su silencio, el principio de que, después de él, sólo podría continuar la Ley. Y la Ley era la Constitución, que ahora restablecía el capítulo de la no reelección. La Ley era, asimismo, el nuevo sistema electoral conforme al cual el general Díaz ofrecía garantizar que el sufragio ... [se hiciera] efectivo.
Con tan claros principios de legalidad, el presidente de
México no podía volver atrás y emprender el camino de los excesos militares y políticos; y como Díaz trató siempre, dentro de los fundamentos del gobierno personal, hacer concordantes sus actos e ideas, después de treinta años de mando y gobierno, no le habría sido dable romper aquella unidad de hombres y sistemas, que hizo al régimen ganar las consideraciones de su tiempo y la fama universal.
Tampoco podía don Porfirio inclinarse hacia otros medios
defensivos u ofensivos, debido a que desde los primeros días de mayo empezó a sentir que estaba a punto de perder su último baluarte —el baluarte de los Treinta Años—: la ciudad de México. La metrópoli le abandonaba. Ya no eran los errores del mando mihtar en la campaña del norte, ni las ingerencias de
Limantour y los científicos, ni las exigencias de los veteranos del porfirismo capitaneados por el hijo del autócrata, ni el temor de que en esos días, el general Reyes, de volver a la comandancia del ejército se quedara dueño de la situación, ni la amenaza de los surianos a la capital de la República, lo que
desmoralizaba al Presidente. Era la pérdida de la urbe —la urbe que, en opulencia y majestad quiso ser a semejanza de aquel régimen político que, después de tres cuartos de siglo de conflicto y amarguras en la República, había instaurado la paz. Y la ciudad de México tenía, en la realidad, esa característica: la paz.
Díaz puso todo el interés de un Jefe de Estado para hacer
brillar a México entre las ciudades principales del mundo; y pudo realizarlo, aunque no por ello dejó la metrópoli de tener los visos propios a la capital de un pueblo rural. De aquí, la cursilería que se manifestaba, al menor descuido, ya oficial, ya particular, entre la gente y pensamiento de la metrópoli.
Mas esto no era tan deplorable como la deslealtad de México
para el gobernante en torno de cuyo trono republicano había vivido y prosperado. Y deslealtad, porque la multitud, que en septiembre de 1910, aclamaba a don Porfirio, ahora, en mayo de 1911, pedía la renuncia del autócrata. Y para esto, bastó la aparición de dos grandes líderes de multitudes: Mariano Duque y Samuel G. Vázquez. Estos, en efecto, incansables y vehementes, lograron tanta penetración en los barrios populares de la metrópoli que entre ambos, y llevando a la vera la elocuencia oratoria de Adolfo León Ossorio, Rafael Pérez Taylor, Alfonso Zaragoza, Gonzalo G. Travesí y Enrique García de la Cadena, provocaron la revuelta en la ciudad de México.
Así, de improviso, primero cien; luego quinientos; y en los
días que se siguieron a la noticia de la caída de Ciudad Juárez, miles; miles de individuos recorrían las calles de la Ciudad de México, sacudían las plazas públicas y marchaban hacia la Cámara de Diputados, con el ¡Abajo el dictador! o, ¡Viva la Revolución!, exigiendo la renuncia de don Porfirio; y como se hiciera público que el general Díaz abandonaba el poder el
día 24 (mayo), con este motivo, y siempre bajo la batuta de Duque y Vázquez, de un barrio y de otro barrio, surgió la muchedumbre; y se dirigió a la Cámara, tratando de invadir el recinto legislativo; y como no parece bastar esto, ya encendidos los ánimos y después de escuchar las levantiscas exhortaciones de oradores maderistas, y en seguida conquistar la adhesión de
los estudiantes, la gente quiso invadir el Jockey Club, el centro de la aristocracia porfirista y entrar a saco al comercio; y poco después, pretendió abrirse paso hacia la residencia del Presidente. Con más bríos a cada minuto, marchó sobre el Palacio Nacional. La policía disparó. Hubo muertos y heridos.
La ciudad, ya contraria a su héroe de los Treinta Años, dio todas las señales de la cercanía de una sublevación popular. El Presidente y el Vicepresidente enviaron (25 de mayo) sus renuncias al Congreso.
Con cuánta y profunda amargura, don Porfirio escribió:
El pueblo mexicano, ese pueblo que tan generosamente me
ha colmado de honores, que me proclamó su caudillo durante la guerra internacional, que me secundó patrióticamente en todas las obras emprendidas para robustecer la industria y el comercio de la República, fundar su crédito, rodearla del respeto internacional y darle puesto decoroso entre las naciones amigas; ese pueblo ... se ha insurreccionado en bandas milenarias armadas, manifestando que mi presencia en el ejercicio Supremo del Poder Ejecutivo es la causa de su insurrección ... En tal concepto ... vengo ante la Suprema Representanción de la Nación a dimitir sin reserva el encargo de Presidente Constitucional de la República ... Espero ... que calmadas las pasiones que acompañan a toda revolución, un estudio más concienzudo y comprobado haga surgir en la conciencia nacional un juicio cofrecto que me permita morir llevando en el fondo de mi alma una justa correspondencia de la estimación
que en toda mi vida he consagrado y consagraré a mis compatriotas.
Y en seguida de esta renuncia, el Congreso escuchó y aceptó, la del vicepresidente Corral, fechada y firmada en París el 4 de mayo (1911).
A la noche de tal acontecimiento, don Porfirio abandonó la
ciudad de México —su ciudad de México— en donde tanto realce alcanzara el magnífico caudillo; en donde tanto se le amara y respetara y se creyera que sólo en luctuosísimos funerales podría terminar el gobierno de ese hombre de señaladas virtudes; pero también autor de muchas infelicidades —en su
mayoría involuntarias— que causó a México en sus fundamentos más débiles y sensitivos.
Don Porfirio, ya sin investidura constitucional, se dirigió al puerto de Veracruz, de donde partió al destierro, el 31 de mayo, a bordo del trasatlántico Ipiranga.
Al abandonar el país, con la pesadumbre que en el corazón
tendría que llevar quien durante los años que gobernó la República no tuvo un solo día sin sentir las caricias del triunfo, el general Díaz, dejaba una herencia política a la Nación mexicana. Y no podía ser de otra manera; porque tan magno, venturoso y prolífico fue el régimen instaurado por tal hombre,
que aquél, si no incólume, si quedó recto y recio a la caída del
caudillo; y, al igual de los grandes imperios universales —tal fue
el poder e influjo de la herencia— hizo que los hijos y los nietos
de los conspicuos del porfirismo, continuaran disfruntando del
árbol que dio sombra a los años victoriosos de la Revolución.
La obra, pues, de don Porfirio, no quedó sepultada al levar
anclas el Ipiranga en la bahía de Veracruz. Los principales sistemas políticos del general Díaz, adquirirían los caracteres de la perdurabilidad en el régimen presidencial que sustituyó al
régimen porfirista.
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