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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 5 - EL TRIUNFO

LA REVOLUCIÓN TRIUNFANTE




La República está dominada por los maderistas desde mediados de mayo. El triunfo de Ciudad Juárez fue el remate de aquellas columnas, ya organizadas, ya agavilladas, pero todas formativas de la Revolución, que durante seis meses habían surgido en donde menos se esperaba.

Hacia esa mitad de mayo, el país, estremecido de uno y otro de sus extremos; estremecido también en su vientre y en sus hombros, no cesaba de conocer nuevas caras. La faz de quienes llevaban el fusil al hombro era desemejante a la de quienes desempeñaban esa misma función en las fiestas del Centenario. El soldado de la Revolución, no por su edad, sino por su aspecto, enseñó otra fisonomía. Los hombres del maderismo vestían el traje ordinario de la región que les vio nacer. Había en tal indumentaria una mexicanidad incuestionable; y la mexicanidad de esos días estaba caracterizada por la gente rural.

Mas, la principal caracterización de los triunfadores era el optimismo; la gente lo basaba en la renovación de las cosas y hombres. No tanto por odios, cuanto por cansancio, México deseaba ver otros sujetos en todas las funciones públicas, ya civiles, ya de guerra. El mundo mexicano creía, en medio de ensueños, que con el cambio total de lo viejo por lo nuevo, podría ser posible consumar la Revolución.

No era eso lo que se quería antes del 20 de noviembre. En esos días, el país se conformaba con la caída del tirano. No es así en mayo de 1911. El pueblo progresó o cuando menos, quiso creer que había progresado. La gente rural, antes timorata y aislada, es la que ahora manda o quiere mandar. Cada uno de los triunfadores se siente con madera de gobernante. Y éste, precisamente, es el problema, el gran problema que se presenta a la victoria —el problema que deberá resolver Madero.

Consideremos a Salvador Escalante, quien después de llevar el rifle al hombro durante unos meses puede llamarse a sí mismo Jefe Iniciador del Movimiento michoacano. Consideremos a tal hombre con ese título, y teniendo bajo su mando las partidas de Martín Castrejón, Amado Espinosa y Federico Tena; considerémosle entrando victorioso a la capital de Michoacán. ¿Será posible que se le despoje de la victoria y del mando?

Con Escalante, a quien ahora canta el poeta y aclama el pueblo, los morelianos despiertan, se imantan y se unen al maderismo; y surge en Morelia una nueva pléyade política: Miguel Silva, Pascual Ortiz Rubio, José Ortiz Rodríguez, Alberto Oviedo Mota, Manuel Ibarrola, Felipe Iturbide.

Y no sólo en Michoacán se observa el fenómeno del despertar ambicioso. En Tepic, Martín Espinosa, luego de apoderarse de la plaza trata de convencer a quienes muy bizarramente le acompañaron en la guerra, para que vuelvan a sus hogares. Pero, eso no es tan fácil. El mismo Rafael Buelna, lugarteniente de Espinosa, no permite que aquellos soldados improvisados por las circunstancias, abandonen sus puestos de defensa revolucionaria.

En Sabinas Hidalgo, Francisco Murguía, después de llevar a los hombres armados a la victoria, expide una proclama. México, dice, ha entiado a la época de las libertades; y los mexicanos, sin perder tiempo, sin distinción de bandos han de dar comienzo a una era democrática que los maderistas tienen la obligación de vigilar y conservar.

No todos los jefes revolucionarios hablan; pero sí todos están resueltos a permanecer en los lugares conquistados a fuerza de armas. Hacia el sur de la República, los hermanos Figueroa, en seguida de combatir, están posesionados de Iguala, mientras el incansable combatiente Juan Andreu Almazán no se desprende de Tlapa ni Julián Blanco de Chilpancingo, de donde hace huir al gobernador porfirista y rinde a los soldados federales.

Emiliano Zapata sólo entiende la Revolución si los revolucionarios son dueños, política y guerreramente del estado de Morelos. Por esto mismo, con ingenuidad rural, se llama a sí mismo General en jefe y no oculta sus ambiciones de gobierno.

Dentro del estado de Sinaloa y en seguida del triunfo de los maderistas capitaneados por Ramón F. Iturbide y Juan M. Banderas, quienes lograron capturar la plaza de Culiacán a pesar de la obstinada y valiente defensa que de ésta hicieron las fuerzas federales; y después de la entrada a Mazatlán de Justo Tirado, quien a la edad de setenta y cinco años había tomado las armas para vivificar a su viejo Partido Liberal; dentro del estado de Sinaloa, se dice, las ambiciones políticas de los triunfadores alcanzaban muchas proporciones.

