Presentación de Omar CortésCapítulo séptimo. Apartado 1 - Madero en la presidenciaCapítulo séptimo. Apartado 3 - Comienzos del gobierno maderista Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 7 - NUEVO GOBIERNO

MADERO Y LA CIUDAD DE MÉXICO




Orgullosa no por lo grande de su saber, ni por la nobleza de su gente, ni por su lealtad o comprensión constitucional, ni por lo pródigo de sus riquezas, la Ciudad de México hacia la primera década de nuestro siglo era orgullosa por sus poderes gubernamental, administrativo y político. Tales poderes los había ganado no sólo como capital de la Nación mexicana, antes debido a la idea de fasto, solemnidad e imperio que el general Porfirio Díaz se dio a sí propio como presidente de la República, creyendo que con su pompa y señorío imantaba, al igual de los antiguos príncipes, al pueblo de México.

Inficionada, pues, la ciudad de México de esas superficialidades que tanto gustan a quienes mandan y gobiernan, su aspecto de superioridad sobre otras ciudades mexicanas era disgustante y desconcertante, aunque confirmaba cuánta desemejanza había entre el oropel urbano y el andrajo rural.

A pesar de lo anterior, la capital nacional era físicamente hermosa. El valle de su asiento, la diafanidad de su cielo, su temperie casi siempre discreta y moderada, el trazo original de sus callles, el respeto que tenía a la tradición, la proporción de sus construcciones civiles y religiosas, la tranquilidad placentera de sus habitantes, la limpieza de los frontis de sus inmuebles, servían al fin de embellecerla y darle personalidad.

Sin embargo, dentro de ese conjunto urbano: gente, ideas, gobierno, arquitectura, calles y plazas había muchas, muchísimas exteriorizaciones pueblerinas. Faltaban el alma y la acción de la urbe.

Poco más de un centenar eran las familias tradicionales, unas extranjeras, otras mexicanas, que vivían en la capital. Los metropolitanos conocían y conjugaban el monto de las rentas, los asuntos domésticos, los carruajes y paseos, los secretos o supuestos secretos así como los amores o supuestos amores de ese centenar de familias; y tanto había crecido la costumbre de ver y conocer los hábitos, ya normales, ya extravagantes de la gente de grandes posibles, que el vulgo no los envidiaba ni los odiaba: eran a manera de un natural adorno para la Ciudad de México.

Aparte de ese pequeño aparato de costumbres, que si no proporcionaba vida ni espíritu al país, sí daba donaire a la metrópoli, en ésta residía un millar y medio de empleados del gobierno quienes, además de sus tareas burocráticas, siempre rutinarias y generalmente innocuas, poseían mucha influencia en los negocios públicos; pues como estaban en receso las libertades políticas y no se regateaban las civiles, la burocracia hacía corro a todo lo porfirista, a manera de auxiliar de aquel régimen apuntalado no tanto por el destino, cuanto por el genio temerario y organizador de don Porfirio.

Sirvió, pues, para dar realce al porfirismo, la hermosura del casco de la ciudad de México, el desarrollo de sus barrios arbolados y silenciosos, la eficacia de los servicios públicos, la abundancia en sus mercados populares y el aumento en el valor del precio de la propiedad urbana. Para las personas que hacia el segundo tercio del siglo XIX poseían solar o casa, desvalorizados o entregados a las hipotecas, los altos y nuevos precios de sus propiedades a las postrimerías del porfirismo, fueron tan inexplicables, que atribuyeron el acontecimiento a un milagro -realizado por la mano portentosa del presidente Díaz. La bien sabida regla del desenvolvimiento urbano, aplicado en todo el orbe, fue siempre desconocida para los habitantes de la capital mexicana de 1910.

No sería la arrogancia de la ciudad de México lo único que iban a hallar los revolucionarios al llegar victoriosos a la metrópoli. También encontrarían allí, los todavía sólidos cimientos de un régimen; tan sólidos que no desaparecerían totalmente en sus dinastías familiares, ni veinte ni cincuenta años más tarde. Tales cimientos eran el ejército, los bancos, las empresas industriales y mercantiles extranjeras, los profesionales, los diputados y senadores.

El ejército, si no enemigo, sí se mostraba desdeñoso hacia la Revolución y los revolucionarios. Los oficiales egresados del Colegio Militar, al igual de los jefes del ejército, tampoco podían comprender cómo aquellos improvisados soldados del maderismo podían lucir insignias ganadas de la noche a la mañana. Las instituciones bancarias, por su parte, estaban temerosas de que el nuevo gobierno les pusiera la mano, porque en la realidad, pocos eran los bancos que operaban legalmente. Las concesiones a los de emisión estaban generalmente excedidas. Los valores, manejados por estos establecimientos, ascendían a ochocientos treinta y cinco millones de pesos, en tanto que las existencias metálicas eran de doscientos veinte millones de pesos; y esto a pesar de las limitaciones establecidas por el ministro de Hacienda José Yves Limantour.

Las empresas industriales extranjeras, como en el caso de ciento veinte fábricas de textiles, gozaban de franquicias para importar tres y medio millones de kilogramos de materias primas; y de las inversiones industriales correspondientes a la primera década de nuestro siglo, sólo el 23.9 por ciento eran de capital mexicano; y estas inversiones, en su mayoría, estaban dedicadas a explotaciones mineras y al trabajo de pequeños ingenios de azúcar, cuya producción, durante 1911, fue de ciento sesenta mil toneladas.

En 1911, la producción agrícola en el país aumentó, no obstante la Guerra Civil, a treinta y un millones de kilogramos de arroz, ciento sesenta y tres de frijol, sesenta de garbanzo, ochenta y cuatro de henequén y treinta y cinco de café. Sin embargo, el precio del maíz fue de catorce pesos, cincuenta centavos la carga, esto es, once pesos más que en 1901.

El presupuesto de egresos del año fiscal que terminó en junio de 1911, no obstante los gastos de guerra, ascendió a ciento dos millones de pesos. Las recaudaciones, durante los cinco primeros meses del citado año, sumaron cuarenta y cuatro millones de pesos, de manera que el país, a pesar de la intranquilidad, continuaba perseverante hacia el progreso. Tanta así era la confianza que los mexicanos tenían en sí mismos. Sólo la reserva nacional había mermado hasta el día anterior del ascenso de Madero a la presidencia, en doce millones de pesos, de los sesenta que la componían al salir de México el general Díaz.

Madero halló, pues, una situación de rutina administrativa. El nuevo gobierno no tenía defensas hacendarías ni financieras, y todo parecía indicar la necesidad de continuar concertando empréstitos extranjeros, para consolidar las deudas exteriores y no perder el crédito en Europa, que constituía el punto central para el desarrollo del inversionismo y el equilibrio de la hacienda pública. Así, el panorama económico de México, en noviembre de 1911, sí no de prosperidad y grandeza, sí parecía tener una tendencia hacia lo normal; aunque esto bajo la amenaza que siempre ofrecen los cambios de gobierno y sobre todo la presencia en los negocios del Estado de individuos que no han tenido vinculaciones maduras con los negocios administrativos.
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