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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO PRIMERO
CAPÍTULO 5 - EL TRIUNFO
CONFERENCIAS DE PAZ
A El Paso (Texas), y como traídos a galope, han llegado Toribio Esquivel Obregón y Oscar J. Braniff. Ambos se dicen emisarios de paz. Lo son, en efecto, pero oficiosamente. Esto no obstante, se dan mucha importancia. Créense capaces de hacer deponer las armas a los revolucionarios. Tal parece como si en
ellos radicara lo futuro de México.
Esquivel Obregón, abogado de pueblo e individuo de mucha
suficiencia había sido antirreeleccionista. Separóse del partido poco después de la convención del Tívoli. Cuando ocurrieron los levantamientos, se acercó al presidente Díaz ofreciéndole sus oficios para convencer a Madero de los inconvenientes y males que para el país era el alzamiento; y aunque sin autorización precisa de don Porfirio, empezó sus gestiones personales de paz,
haciéndose acompañar de Braniff, individuo amante de la notoriedad.
Antes de llegar a El Paso, Esquivel Obregón y Braniff han
conversado en Washington con el doctor Francisco Vázquez Gómez. Después y como tienen a menos la personalidad de Francisco I. Madero, y creen que éste se halla supeditado a los lazos de familia, hablan con el padre y los hermanos del caudillo, aunque sin obtener ventaja alguna.
Traen entre manos Esquivel y Braniff, proyectos de pacificación nacional, mediante transacciones que no son capaces de puntualizar; pero que de todas maneras son útiles para que los dos semicomisionados ganen una plaza en la publicidad periodística de aquellos días de sinsabores y emociones.
Sin conocer, pues, la verdadera mentalidad del hombre con
quien pretendían convenir, Braniff y Esquivel Obregón llegaron al campamento revolucionario, para lo cual se habían abierto las puertas gracias a la ingenuidad de Vázquez Gómez; y a la primera conferencia de hazañería con Madero, creyeron en la impavidez y desdén de éste un signo de soberbia y de
ignorancia, y se retiraron, no sin desconsuelo.
A Madero, al parecer, no le interesa la paz, sino la victoria, por lo cual considera que la empresa de Esquivel y Braniff es
tardía. Los días durante los cuales se pudo convenir han quedado atrás.
Sin embargo, los pacificadores hacen un coro de intrigas en
El Paso, y siembran la división y desconfianza entre los revolucionarios, y hacen correr la idea de que Madero no sabrá conducir la Revolución a la victoria, por lo cual es necesaria la transacción.
Apoyan también las gestiones de Braniff y Esquivel Obregón, algunos líderes del maderismo. Consideran éstos que es preferible una paz convenida que una guerra de ventura; aunque ninguno de los pacifistas se atreve a hacer una proposición lo bastante considerada para asegurar la instauración de los principios proclamados en el Plan de San Luis. Porque, ¿puede o debe la Revolución exigir la renuncia del general Díaz? Y si esto sucediera, ¿es el Partido Antirreeleccionista el llamado a formar el nuevo gobierno presidido por don Porfirio? ¿Qué hacer para dar fundamento a una transacción extra-constitucional?
Así como hay maderistas que creen conveniente la transacción, hay otros —y numerosos— que desconfían de un entendimiento momentáneo. Madero, aunque oscilante en un principio, luego es contrario a la paz transada, y por lo mismo, da órdenes para que las fuerzas revolucionarias emprendan el
ataque a Ciudad Juárez. Al efecto, Orozco y Villa están acampados en las goteras de la plaza y se disponen a iniciar los fuegos a la mañana del 21 de abril.
Pero, acercándose la hora del combate. Madero vuelve a
titubear. Entre sus partidarios hay dos bandos. Uno, que insiste en el ataque a la plaza; otro, que cree conveniente una tregua, con la esperanza de que el general Díaz acepte un cambio total de gobierno.
