Presentación de Omar CortésCapítulo quinto. Apartado 4 - Madero en suelo mexicanoCapítulo quinto. Apartado 6 - Nuevas actividades revolucionarias Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 5 - EL TRIUNFO

LIMANTOUR Y LOS MADERISTAS




Aunque la edad es una marca indeleble en el ser físico del general Porfirio Díaz, el espíritu de guerra, mando y gobierno no decae en el Presidente y no obstante que un hombre está llamado a sucederle legalmente y a pesar de que éste —Ramón Corral— posee muchos valimientos, y ha probado evidencialmente que es capaz de dirigir con habilidad y pulso el gobierno civil de la República, Díaz no se fía de tal hombre y prefiere, entre un achaque y otro achaque, continuar impertérrito en la jefatura suprema del Estado y la guerra.

Tanta es la calidad autoritaria de Díaz, que no sólo coloca a Ramón Corral al margen de la situación militar y política del país en aquellos azarosos días, sino que ni siquiera se sirve del total consejo de José Yves Limantour, a quien en un régimen tan notoriamente personal como el porfirista se le tiene por valido; aunque ante el desguisamiento que se avecina el general Díaz ya no duda en la necesidad de la consulta con sus capitanes.

Limantour, en efecto, durante los primeros cincuenta días de la guerra civil en México, continuaba, al parecer imperturbable, en París, adonde había ido en busca de descanso y salud (y como si hubiese previsto el conmovedor y plebiscitario espectáculo que fueron los comicios del propio mes) desde junio de 1910; pero como eran muchos los individuos que soplaban al oído del Presidente que la verdadera causa de la Revolución era la impopularidad del vicepresidente Corral, y por lo mismo creían que la exclusión de éste haría cesar el estado de guerra en la República, el general Díaz angustiado y preocupado ante tan grave problema que le presentaban los cortesanos, procuró como tabla de salvación, el regreso de Limantour a México.

Cómo un hombre con tanta autoridad y experiencia militar y política pudo creer, estando el país encendido por la guerra, más en el talento suario, coordinador y comedido de Limantour, que en el talento práctico y agresivo de Corral, sólo se explica si se considera que en aquella hora habían estallado, violentamente, las envidias que, para no perder los favores del Presidente, se mantuvieron recónditas en los pechos de quienes se creían con los mismos derechos y aptitudes determinaron a éste deshacerse, aunque de prudente y atinada manera, como era una costumbre, del vicepresidente Corral, quien a poco marchó a Europa, dejando firmada su renuncia, no sin cierto desdén hacia el general Díaz a quien veía ya hundido por su excesivo engreimiento.

En cambio, llamado por el Presidente, Limantour se puso en camino a México; aunque se detuvo en Nueva York para hablar, primero con Venustiano Carranza y Alberto Guajardo, quienes habían sido citados previamente por el general Bernardo Reyes; después, con Gustavo A. Madero, Francisco Vázquez Gómez y Francisco Madero, padre del caudillo revolucionario.

Ajeno a todo intento de paz entre los rebeldes y el gobierno del general Díaz, Limantour procuró durante sus conversaciones con los partidarios de la Revolución, efectuadas del 9 al 14 de marzo (1911), saber cuáles eran las verdaderas causas de la guerra; saber también que pretendían los revolucionarios.

Consideraba Limantour que su posición, al regresar a México, dado que le habían llamado al caso, le otorgaría el privilegio de opinión cerca del presidente de la República. Así, la tarea del ministro de Hacienda fue difícil, puesto que llevaba aparentes títulos pacifistas, aunque en el fondo sólo estaba movida por el espíritu de observación y el ánimo de servir a don Porfirio y al régimen porfirista.

No la entendieron así aquellos bisoños negociadores, quienes empezaron a considerar, apenas iniciadas las pláticas, ya en supuestas debilidades del gobierno, ya en posibles ambiciones personales de Limantour, ya en amenazas misteriosas y ocultas para los caudillos revolucionarios. Lo cierto es, entre todo aquello, que Limantour, llevando a la mano informes frescos y probables sobre el por qué de la insurrección, el general Díaz accedería a curar, con muy elevadas y dignas intenciones pacíficas, los males que acongojaban al país. En esa empresa llevada a cabo por Limantour en Nueva York, no se hallan las más leves huellas de propósitos satánicos o medios desleales del ministro de Hacienda; ahora que entre los revolucionarios, ofuscados en tales días por su ignorancia y escasa práctica en el manejo de los negocios públicos, quedó sembrada la semilla de la desconfianza, puesto que siendo muy grande la fama de Limantour como supuesto valido de don Porfirio, se creyó que los propios miembros de la familia Madero habían caído en las tentaciones políticas y financieras a las cuales se suponía que pudiera haberles acercado el talento sutil y diplomático de Limantour.

De todo esto, que produjo oscilaciones e incertidumbre, temores y apetitos entre los adalides de la Revolución; y que, por otro lado, hizo creer a los porfiristas que Limantour, en las conferencias de Nueva York había estimulado a los enemigos del general Díaz y quizás comprometido la estabilidad del régimen; de todo esto, se repite, tuvo noticias Madero después de combatir en Casas Grandes y cuando la guerra civil se dilataba a toda la República; y aunque todavía no era amenazante para la solidez del Gobierno y menos para la fuerza militar del Estado, sí se presentaba más y más como acusadora de un sentimiento popular que ahora corría hacia todos los puntos cardinales de México, con la idea de reformar las desgastadas piezas del orden oficial.

Bien instruido, pues, de esos clarísimos propósitos no sólo de los representantes personales de Madero, sino también del pueblo mexicano, que anteriormente no contaba en opiniones ni realidad, llegó Limantour a la capital de la República. De él, si no todo, sí era mucho lo que se esperaba; y esto no tanto del mundo oficial que quería salvarse en cualquier forma, cuanto de la población metropolitana que temblaba a la sola idea de que su posición y su sucesión quedasen al garete. Muchas y muy profundas eran las raíces del porfirismo no únicamente por su mando de Treinta Años, sino porque este régimen, en el fondo, era la continuación del Gran Régimen instaurado por Benito Juárez y que, a pesar de sus modificaciones internas, correspondía a la herencia en estructura, individuos, familias e intereses del juarismo.
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