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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO PRIMERO
CAPÍTULO 6 - PAZ CONSTITUCIONAL
EL ZAPATISMO
Emiliano Zapata, el jefe revolucionario del estado de Morelos, llevaba en sí dos de las principales peculiaridades de la clase rural mexicana. Una, la perseverancia, que en aquel lider de la gente armada adquiría extraordinarias proporciones,
puesto que, no obstante acaudillar a los alzados más humildes y él mismo corresponder a la debilidad y timidez del hombre de campo, sobrepuso su causa a los halagos del triunfo y la promesa. La otra, era su intuición, hecha fibra de sensibilidad, ya que, sin conocer los problemas políticos del país ni de la
Revolución y sin tener capacidad para analizarlos, advirtió -aunque sin que en ello escaseara la ambición y virtud del mando— lo que podía suceder en la República de ser rendidas las armas al gobierno de De la Barra y de no continuar en el mando el ejército Libertador.
Estos temores de Zapata, expresados rudimentariamente, no
por ello dejaban de producir un ánimo valeroso y pertinaz dentro de sus hombres; y en el de los hombres que componían los grupos maderistas surianos. Esa mentalidad del Sur, desemejante a la norteña de México si tenía un alto porcentaje de testaruda y palurda, era en cambio una vivísima representación del alma indígena. De tal representación se originaban un aprecio y confianza que el mundo rural de Morelos y los estados circunvecinos otorgaban a Zapata.
Además, como consecuencia de la actitud definida de
Zapata se daba principio al localismo, y se advertía el problema, siempre creciente, de la desocupación en el campo, de manera que los hombres levantados en armas estaban complacidos de la firmeza de su jefe, puesto que éste procuraba solucionar un problema de tanta demanda como era la escasez de trabajo agrícola que se presentaba a la vista.
No desconoció Madero, desde su entrada triunfal a la ciudad
de México, que Zapata era individuo de voluntad personal y líder de los campesinos que tanto odio habían cobrado a la capital, y que por lo mismo era menester traer al zapatismo a la paz. Así, con modestia democrática y agilidad de caudillo político. Madero fue a Cuernavaca: y aquí después de hallar el
apoyo popular y revolucionario y de revistar las tropas zapatistas, trató a Zapata. Este era demasiado tímido y huraño para que Madero le comprendiese, sobre todo, porque de manera titubeante le ofreció el licenciamiento de su gente, así como le hizo saber los pleitos que, por cuestiones de mando en
Morelos, tenía con otros jefes revolucionarios surianos.
Madero volvió a la capital convencido de que el orden y la
paz reinarían en Morelos; ahora que no fue así. Los zapatistas no estaban dispuestos a rendir sus armas; y como el zapatismo apareciera amenazante como facción rebelde. Madero llamó a Zapata a la ciudad de México (Junio 29), donde el suriano confirmó sus propósitos de licenciar a su gente, aunque con la
promesa hecha por Madero de que el estado de Morelos quedaría guarnecido únicamente por maderistas.
Y así habría sido, de no ser que las altas autoridades
militares presentaron al presidente De la Barra un dictamen, en el cual, asegurando que dejar abiertas las puertas al sur de la ciudad de México, significaba una amenaza tanto a la seguridad y tranquilidad de la capital como a la seguridad y tranquilidad nacional, consideraban necesario mantener la permanencia del ejército federal en el estado de Morelos.
Esto, y otras pequeñeces concernientes al ramo castrense
alarmó a los zapatistas, y en vez de retroceder o esperar, tomaron una actitud de rebeldía. El acontecimiento, exagerado por las publicaciones periódicas y denunciado por los ricos hacendados de Morelos hizo considerar a De la Barra, sin tomar el parecer de Madero, que la falta de previsión militar podría
llevar a una catástrofe.
Morelos representaba, en los días que estudiamos, el poder
mejor organizado y agresivo de los propietarios de hacienda. Eran la propiedad y producción agrícola morelense la más importante caracterización de los hacendados. Uníanse en éstos no sólo su linaje de aristócratas mexicanos o su poder de subditos españoles favorecidos por el porfirismo, sino también el valer de su industria azucarera. Entre los grandes y ricos hacendados
estaban Ignacio de la Torre y Mier, Manuel Gómez Pezuela, Vicente Aráoz, Luis García Pimentel, Pablo de Palazuelos, Jerónimo de Orendáin, Federico Segovia, Manuel Rubio Siliceo, Casimiro Fernández y Marcos Urrutia. Muchos eran los miles de hectáreas y los millones de pesos oro que tales hombres significaban dentro de la economía agrícola de México. Nunca antes de los sucesos que remiramos, había visto reunido el país tanto poder económico rural dentro de una sola comarca.