En dirección al oriente de la República, Rafael Tapia, dueño de la plaza de Orizaba y con el apoyo de los obreros de las fábricas de hilados y tejidos, como caudillo local, se dispuso a mantener su posición; y otro tanto consideraban hacer Cándido Aguilar y Gabriel Gavira, en Córdoba.

La satisfacción de la gente que a las órdenes de Calixto Contreras, Orestes Pereyra, Domingo Arrieta y Jesús Agustín Castro, súbitamente siente que se ha transformado su vida en el estado de Durango, no tiene comparación a ninguna otra satisfacción popular; y lo mismo acontece en Sonora, sólo que aquí, bajo la dirección de Benjamín Hill, Salvador Alvarado, Juan G. Cabral e Ignacio Bracamontes, los revolucionarios caracterizan, por su organización y disciplina, un nuevo ejército. Estos hombres, la mayoría de los cuales eran trabajadores mexicanos de las minas de Arizona, tenían un claro concepto de la responsabilidad, del orden y de la democracia. El trato con las libertades públicas de Estados Unidos era un dictamen para esta gente, en la cual se despertó la ambiciosa idea de mandar y gobernar. El espíritu cívico de esos mineros originarios, casi en su totalidad, de Sinaloa y Sonora, se mostraba exaltado y vehemente no tanto por lo que había sucedido en el país con la caída del régimen porfirista, sino por lo que es posible que aconteciera, políticamente, en la República.

No encajó dentro de esa misma mentalidad de los mineros del norte, la correspondiente a los del centro del país. En Hidalgo, los que se unieron a Gabriel Hernández, con ser muy valientes, puesto que a mediados de mayo ya tenían dominado la mayor parte del suelo hidalguense, no constituyeron un cuerpo cívico como el que se advirtió en Sonora.

Síntomas semejantes a esos, se observaron en las filas de los revolucionarios que en el norte de Coahuila y Nuevo León comandaban Antonio I. Villarreal, Jesús Carranza y Pablo González. Sin embargo, a estos grupos les faltó el principio de una idea política que, después de Sonora, fue tan palmario entre los maderistas de Chihuahua. Aquí, la creencia de que la Revolución no consistía en el triunfo de Ciudad Juárez ni en la ocupación de plazas guarnecidas por los federales, sino que la Revolución era la victoria de un partido político, fue tan manifiesta —aunque aquellos líderes rurales no lo sabían expresar en letras o palabras adecuadas ni convincentes— que tal creencia no la pudieron hacer compatible con las tolerancias del caudillo de la propia Revolución; y con esto, tales guerrilleros infatigables e inconformes con la permanencia de los federales en suelo chihuahuense, intuitivamente consideraron la necesidad de tomar el poder político para los revolucionarios —para el partido político revolucionario.

En otros lugares de la República, la Revolución no tuvo la trascendencia que representaba el desarrollo formativo de un nuevo organismo civil y político de México. Así, en el estado de México, Alfonso Miranda reunió cerca de trescientos hombres y a manera de alegoría entró a Toluca, cuando las propias autoridades porfiristas, temerosas de una mayor descomposición en el estado, estaban ansiosas de salir del trance; y otro tanto aconteció en Colima, donde José Alvarez García, a quien seguía entusiastamente la gente de la costa, se contentó con ocupar el palacio de gobierno y sin disgusto ni reproche lo entregó a quien se lo pidió.

Total, pues, ha sido la victoria guerrera del maderismo en el país; pero como fueran tan fáciles y súbitos los acontecimientos, los caudillos de la victoria no pudieron llevar a la mente de los alzados doctrina política de convertir a los aficionados en política que eran los revolucionarios, en profesionales organizados para el mando y gobierno de la Nación mexicana. De esto no era posible culpar a Madero. Tal obra no podía ser obra de un hombre, de un solo hombre ni de un grupo —de un grupo circunstancial, aunque heroico y definido—; tal obra requeriría las tantas fuerzas que son necesarias, no tanto para endurecer el alma de los individuos, cuanto para curtir el poder de las colectividades.

De lo que el país había visto durante la Primera Guerra Civil que examinamos, sólo quedaban, hacia los últimos días de mayo, los rescoldos del incendio de ideas, inquietudes y ensueños provocados con altísima mira humana por la Junta Organizadora del Partido Liberal presidida por Ricardo Flores Magón: el incendio del norte de Baja California.
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