Presentación de Omar CortésCapítulo séptimo. Apartado 5 - Problemas del localismoCapítulo séptimo. Apartado 7 - Los males de la subversión Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 7 - NUEVO GOBIERNO

EL ALZAMIENTO ZAPATISTA




Tan profundo fue el sopor de la Nación mexicana durante el régimen porfirista -sopor originado en los infelices días de interminables contiendas domésticas— que la sociedad perdió toda idea acerca de las necesidades de México. De esta manera, el país creía que después del cambio del gobierno en noviembre de 1911, sólo existía una gran cuestión, como era la de hallar sucesor para el general Díaz; y que, sobrepasado este negocio, todo sería venturoso para el progreso nacional.

No era así, por supuesto; porque apenas triunfante el maderismo, un conjunto de hechos y circunstancias empezó a azogar al pueblo y al gobierno. Ahora, toda la gente se atrevía a pensar; pero como esta facultad se presentaba ignorante e improvisada audaz y escasa de jerarquía, las proposiciones tenían más de atropellamiento que de ser fundamentales.

Ya no era, pues, uno y único, el problema nacional. Este adquiría el carácter, dadas las circunstancias, de acrecentarse día a día, haciendo creer que era el Gobierno —y sólo el Gobierno— el que lo originaba y que, por lo mismo, el presidente de la República estaba obligado a darle pronta y eficaz solución; pero como esto no correspondía a las facultades, disposiciones y posibilidades de la organización política o económica de la nación, el vulgo y la clase medio ilustrada supusieron que el presidente Madero no poseía capacidad de gobernante.

Además, como los principales colaboradores del Presidente no podían borrar de sí mismos —ni tenían por qué, puesto que representaban una verdadera República Rural; y República Rural era México— su mentalidad de campo y pueblo. Madero y el maderismo eran objeto de la burla y grosería de la voz general. Así, lo que había sido aprobación y simpatía universales empezaba a decrecer, mas no en virtud de los errores del Gobierno, sino de las condiciones del país.

Tantos y tantos, como ya se ha dicho, eran los problemas existentes y los que surgían uno tras otro, que ¿quién de los mexicanos podía ser capaz para, a una sola voz y a un mismo tiempo, resolver las cuestiones de un pasado y de un futuro?

Envuelto en días de muchas exigencias optimistas, el gobierno maderista sufrió no tanto injustas y arbitrarias reprobaciones, cuanto incalculables e impropias exigencias, que llegaron a términos insidiosos y sediciosos. Entre estas últimas, las provenientes de una facción que se llamba a sí misma zapatista.

Aunque ya se ha hablado de ésta, es necesario insistir en que a tal facción le daban cuerpo y calor los revolucionarios del estado de Morelos, y representaba su ser y hacer en la jefatura y figura de Emiliano Zapata; y aunque éste no poseía una personalidad de virtudes políticas o militares, de todas maneras era dueño de un elevado sentido de caudillo; y como se hacía seguir de gente muy rústica a par de víctima de un sinnúmero de injusticias, originadas tanto por la naturaleza física del suelo morelense, como por las exigencias de los amos de tierras y haciendas, Zapata representaba una causa popular honda y probadamente popular.

Así y todo, Zapata mantuvo una posición decorosa dentro de la Revolución. No representaba un poder de autoridad del maderismo; pero tampoco podía ignorarse el influjo de su populismo, y, ya por lo primero, ya por lo segundo, no podía hallarse el por qué estaba apartado del gobierno de Madero, toda vez que éste, sin proporcionarle un mando directo, personal y jurisdiccional, tampoco le negaba el derecho de coparticipar en los negocios públicos y locales.

Sin embargo, como entre los lugartenientes de Zapata estaba Otilio Montaño, éste, clásico aldeano, quien llenaba su alma con envidias y venganzas y deseaba sobresalir, movió a Zapata hacia las más ilusivas empresas; y como Montaño tenía el barniz de ilustración propia a los maestros de escuela —y maestro de escuela era— que en los pueblos ejercían, después de la autoridad municipal y del sacerdote católico, el poder del consejo y la promesa de lo futuro. Zapata se dejó guiar por aquel hombre, que en el fondo era la representación menos imperfecta de la gente de campo que quería, aunque sin poseer palabras para expresarlo; su autogobierno.

No cabía —no podía caber— dentro de la mentalidad de un rústico adelantado como era Montaño, la responsabilidad que lleva en sí la provocación de la guerra, la desarticulación de las materias administrativas, la incitación a los odios, el daño de la sangre derramada por discordias civiles. Montaño atisbaba en Zapata, y cerca de Zapata, todas las ideas y signos de que el gobierno maderista era impotente para dar el pan y techo a la clase rural de México. Acusaba también al Presidente de no cumplir con la promesa de repartir tierras, promesa que no estaba inscrita en bandera alguna; pero que brotaba en aquellos días, no a manera de hecho casual, sino como consecuencia de la desocupación campesina, a manera también de ser uno de los tantos problemas que la insurrección, las libertades políticas, el poder de las armas y el despertar de las ambiciones se producían y reproducían en el pueblo de México.