Mas, después de aquel señorío de bienes y riquezas, la
República asistió al espectáculo del temor y el paro, de manera que de un hecho monopolizador se pasaba, casi súbitamente, a un suceso desolador, del cual, a primera vista —y sólo a primera vista— se desprendía que ese conflicto no tenía más que un solo remedio —y remedio extremo-: volver a las condiciones de la hacienda y del hacendado anteriores al noviembre de 1910. Pero si eso se producía, ¿para qué los hombres habían abandonado su servidumbre y pesimismo? ¿Qué objeto pudo tener el alzamiento popular?
El zapatismo era, pues, la incuestionable necesidad de dar
cauce —de ser posible pacífico- al estado de cosas que surgía en la trasguerra. Esto no lo entendía el presidente De la Barra. Comprendíalo Madero, pero sin advertir los problemas accesorios que producían la desconfianza de Zapata y del zapatismo.
De esta manera. De la Barra, en seguida de escuchar a los
hacendados, quienes hacían ascender las lesiones a sus bienes y riquezas —tan sutil así era su ingenio— a las proporciones de una verdadera catástrofe nacional, creyó que la ruina de una veintena de propietarios constituía la ruina de México.
Contagiado De la Barra por la mentalidad de los hacendados,
consideró que el camino mejor para evitar tan desgraciado desenlace, consistía en el retorno a las prácticas de los comienzos del régimen porfirista; y ya colocado en este orden y dictamen, mandó que las fuerzas federales se pusiesen en marcha sobre Morelos, para combatir a quienes, levantados a la esperanza de crear un nuevo modo de vivir, apenas empezaban a saborear y comprender su triunfo.
Vino a complicar la situación del zapatismo, una refriega
ocurrida en Puebla (julio 11) entre las fuerzas maderistas que habían estado al mando de Abrahám Martínez y los federales a las órdenes de Aureliano Blanquet, seguida de un asalto a la fábrica La Covadonga, en la que fueron muertos varios españoles, en quienes la ignorancia y la violencia creyeron encontrar la causa de los males del proletariado.
Para Zapata, tales hechos fueron un alerta. Consideróles, al
efecto, como el comienzo de la Contrarrevolución y ordenó que su gente, en previsión de un ataque de los soldados del gobierno, avanzara hasta los linderos del Distrito Federal, lo cual sirvió para que en De la Barra se acrecentara el valor y certeza del dictamen militar, y por lo mismo apresuró el movimiento de las fuerzas armadas de la federal hacia Morelos, y dio (10 de
agosto) el mando de las mismas al general Victoriano Huerta, quien con señalada empresa y un plan de grandes proporciones, presentado a manera de lucir más que de hacer, entró a Cuernavaca y avanzó hacia Yautepec. Y esto; a pesar de que Madero, desairando la desconfianza de Zapata, puesto que éste,
guiado por sus suspicacias e ignorancias, no concebía que el presidente de la República pudiese dar órdenes sin el consentimiento del Jefe de la Revolución, se hallaba en Cuantía tratando de calmar los ánimos y disposiciones del líder suriano.
La actitud de Huerta, que puso en peligro la vida de Madero,
lejos de mejorar la situación, la empeoró. Madero perdió su crédito político, pacífico y moral cerca del zapatismo. Zapata se dispuso a la guerra. Huerta tratando de sobresalir y de servir al decadentismo porfirista, inició una campaña militar devastadora y cruenta. Las aldeas y rancherías empezaron a arder; la población rural a huir; las filas de Zapata a ganar adeptos,
porque ante el temor de ser víctima de Huerta, la gente prefería
unirse a los hombres de Zapata.
En el fondo de su mentalidad, Zapata seguía creyendo en
Madero; y esperó, aunque sin entregar las armas ni desistir de sus propósitos, pues dentro de su rusticidad llevaba la virtud de la perseverancia, el presidenciado de Madero, creyendo que la presencia de éste en el Poder, bastaría para complacer sus exigencias. No fue así. Madero, ya con la autoridad de Presidente Constitucional, no podía dictar títulos especiales;
estaba obligado a hacer expedita la ley, y por lo mismo, incapacitado para hacer equilibrio entre aquel noble e ingenuo batallar armado de la población de Morelos y el gobierno de la Nación mexicana. Así, no tenía más que exigir la sumisión de Zapata y del zapatismo; también podía retirar —y lo retiró- al
general Huerta de aquella campaña, que no estaba dirigida a ordenar la impaciencia de la gente de campo, sino a destruir y asaltar a la población rural.
Las disposiciones de Madero, no cabían dentro de la
idiosincrasia de Zapata, quien entregado a la desesperanza y al despecho creyó, guiado en esta vez por el rústico talento de un maestro de escuela pueblerino, llamado Otilio Montaño, que no existía otro camino para el futuro revolucionario, que continuar la guerra, en esta vez contra el gobierno maderista.
Presentación de Omar Cortés Capítulo sexto. Apartado 3 - El presidente De la Barra Capítulo sexto. Apartado 5 - Los excesos políticos
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