Madero, al fin, accede a dar la orden posponiendo el ataque;
aunque no fue únicamente la idea transaccional la que determinó tal orden. Otras causas más concurrieron a la determinación. La primera fue la escasez de cartuchos en los soldados de Villa y Orozco. Después, la noticia, obtenida por
Garibaldi, de que el general Navarro, defensor de Ciudad Juárez, estaba esperando refuerzos militares de Chihuahua. También, un comunicado del doctor Vázquez Gómez haciendo del conocimiento de Madero que el gobierno del general Díaz estaba dispuesto, oficialmente, a iniciar negociaciones directas con el jefe de la Revolución. Por último, los informes sobre los aprestos que hacían los soldados norteamericanos acantonados en las cercanías de El Paso, a fin de entrar a territorio mexicano en el caso de que las balas de los combatientes causaran daños a los habitantes de la ciudad texana.
Ordenada, pues, la suspensión del ataque a Ciudad Juárez, el
23 de abril (1911) Madero firmó un breve armisticio, en el cual sólo comprometía la función de armas. Para el caudillo tal tregua era favorable a los revolucionarios, ya que éstos, aprovechando una flaqueza del gobierno cubrían con un velo la pobreza de sus pertrechos de guerra.
Un objetivo más persiguió el presidente provisional de la
Revolución al firmar el armisticio. Ese objetivo fue alentar moralmente a los maderistas en toda la República con el reconocimiento que de hecho daba el gobierno a los revolucionarios como beligerantes. Con esto, Madero creyó que
se produciría —y en efecto, así fue— un quebranto doméstico dentro de un régimen que tenía como normas lo implacable y lo infalible.
Además, una tregua, daba oportunidad no sólo a que se
fortalecieran los grupos alzados, sino también a que se produjeran nuevos levantamientos en el país, puesto que conforme pasaban los días más se dilataba el campo de la guerra civil. Así, ya no era solamente la amenaza que ofrecían los rebeldes de Chihuahua, Durango, Sinaloa y Morelos lo que atolondraba y preocupaba al gobierno. Ahora, la realidad enseñaba que los
alzados estaban resueltos a ocupar a sangre y fuego las plazas guarnecidas por fuerzas federales.
Y, al efecto, el jefe revolucionario Pablo González, con
mucha decisión se presenta a la vista de Monclova, mientras que Ireneo Andrade lleva la guerra al estado de Guanajuato, que hasta los comienzos de 1911 parecía ajeno a la Revolución. También en Michoacán estalla la subversión. Salvador Escalante, seguido de Braulio Mercado y Saúl Cano atacan y toman Villa de Ario, para en seguida, apresuradamente, marchar sobre Pátzcuaro, plaza de la que se apoderan, y sin pérdida de tiempo avanzan sobre la capital del estado. Otros grupos maderistas de Michoacán, con extraordinaria actividad y moviendo el alma de los pueblos a los que se acercan o atacan, están amenazando Uruapan y La Piedad. A las puertas de esta última población se halla Pedro Aceves con trescientos hombres.
En los aledaños de San Luis Potosí se reúnen las partidas
rebeldes que capitanea Miguel Acosta, quien con mucho atrevimiento, puesto que su armamento es casi nulo, manda pedir la plaza, en tanto que el doctor Cepeda, avanza desde el oriente, en apoyo de Acosta, trayendo poco más de doscientos revolucionarios potosinos.
La situación en torno a la ciudad de México no es nada
tranquilizadora. Hacia el norte, el jefe maderista Gabriel Hernández, en seguida de atacar Tulancingo, avanza por la línea del ferrocarril de Hidalgo y establece su cuartel a cuarenta kilómetros de la metrópoli. Por el sur, Manuel Asúnsolo corta la vía férrea de Cuernavaca a México; va de un pueblo a otro
pueblo excitando a la gente para que le siga en la aventura; reúne cerca de quinientos hombres, la mayoría de los cuales carece de armas; toma Tres Marías y avanza hacia Ajusco, de manera que desde su campamento tiene a la vista el valle de México.
