Presentación de Omar CortésCapítulo sexto. Apartado 4 - El zapatismoCapítulo sexto. Apartado 6 - Los partidos políticos en 1911 Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 6 - PAZ CONSTITUCIONAL

LOS EXCESOS POLÍTICOS




Dentro de las limitaciones de un interinato y dentro de las limitaciones que en los negocios públicos de México tenía, el presidente De la Barra pronto quedó prisionero de una gran urdimbre a la cual se aglutinaban todos los géneros de intereses, ya del pasado, ya de lo presente, ya de lo porvenir, de manera que la situación política del país que tan normal, feliz y legal pareció al triunfo del maderismo, apenas caminado un mes después de tal acontecimiento, empezó a ser sombría.

Atado a un gabinete, cuyos principales miembros trabajaban independientemente, puesto que obedecían al partido victorioso; ajeno a las gobernaturas de los estados; sin tener su propia parcialidad; visto con desconfianza por los maderistas; amante de los equilibrios convencionales; temeroso de ser acusado de desleal al caído porfírismo; con la idea de que la ciencia de gobernar era un equivalente de la diplomacia; acostumbrado, por último, a la vida ceremoniosa de su carrera original, el Presidente interino no hallaba una verdadera y justa posición para su gobierno.

Y no eran únicamente las incertidumbres en torno de las cuales se hallaba el Presidente, la única peste que había en el país. Los males eran numerosos. Al efecto, parecía como si todas las fuerzas nacionales estuviesen sumergidas o semidestruidas por el poder volcánico que representaba la Revolución. El orden estaba perdido; perdido igualmente se hallaba eí principio de autoridad. La ley, siempre menospreciada durante los Treinta Años, ahora oscilaba en la República. El alma de la subversión se había apoderado de los mexicanos; pero especialmente de los correspondientes a la clase rural.

Para señalar el camino del orden y comprensión. De la Barra era el individuo menos indicado; ahora que tampoco Madero, no obstante su incalculable autoridad moral y política, estaba en posibilidad de restaurar las condiciones que prevalecían en el país anteriores a la caída del porfirismo. El pueblo amaba a Madero; le seguía; le obedecía; pero todo esto en el orden de los ideales renovadores y progresistas, mas no en lo que respecta al sometimiento. La jurisdicción del mando tenía perdidas sus reglas y aptitudes. La gente creía —para no creer en la autoridad- que la República estaba llamada a una transformación, de manera que ésta era esperada, sin saberse por qué, ni cuándo, ni cómo. Y esa esperanza en alcanzar el bienestar, influía para que se desdeñara el principio de gobierno.

Causa también para que el país caminase en el campo de las cavilaciones y apetitos, era la política sincera, pero ajena a la realidad, de los hermanos Francisco y Emilio Vázquez Gómez; pues si aquél, en la secretaría de Instrucción Pública esperaba obtener la vicepresidencia de México, el segundo, se consideraba con el derecho de adjudicarse la jefatura de la Revolución. Los Vázquez, en efecto, con noble candor habían llevado sus funciones de mando ministerial más allá de De la Barra; más allá también de Madero, por lo cual provocaban un trastorno tras de otro trastorno; un equívoco tras de otro equívoco; una alarma tras de otra alarma; y como el Interino les daba mucha cuerda, que a la vez servía para hacer de los negocios que trataban verdaderas complicaciones y marañas, pronto los dos hermanos constituyeron el punto débil a par de violento del maderismo, dentro del cual sembraban la cizaña y hacían los agrupamientos inciertos y levantiscos. Y esto, tanto así, que a veces se tenía la idea que los Vázquez poseían más poderes que el Presidente Madero.

Era incuestionable que los dos ministros obraban de buena fé; que ambos amaban la Revolución; que creían en el progreso de su patria y estaban temerosos de un intento de regreso al porfirismo. Así y todo, como carecían de cualidades administrativas, y eran cortos de genio e ignoraban el meollo de los negocios políticos y querían hacer precisamente lo contrario de lo que se acostumbraba en el porfirismo, como si en vez de fortalecer el Estado proyectaran fundar el anti Estado, allí donde ponían la mano, se observaba que faltaba la cabeza y se creaba la confusión.

Debido a que cometían un dislate tras otro dislate y estaban precipitando la muerte prematura del partido maderista. Madero resolvió eliminarles de la escena política; y empezó por pedir al propio Emilio Vázquez que presentara su renuncia. Y éste lo hizo (agosto 2) con mucha sencillez, sin darse cuenta de que con ello aceptaba el fin de su vida política, puesto que debía sus funciones oficiales no a su carácter ni a su talento, muy medianos, sino a la consideración y disposición de Madero.

A tal renuncia, se siguió la del doctor Francisco; y como los dos hermanos, ya al margen de la autoridad nacional sintieran su aislamiento, se entregaron al más irritable de los despechos, y dentro de su irascibilidad empezaron a perder uno y otro amigos, hasta quedar en condiciones de ser aprovechados por terceros intereses.

