Presentación de Omar CortésCapítulo quinto. Apartado 5 - Limantour y los maderistasCapítulo quinto. Apartado 7 - Último plan porfirista Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 5 - EL TRIUNFO

NUEVAS ACTIVIDADES REVOLUCIONARIAS




Los cuatro mil y tantos soldados federales, con más de dos mil caballos, veinte piezas de artillería y mandados por cuatro generales que el gobierno nacional concentró en el estado de Chihuahua, no se daban punto de reposo. Les era necesario movilizarse de un lado a otro lado, por la velocidad de las marchas y contramarchas, amenazas y ataques de las partidas de insurrectos que, por otra parte, eran más numerosas, agresivas y con mayor práctica en la guerra.

Además, cada día era mayor el apoyo moral —también material— que la clase rural daba a los alzados. Los ensueños, la ambición, la aventura, la guerra, tentaban a la juventud. Los adolescentes se daban de alta en las filas revolucionarias cuando los grupos de alzados rozaban las rancherías o los pueblos. Los jóvenes rústicos a la sola idea de desenvolverse en una nueva vida, que ya no fuese la del aislamiento y oscuridad de los campos labrantíos o de las faenas de la arriería o del pastoreo de ganados, se incorporaban a la Revolución como quien se asocia a otro mundo. Hubo un acontecimiento más dentro de la masa rural: los ensueños, la ambición, la aventura, la guerra, también tentaron a las mujeres.

Por todo esto, la Revolución fue incontenible. Estaba más allá de las fuerzas militares o políticas del Gobierno; y no es que se estuviese produciendo un milagro, sino que se desarrollaba un fenómeno característico de un pueblo rural, al cual el Estado no le daba el valor que potencialmente poseía.

Así, dentro de ese gran escenario popular, Francisco Villa, al frente de quinientos o seiscientos jinetes, se posesionó de la cuenca del río Conchos, e inquietó, en el curso de una semana, a los habitantes y soldados federales de Camargo, Zaragoza y Jiménez; y luego trató de unirse a los grupos rebeldes que capitaneaba Martín Triana, José Granados y Guillermo Zapata, con el visible propósito de marchar resueltamente sobre la capital del estado de Chihuahua.

Entre tanto, hacia el noroeste chihuahuense, surge José de la Luz Blanco, con cuatrocientos hombres bien montados, aunque mal armados, y en su mayoría sonorenses. Blanco, que trataba de acercarse a la columna de Madero, fue atacado y derrotado por los federales en Ocampo, y por lo mismo obligado a retroceder hacia el Púlpito.

Otra partida rebelde, al mando de Abraham Oros, atacó el mineral de Chínipas. Indé, Meoqui y Villa Hidalgo, cayeron en poder de los revolucionarios, mientras que los mineros de Barranca del Cobre y Lluvia de Oro se levantan, y como no tienen ni conocen más arma que la dinamita, arrojando improvisadas bombas y con valor tan desmedido que asombra a los gobiernistas, asaltan y toman Batopuas. No llevan jefes y son analfabetos. Combaten al grito de ¡Viva la Libertad!

Al noroeste de Chihuahua, Jesús Carranza, Emilio Salinas y Cesáreo Castro están sitiando la plaza fronteriza de Ojinaga, en tanto que Severiano Muñoz asalta el cuartel federal en Aldama y Guillenno Baca, después de tomar Indé, reaparece, ahora con más de quinientos jinetes a las puertas de Parral.

Hay pueblos chihuahuenses, en donde al grito de ¡Viva Madero! o ¡Abajo el mal gobierno!, cinco o diez sujetos aprehenden a la autoridad civil del lugar, se apoderan de armas, bastimentos y caballos y salen de la población en busca de las partidas rebeldes principales; aunque en ocasiones se dedican a entrar a saco en las haciendas ganaderas.

Con todo esto, y con la idea de que van a acabarse los caciques, los rurales y las familias que desde hace treinta años usufructúan los derechos oficiales, las simpatías populares hacia la Revolución se acrecientan y, con lo mismo, los federales tienen un enemigo a cada metro. Las líneas telegráficas y telefónicas en casi todo el estado de Chihuahua —también en Durango—, han sido destruidas; los puentes del ferrocarril, volados con dinamita; los carriles de los caminos de hierro, están retorcidos a fuerza de ser arrastrados en todas las direcciones por los jinetes revolucionarios que los lazan y los jalan rasando el suelo.