Tanto es ahora el empuje bélico de los rebeldes, que el
gobierno guarda, en secreto, la noticia de que grupos maderistas, sin encontrar resistencia, entraron a territorio del Distrito Federal. En efecto, los revolucionarios han pasado y ganado adeptos en Contreras y Milpa Alta.
También por el oriente de la ciudad de México se presentan
los alzados. Los jefes Ireneo Vázquez y Rosario Chapero, han cortado la vía férrea entre la metrópoli y la ciudad de Puebla. El tránsito del ferrocarril Inferocéanico está suspendido, mientras que Francisco Gracia ocupa la plaza de Atlixco después de una refriega con los federales.
La Revolución, manifiesta en guerrillas, no significaba,
ciertamente, en esos días, poder militar. La fuerza principal, al mando de Orozco y Villa, se hallaba frente a Ciudad Juárez esperando las órdenes de Madero. Sin embargo, no teniendo el ejército federal verdaderas clases combatientes; aumentada la popularidad del maderismo; sepultado el miedo que,
principalmente, la clase rural sentía a la autoridad porfirista; crecidas las ambiciones y audacias de la población del campo y perdida en la República la brújula del orden, ya no se podía dudar que el régimen porfirista estaba obligado a hacer con concesiones a la Revolución, puesto que de lo contrario se acrecentarían las violencias populares, de manera de causar grandes daños al país.
Si en número de hombres y fusiles, el gobierno del general
Díaz era superior a los revolucionarios, en cambio éstos tenían la posibilidad de aumentar sus filas y de adelantarse hacia una guerra sin cuartel. Los ánimos de la guerra tentaban ahora el fondo de la vida mexicana.
La probabilidad de un triunfo del Gobierno disminuía hora
tras hora. El momento de aplicar el pulso militar era ya extemporáneo, a menos de producir en el país una etapa de sanguinaria represión; y el general Díaz, después de treinta años de paz, tenía perdido el camino de la violencia. Además, frente a aquella guerra, don Porfirio no sentía tanto la rebeldía
armada, cuanto lo que llamaba ingratitud popular. Mucho había trabajado bajo los auspicios de su mentalidad muy personal, por el bien y grandeza de su patria, para que como premio a los dones que él se apreciaba en sí propio, el pueblo de México se hubiese dejado arrastrar por un hombre sin merecimientos militares, ni administrativos, ni políticos, como Francisco I. Madero. La vanidad y triunfos pretéritos hervían en el pecho del caudillo.
Tanta amargura causaba en don Porfirio la sola idea de que
él, soldado de la Reforma y de la Intervención, pudiese ser sustituido en la presidencia de la República por un individuo sin tradición ni gloria nacionales, que hizo omisión de su constitucionalidad, de su ejército, de sus reservas de oro, de sus amigos y partidarios, de los goces y privilegios que proporcionan el Poder y de todo cuanto había realzado simpre su personalidad de gobernante y hombre de Estado, con tal de no asistir al último capítulo de lo que él consideraba ingratitud del pueblo.
Desde el cambio de su gabinete, el general Díaz tenía
resuelto abandonar la presidencia y el país, pero como no dejaba de asaltarle el espíritu de responsabilidad que le guió una y cien veces al través de su carrera de soldado y político, esto le contenía, creyendo que su obligación consistía en soportar aquella dura prueba hasta la última hora. Y así lo hizo; y sólo cuando advirtió que de continuar en el poder, el suelo de su patria se cubriría con la sangre de sus connacionales, pensó en la necesidad de la transacción; también en la idea de que después de él, de Díaz, no habría más que una sucesión: la Ley.
Sin embargo, para llegar a este final, el general Díaz buscó la manera más decorosa de proceder, puesto que dentro de su alma no estaba el permitir que pudiese ser menoscabado el espíritu de autoridad, que con tanto celo había conservado al través del libro oficial de los Treinta Años.
Un motivo, pues, un solo motivo esperaba el Presidente,
para entregar la presidencia pacíficamente, dentro de la propia guerra.
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