Madero, sin ignorar cómo y cuándo se habían desenvuelto las ambiciones entre los revolucionarios, trató, como ya se ha visto, de conducir las primeras desobediencias e ímpetus personales de Zapata con toda la dignidad política y la cautela de gobernante, que sin ceder ni negar, sobrepone su autoridad a los intereses de partido. El Presidente marcó, tan pronto como se hizo cargo del gobierno nacional, los límites constitucionales tanto para la situación de Zapata como a la consideración y obligación de otros jefes revolucionarios. Así, y todo, Zapata inducido e instado por sus tenientes, y en las alas del optimismo, y sin siquiera medir las necesidades a las que lleva una guerra, tuvo por creencia cierta y de fácil realización, la victoria de sus huestes; y se propuso la victoria de su ensueño, y olvidándose de las obligaciones que había en cada mexicano para mantener la paz de la nación, y contrariando su maderismo, se inició en el camino de la insurrección.

Al efecto, el 18 de noviembre (1911), el general Zapata, ya en orden de rebeldía, reunido con sus lugartenientes, todos tanto o más rústicos que él, en un punto llamado Ayoxustlay, sin dar oportunidad a las consideraciones, puesto que carecían de capacidad para ello, escuchó la lectura de un plan redactado por Montaño, y aprobándolo y firmándolo todos los circunstantes, le dieron el nombre de Plan de Ayala, por estar fechado en la villa de ese nombre.

De acuerdo con tal Plan, Zapata y el zapatismo desconocían al gobierno constitucional de México y nombraban Jefe de la Revolución Libertadora al general Pascual Orozco o, en caso de que éste no aceptara el delicado puesto, le sustituiría el propio Zapata.

Como parte adicional del plan, el zapatismo determinaba, mediante la aplicación de las leyes de desamortización y nacionalización, expedidas por Benito Juárez, la entrega de tierras, aguas y montes a los pueblos y ciudadanos que hubiesen sido despojados durante el gobierno del general Díaz. Mandaba igualmente tal Plan, expropiar previa indemnización de la tercera parte de su valor, las tierras del país, para que los pueblos y ciudadanos tuvieran ejidos, colonias y fundos legales.

Ninguna novedad ofrecía el Plan de Ayala. Tratábase, en la realidad, de la rutina agraria derivada de las Leyes de Indias. No surgía todavía, dentro de la rudimentaria idea de Montaño, la vocación creadora. No se otorgaba al agrarismo cuerpo ni alma.

La citación de las Leyes de Juárez era negativa frente a la nueva procuración de tierras y comunidades; ahora que no por esto, faltaba en el documento el espíritu popular. Nacía el Plan en las entrañas de la parte más débil e ignorante de la clase rural mexicana; constituía el documento una manifestación de sufrimientos y anhelos de la pobretería campesina que no sabía qué era, qué hacía y qué quería.

No fijaba el Plan cómo iba a realizarse tal programa engendrado en la desesperación y el ensueño; originario también de los pasos inciertos que da siempre la irresponsabilidad, aunque ésta se halle adornada por los más puros y elevados principios humanos.

Esas oscuridades en el Plan de Ayala, si de un lado advertían la presencia de los más atrasados filamentos sociales dentro del organismo político, administrativo, moral y económico de la Nación mexicana, de otro lado ponían en peligro la estabilidad de la Revolución, puesto que la subversión zapatista, hecha a cercana distancia de la capital de la República no haría más que estimular a los conspiradores contrarrevolucionarios. Además, si un grupo de jornaleros y aldeanos ponía el ejemplo en la subversión, ¿qué podía esperarse de los jefes del ejército federal humillado por la Revolución?

La guerra civil, pues, se presentaba una vez más a las puertas de la ciudad de México; y aunque el zapatismo no significaba una amenaza militar, sí correspondía a una forma de descontento dentro de las filas revolucionarias, lo cual, entre los maderistas, hacía dudar acerca del futuro del gobierno de Madero, y con lo mismo, lo que pocos meses antes era unidad aparentemente indestructible, empezaba a producir quebrantos administrativos y políticos.

Realmente, con la desobediencia, discordia y encono del zapatismo, empezó la época más incierta, cruenta y equívoca para la República y la Revolución, puesto que alentados los bandos del triunfo y de la derrota de 1911 hacia nuevas luchas, el país no ofrecía otras perspectivas que el sacrificio de sus hombres, de sus propiedades, de su moral y de sus principios de cultura y civilización. Las amenazas surgieron a un lado y a otro lado; la seguridad a la cual los mexicanos empezaban a entregarse desde el día de la entrada triunfal de Francisco I. Madero a la metrópoli, se deshacía sin que aquel gran caudillo que era Madero fuese capaz de evitarlo.

Con la rebelión zapatista, que Zapata y Montaño pudieron detener si la prudencia y la reflexión les llevan a considerar que las cuestiones del mando y gobierno, así como de las tierras, no podían ser resueltas en la violencia, sino en las aptitudes y garantías de los hombres y libertades públicas que no habían sido negadas en un solo momento por Madero; con la rebelión zapatista, se reitera, empezó una cadena de males nacionales que parecían interminables e hicieron perder grandes y profundas esperanzas a la patria mexicana, que llegó a dudar sobre la calidad de sus hombres como gobernantes capaces de dar la paz y encauzar el bienestar de México.
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