Si no con la fuerza y dilatación que han alcanzado los maderistas de Chihuahua, los revolucionarios sonorenses, acaudillados por Talamante, Hill, Cabral y Salvador Alvarado se acercan a Ures; luego aparecen en los aledaños de Nacozari y Agua Prieta. Algunos de estos grupos se dirigen al sur del estado, con la intención de unirse a los alzados que operan en el norte de Sinaloa capitaneados por José Ma. Ochoa y Felipe Riveros. Estos, no obstante la cortedad de sus armamentos, han dislocado la paz sinaloense, perturbada también en el sur por Justo Tirado, quien con mucho valor y seguido de cuatrocientos jinetes pobremente armados, ha llevado la guerra a las puertas de Mazatlán.

También en Sinaloa han salido los rebeldes que mandan Ramón F. Iturbe, Conrado Antuna y Juan M. Banderas. Estos jefes revolucionarios, después de escaramucear con los gobiernistas, se unen a los sublevados de Herculano de la Rocha quien opera en los límites de Durango y Sinaloa, y ya bien organizados, en dos columnas se dirigen sobre Tamazula y Topia.

Este rico mineral, asediado por Iturbe, cae al fin en poder de los maderistas, que ahora suman un poco más de mil trescientos. Y no es Topia el único lugar en suelo duranguense que cae en poder de los rebeldes o que está amenazado por la insurrección; porque si de un lado José Maciel y Martín Triana levantan gente y toman Rodeo y en seguida marchan sobre Cuencamé; de otro lado, los hermanos Arrieta, con setecientos hombres atacan Tepehuanes y Santiago Papasquiaro. Entre tanto, y siempre operando dentro del estado de Durango, Jesús Agustín Castro al frente de cuatrocientos hombres, va de un punto a otro punto hostilizando a los gobiernistas y de pronto aparece casi a las puertas de la capital del estado.

En el territorio de Tepic, estaba alzado Martín Espinosa a quien se le uniría el joven literato sinaloense Rafael Buelna. Espinosa, capitaneando una partida de ciento cincuenta hombres, da mucho que hacer a la tropa del gobierno, mientras en Jalisco, tenía levantado el estandarte del maderismo Julián del Real, a quien se había agregado otro grupo de gente armada al mando de Julián Medina. Y no era todo: en la colindancia de Jalisco y Zacatecas, el joven estudiante de ingeniería, Enrique Estrada, quien junto con Rafael Buelna, había salido espectacularmente de la ciudad de México, andaba al frente de cincuenta hombres, desafiando a las autoridades porfiristas de aldeas y villas.

Ahora, la guerra también progresa en el sur de la República. El agricultor Ambrosio Figueroa, seguido de sus hermanos Francisco y Rómulo se apodera de Huitzuco; y a los Figueroa les han de imitar Jesús H. Salgado en Teloloapam, Héctor y Leonel López en Coahuayutla y Julián Blanco en Los Cajones. El despotismo de la autoridad local con visos de eternidad, y la esperanza de la libertad ofrecida por Madero, son las causas principales de tales sublevaciones.

Estos mismos motivos, unidos a los excesos que cometía el gobierno porfirista enviando a los jóvenes de la población rural, mediante levas periódicas, al servicio de las armas, originan la sublevación acaudillada por Pablo Torres Burgos en el estado de Morelos, y a la cual poco adelante se unirían Emiliano y Eufemio Zapata y el profesor Otilio Montaño; sublevación con aspectos de violencia; porque la gente del campo anidaba tantos odios para los mayordomos españoles de las haciendas, debido a los abusos de autoridad que cometían a la sombra tolerante de jefes políticos, alcaldes y policías rurales, que quiso cobrarse agravios, ya incendiando fincas, ya persiguiendo, ya encarcelando españoles.

Torres Burgos, no obstante que había enarbolado la bandera del maderismo desde la fundación del Partido antirreeleccionista, fue uno de los más desafortunados jefes revolucionarios de México; porque apenas inciaba la lucha armada, quedó abandonado por su gente —también por los Zapata— y capturado poco después por los federales, fue fusilado.

Las actividades de los alzados, pues, llegaban prácticamente a las puertas de la ciudad de México; pero también estaban dentro de la metrópoli. Aquí se conspiraba con el propósito de dar un golpe de audacia y derrocar a don Porfirio. Los capitanes de tal empresa eran Gildardo y Rodolfo Magaña, Erancisco Maya, Joaquín Miranda y Dolores Jiménez y Muro.

Sin embargo, descubierta la conspiración, la ciudad de México se salvó de los males que acarrean los levantamientos; aunque la sola conspiración denotó que la gente tenía perdido el miedo a la autoridad porfirista y que ésta a su vez, sintiéndose débil, no empleaba la fuerza que en otros tiempos utilizara para aplastar la subversión.
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