De la Barra pareció creerse más expedito con la salida de Vázquez Gómez de la secretaría de Gobernación, nombrando para sustituirle al ingeniero Alberto García Granados, filósofo de la democracia, persona de alta honorabilidad; pero víctima de muy hondas pasiones personales y ajeno al trato con la gente del pueblo y con mayor razón con los revolucionarios, de manera que a pesar de su capacidad de político a la europea, en unas semanas se echó encima la enemistad de los maderistas, que en las maneras sobrias y distinguidas de García Granados creyeron ver un renacimiento porfirista y científico.

García Granados, por otra parte, tuvo en su ministerio uno de los problemas más delicados de México: la elección de gobernadores de estado. Este capítulo de la Democracia, aparte de las complicaciones que siempre traen aparejadas las disputas localistas, se llevaba a cabo sin una debida preparación. No existía una considerada ley electoral, ni estaban fundados los partidos políticos locales, ni había una clase política selecta; y todo esto ocasionaba una serie de sucesos dentro de los cuales no escaseaban la calumnia y la injuria. Así, excluido de la lista electoral de Jalisco, el licenciado Rodolfo Reyes, en medio de sus resentimientos, produjo la catástasis reyista; pues su padre el general Bernardo, luego de renunciar al pacto hecho con Madero se pronunció en favor de su propia candidatura presidencial; pero como pronto advirtió que no tenía partidarios en número ni en calidad para enfrentarse a Madero, no sólo renunció (3 de septiembre) a sus proyectos electorales, sino que salió subrepticiamente de la ciudad de México; marchó (septiembre 20, 1911) a Estados Unidos e inició una conspiración.

Otro caso electoral con el cual lidió García Granados y que produjo a éste graves consecuencias, puesto que fue el antecedente de su fusilamiento, ocurrió en Chiapas. Aquí, eliminado de la lista electoral el diputado Querido Moheno, éste, sin escrúpulo alguno, y sin advertir los alcances de la difamación, queriendo vengarse de García Granados, a quien creyó responsable de su fracaso comicial en Chiapas, afirmó que el ministro de Gobernación había dicho (septiembre 23): La bala que mate a Madero salvará la patria.

Caído, como se ha dicho, el licenciado Emilio Vázquez, la segunda víctima de esos días borrascosos fue García Granados, quien mientras que de un lado resistía las procesiones cívicas pidiendo su separación del gabinete; de otro lado formulaba un proyecto de reformas a la ley electoral, trataba de neutralizar la acción del Partido Católico que adquiría progresos inesperados, intentaba evitar las manifestaciones públicas contra el clero, convencía a un hombre tan prominente como Teodoro Dehesa, para que no aceptase su candidatura presidencial; y ya en medio de terribles censuras y sin poder dominar a la prensa periódica: -El Nacional, El Demócrata, El Diario y El País, que representaban los intereses porfiristas-, renunció al ministerio.

El país se acercaba, entre tanto, a las elecciones presidenciales, precedidas de dificultades intranquilizadoras en el seno del partido maderista; porque como ni Madero ni sus partidarios podían fiar más en los hermanos Vázquez Gómez, los líderes del Partido Antirreeleccionista, excluyeron a éstos de la Convención (2 de septiembre), comprendiendo que no sería propio ni conveniente que Madero tuviese como vicepresidente a quien, como Vázquez Gómez, le censuraba públicamente, y por lo mismo, en seguida de aprobarse que el partido veterano se llamase en lo sucesivo Partido Constitucional Progresista, el nombre de José María Pino Suárez sustituyó al de Vázquez Gómez en la candidatura vicepresidencial.

Todo eso, acompañado de la exigencia de los Vázquez Gómez para que los comicios fuesen aplazados, unido a la resolución del Congreso de origen porfirista, que negó tal aplazamiento, complicó la situación política; aunque efectuadas las elecciones (15 de octubre), Madero y Pino Suárez obtuvieron la casi unanimidad de los votos electorales; pero sin que por esto se desconociera la fuerza política que, inesperadamente, alcanzaba el Partido Católico, que había concursado en el Sufragio.

De la Barra, pues, llegó al fin de su interinato sin resolver uno solo de los grandes problemas políticos y electorales del país, puesto que si aquéllos presentaban un acrecentamiento de las reyertas locales; los segundos, aunque en el noviazgo del Sufragio Universal, eran consecuentes con la impreparación de la democracia electoral, sufriendo con ello desprestigio la libertad y efectividad del voto.

Así, los principios de la Revolución no dejaban de sufrir merma; y como la voz pública, estimulada por los adalides del gobierno caído empezaba a hablar de fracaso revolucionario, al preguntarse qué era la Revolución, José Vasconcelos contestó: La Revolución es una necesidad en todo Estado donde la renovación de las clases deja de hacerse en forma normal. Por razón de equilibrio moral, los pueblos sienten la necesidad de elevar a las funciones del poder si no a los mejores, sí a quienes representan un término medio.

Pero estas explicaciones no bastaron para calmar a aquel ambiente cargado de presagios; aunque llegado el 5 de noviembre (1911), y en seguida del segundo informe (4 de noviembre) del presidente De la Barra, el país se irguió de nuevo, esperanzado en las prendas personales y civiles de Francisco I. Madero, quien a partir de este día fue el presidente Constitucional de la Républica.
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